China

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En cumplimiento del deber

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—Yo estoy aquí, mi pequeñina, y también está toda tu familia, y tu hermano ha vuelto también de América. Todos estamos aquí, pero tu padre no va a volver.

Rodeó con los brazos a la pequeña.

—¿Nunca lo volveré a ver?

—Puedes pensar en él. Estoy segura de que ahora mismo te está viendo.

Entonces Radiante Luna se puso a llorar, y Mei-Ling lloró con ella. Se quedó a su lado durante una hora, hasta que se durmió.

Ella, en cambio, permaneció en vela mucho tiempo.

Evocando todas las virtudes de su marido, lamentó no poder hablar con él una vez más tan solo, para despedirse al menos.

Después sintió enojo contra él por haberla dejado así, tal como suelen hacer los vivos con los muertos.

 

Su hijo siguió durmiendo y ella no permitió que nadie lo molestara. Durmió durante la velada, durante toda la noche y durante la mañana siguiente. Se despertó a mediodía. Mei-Ling le llevó algo de comer y por la tarde lo obligó a dar un largo paseo. Al atardecer compareció delante de toda la familia, que se reunió para escucharle.

El hijo mayor presidía la ocasión. Era extraño verle sentado en el viejo sillón del señor Lung, tratando de darse aires de importancia. Mientras su marido estaba vivo, el hijo mayor sabía que, por poco que él hiciera, había alguien que compensaría sus yerros. Ahora, sin embargo, ya no podían contar con el hijo segundo. Hasta que los hijos de Mei-Ling fueran mayores, no había nadie para actuar como cabeza de la familia Lung. Mei-Ling hacía votos porque el hijo mayor quisiera asumir sus obligaciones, aunque dudaba de que durase mucho su voluntad de enmendarse.

—Cuéntanos lo que ocurrió —pidió con gravedad.

—Fue un accidente —explicó su sobrino—. No fue culpa de nadie, la verdad. Eso de construir las vías de tren es duro, pero no es difícil. El trabajo es siempre el mismo. Hay que despejar el terreno, poner los cimientos, colocar las traviesas de madera y después encima los raíles de hierro. Aunque hay que tener cuidado porque las vigas y el hierro son muy pesados, es una cuestión de rutina y nosotros sabíamos lo que hacíamos. Todo iba bien hasta que subimos a las montañas.

—¿Qué montañas?

—Una cadena a la que llaman la Sierra Nevada, que corre paralela a la costa. Las montañas son altas, pero el ferrocarril tiene que atravesarlas para ir al este. Puede ser peligroso trabajar en los puertos.

—¿Cómo murió?

—En una avalancha. Nadie la vio llegar. El capataz me había mandado encargar más grava en otro sector de la vía. Cuando había recorrido unos cuatrocientos metros, al volverme vi cómo allá en lo alto se desprendía toda una sección de la montaña, que empezó a deslizarse hacia abajo. Durante un momento pareció que se movía despacio, en silencio. Después sonó un retumbo acompañado de una especie de susurro áspero y luego un rugido. Vi cómo las rocas bajaban rebotando por la ladera. El desprendimiento de tierra fue tan rápido que casi parecía una cascada. Después, en el fondo se formó una enorme nube de polvo. —Hizo una pausa—. Todos nos pusimos a trabajar con las palas o con lo que tuviéramos para desenterrar a los hombres. Había unos veinte o treinta. Muchos estaban malheridos y dos o tres se habían asfixiado, pero no encontramos a padre.

—¿No habría escapado?

—Eso pensé yo, pero lo estuve llamando y no daba señales de vida, así que seguí cavando con otros compañeros. Al cabo de una hora, lo encontré. Bueno, lo que quedaba de él. Le había caído encima una roca muy grande. Debió de haberlo matado en el acto. —Primero miró a su madre y a su hermanita, y después a su hermano—. Estoy seguro de que no sintió ningún dolor.

—¿Cuándo fue eso?

—Hará un año.

—Entonces, ¿por qué has vuelto? —preguntó el hijo mayor—. Deberías haber terminado el tiempo de tu contrato. —Mei-Ling le lanzó una mirada iracunda, pero él sacudió la cabeza y continuó con tono severo—: Debes de haber renunciado a una buena cantidad de dinero, que fue por lo que viajaste allí.

—Lo sé. Ya pensé en todo eso —respondió el joven—. Además, no me fui. Me dieron la parte que le correspondía a padre y seguí trabajando.

—¿Y por qué estás ahora aquí? —prosiguió, implacable, el hijo mayor.

—Ese americano joven vino a vernos. Va a revisar las condiciones de toda la gente a la que transporta. Creo que es el único que hace eso. O sea, que ya estaba enterado de lo de padre antes de verme a mí. Entonces me dijo: «¿Sabes que hay viruela en el próximo campo de trabajo?». Yo sí había oído rumores de que algunos de los obreros del ferrocarril habían enfermado, pero puesto que tenía un contrato que cumplir, no veía que me sirviera de mucho preocuparme. «Te tienes que ir de aquí. Yo velo por los chinos de quien me ocupo y no estoy dispuesto a perderte a ti además de a tu padre», me dijo.

—Eso está muy bien… —quiso alegar el hijo mayor, pero su sobrino lo interrumpió reanudando el relato.

—Yo me iba a negar, pero él dijo que hacía muchos negocios con el ferrocarril y que se iba a ocupar de todo. Después me enteré de que los había obligado a pagarme el salario del contrato entero y también el de padre, así que me vine para casa.

—Enséñame el dinero que has traído —reclamó el hijo mayor.

