Chris

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Una tristeza intranquila y tenaz envolvió a Chris, luego que Charlie salió de su cuarto. Un vez más, alguien a quien ella quería la abandonaba, tal vez para siempre. Se secó la nariz y sintió que sus ojos se humedecían, al pensar que no volvería a ver la sonrisa cordial de Charlie Johnson ni sentiría las dulces caricias del chico sobre su piel solitaria mientras el afecto tierno de su voz le entibiaba el alma. La primera persona —aparte de su hermano Tom— que ella hubiera logrado amar realmente, acababa de salir por esa puerta con una pirueta, y ahora el discreto y diligente señor Johnson lo estaría llevando al aeropuerto, para que volara de regreso a su mundo distante. Un mundo hecho de mansiones lujosas y extrañas, cruceros por alta mar, sofisticados talleres de arte, fiestas en piscinas con palmeras y herederas doradas y tontas, que jamás habían oído hablar de un reformatorio. Ese mundo del sol y del dinero, que Stella admiraba en las revistas ilustradas. Charlie Johnson no tardaría mucho tiempo en olvidar a la muchachita ingenua que había distraído sus forzadas y tediosas vacaciones en casa de sus tíos.

Ante este pensamiento, Chris sintió una oleada de rabia e impotencia, y lanzó un inútil puntapié contra la silla, que se desplazó unos centímetros con un quejido sordo. Desahogada por ese gesto irracional, advirtió que el despecho era más soportable que la pena. Más tranquila, se sentó al borde de la cama, se descalzó y se quitó los tejanos, que arrojó de un manotazo sobre la sufrida silla. Luego encendió la lámpara de noche y tomó la navaja de la mesilla. Subió a la cama y se sentó en ella, cruzando las piernas frente a sí, como un Buda. Comenzó a juguetear con el arma, mientras su mente hilvanaba escenas de los buenos momentos pasados junto a Charlie, para atesorarlas junto a los pocos recuerdos felices que registraba su joven existencia.

Fue en ese instante que el señor Johnson abrió la puerta, sin llamar. Se detuvo titubeante en el umbral con el rostro desencajado y la vista clavada con insistencia en los redondos muslos desnudos, cuya blancura resaltaba sobre el azul marino de la manta.

—¿Qué ocurre? —preguntó Chris, sinceramente sorprendida.

Buster hizo un esfuerzo y desvió la mirada, para encontrar los ojos redondos y desprevenidos de la chica, que parpadeaban con una sombra de sobresalto.

—Disculpa, Chris —balbució—. Eileen ha llevado a Charlie al aeropuerto y…, pensé que podías necesitar algo…

—Es usted muy amable, señor Johnson —respondió ella, formal—, pero no creo que necesite nada. Gracias.

—Bien, en verdad…, yo… —insistió el hombre— he estado pensando que tenemos pocas ocasiones de hablar y…, después de todo, se supone que soy tu tutor…

Cerró la puerta tras de sí y dio dos o tres pasos hacia Chris. Ella, con un gesto instintivo, pulsó el objeto que tenía en la mano y descerrajó la brillante hoja de acero. Buster dio un respingo y retrocedió, señalando la lengua filosa que le apuntaba desde la distraída mano de la joven.

—¿Qué…, qué tienes ahí? —inquirió.

—Oh —dijo ella—, es sólo una navaja que me regaló Charlie.

Su puño se movió lentamente, siguiendo el desplazamiento del hombre.

—¿Sólo una navaja? —replicó él, tratando de recuperar la calma—. Puede ser un arma peligrosa. ¿Me la enseñas?

Chris se encogió de hombros y abrió apenas los dedos que aferraban el mango, pero manteniéndolo a una prudente distancia de su visitante.

—No tiene nada de particular —comentó, haciendo oscilar levemente la mano.

Buster miró el arma como hipnotizado, mientras adelantaba subrepticiamente un pie, deslizándolo sobre el piso. Luego apoyó en él todo el peso de su cuerpo e inclinándose hacia adelante golpeó con el borde de la mano el antebrazo de Chris. Era una estratagema que había aprendido en el ejército, en Corea. Dolorida, ella abrió la mano y la navaja saltó en el aire, yendo a caer junto a la ventana.

El hombre se volvió para recogerla, al mismo tiempo que Chris daba un salto desesperado desde la cama y se arrastraba de rodillas hacia el arma. Buster la contuvo con un brazo y con el otro elevó la navaja sobre su cabeza. La chica se aferró a la camisa de él y logró incorporarse, luchando por alcanzarla. Por unos momentos forcejearon denodadamente, en silencio. Pero Buster, con un solo brazo, lograba contener los ímpetus de la chica.

