China

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Henry Kissinger

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Se había abierto una vía para los contactos chino-estadounidenses. Cada una de las partes hacía lo imposible para que nadie pensara que había dado el primer paso: Estados Unidos, porque carecía de foro en el que situar en una posición formal la estrategia presidencial, y China, porque no quería demostrar debilidad frente a las amenazas. Todo ello se tradujo en un minué tan intrincado que una parte y otra de la pareja siempre podía afirmar que no existía contacto, y tan estilizado que nadie cargaba con la responsabilidad de una iniciativa que podía ser rechazada y con tantas elipsis que podían seguir las relaciones políticas existentes sin necesidad de consultar un guión aún por escribir. Entre noviembre de 1969 y febrero de 1970 hubo como mínimo diez ocasiones en las que los diplomáticos estadounidenses y chinos de distintas capitales del mundo cruzaron unas palabras, algo destacable, pues hasta aquellos momentos siempre se habían evitado. Se rompió el bloqueo cuando transmitimos órdenes a Walter Stoessel, embajador de Estados Unidos en Varsovia, de entrar en contacto con los diplomáticos chinos en la siguiente reunión social que se celebrara para expresarles nuestro deseo de diálogo.

Se estableció como lugar de encuentro un desfile de modelos yugoslavo en la capital polaca. Los diplomáticos chinos allí presentes, que no habían recibido instrucción alguna, huyeron del lugar. El relato que el cónsul hizo del incidente demuestra hasta qué punto estaban restringidas las relaciones. En una entrevista que le hicieron años más tarde, explicó que aquel día había visto a dos estadounidenses que hablaban y señalaban al grupo chino desde la otra parte del salón; aquel detalle hizo que los chinos se levantaran y abandonaran el recinto, por miedo a verse obligados a entablar conversación. Los estadounidenses, decididos a cumplir con las instrucciones recibidas, los siguieron. Los diplomáticos chinos, desesperados, apretaron el paso y los estadounidenses echaron a correr tras ellos, gritando en polaco (la única lengua que comprendían todos): «Somos de la embajada estadounidense. Queremos reunirnos con vuestro embajador. [...] El presidente Nixon ha dicho que quería reanudar las conversaciones con los chinos».35

Quince días después, el embajador chino en Varsovia invitó a Stoessel a una reunión en la embajada china para preparar la reanudación de las conversaciones de Varsovia. Se abrió de nuevo el foro e inevitablemente surgieron cuestiones fundamentales. ¿De qué iban a hablar las dos partes? ¿Con qué finalidad?

Aquello sacó a la luz las diferencias sobre tácticas y estilo de negociación entre los dirigentes chinos y estadounidenses, como mínimo respecto a la clase dirigente diplomática de Estados Unidos que había supervisado las conversaciones de Varsovia durante más de cien reuniones infructuosas. Las diferencias habían quedado disimuladas mientras ambas partes veían el punto muerto como algo positivo para sus objetivos: China iba a reclamar que Taiwan pasara a soberanía china; Estados Unidos propondría renunciar a la fuerza ante lo que presentaba como un conflicto entre dos partes chinas.

En el momento en que unos y otros buscaron la forma de avanzar, la diferencia en el estilo de negociación pasó a convertirse en algo importante. Los negociadores chinos utilizan la diplomacia para enlazar elementos políticos, militares y psicológicos en un plan estratégico. Para ellos, la diplomacia es la elaboración de un principio estratégico. No atribuyen significado específico al proceso de negociación como tal; tampoco consideran que la apertura de una negociación concreta constituya un acontecimiento transformativo. No consideran que las relaciones personales puedan afectar a sus opiniones, aunque pueden recurrir a vínculos personales para facilitar sus tareas. No ven problemas emocionales en los bloqueos; consideran que son mecanismos inevitables en la diplomacia. Valoran la buena voluntad solo cuando sirve para un objetivo o una táctica definibles. Y con toda la paciencia del mundo se plantean la perspectiva de futuro ante interlocutores impacientes, convirtiendo así el tiempo en su aliado.

La actitud de los diplomáticos estadounidenses es muy distinta. La perspectiva dominante de la política de este país sitúa a las fuerzas militares y a la diplomacia como fases de actuación diferenciadas, básicamente aparte. La acción militar se considera que en según qué circunstancias crea las condiciones para la negociación, si bien en cuanto estas se inician se ven como algo impulsado por su propia lógica interna. Esto explica que, al principio de las negociaciones, Estados Unidos redujera las intervenciones militares en Corea y aceptara detener el bombardeo en Vietnam, sustituyendo en cada caso garantías por presión y reduciendo los incentivos materiales en pro de los intangibles. La diplomacia estadounidense suele inclinarse por lo específico frente a lo general, lo práctico respecto a lo abstracto. Se le pide «flexibilidad; se siente obligada a acabar con los bloqueos con nuevas propuestas, y de forma no deliberada lleva a nuevos estancamientos que han de suscitar nuevas propuestas. A menudo determinados adversarios utilizan estas tácticas en aras de una estrategia de dilación.

En el caso de las conversaciones de Varsovia, las posiciones de Estados Unidos surtieron el efecto opuesto. China volvió a las conversaciones de Varsovia porque Mao había tomado la decisión estratégica de seguir las recomendaciones de los cuatro mariscales para conseguir un diálogo al más alto nivel con Estados Unidos. En cambio, los diplomáticos estadounidenses (a diferencia de su presidente) no previeron —ni siquiera imaginaron— un avance como este; mejor dicho, definieron el avance como el hecho de insuflar vida a un proceso que habían ido alimentando durante 134 reuniones hasta la fecha. En el proceso habían creado una planificación que reflejaba las cuestiones pragmáticas que se habían ido acumulando entre ambos países: acuerdos sobre reivindicaciones económicas pendientes entre ambos bandos, presos en cárceles de uno y otro, comercio; control armamentístico, intercambios culturales. La idea de los negociadores sobre un avance se centraba en la disponibilidad de China de seguir esta agenda.

