Chris

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—¡Vaya, vaya! ¡Mira lo que tenemos por aquí!

La voz aguda y burlona obtuvo un coro de risas en la oscuridad. Chris se cubrió los ojos con las manos, para evitar el brillo deslumbrador de la linterna.

—Apaga, Slim. Esto no es el Hollywood Bowl —ordenó otra voz, pausada y autoritaria—. Tú, muñeca, acércate y no intentes nada raro.

La luz hizo una pirueta en el aire y se extinguió. Envuelta en sombras, Chris dio unos pasos en la dirección de donde había venido la segunda voz. Al cabo de unos instantes, distinguió dos siluetas agazapadas contra una pila de ladrillos. Una tercera persona, sin duda el llamado Slim, se había colocado detrás de ella, tan cerca que podía oír su respiración.

—No está nada mal —opinó Slim, casi sobre la nuca de la joven—. Podríamos pasar un buen rato con ella. ¿Qué dices, Brian?

—Cállate, Slim —susurró la otra voz desde la pila de ladrillos—, vas a atemorizar a la señorita. ¿Cómo te llamas, muñeca?

—Magda —dijo Chris.

—Bien, Magda, ahora vas a decimos qué estás haciendo por aquí.

Brian se puso de pie. Los ojos de la chica se habían acostumbrado ya a la penumbra del lugar, y pudo observar asombrada que el joven llevaba corbata y chaqueta. No pudo distinguir con precisión sus rasgos, pero sin duda era alto y no parecía mucho mayor que ella misma.

—Buscaba un lugar para dormir —respondió Chris con simplicidad.

—¡Ja! —rió Slim—. ¡Puede decirse que lo has encontrado!

Los dientes de Brian brillaron en una fugaz sonrisa.

—¿Siempre duermes en sitios como éste? —preguntó.

—Duermo donde puedo. —Chris hizo una pausa para armarse de valor, antes de pronunciar la siguiente frase—. Estoy huyendo de la policía.

El joven inclinó la cabeza y puso ambos brazos en jarras, echando el cuerpo hacia atrás.

—¿Qué me dicen, amigos? —silabeó con sorna—. ¡La pequeña Magda nos ha resultado una peligrosa delincuente! —Dio dos pasos hacia Chris, y un par de ojos gatunos chispearon en su rostro invisible—. ¿Puede saberse qué crimen has cometido?

—Sería largo de explicar.

Los dos parpadearon y la blanca sonrisa se iluminó nuevamente unos centímetros más abajo.

—Me lo imaginaba. —Brian parecía dudar, y estudió a Chris en silencio—. Oye, Magda —dijo luego—, tú no serás una soplona de los polizontes o algo así, ¿verdad?

—Te doy mi palabra —contestó ella seriamente, provocando otra risa gutural de Slim.

Brian meneó la cabeza y se pasó una mano por el cabello.

—¿Llevas dinero, «hierba» o alguna cosa de valor encima?

—No.

—Revísala, Slim —ordenó Brian, con voz súbitamente endurecida.

Chris sintió sobre el hombro el peso de la mano de Slim y se desprendió de ella con un rápido esguince, dando un salto lateral. Instintivamente, extrajo la navaja del bolsillo trasero del tejano. Hizo saltar la hoja y se agachó, tensa, sin quitar la vista de su oponente. El rostro anguloso de Slim mostraba una clara expresión de sorpresa. Miró de reojo a Brian, como pidiéndole consejo.

—Guarda eso, hermosa —aconsejó Brian con calma—, puedes hacerte daño.

La chica retrocedió lentamente, vigilando a ambos, sin dejar de esgrimir su arma.

—Dile a ese gorila famélico que se aleje de mí —exigió.

Por un momento, los cuatro permanecieron callados e inmóviles.

—Haz lo que ella dice, Slim —pidió luego Brian amablemente—. He cambiado de parecer. Es posible que pueda sernos útil.