—Está en un sitio seguro —intervino con firmeza la madre—. Te lo enseñaré mañana.

Durante todo ese tiempo, Mei-Ling observaba a su hija, que había estado escuchando en silencio, con los ojos muy abiertos. Después Radiante Luna cerró los ojos, como si tratara de protegerse de la noticia. Cuando los volvió a abrir, tenía la mirada tan vacía que Mei-Ling tuvo la impresión de que su hija se estaba replegando, encerrándose frente a todos ellos, como quien pliega los brazos delante del pecho, y rogó por que fuera algo transitorio.

—¿Dónde está enterrado padre? —preguntó a su hijo.

—Abajo en el valle. Es una tumba correcta. Yo sabría cómo encontrarla.

Mei-Ling inclinó la cabeza. Seguramente no podría visitar nunca la tumba de su marido.

—¿Cómo es ese sitio, esa California? —preguntó el hijo mayor.

—Hace un tiempo agradable, más seco que aquí. América es muy grande, pero no hay mucha gente.

—¿No tienen grandes ciudades como aquí? —quiso saber el hijo mayor.

—En California no. En todo caso, no todavía. Hay grandes ciudades en otras zonas de América, pero por lo general no están rodeadas de murallas.

—¿Cómo puede haber ciudades sin murallas? —preguntó madre—. ¿Y si las atacan?

—No lo sé. Allí hubo una gran guerra no hace mucho. Luchaban unos contra otros y murió mucha gente. Fue algo así como con los taiping. Los combates no llegaron hasta California.

—¿Cómo os trataban los jefes del ferrocarril? —preguntó Mei-Ling.

—Les gustan los chinos, porque somos muy trabajadores y no damos problemas. En California hay muchos chinos trabajando en el ferrocarril y no paran de llegar más. Antes eran sobre todo irlandeses los que hacían el trabajo allí —añadió con orgullo—. Son unos hombres altos y fuertes, pero cuando los irlandeses se quejaron de que nosotros les quitábamos los empleos, los del ferrocarril les dijeron que, si no paraban de quejarse, los sustituirían a todos por chinos.

—¿Qué es eso de los irlandeses? —inquirió madre.

—Una tribu bárbara. En América hay muchas tribus bárbaras.

—Quizá deberíamos ir todos a América —comentó, al parecer satisfecho con lo que había oído, el hijo mayor.

—Allá hay que trabajar —murmuró en voz baja madre.

El hijo mayor no la oyó. Esa noche fumó con la pipa de opio de su padre.

 

Por la mañana, mientras el hijo mayor dormía, madre, Mei-Ling y sus dos hijos celebraron una reunión de familia. Para entonces, tanto en el seno de la familia como en el pueblo, el hijo menor había adquirido un nuevo nombre, el de Hermano de California.

La primera cuestión que había que plantear era qué iban a hacer los dos hijos. El Hermano de California se ofreció a regresar a América, pero antes de que Mei-Ling pudiera expresar su angustia ante tal perspectiva, madre se le adelantó.

—No —contestó con firmeza—. Os necesitamos a los dos aquí.

—En ese caso —planteó Ka-Fai, mirando a Mei-Ling—, ¿qué hay de ese terreno del que te hablé, el que está en venta en la otra punta del pueblo? ¿Tenemos bastante dinero para comprarlo ahora? Estoy seguro de que entre los dos podríamos cultivarlo.

Mei-Ling volvió la vista hacia madre, que frunció los labios.

—Yo conozco el precio de ese terreno. Si invertimos el dinero de América y vendemos la pipa de opio, nos alcanzaría, pero entonces no tendríamos el dinero que necesitamos para invertir en Radiante Luna a fin de que consiga un marido rico. Y ahora que ya le hemos vendado los pies…

—Podríamos pedir un préstamo para el terreno —sugirió el Hermano de California.

—Nada de deudas —descartó madre.

—Yo creo… —intervino Mei-Ling, calibrando despacio las palabras—. Yo creo que deberíais comprar el terreno. Al fin y al cabo, a medida que lo cultivéis, eso reportará otra entrada de dinero. Todavía faltan unos años para que tengamos que buscar un marido para Radiante Luna. Es posible que surja algo mientras tanto.

Advirtió que madre la miraba con detenimiento.

—Como quieras —zanjó esta—. Venderemos la pipa de opio.

—¿Vais a vender la pipa de opio del abuelo? —preguntó, sorprendido, el Hermano de California—. ¿Qué va a decir el tío mayor?

—Puede fumar con la otra pipa de bambú —replicó con aspereza madre—. El opio lo mantendrá calmado.

Nadie añadió nada más. Madre acababa de deponer a su propio hijo como cabeza oficial de la familia. Todos lo habían captado. Aunque iba contra las normas, sabían que su decisión era acertada.

—Lo primero que voy a hacer será reconstruir el puente del estanque —oyó decir Mei-Ling al Hermano de California, cuando los dos muchachos salían juntos.

—Lo haremos entre los dos —convino su hermano Ka-Fai.

 

El incidente tuvo lugar a mediodía y tomó a Mei-Ling por sorpresa. Ella, la pequeña Radiante Luna y madre estaban sentadas en un banco, mirando a los dos hermanos que retiraban, con el agua hasta la cintura, los tablones de madera podrida del puente. Al cabo de unos minutos, Mei-Ling se levantó para ir a susurrar algo al oído de su hijo menor.

—Ya sé que has tenido muchas cosas en que pensar desde que volviste, pero, cuando acabes, préstale un poco de atención a tu hermana, porque casi no le has dicho ni una palabra todavía.