En las dos reuniones de las reanudadas negociaciones de Varsovia, celebradas el 20 de febrero y el 20 de marzo de 1970, imperó el diálogo de sordos. Como asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, insté al equipo negociador a repetir lo que nuestros enviados habían intentado comunicar a los diplomáticos chinos en su huida en el desfile de modelos: «Estados Unidos estaría preparado para considerar el envío de un representante a Pekín para hablar directamente con sus autoridades o a recibir en Washington a un representante de su gobierno».

Los negociadores chinos repitieron de manera formal la postura habitual sobre Taiwan, aunque con más suavidad. Sin embargo, camuflado en la respuesta formularia sobre Taiwan había un avance insólito: China estaba dispuesta a considerar las conversaciones fuera de los canales de Varsovia en el ámbito de los embajadores o a través de otros canales «para reducir tensiones entre China y Estados Unidos y esencialmente mejorar las relaciones».36 No supeditó las conversaciones al acuerdo sobre la cuestión de Taiwan.

Los negociadores estadounidenses intentaron evitar este planteamiento más amplio. En la primera ocasión en que se planteó, no dieron respuesta alguna. Posteriormente establecieron puntos específicos para desviar la propuesta china de una revisión global de las relaciones y conseguir una oportunidad de abordar la agenda de Estados Unidos desarrollada durante veinte años de conversaciones inconexas.37

Nixon estaba tan impaciente con el planteamiento como debía de estar Mao. «Matarán a la criatura antes de que nazca», dijo Nixon cuando se vio ante un plan propuesto por el equipo negociador. Pero se mostraba reacio a dar el visto bueno al diálogo geopolítico por miedo a que el sistema de información creara controversia y la necesidad de dar un sinfín de garantías antes de que estuviera clara la actitud china. La postura de Mao era más ambigua. Por una parte, quería examinar el acercamiento con Estados Unidos, pero los intercambios tenían lugar a principios de la década de 1970, cuando la administración de Nixon se enfrentaba a manifestaciones masivas contra la decisión de enviar fuerzas a Camboya a desbaratar las bases de aprovisionamiento que apoyaban las ofensivas de Hanoi en Vietnam del Sur. Para Mao, la cuestión era si las manifestaciones señalaban el principio de una auténtica revolución mundial, tan esperada por los marxistas y que tantas decepciones les había producido. Si China se acercaba a Estados Unidos, ¿lo haría precisamente en el momento en que se estaba llevando a cabo la revolución mundial? Todas estas perspectivas ocupaban una parte importante de la planificación de Mao en la década de 1970.38 Puso como excusa la incursión militar estadounidense en Camboya para anular las siguientes conversaciones de Varsovia, programadas para el 20 de mayo de 1970. Nunca más se reanudaron.

Nixon buscaba un foro con menos limitaciones burocráticas y más bajo su directo control. Mao pretendía llegar a los más altos niveles del gobierno de Estados Unidos cada vez que tomaba una decisión firme. Ambos tenían que avanzar con cuidado si no querían que una divulgación prematura desencadenara un ataque soviético o que un rechazo del otro bando frustrara la iniciativa. Cuando fracasaron las conversaciones de Varsovia, el nivel operativo del gobierno estadounidense pareció aliviado al quitarse de encima los problemas y el peligro interior que entrañaba una negociación con Pekín. Durante el año en que Nixon y Mao buscaron dónde establecer un diálogo de alto nivel, los estamentos inferiores de la diplomacia estadounidense en ningún momento plantearon en la Casa Blanca la cuestión de lo sucedido en las conversaciones de Varsovia, ni sugirieron que se volvieran a convocar.

Durante casi un año después de la cancelación de la reunión propuesta para el 20 de mayo, el dirigente estadounidense y el chino se pusieron de acuerdo en el objetivo, pero se encontraron ante el problema de veinte años de aislamiento, y ya no se trataba tan solo de diferencias culturales entre los planteamientos de negociación de un país y otro. En realidad, el enfoque de Nixon difería más del de sus propios diplomáticos que del de Mao. Él y yo queríamos investigar la situación estratégica fruto de la relación triangular entre la Unión Soviética, China y Estados Unidos. Buscábamos una ocasión para iniciar un diálogo geopolítico más que para eliminar obstáculos.

Mientras las dos partes iban dando rodeos, la elección de los intermediarios decía mucho de cómo veían la tarea que llevaban entre manos. Nixon aprovechó la ocasión de un viaje alrededor del mundo en julio de 1970 para comentar a sus anfitriones de Pakistán y Rumanía que esperaba tener un intercambio al más alto nivel con los dirigentes chinos y que podían comunicar sus deseos a Pekín. Yo mismo, como asesor de Seguridad Nacional, mencioné este extremo a Jean Sainteny, ex embajador francés en Hanoi, amigo de muchos años, que se relacionaba con Huang Zhen, embajador chino en París. Es decir, la Casa Blanca escogió a un amigo de China no alineado (Pakistán), a un miembro del Pacto de Varsovia conocido por sus ansias de independencia de Moscú (Rumanía) y a un miembro de la OTAN que destacaba por su compromiso respecto a la independencia estratégica (Francia, suponiendo que Sainteny transmitiera nuestro mensaje al gobierno francés). Pekín nos hizo llegar alguna indirecta a través de su embajada en Oslo, Noruega (país aliado de la OTAN), y, curiosamente, de Kabul, Afganistán (quizá partiendo de la idea de que era un lugar tan insólito que nos llamaría la atención). Pasamos por alto Oslo, pues nuestra embajada en esta ciudad no contaba con el apoyo necesario de personal; Kabul, evidentemente, era un lugar aún más remoto. Además, no queríamos volver a encauzar el diálogo a través de las embajadas.