—Ya lo creo que podría sernos útil —refunfuñó Slim, socarrón, yendo a sentarse junto a su otro compinche.

Sin alterarse, Brian se acercó lentamente a Chris. Entró en una zona menos oscura, y la joven pudo ver su traje azul de buen corte y su rostro aniñado de facciones delicadas. El muchacho se detuvo y señaló con un gesto la navaja.

—Guarda ese chisme, por favor —rogó muy suavemente.

Chris vaciló unos segundos, estudiando aquellos claros y penetrantes ojos azules.

—De acuerdo, Brian —dijo—, confiaré en ti.

Cerró la navaja y se la echó al bolsillo.

—Ésa es mi chica —aprobó el joven—. Ahora ven y siéntate con nosotros. Comeremos algo mientras nos ponemos de acuerdo.

Tendió su mano y tomó levemente el brazo de Chris, guiándola junto a los otros. Slim hizo un gesto de resignación y el tercer chico, enjuto y de aspecto chicano, ni siquiera la miró.

—Enciende la linterna entre dos de esos sacos —indicó Brian a Slim—; así tendremos algo de luz sin que el destello llegue a la calle. Tú, Pablo, ocúpate de las provisiones.

Slim hizo una especie de pequeño refugio con dos sacos de cemento, y colocó la linterna en el interior. Una luz tenue iluminó al grupo, y Chris tuvo oportunidad de ver mejor a sus ocasionales compañeros. La nariz respingona y la firme mandíbula de Brian; el rostro delgado y filoso de Slim, de gruesos labios y mirada equívoca; la faz morena e impenetrable de Pablo, que con gestos parsimoniosos cogió un bolso deportivo que había en un rincón y extrajo un paquete de bocadillos y varias latas de cerveza.

—Aún está fría —comentó Slim, tomando una de las latas.

Chris aceptó un bocadillo de queso y jamón. Brian rechazó con un gesto la comida, pero abrió una de las cervezas, acuclillándose junto a la chica.

—Oye, Magda —le dijo—, como habrás adivinado, nosotros no estamos aquí haciendo un picnic. También tenemos nuestros problemas y debemos abandonar la ciudad lo antes posible. ¿Tú qué rumbo llevas?

—México —respondió ella, masticando con la boca llena.

Slim lanzó un silbido.

Brian bebió un largo trago de cerveza y arrojó la lata hacia las sombras.

—Lástima —dijo—, nosotros vamos hacia el Este.

«¡El Este!», pensó Chris. De allí venía ella. Allá estaban los Johnson y el reformatorio. También varias decenas de policías buscándola. No, señor, no había nadie en el Este que pudiera ayudarla… ¿Nadie? Una muy lejana lucecita de esperanza brilló en el desolado horizonte de su mente. Quizás, a pesar de todo, el encuentro con Brian y sus compinches terminaría resultando providencial…

Dejó el resto del bocadillo en el suelo y se limpió los dedos en las perneras del tejano.

—Tal vez me sirva —sugirió—. ¿Qué ibas a proponerme?

En los acerados ojos de Brian hubo un brillo de entusiasmo.

—Necesitamos un automóvil —explicó—. He estado pensando en tomarlo prestado, y tú podrías ayudar.

—¿A cambio de qué?

—Si todo sale bien, cruzaremos el país de costa a costa. Sólo tienes que decir dónde quieres apearte.

Chris meditó unos instantes, observando el suelo y rascándose la nariz. Luego levantó la cabeza y miró frontalmente al chico.

—Dime lo que tengo que hacer —dijo.