Él asintió con la cabeza y, cuando salió del agua y hubo remontado chorreando la pendiente hasta el banco, miró con una gran sonrisa a Radiante Luna.

—¿Qué tal está hoy mi hermosa hermanita?

Como Radiante Luna se quedó con la mirada gacha, sin responder, creyeron que era por timidez.

—No está acostumbrada a ti —opinó madre.

—Cuando me haya secado, nos sentaremos a charlar los dos —le dijo a la niña antes de entrar en casa.

Todos estaban en el patio cuando volvió a salir. El hijo mayor, ignorante de la reunión que había tenido lugar por la mañana, se había sumado a ellos. Radiante Luna estaba sentada debajo del árbol con Mei-Ling, que se levantó e indicó al Hermano de California que ocupara su lugar. Este acababa de sentarse cuando el hijo mayor decidió dirigirse a todos.

—Puesto que mi querido hermano falleció hace casi un año, en un país lejano, no tiene sentido respetar todas las normas habituales para un funeral. Le guardaremos un par de días de luto.

Lo dijo de una manera sencilla y digna, y nadie le llevó la contraria. Madre asintió con la cabeza. Después la conversación siguió su curso.

—Te ves muy mayor ya, con esos pies tan delicados —comentó afectuosamente el Hermano de California a Radiante Luna—. Padre hablaba a menudo de ti cuando trabajábamos en el ferrocarril, ¿sabes? Estaría muy orgulloso de verte ahora.

Radiante Luna no respondió nada.

—Siento haber traído malas noticias —continuó él—. Debes de estar muy triste.

Como parecía que la niña estaba a punto de hablar, aguardó.

—Todo el mundo dice eso —espetó de repente, con la vista clavada todavía en el suelo.

—¿Que dice qué?

—Que padre estaría orgulloso. No es verdad.

—¿No? ¿Por qué?

—Detesto mis pies vendados —exclamó—. Los detesto. No son delicados. Están aplastados y los huesos están rotos y me duelen todo el tiempo. ¡Me duelen! —chilló.

—Bueno, ya sé que durante un tiempo duele…

—¿Qué sabes tú? —lo interrumpió la pequeña—. ¿Acaso te vendaron los pies? No, ahora soy una tullida.

—No hables así —la reprendió madre con sequedad—. Te merecerías una paliza.

—Me da igual —replicó la niña—. Seguro que no me dolerá tanto como me duelen los pies.

—Menudo genio tiene —se alteró madre.

No se decidió a tomar medidas, sin embargo.

—Es por tu propio bien —declaró con firmeza el hijo mayor, no porque estuviera implicado en la cuestión, sino porque se creía el cabeza de familia.

—Si tú y padre no os hubierais ido —le dijo Radiante Luna al Hermano de California—, yo no estaría así. Padre nunca habría permitido que me vendaran los pies. Él me quería.

—Es por tu propio bien —reiteró Mei-Ling.

—No, no lo es —contestó con aflicción su hija—. Solo queréis que me case con un hombre rico para que os dé dinero.

—¿Dónde ha aprendido a hablar de esa forma a su edad? —se escandalizó madre.

—Verás, en realidad… —quiso argüir el Hermano de California.

Mei-Ling le dirigió una mirada tan acerada que quedó en silencio de repente.

—Vete a tu cuarto —ordenó Mei-Ling a su hija. Luego observó cómo la niña cruzaba con los pies doloridos el patio y, una vez se hubo ido, se volvió hacia su hijo menor—. Ibas a decir que su padre estaba de acuerdo en que le vendaran los pies.

—Lo dijo en California muchas veces.

—Pero a la pequeña se le ha metido en la cabeza que su padre lo habría impedido. —Y tal vez, si hubiera sido testigo de su dolor, lo habría hecho, pensó—. Y ahora su padre está muerto. Y al recordar lo bueno que era y cómo la llevaba cogida de la mano, cree que la habría salvado del vendado de los pies. Eso es lo único que tiene.

—¿A quién le va a echar la culpa entonces? —planteó el Hermano de California—. ¿A mí? ¿A mi hermano? ¿A ti?

—A mí y a madre, diría —aventuró Mei-Ling.

—Pero es una mentira —señaló madre.

—Todos sabemos que el hijo segundo adoraba a su hija —adujo—, y si la única manera que tiene Radiante Luna de saber que eso era una gran verdad es creyendo una mentira menos importante, que la crea.

—Puede que tengas razón, hija mía. Además, está enfadada porque le ha dolido mucho la muerte de su padre.

 

El resto del día transcurrió en calma. Los dos hermanos salieron a inspeccionar los campos de la otra punta del pueblo y el hijo mayor los acompañó. A su regreso, el Hermano de California se sentó a charlar con Radiante Luna sin que ella reaccionara con enojo. Después de cenar, el Hermano de California dijo que tenía sueño y todos se fueron a acostar.

Mei-Ling no tenía sueño, de modo que cogió un farol y salió al patio.

Quería estar sola para pensar, para llorar. Estuvo un rato sentada, pero las lágrimas no llegan a veces con facilidad. El cielo estaba cubierto, encapotado.

Al cabo de un poco, apareció su hijo mayor.

—¿No estás cansada? —preguntó Ka-Fai. Ella negó con la cabeza—. Yo sí lo estoy, pero de todas maneras no puedo dormir. —Se sentó a su lado—. La luna debe de estar casi llena —dijo, alzando la barbilla hacia las nubes—. Claro que no se ve.

—Mañana estará llena —precisó ella—. Quizá el cielo esté despejado.

Él bostezó y ella lo observó. Tenía la misma cara que su padre, pensó en un arrebato agridulce de amor.

