Chris

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Cuando el autobús finalizó su viaje, la señora Robertson esperó unos instantes a que los otros viajeros descendieran. A su edad, no le gustaban los apretujamientos, y tampoco tenía prisa. El conductor había aparcado el vehículo en un extremo de la terminal, y contemplaba con gesto impaciente a la torpe fila de viajeros que avanzaba lentamente por el pasillo, molestándose unos a otros en el afán de recoger sus cosas.

La señora Robertson miró por la ventanilla y vio a una pareja de guardias que se apostaban, sin gran disimulo, junto a la puerta del autobús. Era evidente que esperaban a que descendiera alguien que les interesaba. La anciana bamboleó su blanca cabeza. Esbozó una sonrisa picara y se incorporó, cogiendo sus dos pesados bolsos. Su joven amiga, pensó, había sido muy astuta al convencer al conductor que le permitiera bajar unos minutos antes, a la entrada de la ciudad.

—¿Señora Robertson?

El guardia le interceptó el paso, tocándose la gorra en ademán de saludo.

—Sí, joven —respondió la mujer, gozando para sus adentros—. ¿Ocurre algo?

El hombre la miró antes de responder y luego atisbó hacia el autobús, que ya estaba vacío. Hizo un visible gesto de contrariedad.

—Esperábamos poder hablar con su nieta —dijo con un retintín de reproche.

—Nada más fácil. Ella vive en esta ciudad, con su marido. —Por sobre el hombro del policía, oteó el contorno desolado de la estación—. En verdad, debiera haber estado aquí, esperándome.

—Nos referimos a la jovencita que tomó el autobús con usted —terció el otro guardia, que era gordo y de ceño aún más adusto.

—¡Oh, esa chica! —gorjeó la señora Robertson—. Una criatura muy agradable, por cierto. Descendió en una parada del camino, hace ya varias horas. No recuerdo el nombre de aquel pueblo…

Los agentes de la ley se miraron con desconcierto. La anciana levantó su equipaje y se dispuso a seguir su camino. Pero el policía gordo la retuvo, tomándole el brazo con suave firmeza.

—Creo que no se da cuenta de su situación, abuela —dijo con velada amenaza—. Usted aseguró a la policía que esa chica era su nieta —aseveró, frunciendo sus pobladas cejas.

—Bien, ya saben cómo es —explicó la mujer, sonriendo con inocencia—; a mí todo el mundo me llama abuela, y yo siento que todos los jóvenes son un poco mis nietos. Eso fue todo.

El guardia lanzó un hondo suspiro. Luego extrajo un pañuelo y se secó el cuello y la barbilla, sin dejar de mirar a la anciana con aire perplejo.

—Explícaselo tú, Joe —rogó a su compañero.

El otro asintió y tomó la palabra:

—Esa muchacha tiene una acusación de robo, destrozos y fuga. Estaba bajo el régimen de reformatorio. —El hombre hizo una pausa y echó hacia atrás su visera—. Sabemos que usted afirmó que era su nieta, adjudicándole nombre y apellido ficticios, para evitar que fuera detenida. Eso no está bien, señora Robertson. En rigor, ha cometido usted un delito llamado encubrimiento.

—Tendrá que venir con nosotros, «abuela» —remarcó el gordo con sorna.

La señora Robertson se encogió de hombros, sin inmutarse.

—Siempre que usted sea tan amable de cargar estos malditos bolsos —dijo.

El guardia corpulento tomó el equipaje de la anciana y la guió en dirección al coche patrullero, mientras su compañero se dirigía a cambiar unas palabras con el conductor del autobús.

En ese momento, un Packard negro llegó a buena velocidad y se detuvo frente a ellos con un chirrido de frenos. En su interior venía una pareja. La mujer, una joven trigueña de elegante figura, descendió rápidamente y corrió a abrazar efusivamente a la señora Robertson.

—¡Abuela! —gritó—. ¡Menos mal que te hemos alcanzado! Ron tuvo una demora inesperada en su oficina, y eso nos retrasó. Ven, sube al coche, te llevaremos a casa.

—Me temo que no va a ser posible, Bess. Este señor me lleva detenida.

—¿Detenida?

La pregunta, cargada de asombro, provino de Ron, que se había acercado y miraba al obeso guardia con severa sorpresa.

Pero más sorprendido aún parecía el policía, que había abierto la boca, alelado, y miraba, con ojos desorbitados, al marido de Bess. Éste, a su vez, le devolvía una mirada adusta, como esperando una explicación. Ante el denso silencio, la señora Robertson decidió hacer las presentaciones.

—Usted debe de conocer a mi nieto, agente —anunció con candidez—; trabaja en esta ciudad como fiscal del distrito.

Pocos minutos después, un Ron aún malhumorado regresaba a su hogar, llevando en el asiento trasero a su mujer, la abuela y sus inseparables bolsos.

En la terminal, el gordo y sudoroso agente maldecía su suerte, aunque agradeciendo al cielo que su superior no hubiera tomado las cosas a la tremenda.