China no tuvo en cuenta el acercamiento directo a través de París, pero al cabo de un tiempo respondió a las aproximaciones de Rumanía y de Pakistán. No obstante, Mao se puso en contacto con nosotros, pero de una forma tan sutil e indirecta que ni nos percatamos de ello. En octubre de 1970, Mao concedió otra entrevista a Edgar Snow, a quien la administración de Nixon consideraba simpatizante del dirigente comunista. Para demostrar la importancia que concedía a la ocasión, el 8 de octubre de 1970 Mao hizo colocar a Snow a su lado en la tarima desde la que veía el desfile de celebración de la victoria comunista en la guerra civil. La mera presencia de un estadounidense junto al presidente simbolizaba —o pretendía simbolizar para el pueblo chino— que no solo el contacto con Estados Unidos tenía cabida en la política china, sino que era una destacada prioridad.

La entrevista se realizó de manera compleja. Se entregó a Snow la transcripción de esta con la condición de que utilizara únicamente citas indirectas. Se le dijo también que tenía que esperar tres meses para publicarla. Es probable que los chinos pensaran que Snow sometería el texto a la aprobación del gobierno de Estados Unidos y que luego el resumen publicado daría más fuerza a un proceso que ya estaba en marcha.

Aquello no funcionó, por la misma razón por la que la entrevista de 1965 no tuvo ninguna influencia en el gobierno estadounidense. Hacía mucho tiempo que Snow era amigo de la República Popular de China; aquello lo descartaba del círculo de la política exterior de Estados Unidos, pues se le consideraba propagandista de Pekín. Ninguna transcripción de su entrevista llegó nunca a las más altas instancias del gobierno, y mucho menos a la Casa Blanca, y cuando meses después salió a la luz el artículo, ya le habían tomado la delantera otras comunicaciones.

Fue una lástima que no llegara a nosotros la transcripción, pues el presidente había hecho unas declaraciones revolucionarias. Durante casi diez años, China se había mantenido aislada del mundo. Mao anunciaba entonces que pronto invitaría a visitar China a estadounidenses de todas las tendencias políticas. Nixon sería bienvenido «como turista o como presidente», puesto que el dirigente comunista había llegado a la conclusión de que «los problemas entre China y Estados Unidos tendrían que resolverse con Nixon», ya que en dos años se celebrarían las elecciones presidenciales.39

Mao había pasado de denigrar a Estados Unidos a invitar a su presidente al diálogo. Además, añadió un comentario sorprendente sobre la situación interna en China, que daba a entender que dicho diálogo tendría lugar en una nueva China.

Mao dijo a Snow que daba por finalizada la Revolución Cultural. Lo que había pretendido que fuera una renovación moral e intelectual, según dijo, se había convertido en coacción. «Cuando los extranjeros informaron de que en China reinaba el caos, no mentían. Era cierto. La lucha [entre chinos] seguía [...] primero con espadas, luego con fusiles y más tarde con morteros.»40 Mao, contó Snow, lamentaba el culto a la personalidad que se había creado alrededor de su persona: «Es difícil para el pueblo —decía el presidente— superar las costumbres de tres mil años de tradición de venerar al emperador». El tratamiento que se le daba de «Gran Timonel [...] tarde o temprano se eliminaría». El único que quería mantener era el de «maestro».41

Aquellas eran unas declaraciones insólitas. Después de haber sacudido el país con agitaciones que habían llegado hasta la destrucción del Partido Comunista, con lo que el único elemento de cohesión que quedaba era el culto a la personalidad, Mao daba por acabada la Revolución Cultural. Una iniciativa pensada para que el presidente pudiera gobernar sin inhibiciones doctrinales o burocráticas. Se había sustentado en unas estructuras desarticuladas y con lo que entonces Mao explicaba como «malos tratos a los “cautivos” —miembros del Partido y otros apartados del poder y sometidos a reeducación».42

¿Dónde quedaba con todo esto la gobernanza china? ¿Acaso lo contaba así Mao a un periodista extranjero, con su característico estilo tortuoso y plagado de elipsis, en busca de su gran objetivo, abrir una nueva fase en las relaciones entre China, Estados Unidos y el resto del mundo, insinuando un cambio de rumbo? Como escribió Snow, Mao anunció: «Entre chinos y estadounidenses no hacen falta los prejuicios. Puede haber respeto e igualdad mutuos. Tengo grandes esperanzas en los pueblos de los dos países».43

Haciendo un paréntesis en la tradición de la política exterior de Estados Unidos, Nixon pidió la relajación de las tensiones sobre la base de unas consideraciones geopolíticas con el objetivo de que China volviera al sistema internacional. Pero para Mao, que estaba centrado en China, el punto principal no era tanto el sistema internacional como el futuro de China. De cara a su seguridad, estaba dispuesto a cambiar el centro de gravedad de la política china y conseguir un cambio en las alianzas, aunque no en nombre de una teoría de las relaciones internacionales, sino como una nueva vía para la sociedad china, en la que el país incluso pudiera aprender de Estados Unidos:

China tendría que aprender de la forma en que se desarrolló Estados Unidos, por medio de la descentralización y la distribución de la responsabilidad y la riqueza entre sus 50 estados. Un gobierno central no lo puede hacer todo. China debe depender de las iniciativas regionales y locales. No sería correcto [extendió los brazos] dejárselo todo a él [a Mao].44

En resumen, Mao reafirmó los principios clásicos del gobierno chino proyectados en los fundamentos confucianos de rectitud moral. Dedicó una parte de la entrevista a criticar duramente la costumbre de mentir, y no acusó de ello a los estadounidenses, sino a los miembros de la Guardia Roja, a los que se había retirado hacía poco el poder. «Si una persona no dice la verdad —concluyó Mao—, ¿cómo puede ganarse la confianza de los demás? ¿Quién va a confiar en ella?»45 Snow dejó constancia de ello. El ideólogo radical e intimidatorio de ayer aparecía ahora disfrazado de sabio confuciano. La frase con la que concluía parecía expresar un sentimiento de resignación hacia las nuevas circunstancias, si bien no carecía, como siempre, de un doble sentido intencionado: «Él era —dijo— tan solo un monje solitario que circulaba por el mundo con un paraguas agujereado».46

