Chris

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Lasko la miró largamente, con un esbozo de sonrisa jugueteando en su rostro, endurecido por el oficio. Chris bajó del coche, y desvió la mirada hacia el entorno: el mismo edificio cuadrado y los mismos pabellones, alineados junto al patio de tierra gris. Donde antes habían estado las canchas de tenis, junto a las alambradas, unos operarios levantaban nuevas instalaciones. Todo ese sector era un caos de material de albañilería, sacos de cemento y paredes a medio levantar. La chica se encogió mentalmente de hombros. «De todas formas —pensó—, yo nunca jugaba al tenis». La celadora judicial, que la había traído hasta allí en un auto del Tribunal, hizo un gesto de impaciencia.

—Quisiera ver a la señorita Cynthia —gruñó—; tengo que entregarle esta reclusa y no dispongo de todo el día.

—Ella está ocupada —respondió Lasko—. Pero puedes dejarme la mercancía a mí. Es una vieja conocida nuestra.

La otra celadora pareció vacilar, pero finalmente aceptó la propuesta.

—De acuerdo —dijo—, siempre que tú firmes el resguardo de recepción.

Lasko tomó los papeles, escogió una hoja amarilla y rectangular, la firmó apoyándose en la pared rugosa, y se la devolvió a la mujer. Ésta lanzó un bufido de asentimiento y trepó al automóvil, que rodeó el descuidado jardín de hierbas secas y se perdió en la carretera.

—Bien, Chris, bienvenida a casa —dijo Lasko sin ironía—. ¿Cómo ha ido tu paseo por el espacio exterior?

—Mal —contestó la joven con desgana—, ya ves dónde termina.

Lasko largó una risita ronca y meneó la cabeza.

—No cambiarás nunca, Chris. Y eso me alegra: es mejor malo conocido…

—Lo mismo digo —apuntó la joven, obteniendo otra de las ásperas risas de la celadora.

—Bueno, tú ya conoces el programa. ¡Andando!

Abandonaron el pórtico del edificio principal y cruzaron el patio hacia el primer pabellón. El sol caía abrasador sobre la cabeza de Chris, y el sudor le mojaba la ropa. Lasko, que caminaba delante de ella, se volvió para señalar el sector de las obras en construcción.

—Estamos ampliando las instalaciones —anunció—. El hotel ya no da abasto y tendremos dos pabellones más el próximo otoño.

—Sensacional —dijo Chris.

Una vez más se repitió el triste ritual; aunque ahora la actitud de la joven fue casi tan mecánica e impersonal como la de Lasko. Entraron al cuarto de duchas y Chris se desnudó completamente, permaneciendo de pie sobre los mosaicos, con las piernas separadas. La celadora le revisó concienzudamente las orejas y el pelo. Luego le hizo abrir la boca. Después se puso en cuclillas y le escarbó rápidamente las partes íntimas. Se incorporó, pidió a Chris que separara los brazos y, con gesto fatigado, estudió sus axilas. Finalmente, comprobó en su planilla los datos sobre período menstrual y enfermedades. Cuando terminó la inspección, alargó a la joven el famoso y maloliente frasco de desinfectante capilar.

—Esperaba que hubierais cambiado de champú —comentó Chris arrugando la nariz.

—La próxima vez te compraré uno de Revlon —prometió Lasko cerrando la puerta, mientras la chica manipulaba los grifos de la ducha.

Media hora después, limpia y peinada, pero oliendo todavía a matarratas, Chris hacía su ingreso en el comedor. Había muchos rostros nuevos y algunas antiguas conocidas. Moco armó un verdadero escándalo al verla, y ordenó callar a todo el mundo para que Chris contara sus aventuras. Ella lo hizo lo mejor que pudo, suavizando algunos hechos y exagerando otros, para conformar a la concurrencia. Hubo exclamaciones, risas, palmadas y zumbidos de aprobación. Luego alguien puso el televisor y el centro de atracción se desplazó desde Chris a un programa de música rock. La joven suspiró aliviada y se arrojó en un sillón, dejándose envolver por el ritmo intenso y monótono, que le evitaba pensar.

De pronto vio frente a ella unos estrechos tejanos y una figura delgada y cimbreante, que se balanceaba suavemente, coronada por una mata de cabellos rizados.

—¡Josie! —exclamó—. ¿Qué diablos haces aquí?

El bello rostro moreno de Josie se iluminó, mostrando una perfecta hilera de dientes blancos, y un brillo cordial en los ojos intensos.

—Lo mismo que tú —dijo—. Pago por mis días de alegría.

—Los míos no fueron tan alegres —observó Chris.

Josie lanzó una carcajada y ambas se confundieron en un estrecho abrazo, salpicado de lágrimas fraternas. Hubo chicas que reclamaron silencio.

—Ven —susurró Josie al oído de Chris—, salgamos un momento a la galería.

La noche caía lentamente, y los últimos fulgores del atardecer teñían de rojo los bordes de una luna redonda y temprana. Las dos amigas se apoyaron en la balaustrada, que avanzaba sobre las sombras huidizas del patio. Chris dejó transcurrir unos instantes. Luego apretó el brazo de su amiga y formuló la pregunta que le quemaba los labios:

—¿Qué pasó con el hermoso Mortimer y aquel club nocturno de Nevada?

Josie alzó los hombros, como si la cosa no tuviera importancia. Pero su voz sonó nerviosa en la penumbra.