Una hora después, en un gran establecimiento de automóviles de ocasión, Chris conversaba con el vigilante nocturno. Le estaba endilgando una complicada historia de niña extraviada que era una versión ampliada de la que había contado al policía del parque. El hombre la escuchaba con una mezcla de somnolencia y perplejidad, acodado en la mesa de su confortable caseta encristalada. El aparcamiento al aire libre ocupaba casi un cuarto de manzana, y más de la mitad de su capacidad estaba cubierta por coches usados, de las más diversas marcas y modelos. Para facilitar la elección de los compradores, cada coche tenía su precio pintado sobre el parabrisas. Al fondo estaba el edificio de oficinas y salón de ventas. Más o menos a mitad de camino, sobre la derecha, se levantaba la caseta de vigilancia. Todo el lugar estaba rodeado por una valla de tubos de acero, que tenía dos puertas: una para entrada de los automóviles y otra, sobre la calle lateral, para su salida. De noche, ambas estaban cerradas por una gruesa cadena. Chris se había limitado a desenganchar una de ellas al entrar, y dejarla sobre el suelo. Luego cruzó el amplio patio desierto y golpeó a la puerta de la caseta.

Mientras finalizaba su enrevesada historia, Chris podía observar las figuras de Brian y sus amigos escurriéndose entre las sombras, buscando el coche apropiado para sus fines.

—Es posible que tu padre haya estado por acá antes de que yo tomara el turno —sugirió el hombre—, pero no después de las ocho. Desde aquí se ve todo el lugar y me habría llamado la atención si alguien hubiera estado rondando.

—Es extraño —afirmó Chris con su mejor aire inocente—; estoy segura que ésta era la esquina que acordamos. No me he retrasado más de media hora y él debería estar aquí, aguardando para llevarme a casa.

Por sobre el hombro del vigilante, vio que uno de los coches comenzaba a deslizarse lentamente hacia la salida, con las luces apagadas.

—Quizá se preocupó por tu tardanza y recurrió a la policía —propuso el hombre—. Si quieres, puedes preguntar en la comisaría, no está muy lejos de aquí.

—Oh, no quisiera molestarlos.

—¿Molestarlos? Ellos están ahí para eso. Ustedes los jóvenes parecen haber olvidado que ése es el sitio para recurrir cuando uno está en apuros —agregó el otro con un retintín admonitorio.

—Es posible que tenga usted razón. —Chris desplegó su sonrisa—. De todas formas no puedo permanecer aquí toda la noche.

—Te explicaré cómo llegar —dijo el vigilante, dirigiéndose hacia la puerta.

—¡Espere…!

El hombre se volvió, con expresión intrigada.

—Eh… Lo siento… No…, ¿no tendría usted una aspirina? —balbució la chica, estrujándose la frente y las cejas con gesto dolorido—. Tengo una jaqueca terrible… —El hombre la observaba indeciso—. Creo…, creo que me voy a desmayar.

—¡No se te ocurra! —exclamó el vigilante, regresando apresuradamente a su mesa—. Espera un momento, que por aquí debo tener algo.

Rebuscó afanosamente en sus cajones, mientras ella espiaba hacia el aparcamiento, a través de la vidriera. El coche salía ya por el portón y ganaba la calle, guiado por manos invisibles.

—¡Aquí está! —casi gritó el hombre, triunfal, agitando un arrugado paquete de aspirinas—. Te daré un vaso de agua.

Fue hasta el fondo de la habitación, donde había un grifo y un pequeño lavabo. Llenó un vaso de papel y se lo alcanzó a Chris. Ella extrajo dos pastillas y se las echó a la boca, bebiendo luego un largo trago de agua. Lo de la jaqueca había sido un truco para ganar tiempo, pero las aspirinas no le vendrían mal a su cuerpo agotado y su pie dolorido. El hombre la miraba, expectante.

—Gracias —dijo Chris—, con esto se me pasará. Lamento haberle causado tantas molestias.

—No te preocupes. Lo importante es que puedas hallar a tu padre. ¿Irás a la comisaría?

—Pienso que será lo mejor —afirmó la joven en tono convencido.

