Chris

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—De modo que tú eres la famosa Chris —dijo Charlie Johnson.

Sonreía, y su rostro despejado y suave de adolescente asomaba entre los barrotes de la escalera, enmarcado por el cabello lacio y muy negro, que le caía hasta los hombros.

—Te equivocas —replicó Chris—; yo soy Stella, la cocinera.

Charlie soltó una risa que fue como un grito breve, y se descolgó de un salto a los pies de la joven, que instintivamente recogió las piernas. Estaba sentada en uno de los sillones, repasando con una franela la platería de la señora Johnson. Charlie había llegado la noche anterior, cuando ella ya estaba acostada, y quizá no fuera por casualidad que esa mañana se instalase allí, al pie de la escalera, absorta en una tarea innecesaria. El chico se acuclilló a su lado, sobre la alfombra, y la estudió detenidamente, con fingida seriedad.

—No —dijo por fin—, no creo que tú seas Stella. Ella era gorda, morena y simpática. Tú eres delgada, blanca y de mal genio. —Hizo una pausa y su mirada fue elocuente—. Aunque debo reconocer que tienes unas piernas estupendas.

Chris estiró el borde de su falda y sonrió, con novel coquetería.

—¿Quién te ha dicho que tengo mal genio?

—Nadie. Yo conozco a las personas. —Charlie señaló a Chris con el dedo—. Las trigueñas pecosas de ojos azules se enfadan muy fácilmente, mientras que las morenas de labios gruesos suelen ser muy dulces y pacientes.

—Eso es una tontería —se amoscó Chris.

—¿Ah, ves que tengo razón? —advirtió él.

—No estoy enfadada; simplemente digo que es una tontería juzgar a la gente por el color del pelo o de los ojos.

—¿Aunque sean unos ojos muy bonitos? —preguntó Charlie con intención, mirándola fijamente.

Chris se ruborizó y bajó la cabeza, halagada y ligeramente incómoda. El joven se inclinó hacia ella y extendió el brazo, hasta conseguir acariciarle el cabello con la mano.

—También tu cabello es muy hermoso —agregó, tomando unas hebras entre los dedos.

—¡Chris!

La voz seca y autoritaria de la señora Johnson cayó sobre ellos con un temblor de ansiedad. Estaba en lo alto de la escalera, mirándolos, e hizo un visible esfuerzo por controlarse.

—Chris —repitió más suavemente—, ¿quieres subir a ayudarme un momento?

—Por supuesto —respondió Chris, cortada, poniéndose de pie.

Charlie observó a la chica con desenfrenada admiración, mientras ella subía los escalones. Luego se incorporó y elevó la mirada hacia su tía.

—¿Cuánto tiempo hace que estabas espiándonos, Eileen? —preguntó con sorna.

—No seas chiquillo, Charlie —replicó la mujer con voz helada—. No estoy de ánimo para soportar tus payasadas.

Charlie levantó las manos con las palmas hacia arriba, en un cómico gesto de pacificación. La señora Johnson dio media vuelta y se dirigió a sus habitaciones, seguida por Chris.

Desde aquel día, Charlie se dedicó a cortejar alegremente a la joven, pese a la abierta interferencia de Eileen Johnson, que siempre encontraba un motivo para interrumpir sus conversaciones y alejar a Chris con una excusa trivial. Él no parecía molesto, sino más bien divertido por aquella sorda oposición de su tía. Al punto que Chris comenzó a preguntarse si Charlie buscaba hablar con ella porque le agradaba, o simplemente por fastidiar a la dueña de casa. Así, entre estas escaramuzas, los días se sucedían, y Charlie urdía recursos tales como dejarle mensajes tiernos y graciosos en lugares inverosímiles, o declararle su afecto a cinco metros de distancia, en mudas e ingeniosas pantomimas.

Al comienzo, Chris entró en este juego sin mayor compromiso, haciendo su papel de doncella remilgada y saboreando los encendidos elogios de Charlie, aunque sin darles mucha importancia. Él tampoco parecía tomar muy en serio aquellas escenas, y poco después comenzó a utilizar el pequeño coche deportivo de Eileen para salir a visitar antiguas amistades de la vecindad; aunque sin dejar de rondar a Chris de cuando en cuando.