—¿Te acuerdas de lo que prometiste hacer cuando volviera tu padre a casa? —preguntó. Él asintió en silencio—. Tu hermano está en casa y eso es igual.

—Ya lo sé.

—¿Te casarás entonces? —Él volvió a asentir—. ¿Hay alguien que te interese? —quiso saber Mei-Ling. Él negó con la cabeza—. ¿Te lo quieres pensar?

—Normalmente son las familias las que deciden esas cosas y no el novio —declaró Ka-Fai.

—Ya lo sé, pero tú eres tan terco que creía…

—Tú decides —le dijo él, sonriendo.

—Ah —exclamó, complacida, Mei-Ling.

Estuvieron callados un momento.

—Ahora me ha dado sueño —dijo él.

Ka-Fai se fue a acostar y Mei-Ling se quedó sola. Estaba contenta de que hubiera aceptado casarse. Mientras hacía balance de las virtudes y limitaciones de su hijo, no se le ocurría pensar en ninguna chica en concreto, ni siquiera en un tipo de chica, pero estaba segura de que reconocería a la joven adecuada en cuanto la encontrase.

Después del sufrimiento que le había provocado ser testigo del dolor de Radiante Luna, la idea de procurar un matrimonio feliz para su hijo era como un bálsamo sobre una herida.

Al cabo de unos minutos, el hilo de sus pensamientos derivó hacia su marido. ¿Por qué sería que había presentido que el hijo segundo no iba a regresar? ¿Habría ocurrido algo aquella primera noche encapotada después de que se fuera, cuando parecía que sus mensajes de amor, envueltos con tanto cuidado, no habían llegado hasta él? ¿Se habría parapetado contra ella? No, sin lugar a dudas. Ella había seguido enviándole sus pensamientos a medida que transcurrían los meses y, en más de una ocasión, le había parecido sentir que él pensaba en ella a su vez. De todas formas, francamente no estaba segura.

Siempre había creído que, si él moría, lo sabría. No era una mera suposición, sino un artículo de fe, casi.

El caso era que no lo había detectado. Ahora sabía cuándo debió de haber ocurrido y, sin embargo, en ese momento no sintió nada, nada en absoluto.

Sentada allí en el patio, a oscuras, evocó todas sus cualidades, todos los momentos que habían compartido. Se acordó de su bondad. Seguramente, se decía, todas esas cosas le aportarían consuelo y calor. Deseaba abrir una puerta en el cielo, a través de la cual su espíritu pudiera entrar y estar nuevamente con ella.

El cielo permaneció cegado, no obstante, y el espíritu de él no acudió. Como si estuviera dentro de una caja que hubieran cerrado con una tapa, aguardó en silencio. Su amor se había perdido y no sentía nada.

Nada en absoluto.

 

En la primavera siguiente, Shi-Rong se desplazó a la prefectura de Guilin. Había ido acompañado tan solo por dos criados y su secretario, un joven muy alto llamado Peng. El viaje duró dos meses.

—¿No nos habremos equivocado de camino, señor? —le preguntó, al final del primer mes, Peng.

—Haces demasiadas preguntas —replicó él.

Había aceptado a Peng como secretario para hacerle un favor a su padre, un hombre importante que era amigo del príncipe Gong. El joven era el tercer hijo del señor Peng, que no sabía muy bien qué hacer con él. Shi-Rong y el padre de Peng llegaron a un acuerdo explícito.

—Ambos sabemos que usted debería haber obtenido un ascenso hace años, amigo mío —había constatado el señor Peng—. En Guilin hay un empleo disponible, de subprefecto, en el quinto rango. Vaya allí, evite los problemas y no asuma riesgos. Para dentro de un año o dos, hay previstos diversos nombramientos, y yo creo que puedo conseguirle uno que representa tanto una promoción como un aumento de ingresos.

—¿Guilin?

Shi-Rong había fruncido los labios. Aquel era un lugar remoto y atrasado. Además, el pueblo miao, una gran etnia que llevaba siglos provocando conflictos, se encontraba en estado de sublevación desde hacía diez años. Si bien era cierto que las insurrecciones se habían producido todas en la provincia contigua del norte, en la zona de los alrededores de Guilin había mucha gente de la tribu miao. Aquel cargo podía ser comprometido, peligroso incluso.

—¿No tiene nada mejor que proponer? —preguntó.

—Si le preocupan los miao, acabo de recibir una carta del prefecto de la zona, que es una magnífica persona. En ella me asegura que todo está controlado, que, a pesar de la pobreza, la región es muy hermosa. Si se queda un poco de tiempo allí, será recompensado, se lo prometo.

Se trataba de una oportunidad por lo menos, la mejor expectativa que se le había presentado desde hacía mucho, así que la aceptó. Y cuando su benefactor mencionó que su tercer hijo necesitaba un empleo, Shi-Rong captó al instante la insinuación.

—¿Hay algo que deba saber con respecto a ese joven? —inquirió.

—Va a tener que decirle que pare de hablar. —El padre de Peng sonrió a modo de disculpa—. Con frecuencia.

 

A lo largo del primer mes, Peng hizo muchas preguntas sobre la administración de una prefectura y sobre su trabajo. Como no eran estúpidas, Shi-Rong le respondía con gusto. Aparte, enseñó al joven un poco de cantonés, lo que le sirvió para pasar el tiempo. No tardó en afinar argucias para hacer callar al joven sin tener que ser desagradable.

—¿Van a venir a instalarse con nosotros su esposa y su familia? —preguntó Peng el segundo día.