—Todo salió mal —resopló—. El trabajo era una basura y Mort, con la mujer y los críos rondando por ahí, ya no era el mismo. —La joven vaciló y la tenue brisa del poniente agitó sus rizos—. De todos modos, él tampoco se sentía bien y nuestra ilusión era ahorrar lo suficiente para escaparnos juntos a Hawai.

—¡Hawai! —Chris dejó escapar un silbido admirativo.

—Mort tenía un amigo allí. Pensábamos que en seis meses juntaríamos la pasta suficiente para largamos y aguantar el primer tiempo. Pero una noche se presentaron de improviso en el club los chicos de la brigada de narcóticos. Había toneladas de «hierba» en aquel lugar. Como los polis eran federales, el gran jefe se las vio moradas. ¿A que no adivinas cómo logró escurrir el bulto?

—No me lo digas —musitó Chris—; cargándole el muerto al bueno de Mort.

—Exactamente. El pobre mulato ahora se pudre en la cárcel y a mí me despacharon por avión al Tribunal de Menores.

—Y Turner te echó un sermón leguleyo y te mandó para aquí.

—Más o menos —aceptó Josie—. El hijo de puta sabía en lo que yo andaba, pues me había dado la libertad condicional, ¿recuerdas? No me extrañaría que él hubiera puesto sobre la pista a los de narcóticos.

—No olvides que la justicia es ciega —sentenció Chris.

En ese momento, Moco asomó por la puerta vidriera su rostro cuadrado y macizo. Contempló con gesto crítico a las muchachas, que susurraban enlazadas por la cintura.

—¡Vaya, vaya! ¡Y luego presumís de heterosexuales! —exclamó con su voz de mezzosoprano fumadora—. La sopa se enfría —agregó en tono doméstico.

Pasaron dos semanas, y Chris se vio una vez más sumergida en la rutina tediosa y sin aristas del reformatorio. Pese a que todo el mundo la trataba con cierta deferencia, incluyendo a Lasko y su ayudante Betty Ramos, ella se comportaba en forma irascible y huraña. La idea de pasarse cuatro años repitiendo los mismos gestos, dentro de ese universo programado, cuyo horizonte terminaba en el patio gris y las alambradas, la llenaba de pavor. Por otra parte, la amistad incondicional de Josie, y la burlona pero sólida adhesión de Moco, su antigua rival y verdugo, era lo más parecido al afecto que ella había conocido en mucho tiempo. Pero por alguna razón, no le bastaba. Por otra parte, había intentado evitar en lo posible las clases de Bárbara Clark; aunque en tres o cuatro ocasiones no había tenido más remedio que asistir. En esas ocasiones, la relación entre ambas había sido tensa y distante. Precisamente, esa actitud culpable e insegura de la maestra hacía que Chris no lograra odiarla del todo, pese a su «traición» en el Tribunal. Al comportarse de esa forma, Bárbara revelaba un lado débil y humano, que la joven asociaba —a pesar suyo— con lo que ella llamaba «los que están del otro lado de la alambrada».

Un sábado por la tarde, Chris encontró a Josie y Moco apoyadas en el alféizar de una ventana contemplando las obras, que habían adelantado notoriamente en esos quince días.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Estáis admirando a los obreros?

—No están —informó Moco lacónica—. Hoy es sábado.

Josie tomó a Chris por el brazo, muy seria, y le indicó un sector del terreno. Era donde los trabajos aún estaban atrasados, y sólo se veían las zanjas de los cimientos, cuyos extremos terminaban en la alambrada.

—Fíjate en eso —dijo la mulata.

Chris siguió la dirección que le indicaba la aguda y filosa uña de su amiga. Vio un agujero en la cerca, disimulado por una pila de sacos de cemento. Posiblemente los albañiles se habían visto obligados a abrirlo para cavar el foso, y luego habían desplazado tres o cuatro sacos para taparlo a medias. Calculó que el boquete no era mayor de dos palmos de altura y tres de ancho, a ras del suelo.

—¿Crees que podríamos pasar? —inquirió Moco.

Chris observó detenidamente el lugar.

—Pasar, sí —declaró—. Pero ¿qué ocurriría después?

—Lo veríamos después —terció Josie, excitada—. Moco y yo estamos decididas a intentarlo. ¿Vienes con nosotras?

Chris se vio reflejada en los oscuros ojos de su amiga. Como en un film alocado, desfilaron por su mente una serie de imágenes e ideas. Tom, Janie, Chantal, Brian, Bárbara; las carreteras interminables y los guardias acechantes. Sabía muy bien que no era fácil huir continuamente y que el mundo exterior no era un paraíso. Pero la sola idea de la fuga hacía que su sangre se acelerara en las venas y la monotonía de cuatro años de encierro resultara insoportable. Además estaban ellas: Josie y Moco. Si ambas se iban, quedarse en el «pesebre» ya no tendría sentido. Chris supo que no podía resolverlo en ese momento.

—Puede ser que os acompañe —prometió vagamente—. Dejadme pensarlo unos días.

—Unos minutos —dijo Moco—. Los «proletarios» regresan el lunes y pueden cerrarnos la puerta. Y aunque ellos la dejaran, Lasko y las otras lo descubrirán en cualquier momento. No podemos perder tiempo.

—Pensamos hacerlo mañana —concretó Josie—, aprovechando la confusión de la hora de visitas.

—Vagaremos por allí con aire desprevenido, y al primer descuido: ¡zip! —describió Moco—. ¿Qué dices?

Chris alzó los hombros y se mordió los labios en un gesto de duda. Miró largamente el agujero, antes de responder.

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