Una noche que Buster estaba en la casa, insistió en que los cuatro compartieran una de esas cenas privadas y ligeramente formales que él gustaba organizar cuando regresaba de sus viajes. Durante la comida, Chris se sorprendió a sí misma escuchando embobada las explicaciones que Charlie daba a su tío sobre sus estudios de arte. O siguiendo con fascinación los gestos de las largas manos del muchacho. En determinado momento, su mirada se encontró con las pupilas oscuras de él; su corazón dio un vuelco, mientras la invadía una dulce desazón. «¡Cristo! —pensó—. ¡Me parece que este chico me gusta mucho más de lo que estoy dispuesta a reconocer!». Chris nunca se había sentido atraída de esa forma por alguien, y no supo qué hacer con aquel sentimiento nuevo e indomeñable, que entibiaba su vientre y le humedecía las palmas de las manos. A los postres, Charlie anunció con expresión socarrona que tenía un compromiso, y preguntó a Eileen si podía usar su coche. Ella asintió y Charlie se despidió de la pareja. Luego guiñó un ojo a Chris con complicidad, y le lanzó un beso con la punta de los dedos. Chris le sonrió sin ganas.

—¡No me esperéis! —gritó Charlie desde la puerta—. ¡Es posible que regrese tarde!

Chris subió a su habitación con el pecho oprimido por un indefinible desasosiego. No deseaba hacer ninguna de las tareas que reservaba para ese momento previo al descanso: lavarse el cabello, arreglar su ropa o leer alguno de los best-sellers que Eileen le pasaba después de hojearlos. Al mismo tiempo, no podía estarse quieta. Caminaba sin rumbo por el cuarto, se sentaba un instante y volvía a incorporarse, se asomaba a la ventana, invadida de un nervioso hormigueo en brazos y piernas, que le impedía relajarse. La expresión risueña y picaresca de Charlie, al despedirse esa noche, volvía una y otra vez a su mente. «No me esperéis, volveré tarde», repitió Chris en voz alta, con despecho. Ella sabía muy bien de qué se trataba, y él no se había molestado para disimularlo.

Abrió el armario y se enfrentó al espejo de cuerpo entero que ocupaba todo el revés de la puerta. Se miró en él, con un nudo de angustia en la garganta. Entonces sonrió penosamente:

—¡Chris Parker, estás celosa! —espetó a su propia imagen.

Se quitó la falda y después fue desabrochándose lentamente la blusa. Su cuerpo joven y esbelto, casi desnudo, tembló imperceptiblemente en el cristal. Liberó el broche del sostén y los rosados pezones asomaron inquietos, coronando los senos redondos y firmes. Levantó los brazos y giró para observarse de perfil y luego de atrás, en escorzo. «Las chicas siempre dijeron que tengo buena figura —se dijo—. ¿Qué opinaría Charlie si…?». Se ruborizó ante su propia audacia imaginativa y bajó los brazos. Sacó el pijama del estante y luego cerró el armario, ocultando la silueta que reflejaba el espejo.

Ya en la cama, las horas pasaron sin que Chris pudiera conciliar el sueño. Debían de ser más de las cinco cuando oyó un chasquido metálico y luego un ruido apagado, en el silencio de la casa. Podía ser la puerta de la calle. En la oscuridad, se incorporó, y aguzó el oído, expectante. Transcurrieron unos segundos y luego percibió pasos sigilosos y vacilantes que ascendían hacia el primer piso. Sin duda era Charlie. Escuchó el «clic» del interruptor, y una débil franja de luz se coló debajo de la puerta. El muchacho la debía de haber encendido para dirigirse a su habitación, que daba al vestíbulo superior, en el extremo opuesto al dormitorio de los Johnson. Impulsivamente, Chris pensó en saltar de la cama y asomarse a la pequeña escalera de su desván; necesitaba ver a Charlie, quizá cruzar dos o tres palabras con él.

Es posible que lo hubiera hecho, pero entonces llegó desde abajo la voz incierta de Eileen:

—¿Charlie?… ¿Eres tú?

Hubo una pausa de silencio; mientras Chris, arriba, se mordía los labios.

—Sí, Eileen. Lamento haberte despertado.

—Olvídalo; tengo una de esas noches insomnes. ¿Estás bien?

—Perfectamente. ¿Necesitas algo?

Otro lapso tenso, en el cual Chris sintió la tentación de levantarse para atisbar desde su atalaya. Pero no llegó a hacerlo.

—Nada, gracias, Charlie. Vete a descansar.

—Eso haré. Buenas noches.

Se apagó la luz y se cerraron las puertas. Chris se arrebujó en las sábanas. Le alegraba saber que no era ella la única que no dormía, cuando el joven Charlie Johnson salía de juerga. Rió para sus adentros y sintió cómo, por fin, un sueño pesado y retrasado invadía su cuerpo. Se durmió, mientras los primeros fulgores del día sonrosaban los cristales de la ventana.

Stella abrió la puerta y entró como una tromba canturreante. De paso, palmeó el trasero de Chris sobre la cama y descorrió las cortinas. La luz saltó dentro de la habitación, como un gato mimoso que hubiera quedado encerrado afuera demasiado tiempo. Chris parpadeó y giró sobre sí misma en la cama, protestando semidormida.