En la última frase había más burla de la habitual, pues se presentaba al creador del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural en su retorno a su vocación filosófica original como un maestro solitario. Como destacaron algunos comentaristas chinos posteriormente, la cita en el texto inglés de Snow no era más que la primera frase de un conocido dístico chino.47 El dístico completo no es tanto una cuestión de burla como de mal presagio. Su segunda línea, que no se pronunció, o al menos no se tradujo, era: wu fa wu tian. Los caracteres escritos significan «sin pelo, sin cielo», es decir, el monje es calvo y, por el hecho de llevar un paraguas, no ve el cielo. De todas formas, en el lenguaje tonal chino, se trata de un juego de palabras. Si se pronuncia con una ligera diferencia, la frase adquiere un nuevo significado, «sin ley, sin cielo», o de una forma no tan literaria, «el desafío de las leyes humanas y divinas», «ni temor de Dios ni respeto a la ley», «pisar la ley sin inmutarse».48

En otras palabras, el aldabonazo de Mao iba incluso más lejos y era más sutil de lo que parecía a primera vista. Mao se situó en el papel de sabio clásico errante y al mismo tiempo como representante de la ley. ¿Acaso jugaba con su entrevistador de habla inglesa? ¿Tal vez Snow entendería el juego de palabras, algo que, para un occidental, es de lo más confuso? (A veces Mao esperaba demasiado de la sutileza de Occidente, y en ocasiones los occidentales exageraban la suya.) Teniendo en cuenta el contexto, es probable que el juego de palabras se dirigiera a su pueblo, y en especial a los dirigentes que pudieran oponerse al acercamiento a Estados Unidos, país tan odiado hasta entonces, una oposición que con el tiempo culminó en la crisis —y en el supuesto golpe de Estado— de Lin Biao poco después de la apertura de Estados Unidos hacia China. En efecto, Mao anunciaba que estaba a punto de poner de nuevo el mundo patas arriba. En aquella misión no iba a seguir «leyes humanas o divinas», ni siquiera las leyes de su propia ideología. Avisó a los escépticos de que dejaran expedito el camino.

Sin duda, el texto de Mao circuló entre las altas instancias de Pekín, aunque Washington lo ignorara. Se había pedido a Snow que retrasara su publicación para que China pudiera presentar una iniciativa oficial. Mao decidió cortar con todo el ritual de las comunicaciones contando con terceros y se dirigió directamente a la administración estadounidense al más alto nivel. El 8 de diciembre de 1970, Zhou Enlai mandó un mensaje a mi despacho de la Casa Blanca. Como rememoración de unas prácticas diplomáticas de siglos anteriores, el embajador paquistaní había traído el recado desde Islamabad, donde se había entregado en forma de comunicación manuscrita. En la misiva de Pekín se hacía mención de los mensajes recibidos a través de intermediarios. Se citaba un comentario hecho por Nixon al presidente Agha Muhammad Yahya Khan de Pakistán, cuando este se puso en contacto con la Casa Blanca unas semanas antes, con el objetivo de que Estados Unidos, en sus negociaciones con la Unión Soviética, no participara en un «bloque contra China» y estuviera dispuesto a mandar a un emisario a un lugar conveniente para ambos a fin de organizar unos contactos de alto nivel con China.49

Zhou Enlai respondió, lo que no había hecho en anteriores mensajes, porque, según dijo, era la primera vez que un mensaje «venía de un jefe, pasaba a través de un jefe y llegaba a un jefe».50

Haciendo hincapié en que la respuesta contaba con la aprobación de Mao y Lin Biao, a quien Mao había designado heredero suyo, Zhou invitó a Pekín a un emisario especial para hablar sobre «el desalojo [sic] de los territorios chinos denominados Taiwan, ocupados durante los últimos quince años por tropas extranjeras de Estados Unidos».51

Era un documento astuto. En realidad, ¿de qué quería hablar Zhou Enlai? ¿De la reversión de Taiwan a China o de la presencia de soldados estadounidenses en la isla? No se hacía referencia al tratado de ayuda mutua. Independientemente de su significado, era la exposición más suave sobre la cuestión de Taiwan que se había recibido en Pekín en veinte años. ¿Atañía tan solo a las fuerzas estadounidenses destinadas a Taiwan, en su mayoría de apoyo a Vietnam? ¿O quizá implicaba una petición más amplia? En cualquier caso, el hecho de invitar al representante de los vapuleados «capitalistas monopolistas»52 a Pekín tenía que reflejar algo más profundo que el deseo de hablar de Taiwan, tema para el cual se había creado ya un foro; lo más probable era que implicara la seguridad de China.

La Casa Blanca optó por dejar la respuesta abierta a unos contactos directos. En nuestra respuesta aceptamos el principio de un emisario, si bien definimos su misión como «la amplia gama de cuestiones entre la República de China y Estados Unidos», es decir, el emisario estadounidense no aceptaría limitar la planificación al tema de Taiwan.53

Con la previsión de la posibilidad de que la vía paquistaní no trabajara con la máxima eficiencia, Zhou Enlai envió un mensaje paralelo a través de Rumanía, que, por alguna razón jamás explicada, llegó en enero, un mes después del de Pakistán. Este también, tal como se nos dijo, había sido «revisado por el presidente Mao y por Lin Biao».54 Hablaba de Taiwan como una cuestión pendiente entre China y Estados Unidos e incluía un elemento completamente nuevo: dado que el presidente Nixon había visitado ya Belgrado y Bucarest —capitales de países comunistas—, también sería bien recibido en Pekín. Teniendo en cuenta los enfrentamientos militares de los últimos quince años, era significativo que Taiwan figurara como la única cuestión entre China y Estados Unidos; dicho de otra forma, quedaba claro que Vietnam no era un obstáculo para la reconciliación.