—Por ahora no. Mi hija, por desgracia, no está muy bien de salud y no le conviene viajar. Mi esposa se quedará con ella en la casa familiar hasta que haya recuperado fuerzas.

—Ya entiendo. ¿Tendremos el placer de ver a sus hijos?

—Tal vez. Mi hijo mayor está ocupado ahora con sus estudios, pero dentro de unos meses, no le vendría mal ir a Guilin para tomarse un descanso.

—Debe de ser difícil separarse de la propia esposa —comentó Peng.

—En efecto —contestó Shi-Rong. «No tanto como supones», podría haber respondido. En lugar de ello, pontificó con solemnidad—: Nuestro deber para con el emperador es lo primero.

—Ah. Por supuesto, señor. Lo primero es el deber.

—Y ahora me gustaría disfrutar de la vista en silencio, si eres tan amable, mi querido Peng —declaró con firmeza Shi-Rong.

—¿Es verdad —preguntó Peng en otra ocasión— que trabajó de secretario privado del gran señor Lin durante el periodo en que estuvo en Guangzhou?

—Es verdad.

—Mi padre dice que el señor Lin fue un gran héroe y el más honrado servidor del emperador que haya habido nunca —prosiguió Peng.

—Sí era honrado, efectivamente —confirmó Shi-Rong—. Como sabrás, cayó en desgracia y al cabo de un tiempo fue restituido, pero su carrera no se recuperó nunca. Me alegra que, después de su muerte, se tenga en mayor estima su persona.

—Mi padre dice que la mayoría de mandarines están en sus cargos solo para llenarse los bolsillos.

—Nadie es perfecto —sentenció con cautela Shi-Rong.

—Mi padre dice que usted es como el señor Lin.

—Es muy amable por su parte. No sé si me merezco el elogio.

—Estoy convencido de que no veré más que una suma corrección en todas sus actuaciones en Guilin, señor —prosiguió con entusiasmo Peng—. Voy a estudiar todo lo que usted haga.

Shi-Rong guardó silencio, absorto al parecer en otra cosa.

En realidad, la admiración de Peng no estaba tan infundada. Comparado con muchos otros hombres de su misma posición, Shi-Rong había sido un modelo de probidad. Lo malo era que su fama de persona íntegra no le había granjeado ninguna promoción. Aunque había cumplido ya los cincuenta, no había llegado muy lejos. Si quería obrar por el bien de su familia, ganarse cuando menos el respeto de sus hijos, tenía que conseguir algo de dinero e incrementar el bienestar de la familia. Tampoco pensaba rebajarse a tener una mala conducta. Si alguien estaba acusado de un delito probado y la familia tratara de sobornarlo para que lo declararan inocente, ni siquiera se plantearía hacerlo. Aun así, podía haber otras maneras más inofensivas de ganar un estipendio suplementario y, si se le presentaba la ocasión, tal vez de vez en cuando podría autorizarse a aprovecharlas en el futuro, siempre y cuando tuviera la certeza de que no iban a descubrirlo.

En cualquier caso, era hora de que Peng volviera a callar.

—¿Conoces ese poema titulado Noche silenciosa del poeta Li Bai de la dinastía Tang? —preguntó de repente.

—Desde luego, señor. Todos los niños lo conocen.

—Recítamelo.

Peng empezó a declamar:

 

Plateada luz ante mi techo. ¿Será la escarcha sobre el suelo? Veo la brillante luna al alzar la cabeza. Al bajarla, me hundo en la añoranza de mi tierra.

 

—Excelente —alabó Shi-Rong—. Li Bai escribió más de mil poemas, ya sabes. Me acaba de venir uno a la mente y querría rememorarlo ahora, sin interrupción durante el resto del día.

Así prosiguieron camino al entrar el segundo mes, y Shi-Rong advirtió complacido que Peng no volvió a preguntar, ni una sola vez, por qué estaban dando ese rodeo tan al sur.

 

El sol se hundía por poniente cuando Mei-Ling vio aproximarse a los cuatro jinetes. Se encontraba en la verja con el hijo mayor, admirando el puente recién restaurado que atravesaba el estanque.

El cabeza de familia estaba de buen humor. Ese día había logrado incluso cobrar una parte del alquiler de un arrendatario.

—Fíjate qué bien nos ha quedado ese puente —acababa de comentar, casi como si él hubiera realizado una parte del trabajo.

Uno de los jinetes, un joven muy alto, desmontó y se acercó a ellos.

—Mi señor es un importante dignatario —dijo con un vacilante cantonés al hijo mayor—. Necesitamos alojamiento para esta noche. Les pagaríamos bien.

El joven tenía, desde luego, aspecto de funcionario. Mei-Ling desvió la mirada hacia los otros jinetes: dos sirvientes, sin lugar a dudas, y un mandarín. Este se estaba aproximando.

Al verle la cara, Mei-Ling se puso muy pálida, mientras en su cabeza se agolpaban los interrogantes. ¿Por qué había venido? ¿Tendría que ver con Nio? ¿Se habría enterado de algo? ¿Sería posible?

—Por supuesto, sería un honor para nosotros —oyó responder al hijo mayor—. Estábamos a punto de cenar, si quieren comer con nosotros.

 

Los hombres se sentaron en torno a la mesa: Shi-Rong, el joven Peng, el hijo mayor y sus dos hijos. Ella y madre les servían. La nueva esposa de su hijo, una alegre muchacha campesina a quien todos apreciaban, se ocupaba de los dos criados de Shi-Rong, que iban a dormir en el pajar. A Radiante Luna le habían indicado que se quedara en su habitación.