—¡Vamos, niña, que hoy no es domingo! —bramó alegremente Stella—. ¡No sé qué diablos le sucede esta mañana a todo el mundo! Ya son casi las diez y nadie se ha despegado de las sábanas. Ni los señores, ni el jovencito Charlie, ni siquiera tú, especie de holgazana.

Chris se desperezó y se sentó en el borde de la cama, con ojos somnolientos. Con los pies desnudos, buscó a tientas las pantuflas. Aquella mujer negra vestida de blanco la miraba con los brazos en jarras, y toda su imponente figura parecía derramar una aureola de energía y solidaridad.

—Stella, ¿has estado enamorada alguna vez?

La aludida sonrió, luego se puso seria, y finalmente ladeó la cabeza con un gesto perplejo.

—¿Tengo yo cara de enamorada? —bufó.

Chris tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Fue hasta la silla y comenzó a cambiarse de ropa, con gestos lentos.

—Digo…, cuando eras joven como yo —insistió—. Alguien te habrá gustado de manera especial…

La mujer se sentó a los pies de la cama y dejó vagar la mirada con una sonrisa ambigua.

—Diablo de chica —murmuró como para sí—, las cosas que pregunta. —Miró sus gruesas manos marcadas por el trabajo—. Sí, niña, yo también tuve dieciséis años; y una figura mejor que la tuya, para que te enteres. Los chicos de la vecindad andaban de cabeza detrás mío. Pero mi padre los ahuyentaba con su vozarrón de trueno, aun antes de asomar a la puerta. —Stella rió, con una risa teñida de nostalgia—. Hubo uno que nunca me dirigió siquiera una mirada; ése era el que me gustaba. ¡Dios santo! ¡Hubiera ido hasta el fin del mundo por él!

Chris, ya totalmente vestida, se acercó a Stella y se sentó a su lado.

—Y ¿cómo te sentías?

Stella estiró sus gruesos labios y entornó los párpados.

—Bueno, ya sabes cómo es. Crees que el corazón se te va a escapar del cuerpo, y basta estar frente a él para que tiembles y sudes al mismo tiempo.

—Eso me temía —musitó Chris.

La mujer suspiró y se puso de pie, apoyándose en el hombro de Chris.

—Espabílate, niña —urgió—, abajo nos espera una buena faena. —Luego, como al desgaire, agregó—: Yo que tú, no me haría muchas ilusiones con Charlie Johnson; es un chico encantador, pero tiene muchos pájaros en la cabeza.

—¿Quién habló de Charlie Johnson? —replicó Chris.

Unos días después, al atardecer, Eileen anunció que no se sentía bien. Decidió subir a reposar un rato, antes de que llegara Buster para cenar. Chris la acompañó a su habitación, le ayudó a quitarse los zapatos y le masajeó suavemente las sienes, hasta que la mujer se fue quedando dormida. Luego la arropó con una ligera manta de viaje. Por la ventana vio la esbelta figura de Charlie que cruzaba el jardín en dirección al garaje.

Moviéndose con cautela, Chris apagó el velador de la señora Johnson y bajó de puntillas las escaleras. Stella cabeceaba en la mesa de la cocina, frente a una de sus revistas sentimentales. La joven cruzó sigilosamente detrás de ella, y salió al jardín por la puerta de servicio. Un corto camino de piedras, bordeado por el césped, marcaba los pocos metros que la separaban de la pequeña puerta lateral del garaje. Chris la abrió y bajó los cinco o seis peldaños que salvaban el desnivel. Vio a Charlie de pie en medio del piso de cemento, iluminado por la luz oblicua del sol poniente, que entraba por las extravagantes claraboyas ideadas por su padre.

El joven movió bruscamente un brazo, como azotando un látigo invisible, y hubo un seco sonido en la pared opuesta, forrada por gruesos tablones de madera.

—¿Qué haces? —interrogó Chris. Él tuvo una crispación de sorpresa, pero fue lo bastante hábil como para no volverse.

—Mira eso —respondió, indicando un lugar en la pared con su largo y grácil índice.

Sobre las rústicas tablas había un círculo dibujado con tiza y, casi en el medio, una navaja que aún parecía vibrar por la fuerza del impacto. Chris se aproximó, sin atreverse a tocarla. Charlie le sonrió con un guiño de camaradería y desprendió el arma fácilmente.

—Es una maravilla —dijo, pasándola con habilidad de una mano a la otra—. Mi padre me la trajo de España.