Respondimos a través de la vía rumana, aceptando el principio de un emisario, pero ignorando la invitación hecha al presidente. En aquel primer estadio de contactos, la aceptación de la visita presidencial era problemática, por no decir arriesgada. Les transmitimos nuestra propuesta de planificación redactada de forma que no se prestara a confusión, siguiendo los términos del mensaje mandado vía Pakistán, que daba a entender que Estados Unidos estaba dispuesto a hablar de todas las cuestiones que afectaran a ambos países, incluyendo la de Taiwan.

Zhou Enlai había visto a Yahya en octubre y al viceprimer ministro rumano en noviembre. Mao había recibido a Snow a principios de octubre. Todos los mensajes se pasaron con unas semanas de diferencia, lo que demostraba que la diplomacia había superado la fase táctica y se estaba organizando ya para un importante desenlace.

Pero para sorpresa de todos nosotros —y también para nuestra desazón— no hubo respuesta hasta pasados tres meses. Probablemente fue a causa de la ofensiva sudvietnamita, apoyada por las fuerzas aéreas de Estados Unidos, en la Ruta Ho Chi Minh a través del sur de Laos, la principal vía de abastecimiento que tenían las fuerzas norvietnamitas en el sur. Al parecer, Mao también tenía sus dudas sobre la perspectiva de una revolución en Estados Unidos a partir de las manifestaciones contra la guerra de Vietnam.55 Tal vez fuera porque Pekín se inclina siempre por seguir un ritmo que deje patente su distancia respecto a las meras consideraciones tácticas y reprime cualquier demostración de afán por su parte y mucho más las de debilidad. Lo más probable es que Mao necesitara tiempo para organizar a su pueblo.

Hasta principios de abril no tuvimos noticias de China. No escogió ninguna de las vías que habíamos establecido nosotros, sino un método propio, que sacó a la luz el deseo de este país de conseguir una mejor relación con Estados Unidos y dependía mucho menos de las iniciativas planteadas por el gobierno estadounidense.

He aquí los antecedentes del episodio que se ha dado en llamar diplomacia del ping-pong. Un equipo de ping-pong participó en un campeonato internacional en Japón, la primera vez que un equipo chino competía fuera del país desde el inicio de la Revolución Cultural. En los últimos años se había comentado que el encuentro pendiente entre los equipos chinos y estadounidenses había suscitado un gran debate interno entre los dirigentes chinos. El ministro de Asuntos Exteriores de China recomendó en un principio no participar en el campeonato, o al menos mantenerse apartados del equipo estadounidense. Zhou remitió el asunto a la consideración de Mao, quien reflexionó sobre él durante dos días. Una noche, a altas horas, después de una de sus periódicos episodios de insomnio, Mao «cayó como un saco sobre la mesa» presa de un sopor inducido por los somníferos. De pronto llamó a la enfermera para decirle que telefoneara al ministro de Asuntos Exteriores, «y le ordenó que invitara al equipo de Estados Unidos a visitar China». La enfermera le preguntó: «¿Debemos hacer caso de sus palabras después de haberse tomado los somníferos?». Mao respondió: «En efecto, de todas y cada una de ellas. ¡Hágalo ahora mismo o será demasiado tarde!».56

Contando con la orden de Mao, los deportistas chinos aprovecharon la ocasión para invitar al equipo estadounidense a visitar China. El 14 de abril de 1971, los perplejos jóvenes estadounidenses se encontraron en el Gran Salón del Pueblo en presencia de Zhou Enlai, un honor que ni siquiera habían alcanzado la gran mayoría de los embajadores extranjeros instalados en Pekín.

«Habéis abierto un nuevo capítulo en las relaciones entre el pueblo estadounidense y el chino —afirmó el primer ministro chino—. Confío en que el principio de nuestra amistad tendrá el apoyo de la mayoría en nuestros pueblos.» Los atletas, asombrados por el papel que se les asignaba entre la diplomacia de alto nivel, no respondieron y tuvo que ser Zhou Enlai quien concluyera con una frase que más tarde descubrimos que era característica de él: «¿No os parece?», lo que desató un gran aplauso.57

Como era habitual en la diplomacia china, Mao y Zhou trabajaban en distintos niveles. En uno de ellos, la diplomacia del ping-pong fue la respuesta a los mensajes estadounidenses de enero. Comprometió públicamente a China a optar por una vía hasta entonces reservada a los conductos diplomáticos más secretos. En este sentido fue reconfortante. De todas formas, constituyó también un aviso sobre el camino que podía seguir China en caso de fracasar las comunicaciones secretas. Pekín podía lanzar entonces una campaña pública —lo que hoy se llamaría «diplomacia entre personas»—, parecida a lo que hacía Hanoi al ejercer presión por lograr sus objetivos en Vietnam y hacer un llamamiento al movimiento de protesta que iba en aumento en la sociedad estadounidense sobre la base de otra «oportunidad perdida para la paz».

Zhou demostró pronto que la vía diplomática seguía siendo su opción preferida. El 29 de abril, el embajador paquistaní entregó otro mensaje manuscrito de Pekín con fecha de 21 de abril. Explicaba el largo silencio por medio de «la situación del momento».58 Sin explicar si se refería a las condiciones internas o internacionales, si bien reiteraba la voluntad de recibir a un enviado especial. Zhou fue específico sobre el emisario que Pekín tenía en mente, y me citó a mí o al secretario de Estado, William Rogers, o «incluso al propio presidente de Estados Unidos».59 Como condición para la reanudación de las relaciones, Zhou citó tan solo la retirada de las fuerzas armadas estadounidenses de Taiwan y del estrecho de Taiwan —con mucho, la cuestión menos polémica— y no habló de la reversión de Taiwan.