El otro guardia regresó junto a él, ignorante de lo ocurrido, y le propinó una cordial palmada en el hombro.

—¿Qué ocurre, Moe? ¿Has dejado escapar a la viejecita?

—Condenada mujer —masculló Moe—, se ha estado burlando de nosotros. ¿Sabes quién es su verdadera nieta? Pues la mujer de Ron Phillips, el mismísimo fiscal del distrito.

—¡Vaya! —silbó el otro—. Con razón parecía tan segura de sí misma.

—¡Y que lo digas! —tronó el gordo—. Por suerte, el tío no armó demasiado escándalo. Debe saber que la vieja está chalada.

—Se le nota a la legua —asintió el llamado Joe—. Pero no te desanimes, que aún podremos hacer méritos. Estuve hablando con el conductor del autobús y me aseguró que la chica Parker descendió en la ciudad, poco antes de llegar a la terminal.

—¡Condenada abuelita! —farfulló Moe—; mintió como un contrabandista.

—Deja ahora a la anciana en paz, y ocupémonos de pescar a la muchachita.

—¡Que me corten lo que ya sabes si no está en este mismo momento en casa de su hermano! —exclamó el obeso policía, dirigiéndose a grandes zancadas hacia el patrullero.

Chris llegó a la calle de Tom después de haber andado durante más de una hora. El tobillo le dolía otra vez con insistencia, y estaba tan hinchado que la carne formaba una especie de bola rojiza, por encima de la zapatilla de tenis. Caminaba apoyando apenas el extremo del talón, pero aún así cada paso le hacía ver las estrellas. «Espero que Tom tenga un buen calmante en su botiquín —pensó—, y conozca algún médico que no haga muchas preguntas». Era un barrio modesto, apartado, y la calle formaba una pendiente ligeramente curva. De un lado se alzaba el muro alto y gris de lo que parecía ser una fábrica, y en la vereda opuesta se alineaban una serie de casitas iguales, de una sola planta y con un pequeño jardín delante. Chris buscó la que correspondía al número 59. Con desazón, advirtió que era la más ruinosa y despintada del grupo. Tuvo un estremecimiento al pensar que, de algún modo, aquella casa se semejaba al destartalado hogar del difunto Ben Parker, aunque en tamaño reducido. Al aproximarse, vio un niño de poco más de un año, que jugaba entre la seca y descuidada maleza del supuesto jardín.

—¡Tommy! —exclamó con voz conmovida—. Oh, Tommy, ven aquí. ¡Acércate! ¿Te acuerdas de tu tía Chris? ¡Ven…!

El niño la miró con sus grandes ojos redondos y parpadeó varias veces. Luego sonrió, y avanzó, con pasos inseguros, hasta aferrarse a la puertecita que daba al sendero. Emitió un balbuceo ininteligible y luego repitió varias veces: «Tía Quis, tía Quis». Ella, con el rostro bañado en lágrimas y riendo al mismo tiempo, se agachó para tomarlo en sus brazos y cubrirlo de besos.

—¡Mi niño, cómo has crecido! Pronto serás un hombre grande y fuerte, como tu papá, ¿eh?

—Papá… —repitió el chico, y se reclinó en su hombro.

Por la puerta de la casa asomó el rostro intrigado de Janie. Al reconocer a Chris ahogó una exclamación y fue hacia ella, bamboleando su grueso vientre de embarazada.

—¡Vaya! ¡Es Chris Parker en persona! —dijo con auténtico asombro.

—Hola, Janie. ¿Cómo estás? Me ha costado bastante encontrar la casa.

La cuñada asintió y la contempló detenidamente, con cierta aprensión. Su mirada partió de las grandes gafas oscuras y bajó por la ropa arrugada, sucia y manchada de sudor, hasta el tobillo inflamado, cuyo primario vendaje se había desprendido y colgaba sobre el pie.

—Te has escapado, ¿verdad?

Su tono no parecía esperar respuesta.

—Es algo complicado, ya os contaré. ¿Está Tom en casa?

Janie no respondió. Tomó al niño en sus brazos y abrió la puertecita, que rechinó sobre sus goznes.

—Pasa —dijo con un matiz de resignación—, te haré un poco de café.

El interior era aún más humilde de lo que sugería la modesta fachada. Una reducida cocina-comedor de paredes descascaradas y dos pequeñas habitaciones, con muebles de segunda mano. El escaso espacio libre estaba atiborrado de platos usados, cacharros de cocina, ropa para lavar, papeles viejos y juguetes baratos.

—Hazte un sitio —indicó Janie—; está todo un poco revuelto.

Chris quitó unas revistas viejas y un osito manco del asiento de una de las sillas, y se derrumbó sobre ella con verdadero cansancio.

Janie retiró la cafetera de uno de los hornillos de gas.

—¿Tardará mucho Tom? —inquirió la chica—. Necesito hablar con él.