Shi-Rong trataba al hijo mayor con una atenta cortesía que él de ningún modo merecía. El Hijo de California hablaba a Peng de América, mientras Ka-Fai sonreía con afabilidad a todo el mundo.

—Es él, ¿verdad? —susurró madre cuando se encontraron a solas en la cocina. Mei-Ling asintió mudamente—. La otra vez, no lo pude ver bien como para reconocerlo, pero cuando he visto la cara que has puesto…

—¿Por qué habrá venido, madre? ¿Podría tener que ver con Nio?

—Podría ser por Nio, si es que está vivo.

 

Radiante Luna apareció justo cuando terminaban de comer. La curiosidad la había impulsado a salir de su habitación para ver qué ocurría. Shi-Rong se quedó mirándola con sorpresa.

—¿Quién es esta damisela tan guapa?

—Mi hija —respondió Mei-Ling.

—Ya veo. —Las observó a las dos—. Es igual que usted.

—Era el orgullo y la alegría de su padre —explicó madre—. Mi hijo menor, señor. Él adoraba a la pequeña.

—¿Adoraba?

—Murió hace un año y medio.

—Lo siento mucho. —Shi-Rong inclinó la cabeza, sin dejar de observar a Radiante Luna—. Le están vendando los pies, veo —señaló.

—Una belleza como esta no se debe desperdiciar —sentenció madre.

—Desde luego —convino Shi-Rong.

La niña abrió la boca como si quisiera hablar. Todavía se quejaba del dolor en los pies, prácticamente cada día. Previendo que era capaz de ponerlos en evidencia descargando su malestar delante de un mandarín, madre le dirigió una mirada de advertencia que la indujo a guardar silencio.

—Una excelente cena —elogió educadamente Shi-Rong—. Ahora voy a dar un paseo por el estanque. Quizá la madre de esta bonita niña quiera acompañarme.

 

La luz de la luna creciente reverberaba en las nubes deshilachadas suspendidas en el cielo mientras bajaban en silencio hacia el puente.

¿Qué querría? se preguntaba Mei-Ling.

Una vez llegaron al centro del puente, él se detuvo. Luego señaló el reflejo de la luna en el agua. Mei-Ling inclinó la cabeza para darle a entender que lo había visto.

—Dígame, ¿ha vuelto a tener noticias de Nio? —preguntó él en voz baja.

De modo que era eso. Estaba buscando a Nio otra vez.

—Nada —respondió con tristeza—. ¿Lo quiere detener?

—No. Solo me preguntaba qué habría sido de él. No fuimos siempre enemigos, ya lo sabe.

—Hace cinco años que no sé nada de él.

—Entonces ha muerto, tal vez en Nankín.

Sabía que los taiping habían sido derrotados por fin. El Ejército Siempre Victorioso, tal como lo llamaban, armado con fusiles y cañones bárbaros, los había aplastado. Habían tomado Nankín. El Rey Celestial había muerto. La matanza había sido terrible.

—Sé que la quería mucho —prosiguió Shi-Rong—. Si estuviera vivo, creo que a estas alturas ya habría venido. Los taiping ya no volverán a suponer una amenaza, así que no lo detendría si lo viera, a menos que él me obligara a hacerlo. En realidad, es a usted a quien he venido a ver —añadió en voz baja.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó ella, estupefacta.

 

Era cosa del destino, pensaba Shi-Rong. Tenía que ser el destino. Cuando emprendió aquel viaje, tenía tan solo la convicción de que necesitaba un cambio. Un par de años de distanciamiento de aquel matrimonio poco feliz, hasta que lograra una promoción que pusiera a su esposa en una disposición más cariñosa. También un tiempo para reflexionar, para vivir solo una temporada.

Y tal vez encontrar un poco de compañía.

De vez en cuando se había planteado la conveniencia de tomar una concubina. La ley y la costumbre lo permitían. La gente casi lo encontraba previsible en un hombre de su posición. Más de una familia respetable venida a menos le habría cedido con gusto y en condiciones razonables a una de sus hijas, una joven bien educada, con los pies vendados y unas nociones de cultura.

A veces las concubinas y las esposas se llevaban bastante bien. No creía, con todo, que su mujer digiriera bien ese cambio. La haría sufrir y ella reaccionaría con rabia, una rabia inacabable. Aunque no se sintiera amado por ella, no deseaba causarle más dolor.

La solución sería tomar una concubina temporal, solo por el periodo de su ausencia. Aquello también era totalmente aceptable. De cualquier mandarín de mediana edad se podía esperar que recuperara su juventud con una bonita muchacha, y en las ciudades había muchas mujeres elegantes y guapas que estaban bien educadas para cumplir tales funciones.

¿Por qué había efectuado pues ese rodeo por el sur, que agregaba cuatrocientos kilómetros de viaje, para llegar a una remota aldea en la que podía o no encontrar a una campesina con los pies sin vendar con la que había pasado, años atrás, una noche de luna llena sentado junto a un estanque mientras ella le contaba la historia de su vida?

Lo había atraído su belleza, su honradez. Eso era lo que lo había impresionado. También su inteligencia y algo más, algo mágico que no alcanzaba a definir. Quizá se debiera a la luz de la luna, pero no creía que fuera eso. Era algo que lo había obsesionado.

Entonces, al contar con este periodo de libertad, había querido volver a verla, para averiguar si era tal como la recordaba. Estaba preparado para comprobar que había cambiado o que su magia había desaparecido con la luz del día, por así decir, y que probablemente, no estaba libre.

No obstante, se había quedado casi sin respiración cuando la había visto. Era tal como la recordaba, tal vez incluso mejor.

Además, se había quedado viuda y, por lo tanto, estaba disponible tal vez. Tenía que ser el destino.