En aquel punto, el secretismo con el que se había llevado a cabo la diplomacia estuvo a punto de llevar la empresa al fracaso, como habría ocurrido en cualquier otro período de contactos con Pekín. Nixon había decidido que la vía hacia Pekín debía limitarse a la Casa Blanca. Ningún otro organismo tuvo noticias de las dos comunicaciones de Zhou Enlai que habían llegado en los meses de diciembre y enero. Así, en una información pública de 28 de abril, un portavoz del Departamento de Estado hablaba de la postura estadounidense sobre la soberanía de Taiwan como «una cuestión pendiente, sujeta a resolución internacional». Cuando el secretario de Estado, que había acudido a una reunión diplomática en Londres, apareció al día siguiente en televisión, comentó la entrevista de Snow y descartó la invitación de Nixon como algo «informal» y nada «serio». Describió la política exterior china tachándola de «expansionista» y «bastante paranoica». Solo sería posible avanzar en las negociaciones —y en un posible viaje de Nixon a China— si este país decidía entrar en la comunidad internacional de alguna forma aún no especificada y acataba «las estipulaciones de la legislación internacional».60

El hecho de que se avanzó en la reanudación del diálogo nos da una idea de la magnitud de los imperativos estratégicos de China. El portavoz gubernamental calificó de «trampa» y de «intervención descarada en los asuntos chinos» la referencia a Taiwan como cuestión pendiente. Sin embargo, acompañó a la invectiva la reafirmación de que la visita del equipo de ping-pong constituía un nuevo paso en el camino de la amistad entre los pueblos chino y estadounidense.

El 10 de mayo aceptamos la invitación de Zhou a Nixon, aunque insistiendo de nuevo en la necesidad de una agenda más amplia. En nuestra comunicación estipulábamos: «En esta reunión, cada parte tendrá libertad para plantear la cuestión que más le preocupe».61 A fin de preparar la cumbre, el presidente me propuso que, como asesor de Seguridad Nacional, le representara a él en una reunión secreta preliminar con Zhou. Sugerimos una fecha específica. La razón para ella no tenía nada que ver con la política en mayúsculas. Entre finales de primavera y principios de verano, el gobierno y la Casa Blanca habían planeado una serie de desplazamientos y aquel era el primer día en el que quedaba libre un avión adecuado.

El 2 de junio recibimos la respuesta china. Zhou nos informaba de que había comunicado a Mao que Nixon había aceptado «encantado» la invitación china.62Y que iban a recibirme en Pekín para las conversaciones preliminares en la fecha propuesta. No dimos importancia al hecho de que en la comunicación no se citara ya a Lin Biao.

En un año, la diplomacia chino-estadounidense había pasado del conflicto irreconciliable a una visita a Pekín de un emisario del presidente para preparar la visita de este. Y todo esto eludiendo la retórica de veinte años y concentrándonos en el objetivo estratégico fundamental del diálogo geopolítico que iba a llevar a una reestructuración del orden internacional de la guerra fría. Si Nixon hubiera seguido el consejo de sus asesores, habría utilizado la invitación china para volver a la planificación tradicional y acelerar su estudio como condición previa para unas conversaciones a un nivel más alto. Aparte de que esto se hubiera considerado como un rechazo, el proceso de activación del contacto chino-estadounidense probablemente habría quedado desbordado por las presiones internacionales en ambos países. Nixon no contribuyó tanto al creciente entendimiento entre China y Estados Unidos porque comprendió su conveniencia como porque supo proporcionarle una base conceptual con la que pudo sintonizar la opinión china. Para Nixon, la apertura hacia este país comunista formaba parte de un plan estratégico global y no de una lista de discordias mutuas.

Los dirigentes chinos buscaron un planteamiento paralelo. Para ellos no tenía ningún sentido lo de volver al orden internacional existente, aunque solo fuera porque no creían que el sistema internacional existente, en el que no habían contribuido, tuviera alguna validez para ellos. Nunca habían considerado que su seguridad radicara en la ordenación legal de una comunidad de estados soberanos. Los estadounidenses hasta el día de hoy suelen considerar la apertura hacia China como la reanudación de una amistad que se encontraba encallada. Los dirigentes chinos, en cambio, estaban familiarizados con el shi: el arte de comprender la materia en estado de cambio.

Cuando Zhou escribió sobre el restablecimiento de la amistad entre los pueblos chino y estadounidense, describió la actitud necesaria para fomentar un nuevo equilibrio internacional y no un estado definitivo de relación entre pueblos. En los escritos chinos es muy difícil encontrar los sagrados términos del vocabulario estadounidense del orden legal internacional. Más bien lo que se buscaba era un mundo en el que China encontrara la seguridad y el progreso a través de una especie de coexistencia combativa en la que la disposición para la lucha ocupara el mismo lugar de honor que la idea de la coexistencia. Fue en este mundo en el que entró Estados Unidos en su primera misión diplomática en la China comunista.

9

La reanudación de las relaciones

Primeros contactos con Mao y Zhou

El acontecimiento más espectacular de la presidencia de Nixon se produjo en la sombra. El presidente había decidido que, para que la misión de Pekín triunfara, tenía que llevarse a cabo en secreto. Una gestión pública de los contactos habría puesto en marcha en el gobierno de Estados Unidos un complicado plan interno de autorización e insistentes peticiones de consulta de todo el mundo, incluyendo Taiwan (reconocido, a la sazón, como gobierno de China). Aquello nos habría hipotecado las perspectivas con Pekín, cuya actitud pretendíamos descubrir. La transparencia es un objetivo básico, pero las oportunidades históricas para la creación de un orden internacional pacífico tienen también sus imperativos.