—Deme eso —suplicó Chris—, es mío.

Buster le rodeó la cintura y la mantuvo inmovilizada contra su costado, mientras colocaba el arma en el estante más alto de la pequeña biblioteca. Chris hizo un esforzado esguince y se liberó de él, intentando alcanzar la navaja. Pero Buster la cogió por la espalda y, girando sobre sí mismo, la alejó de su objetivo.

—Dejemos ese juguete, pequeña —balbució—, puedes hacerte daño.

Chris se revolvió entre sus brazos y, quizás involuntariamente, las manos de él subieron hasta rodearle los senos. Ambos supieron entonces de qué se trataba. Ella, invadida por un ramalazo de asco y terror, dejó por un instante de resistirse. Buster, tembloroso, desprendió un botón de la blusa y buscó forzar el sostén, con gestos torpes. Chris reaccionó bajando la cabeza y clavándole los dientes en la muñeca, con todas sus fuerzas. El hombre lanzó un aullido bronco. Levantó en vilo a la muchacha y la arrastró hacia la cama. Ella cayó de bruces, indefensa, sintiendo el peso de él sobre la espalda, las nalgas y los muslos entreabiertos.

—Ahora verás, putita de reformatorio —jadeó junto a su oído—, el tío Buster te dará lo que andas buscando, mucho mejor que ese marica de Charlie. ¿O crees que no me di cuenta de las porquerías que hacíais en el garaje?

Se incorporó a medias, apoyándose en una mano, e intentó deslizar la otra bajo el pecho de Chris. Pero ella aprovechó ese momento para echar un brazo hacia atrás. Aferró a ciegas un mechón de cabellos, tirando de ellos con desesperación. Oyó un gemido de dolor y Buster resbaló hacia un lado, liberándola parcialmente. Chris rodó sobre la manta y comenzó a abofetearlo y darle puntapiés, tratando de arrojarlo fuera de la cama. Pero sólo logró excitar aún más al agitado señor Johnson, que sonreía con fiereza y se cubría hábilmente del ataque de la joven, esperando que ella se agotara. Uno de los estériles manotazos de Chris golpeó la lámpara, que cayó de la mesilla y se apagó con un estallido ahogado. Sólo la pálida luz de la luna iluminaba ahora los dos cuerpos que luchaban en la penumbra. Finalmente, el hombre logró encaramarse sobre el vientre de la joven y comenzó a castigarla en el rostro y la cabeza, con fuerza calculada.

Ella sintió que su conciencia se disolvía, embotada, mientras unas voces confusas gritaban en sus oídos y viejas imágenes de dolor y humillación giraban dentro de su mente enervada. Percibió, como entre sueños, que alguien le desgarraba la ropa y una boca febril le recorría el cuello, los hombros y los senos. Intentó desasirse, pero sus músculos eran de algodón y era otra vez el brazo rudo de Jax que le impedía moverse, mientras Moco le sujetaba las muñecas, gruñendo como una fiera. Otras manos nerviosas estaban ahora sobre sus caderas, luchando con el elástico de las bragas. La tibia tela de la manta se transformó en el frío piso del cuarto de duchas y ya no supo si lo que ocurría era una atroz pesadilla que memoraba la vejación del pasado, o un hecho nuevo que la repetía sin piedad. En un supremo esfuerzo abrió los ojos, y el rostro enardecido y sudoroso de Buster Johnson se sumió en una nebulosa, para asumir los crueles rasgos enfermizos de Denny. «¡Eh! —murmuró una voz hueca y fantasmal—: ¡Quiero presentarte a Johnny!». Los azulejos comenzaron a girar enloquecidos a la luz de la luna, mientras nuevamente una fuerza irresistible le separaba las rodillas. Una vez más el peso que ahogaba su cuerpo y una vez más un violento furor azotando sus entrañas, con frenesí, hasta el desmayo…

Oyó el estertor del señor Johnson junto a su cuello. «Está bien; basta ya», ordenó secamente Moco, desde el fondo de su lacerada memoria. Mantuvo los ojos cerrados, hasta sentir que el hombre se incorporaba pesadamente. Escuchó algunos ruidos furtivos y luego la puerta que se cerraba, con un quedo quejido. Había recuperado la lucidez, pero su cuerpo era una masa informe y lejana, que latía de dolor y humillación. Después de un largo tiempo, abrió los ojos. En la oscuridad, un resplandor lunar despertaba el alma metálica de la navaja.

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