 

—Lamento que perdiera a su marido —dijo tras una pausa—. Pero tiene dos hijos en casa y a la niña. Ella ha heredado su belleza y, con los pies vendados, podría encontrar un marido rico.

—Esperamos que encuentre un buen marido —dijo ella.

—También deberían enseñarle a bordar y a hacer costura, y un poco de las otras artes que corresponden a una joven dama. Debería aprender a recitar poemas y ese tipo de cosas.

¿Por qué le daba esos consejos? Mei-Ling no tenía ni idea, pero, para decir algo y como estaba un tanto aturdida, respondió de manera automática.

—Uno tiene que gastar dinero para conseguir un marido rico, ya me lo han explicado.

—Ah. —Él apoyó las manos en la barandilla del puente—. Yo podría ayudarla en eso quizá. —Se volvió hacia ella—. Si usted quiere —añadió, percibiendo su expresión de suspicacia—. Voy a estar en la prefectura de Guilin un año o un año y medio quizá —se apresuró a explicar—. Quiero que usted me acompañe.

—¿Que lo acompañe? —preguntó con extrañeza—. ¿Como una concubina, quiere decir?

—Sí.

—¿Por qué no busca una concubina allí?

—Su recuerdo me persigue desde que nos conocimos esa noche con Nio. No he dejado de pensar en usted desde entonces. He efectuado un rodeo de cuatrocientos kilómetros en mi viaje a fin de venir a su encuentro.

—¿Tiene una esposa?

—Ella no estará allí. Puede traer a su hija, si quiere. De ese modo ella aprendería mucho sobre el tipo de vida que lleva un hombre como yo. Sería útil para ella.

¿Tener a su hija viviendo en la casa donde ella hacía de concubina? No era eso lo que deseaba.

De todas maneras, no podía negar que lo que él decía era cierto. Ella no sabía casi nada del sofisticado modo de vida de los ricos o de los mandarines, de sus costumbres, sus conversaciones y los rituales sociales. Ni ella, ni nadie de la familia ni de la aldea, a decir verdad. Si Radiante Luna quería encontrar un marido rico, un año o dos en la casa de un mandarín representarían una educación perfecta para ella.

«Un año o dos… o hasta que se canse de mí y me eche», pensó. No quería que su hija viera eso.

—Mi hija se queda aquí en casa —declaró.

—Como desee. ¿Significa eso que tomaría en consideración mi propuesta?

—¿Tendría la libertad para irme al cabo de un año y medio?

—Sí.

Mei-Ling se quedó pensando. «Comprad la tierra», les había dicho a sus hijos, con el argumento de que el dinero para Radiante Luna surgiría de alguna parte. Había creído que era lo mejor, pero lo cierto era que no tenía ni idea de dónde iba a venir ese dinero extra. Y entonces, de improviso, se le presentaba la oportunidad de ganar el dinero por sí misma. Aunque no le gustara, estaba claro cuál era su deber, a condición de que el dinero fuera suficiente y tuviera garantías de lograrlo.

Había riesgos, desde luego. Ese mandarín podría maltratarla. Seguramente podría soportar alguna que otra paliza. Si la cosa empeoraba, siempre podía huir. «O también podría matarlo —pensó—, y después suicidarme». Siempre y cuando el dinero estuviera en lugar seguro.

—Tendría que pagarme por adelantado —exigió—. Tendría que pagarme ahora.

—¿Y fiarme de usted?

—Sí.

—Ya pensaba que posiblemente diría eso.

Él sacó una bolsita llena de monedas, la puso en sus manos y la abrió. Mei-Ling miró el interior. Con la luz de la luna, vio monedas de plata. No las sacó para contarlas, pero era una buena suma de dinero.

—Necesito dos bolsas como esta —dijo.

Él pareció impresionado. Luego la sorprendió a ella sacando otra bolsa, cuyo contenido también inspeccionó.

—Hay lo mismo —especificó él—. Le doy mi palabra.

Mei-Ling efectuó un cálculo rápido. Si entregaba las bolsas de plata a madre de inmediato, esta podría ocultarlas en un lugar donde nadie pudiera encontrarlas, ni siquiera sus dos hijos.

Miró a aquel hombre al que apenas conocía. ¿Qué diría el hijo segundo? Que hacía lo que debía, seguramente, puesto que él no estaba allí para ayudarla. Sí, concluyó, diría alguna cosa así. Y solo por un momento, por primera vez desde que había oído la noticia de su muerte, Mei-Ling tuvo la impresión de sentir la presencia de su marido.

—Vamos a tener que preguntar al cabeza de la familia —dijo.

 

A Mei-Ling le gustó Guilin. Shi-Rong se dio cuenta. El viaje, de unos quinientos kilómetros en dirección norte desde la aldea, había sido largo, pero cuando llegaron, ambos coincidieron en que era un lugar extraordinario. Los milenios de lluvias y el discurrir de las aguas habían esculpido la blanda piedra kárstica de la región formando un paisaje de montañas en miniatura, empinadas como termiteras, cubiertas de verdes árboles, salvo en las grises paredes rocosas que afloraban aquí y allá, donde ni siquiera los árboles hallaban arraigo. Al lado de la ciudad discurría un bonito río, que tenía por nombre Li.

En los días de sol, las montañas cobijaban la recoleta meseta de pastos y arrozales, como gigantescos dólmenes verdes que protegieran un santuario. Cuando la niebla se asentaba en los valles, en cambio, uno tenía la impresión de asistir al lento desplazamiento de un ejército de dioses encapuchados en medio de las nubes. Shi-Rong, que había visto ese tipo de paisajes en las pinturas y suponía que debían de ser imaginarios, constataba entonces que aquel paraíso era real.