Así pues, mi equipo partió hacia Pekín, vía Saigón, Bangkok, Nueva Delhi y Rawalpindi, en un viaje que se anunció como misión investigadora en nombre del presidente. El grupo estaba formado por unos cuantos funcionarios estadounidenses, además del núcleo constituido por mis asesores, Winston Lord, John Holdridge y los agentes del Servicio Secreto Jack Ready y Gary McLeod. El impresionante objetivo exigía una serie de fatigosas paradas en cada una de las ciudades, planificadas de forma que dieran una impresión de tanta normalidad que los medios de comunicación dejaran de seguir nuestros movimientos. En Rawalpindi desaparecimos durante cuarenta y ocho horas, aduciendo la necesidad de un descanso (yo mismo fingí no encontrarme bien), en un lugar del Himalaya. En Washington, solo el presidente y el coronel Alexander Haig (ascendido posteriormente a general), mi principal asesor, conocían nuestro destino.

Cuando la delegación estadounidense llegó a Pekín el 9 de julio de 1971, el equipo conocía ya la sutileza de la comunicación de los chinos, pero no sabía cómo llevaba Pekín las negociaciones, y mucho menos de qué forma recibía a las visitas. La experiencia de Estados Unidos con la diplomacia comunista se basaba en los contactos con los dirigentes soviéticos, sobre todo con Andréi Gromiko, que solía convertir la diplomacia en una prueba de disposición burocrática; era impecablemente correcto en la negociación, pero también implacable en lo básico, incluso a veces uno tenía la impresión de que forzaba hasta el límite su autodisciplina.

La tensión no apareció en ninguna parte en la acogida de los chinos a los secretos visitantes, ni tampoco durante el diálogo que siguió. En todas las maniobres preliminares nos habíamos sentido a veces desconcertados por las irregulares interrupciones entre mensajes, que achacábamos a algo relacionado con la Revolución Cultural. Desde nuestra llegada, sin embargo, nada pareció alterar la serena tranquilidad de nuestros anfitriones, que se comportaban como si dar la bienvenida al emisario especial del presidente de Estados Unidos por primera vez en la historia de la República Popular de China fuera lo más natural del mundo.

En efecto, nos encontramos ante un estilo de diplomacia más parecido al de la diplomacia tradicional china que al de las puntillosas formas a las que nos habíamos acostumbrado en nuestras negociaciones con otros estados comunistas. Históricamente, los estadistas chinos habían destacado como anfitriones, en el ceremonial y en el cultivo de las relaciones personales como medios en el arte de gobernar. Era una diplomacia que se ajustaba al reto tradicional chino de seguridad: la conservación de una civilización sedentaria y agrícola rodeada por una serie de pueblos que, de unirse, habrían conseguido una capacidad militar posiblemente superior. China había sobrevivido, y normalmente se había impuesto, con el dominio del arte de fomentar una calibrada combinación de recompensas y castigos, así como una imponente función cultural. En un contexto así, la hospitalidad suele convertirse en un aspecto de la estrategia.

En nuestro caso, las atenciones no empezaron cuando nuestra delegación llegó a Pekín, sino de camino hacia Islamabad. Para nuestra sorpresa, habían mandado a Pakistán a un grupo de diplomáticos chinos de habla inglesa para que nos acompañaran en el viaje y aliviaran cualquier tensión que pudiéramos experimentar durante un vuelo de cinco horas hacia un destino desconocido. El citado grupo había subido al avión antes que nosotros, para gran sorpresa de nuestro personal de seguridad, acostumbrado a ver como enemigos a quienes llevaban el uniforme de Mao. Durante el viaje, el equipo pudo poner a prueba una parte de su investigación y recoger datos para el presidente sobre las características personales de quienes les visitaban.

Zhou había seleccionado el equipo dos años antes, cuando se planteó por primera vez la apertura hacia Estados Unidos después del informe de los cuatro mariscales. Estaba formado por tres miembros del Ministerio de Asuntos Exteriores, uno de los cuales, Tang Longbin, posteriormente formaría parte del equipo del protocolo en la visita de Nixon; en él figuraba también Zhang Wenjin, ex embajador y especialista en lo que en China se denominaban «Asuntos de Europa occidental, América y Oceanía», y, como pudimos comprobar, extraordinario lingüista. Los dos miembros más jóvenes de la delegación representaban a Mao y establecían la comunicación directa con él. Eran Wang Hairong, su sobrina nieta, y Nancy Tang, una intérprete extraordinariamente competente nacida en Brooklyn, cuya familia se había trasladado a China para colaborar con la revolución y que ejercía al mismo tiempo una función de asesoramiento político. Todo esto lo supimos más tarde, como también nos enteramos de que en un primer acercamiento los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores habían reaccionado igual que los mariscales. Necesitaban la confirmación personal de Zhou de que la misión constituía una directriz de Mao y no una prueba sobre su lealtad a la revolución.

Nos recibió el mariscal Ye Jianying, vicepresidente de la Comisión Militar —uno de los cuatro mariscales enviados por Mao a analizar las opciones estratégicas de China—, en el aeropuerto de Pekín, donde aterrizamos a las doce del mediodía, un símbolo de apoyo del Ejército Popular de Liberación a la nueva diplomacia chino-estadounidense. El mariscal me llevó en una larga limusina fabricada en China, que tenía las cortinas corridas, hasta Diaoyutai, el pabellón de huéspedes estatal, situado en un parque vallado que se encontraba en la parte occidental de la ciudad, un complejo que en el pasado se había utilizado como lago de pesca imperial. Ye sugirió que la delegación se tomara un descanso porque al cabo de cuatro horas acudiría al pabellón el primer ministro Zhou a darles la bienvenida y a iniciar la primera ronda de conversaciones.