La cuñada meneó la cabeza y sirvió el café en dos grandes tazones sin asa. Miró esquivamente a Chris y respondió con otra pregunta:

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

La joven bebió un largo sorbo de café. Sintió que el líquido caliente y amargo aplacaba su estómago y despejaba su mente embotada. Luego le hizo a Janie un relato sintético de sus desventuras desde que llegara a casa de los Johnson, escamoteando sus sentimientos por Charlie y suavizando la escena entre ella y Buster, la noche anterior.

—… Tuve que huir, como comprenderás —concluyó—. Los «polis» ya andan detrás mío y no podré quedarme mucho tiempo, a no ser que Tom encuentre alguna salida.

—Tom ya hace rato que encontró su salida —repuso Janie con amarga ironía.

Ante esas palabras, Chris adivinó cuál era la situación y se sorprendió de no haberlo advertido antes, pese a las evidencias. Algo se quebró en su interior y todo su castillo de ilusiones se desmoronó, como abatido por un viento silencioso y definitivo.

—¿Qué… quieres decir? —balbució; aunque sabía la respuesta.

La otra se encogió de hombros y comenzó a recoger las tazas con gestos mecánicos.

—Tu querido hermanito ahuecó el ala hace un mes —dijo mordiendo las palabras.

La chica observó a su cuñada, cuyo vientre parecía a punto de estallar, y al niño que jugaba bajo la mesa, salmodiando sus monosílabos. Un confuso sentimiento de compasión e impotencia le oprimió el pecho.

—¿Quieres decir…? ¿Quieres decir que os ha abandonado?

Janie se volvió hacia ella con una sonrisa amarga, desencantada.

—Él dice que no —explicó—. Me contó una historia sobre que aquí no tenía porvenir, y donde está ahora podrá ganar mucho dinero. Prometió que entonces mandará a buscarnos. —Su voz se hizo más triste—. Debes haberlo oído ya en otras partes o leído en las novelas. Es el cuento habitual en estos casos…

—Sí, así parece —dijo Chris con involuntaria crudeza—. ¿Crees que yo podría ir a verlo?

La mujer cruzó las manos sobre el vientre y suspiró, arqueando las cejas en un gesto de duda.

—No te será fácil en tu situación, y yo no puedo ayudarte mucho. Sólo sé que está en México, o al menos iba para allá. No ha mandado ni una postal desde que salió por esa puerta.

—¡El condenado bastardo…! —masculló Chris.

Janie se acercó a ella y le puso una mano sobre la suave cabellera de color castaño, acariciándola levemente.

—Repetí esa maldición día y noche, durante la primera semana, llorando todo el tiempo y sin poder dormir ni comer —musitó—. Ahora pienso que quizás él no tenía alternativa. —Chris levantó la cabeza y la miró con conmovido asombro—. Es apenas un chiquillo, Chris, y es posible que no hayamos sabido entenderlo. Todas nosotras le pedíamos mucho y le dábamos muy poco, ¿no crees? Tal vez yo en su lugar también hubiera escapado, finalmente.

Los ojos de Janie estaban húmedos y sus labios y barbilla se estremecían en un imperceptible temblor, como si estuviera a punto de estallar en sollozos. Chris, a su vez, se pasó fugazmente la mano por los párpados, tragó saliva y se esforzó en controlarse.

—Es muy cierto todo lo que dices, Janie —barbotó dificultosamente. Se sorbió las narices y estrechó con fuerza la mano de su cuñada—. Si hubiera alguna forma en que yo pudiera ayudarte…

—Lo mejor será que te ayudes a ti misma —la cortó Janie—; yo ya me arreglaré. Ahora te daré algo para aliviar el dolor de tu pie y una venda limpia. También podrás cambiarte de ropa; conservo algunas prendas de cuando era soltera que te vendrán bien. ¡Vamos, no tienes demasiado tiempo!

Chris se dio una rápida y refrescante ducha en el pequeño cuarto de baño. Luego vendó cuidadosamente su pie con una venda elástica que había en el botiquín. Se empapó con agua de colonia y se puso una blusa limpia que llevaba en la maleta y unos tejanos claros que Janie había insistido en que aceptara. Cuando regresó al comedor, su cuñada la esperaba con unos huevos con jamón, tostadas y una lata de cerveza. Se sentó a la mesa y comenzó a devorarlo todo con buen apetito.

—No es un gran menú, pero tú no habías anunciado tu visita —comentó Janie con humor—. Te preparé también una merienda para el viaje. Por lo que me has contado, no es conveniente que permanezcas aquí.

Como si sus palabras hubieran sido proféticas, se oyó un leve ruido de frenos que llegaba desde la calle. Ambas se precipitaron hacia la ventana y vieron el coche patrullero que se había detenido frente a la casa. Instintivamente, Janie cerró las cortinas. Por el entramado de la tela translúcida, adivinaron, como en un film borroso, las siluetas uniformadas de Joe y Moe que descendían del vehículo. Con exasperante lentitud, los policías abrieron la puertecilla, cruzaron el jardín y se detuvieron ante la puerta.

El chirrido agudo del timbre heló el corazón de las mujeres, paralizadas en medio de la habitación.

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