A Mei-Ling le gustaba el clima subtropical, un tanto cálido y húmedo para su propio gusto, y también le agradaba la gente.

Algunas de las tribus locales se habían asentado en los alrededores de Guilin con anterioridad a la formación del estado de China. Cada una de ellas parecía disponer de su propia lengua o dialecto, que a menudo resultaba incomprensible para sus vecinos. Los criados de la residencia oficial de Shi-Rong pertenecían todos a la etnia zhuang, que era la más numerosa. Curiosamente, en cuestión de un mes, Mei-Ling ya era capaz de conversar con fluidez con ellos e incluso apreciaba su sopa de col picante y las hojas de té fritas en aceite que, por lo visto, comían con arroz todos los días.

—Puedes comértelas por mí —le decía Shi-Rong, riendo.

En realidad estaba impresionado con la capacidad de adaptación que demostraba aquella campesina salida de una pequeña aldea.

—¿Cómo lo haces para integrarte tan bien? —le preguntó.

—No lo sé —reconoció ella—. Como mi madre era medio hakka, desde niña me acostumbré a tener familiares en dos mundos distintos. Es posible que eso me ayude.

Shi-Rong no tardó en advertir que su inteligencia iba más allá de sus dotes para conversar con los criados zhuang.

Al llegar, se había planteado qué posición dar a Mei-Ling con respecto al prefecto y los demás funcionarios. Siempre podía mantenerla recluida en la casa, desde luego, pero entonces la gente empezaría a hablar y a inventar historias. Por eso, cuando al cabo de un mes conoció al prefecto y vio que era un hombre amable y tolerante, le habló con franqueza de su encantadora concubina.

—Es una campesina, con una parte de sangre hakka, pero es inteligente y muy hermosa. ¿Qué cree que debería hacer con ella?

—Mi querido Jiang —repuso con jovialidad el prefecto de barba gris—, ya me han llegado rumores de su belleza. A mí me gustaría verla.

—Debo advertirle que ni siquiera tiene los pies vendados.

—Voy a hacer correr la voz de que es medio manchú —resolvió, sonriendo, el hombre—. Aquí estamos tan lejos de Pekín, ¿sabe?, y con todas esas curiosas tribus que nos rodean, no le damos tanta importancia a esas cosas. Tráigala para que conozca a mi esposa. A ella siempre le alegra tener compañía.

Shi-Rong cumplió la recomendación. Las dos mujeres estuvieron juntas una hora y, después, Mei-Ling le dijo que la esposa del prefecto quería que volviera a verla al día siguiente. Extrañamente, la invitación se repitió una docena de veces en el curso de un mes. El mismo prefecto despejó las dudas que Shi-Rong tenía con respecto a esos encuentros.

—Mi esposa aprecia mucho la compañía de Mei-Ling. Se pasan la tarde entera charlando.

—¿Cómo os entendéis? —preguntó en una ocasión a Mei-Ling—. Debe de ser que ella habla cantonés.

—Sí, habla cantonés, pero me está enseñando a hablar mandarín.

—¿Y de qué habláis?

—Ella siente curiosidad por nuestra vida sencilla y las cosas de la aldea, porque siempre ha vivido en la ciudad. Y yo le hago muchas preguntas.

—Ah —dijo, intentando adivinar qué tipo de preguntas serían.

Al cabo de un mes lo descubrió, cuando ella le anunció un día que le iba a servir el té. Aquello no tenía nada de extraño, por supuesto, ya que se trataba de un ritual normal en cualquier casa del país. Lo que le sorprendió fue encontrar un hermoso juego de té dispuesto con suma elegancia y su asombro aún fue mayor cuando Mei-Ling se lo sirvió ataviada con un lujoso vestido de seda y con el cabello recogido con un elaborado peinado al estilo de las damas de Pekín. No solo le dio una cortés conversación en mandarín, sino que incluso incluyó algunas pertinentes citas poéticas en ella.

¿Cómo diablos había aprendido esas cosas? A través de la esposa del prefecto, evidentemente. A medida que transcurría el tiempo, hacía unos progresos extraordinarios. Comenzó a adoptar un porte distinto. Su mandarín mejoraba tanto que probablemente, dentro de un año, hablaría con elegancia.

¿Con qué propósito aprendía tanto? ¿Para complacerlo? ¿Para demostrar de lo que era capaz? Tal vez lo hacía porque, después de disfrutar de la vida en la casa de un subprefecto, no quería volver a su pobre aldea. Quizá pensaba que, una vez que se separasen, podía convertirse en concubina de otro dignatario o incluso en la esposa de un mercader, por ejemplo.

Luego reparó en algo que le hizo concebir otra sospecha.

Al principio había observado que ella evitaba con tacto sus atenciones en el periodo del mes en que podía concebir, y él no se quejó por ello, pero, más adelante, renunció a dicha precaución. Todavía era lo bastante joven para tener un hijo. ¿Sería posible que estuviera tramando que podría acceder a una posición permanente si le daba un hijo? Y puestos a pensar en el asunto, en caso de que se produjera un acontecimiento así, ¿qué haría él? Al final, optó por preguntarle directamente a ella.

—¿Te vas a arriesgar a tener un hijo?

—No —respondió tranquilamente ella—. Hay un preparado de hierbas que se puede tomar. Tiene raíz de diente de león y viña del trueno divino. Es muy eficaz. Me la da el boticario.

—No lo sabía —confesó él.

—Yo tampoco. Me lo dijo la mujer del prefecto.

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