El hecho de que se desplazara Zhou nos pareció un gesto de extraordinaria cortesía. El procedimiento diplomático que se seguía normalmente era el de recibir a la delegación visitante en un edificio público del país anfitrión, sobre todo cuando la diferencia de rango de quien encabeza una y otra delegación es tan marcada. (Comparado con Zhou, el primer ministro, mi cargo de asesor de Seguridad Nacional equivalía a la de un secretario adjunto de gabinete, tres peldaños por debajo.)

Pronto descubrimos que nuestros anfitriones chinos nos habían preparado un plan de lo más relajado, dando a entender que después de haber sobrevivido más de veinte años aislados no tenían ninguna prisa en llegar a un acuerdo de peso. Habían decidido que permaneciéramos en Pekín exactamente cuarenta y ocho horas. No podíamos alargar la estancia, pues nos esperaban en París para unas conversaciones sobre Vietnam; tampoco teníamos control alguno sobre los planes del avión presidencial de Pakistán que nos había llevado hasta Pekín.

Cuando vimos el programa nos percatamos de que, además de habernos organizado el descanso antes de la llegada de Zhou, también teníamos programada una visita de cuatro horas a la Ciudad Prohibida. Así pues, de las cuarenta y ocho horas asignadas, ocho estaban ya cubiertas. Luego supimos que Zhou se había reservado la noche siguiente para recibir a un miembro del Politburó norcoreano, unos planes que no podía alterar, aunque también cabe la posibilidad de que aquello fuera una tapadera con vistas al viaje secreto. Contando dieciséis horas de descanso nocturno, quedaban menos de veinticuatro horas para el primer diálogo entre dos países que se habían pasado veinte años en guerra, al borde de la guerra y sin contacto diplomático significativo.

En realidad se habían establecido tan solo dos sesiones de negociación: siete horas en el día de mi llegada, de las 16.30 a las 23.20, y seis horas al día siguiente, de las 12.00 a las 18.30. La primera reunión se llevó a cabo en el pabellón de huéspedes estatal y en ella Estados Unidos actuó como anfitrión, siguiendo lo que especificaba el protocolo chino. La segunda se celebró en el Gran Salón del Pueblo, donde nos recibió el gobierno chino.

Podría aducirse que la aparente despreocupación china respondía a una forma de presión psicológica. Por cierto, si hubiéramos abandonado el país sin haber conseguido progreso alguno, se habría planteado un problema importante para Nixon, quien no había comunicado la misión a ningún otro miembro del gabinete. Pero si no existía error en los cálculos de dos años de diplomacia china, la crisis que había llevado a Mao a la invitación podía dar un giro imprevisible si se producía un revés en una misión estadounidense en Pekín.

La confrontación no tenía lógica para ninguna de las partes; precisamente por ello estábamos en Pekín. Nixon estaba impaciente por establecer objetivos ambiciosos más allá de Vietnam. La decisión de Mao constituía un paso que podía llevar a los soviéticos a pensárselo dos veces antes de atacar militarmente a China. Ninguna de las partes se podía permitir el fracaso. Ambas sabían lo que había en juego.

En una curiosa simbiosis de análisis, chinos y estadounidenses decidieron invertir la mayor parte del tiempo en intentar investigar la idea que tenía el otro del orden internacional. Dado que el objetivo primordial de la visita era iniciar un proceso para decidir si podían reorientarse las políticas exteriores de los dos países, anteriormente enfrentadas, la discusión conceptual —en determinados momentos con un aspecto más de conversación entre dos profesores de relaciones internacionales que de diálogo diplomático operativo— en realidad era la forma más perfeccionada de la diplomacia práctica.

Llegó el primer ministro y el apretón de manos se convirtió en un gesto simbólico —al menos hasta que pudiera ir Nixon a China y repetirlo públicamente—, ya que el secretario de Estado, John Foster Dulles, se había negado a dar la mano a Zhou en la Conferencia de Ginebra en 1954, un desprecio que aún dolía, a pesar de las veces que China había reiterado que no le había afectado. Nos retiramos, pues, a una sala de conferencias del pabellón para huéspedes, donde nos sentamos frente a frente en una mesa cubierta con un mantel verde. Allí, la delegación estadounidense tuvo su primer contacto con el singular personaje que había trabajado junto a Mao durante casi medio siglo de revolución, guerra, agitación y maniobras diplomáticas.

ZHOU ENLAI

En los sesenta años que llevo de vida pública no he conocido a un personaje tan irresistible como Zhou Enlai. Bajito, elegante, con rostro expresivo y ojos luminosos, Zhou cautivaba por su excepcional inteligencia y por la capacidad de intuir los imponderables de la psicología de sus contrincantes. Cuando lo conocí llevaba casi veintidós años como primer ministro y cuarenta como persona de confianza de Mao. Se había convertido en indispensable como mediador decisivo entre el dirigente comunista y los que constituían el núcleo de la apretada agenda del presidente, el hombre que traducía sus amplias perspectivas en programas concretos. Al mismo tiempo, se había granjeado la gratitud de muchos chinos por su capacidad de moderar los excesos de estos puntos de vista, como mínimo siempre que el fervor de Mao podía dar cabida a la moderación.

La diferencia entre los dos líderes se reflejaba en sus personalidades. Mao dominaba en cualquier reunión; Zhou penetraba en lo más hondo de estas. La pasión de Mao lo llevaba a arrollar a la oposición; el cerebro de Zhou conseguía convencerla o ser más hábil que ella. Mao era sarcástico; Zhou, agudo. Mao se consideraba filósofo; Zhou adoptaba el papel de administrador o negociador. Mao estaba impaciente por acelerar la historia; Zhou se conformaba con aprovechar sus corrientes. Solía repetir lo de: «El timonel tiene que surcar las olas». Cuando estaban juntos, no se cuestionaba la jerarquía, y no solamente en el sentido formal, sino en el aspecto más profundo del comportamiento extraordinariamente deferente de Zhou.

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