El vigilante la acompañó a la puerta y le indicó el camino. Chris le agradeció una vez más y se despidió, cruzando luego el penumbroso aparcamiento.

—¡Oye, chica!

Chris se volvió, con el corazón palpitante.

—Al salir, cierra el portón con la cadena. No quiero que me birlen uno de los coches.

La joven asintió, aliviada. Colocó cuidadosamente la cadena en su sitio y se perdió en las sombras de la acera. Luego, según había acordado con Brian, bajó tres calles hacia la izquierda y dos a la derecha. Era la primera vez que premeditadamente colaboraba en un delito, y no las tenía todas consigo. El hombre podía haber sospechado y avisar a la policía. Las cosas habían salido demasiado fáciles y eso la intranquilizaba. Miró hacia todos lados, nerviosa, y aceleró el paso. Debió hacer un esfuerzo de voluntad para no echar a correr.

Brian sonreía muy tranquilo, recostado contra la puerta del casi flamante Chrysler negro. Slim, ya acomodado en el interior, hizo un guiño a Chris a través de la ventanilla trasera. Pablo estaba terminando de borrar los números del precio pintados en el parabrisas. El joven cabecilla de la banda abrió galantemente la portezuela, para que Chris pudiera ascender al coche. Luego giró, hizo una seña al chicano para que subiera, y se instaló él mismo frente al volante. Sin decir palabra, condujo lentamente por un laberinto de callejuelas portuarias, hasta salir a una avenida profusamente iluminada. El Chrysler tomó velocidad.

—Bien, niños —dijo Brian—, ya estamos en camino.

Todos sonrieron, aliviados, y Slim encendió un cigarrillo, ofreciendo otro a Brian.

«Un curioso trío —pensó Chris, repantigándose en su asiento—. Al parecer tienen muy buenos motivos para escapar de la ciudad. Sus ropas son demasiado buenas para que se trate de simples vagabundos o rateros de tienda, y el jefe cara-de-niño no ha soltado en ningún momento ese pequeño maletín de cuero color tabaco. Aun para conducir, lo ha colocado entre sus riñones y el respaldo del asiento. Sería interesante saber qué contiene. —Chris sonrió para sí—. No es dinero, sin duda; de tenerlo no se hubieran arriesgado a robar el coche. Joyas, tal vez. O algún tipo de importantes documentos».

Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Brian se volvió hacia ella:

—Deja ya de torturar tu cerebro, Magda —aconsejó—. Será mejor que trates de dormir un poco; aún faltan varias horas para que lleguemos a tu destino.

—Si es que llegamos —resopló Chris.

—¡Oh, no te preocupes! El tío Brian siempre cumple sus promesas.

—Eso espero —murmuró la joven, arrellanándose e inclinando la cabeza hacia el lado de la ventanilla.

Poco después cerró los ojos. Un sopor espeso llenó su mente como una niebla. Se fue quedando dormida, arrullada por el ronroneo del motor y el golpetear lejano de las ruedas sobre el asfalto. Entre las brumas de su cerebro surgieron las viejas imágenes lóbregas que últimamente solían asaltar sus sueños: el viejo Ben Parker tendido en su cama de hospital, inmóvil, persiguiéndola con su ojo terrible y desesperado; los jadeos y amenazas de Denny y su pandilla, mientras la sometían desnuda sobre el piso del cuarto de duchas, se mezclaban con el rostro desencajado de Buster Johnson y la risa burlona de Rita, que se acercaba flotando en el aire y tendía hacia Chris sus hábiles manos, esgrimiendo aquel macabro madero azul que había servido a sus compañeras de reformatorio para ultrajarla brutalmente…

Se despertó con las piernas recogidas, apretadas, y el pecho oprimido por la congoja. Brian había reducido la velocidad hasta casi detener el coche, y sus dos compinches estiraban las cabezas hacia delante, alelados. En el camino, unos cien metros más allá, una barrera policial les cerraba el paso.

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