Chris observó aquel objeto esbelto y nervioso con mayor interés. Tenía una oscura empuñadura, adaptada a la forma de una mano cerrada, y finas filigranas en la parte superior de la hoja. Charlie dio unos pasos y se volvió. Balanceó un momento la navaja en el aire, entrecerró los párpados, y con un movimiento fugaz y casi invisible volvió a clavarla a escasos milímetros de la marca anterior.

—¡Bravo! —exclamó Chris con entusiasmo—. Déjame intentarlo.

—No es tan fácil como parece —dijo él, alcanzándole el arma.

Se colocó detrás de ella y pasándole una mano sobre el hombro, guió con suave seguridad su brazo. La navaja dio tres vueltas en el aire y se incrustó en la madera; fuera del círculo y algo inclinada, pero con firmeza.

—¡Lo logré! —estalló Chris, volviéndose hacia el muchacho.

—Es un excelente comienzo —dijo él.

Entonces se dieron cuenta de que estaban prácticamente abrazados. Él bajó las manos lentamente por la espalda de ella, que se estremeció y reclinó la cabeza en su hombro. Estaba embargada por una emoción desconocida y pensó que se iba a desvanecer. Vagamente, recordó las palabras de Josie: «Es bueno tener a alguien que te quiere… Aunque salga mal, vale la pena intentarlo». Con dulzura, Charlie le hizo levantar la barbilla y la obligó a mirarle a los ojos. Eran serenos y tiernos. Sonrió y la besó suavemente en la comisura de los labios. Luego deslizó su boca sobre la de ella. Chris sintió una oleada de tibio placer, que le recorría la columna vertebral, y se aferró a los hombros de Charlie. Él entreabrió los labios y el beso se hizo más intenso, mientras ambos se deslizaban hacia el suelo, enlazados. Sin dejar de besarla, el muchacho liberó una de sus manos y comenzó a acariciar suavemente el cuerpo de ella; desde los hombros, le rozó los pechos y bajó por el costado hasta las caderas. Luego la mano se posó un instante en la rodilla y después subió por el muslo, levantando la falda. Chris sumida en un goce inaugural y profundo, sintió encenderse una luz de deseo y alarma a medida que la mano de él ascendía sin prisa. Cuando la mano contorneó el delicado surco de la ingle y se detuvo, tensa, en la entrepierna, una especie de cortocircuito sacudió la mente adormecida de la muchacha. Mil imágenes brutales saltaron a su memoria y hubo un estallido de terror irracional que conmovió todo su cuerpo. Lanzó un agudo chillido y empujó a Charlie con fiereza, cerrando las piernas y rodando sobre sí misma. Llorosa, convulsionada, se apoyó en la pared para incorporarse. Luego miró al chico, que permanecía sentado en el suelo.

Charlie la contempló con sorprendente serenidad.

—¿Qué diablos te ocurre? —preguntó—. Yo no iba a hacer nada que tú no quisieras hacer.

Chris respiró hondo, y los fantasmas retrocedieron en su mente, que volvió poco a poco a la realidad.

—Lo siento —murmuró—. No es algo que tenga que ver contigo.

Con palabras entrecortadas, relató aquella brutal experiencia sufrida a poco de entrar al reformatorio. Charlie la escuchó con un asombro respetuoso. Luego meneó la cabeza y se mordió los labios, como si no supiera qué decir.

—¡Dios santo! —musitó—, uno lee estas cosas en los diarios, pero no cree que ocurran realmente.

—Ocurren —dijo Chris.

Él se puso de pie con gestos desmañados y se acercó a ella, tímidamente.

—Supongo que me he portado como una especie de bruto —dijo.

Ella vaciló y luego extendió su mano hacia el rostro pálido y preocupado de Charlie Johnson.

—No —declaró, rozándole la mejilla con el dorso de los dedos—. Eres un chico excepcional y me gustas mucho. Yo soy la que tiene demasiados problemas.

Él se animó y hubo un brillo cálido en sus ojos. La atrajo hacia sí, sonriendo.

—Como dice mi padre —sentenció—, una chica sin problemas es como un auto con cambio automático: es más fácil de conducir, pero no tiene sabor.

Chris sonrió entre sus lágrimas y Charlie le tomó el rostro con ambas manos, mirándola fijamente.

—Si te sirve de consuelo —agregó—, también hubiera sido la primera vez para mí.

Ella le miró, incrédula, y luego ambos se echaron a reír, estrechándose fraternalmente.

La puerta automática del garaje se abrió con un quejido zumbón, y los potentes faros del Pontiac de Buster Johnson sorprendieron el abrazo de la joven pareja. Los faros permanecieron un momento quietos, iluminando la escena, y luego avanzaron lentamente, deslumbradores e hipnóticos.

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