China

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Henry Kissinger

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Posteriormente se criticó a Zhou por haberse dedicado a suavizar algunas de las prácticas de Mao en lugar de oponerse a ellas. Cuando la delegación estadounidense se reunió con Zhou, China acababa de vivir la experiencia de la Revolución Cultural, de la que él había sido —como cosmopolita y persona educada fuera, defensora del compromiso pragmático con Occidente— un blanco evidente. ¿La había posibilitado o frenado? Sin duda, entre los métodos de supervivencia política de Zhou, estaba el de brindar su destreza administrativa para la ejecución de unas políticas que personalmente incluso podía considerar desagradables; pero tal vez por eso se libró de las purgas que habían constituido el destino de la mayor parte de los dirigentes de su época durante la década de 1960 (hasta que empezó a recibir cada vez más ataques y finalmente fue destituido del cargo que ocupaba a finales de 1973).

El asesor del príncipe se encuentra de vez en cuando con el dilema de equilibrar las ventajas de la capacidad de modificar los acontecimientos con la posibilidad de verse excluido en caso de presentar ante un superior sus objeciones respecto a una política determinada. ¿Qué peso tiene la capacidad de modificar el comportamiento imperante del príncipe frente a la carga moral de participar en sus estrategias? ¿Cómo se mide el elemento del matiz a lo largo del tiempo ante las reivindicaciones de los absolutos en lo inmediato? ¿Qué equilibrio existe entre el impacto acumulativo de las tendencias moderadoras y un gran gesto (probablemente condenado)?

Deng Xiaoping llegó al fondo de estos dilemas en su posterior evaluación del papel de Zhou en la Revolución Cultural, de la que el propio Deng y su familia sufrieron las consecuencias: «Sin el primer ministro, la Revolución Cultural habría sido mucho peor. Y sin el primer ministro, la Revolución Cultural no se habría alargado tanto».¹ Como mínimo en el ámbito público, Deng resolvió estas cuestiones en nombre de Zhou. En una entrevista que concedió a la periodista italiana Oriana Fallaci en 1980, tras volver del exilio, Deng declaró:

El primer ministro Zhou ha sido un hombre que ha trabajado duro y sin proferir queja alguna durante toda su vida. Dedicó al trabajo doce horas diarias, y en ocasiones, dieciséis o más. Nos conocimos en los inicios, durante los años veinte, cuando estábamos en Francia en un programa de estudios sobre el trabajo. Siempre lo consideré como mi hermano mayor. Optamos por la vía revolucionaria casi al mismo tiempo. Era una persona muy respetada por sus camaradas y por todo el mundo. Afortunadamente, sobrevivió durante la «Revolución Cultural», cuando a nosotros nos quitaron de en medio. Él se encontró en una posición extremadamente complicada y dijo e hizo muchas cosas contra su voluntad. Pero la gente lo perdonó porque, de no haber dicho y hecho todo aquello, no habría sobrevivido y, por consiguiente, no habría ejercido el papel neutralizador que asumió, con el que redujo pérdidas. Fue un hombre que consiguió proteger a muchos.²

También existían opiniones contrarias; no todos los analistas coinciden en la valoración de las exigencias sobre la supervivencia política de Zhou.³

En mi trato con él constaté que su estilo sutil y sensible había ayudado a superar muchos escollos en una relación incipiente entre dos importantes países anteriormente enfrentados. El acercamiento chino-estadounidense empezó como un aspecto táctico de la guerra fría y fue evolucionando hasta convertirse en un punto central del desarrollo del nuevo orden mundial. Ninguno de nuestros países se hizo ilusiones de cambiar las convicciones básicas del otro. Justamente fue la falta de ellas lo que facilitó el diálogo. No obstante, articulamos los objetivos comunes que trascendieron a los períodos que nos mantuvimos en el cargo: una de las mayores recompensas que puede obtener un hombre de Estado.

Pero todo esto quedaba en un futuro lejano el día que Zhou y yo nos instalamos ante la mesa cubierta con el mantel verde a estudiar si era posible iniciar la reconciliación. Zhou me invitó, como huésped, a hacer la primera exposición. Había decidido no entrar en detalles sobre las cuestiones que dividían a nuestros países y concentrarme en la evolución de las relaciones chino-estadounidenses desde una perspectiva filosófica. Entre los comentarios iniciales incluí una frase algo versallesca: «Muchos han venido a estas bellas y, para nosotros, misteriosas tierras...». Fue entonces cuando Zhou me interrumpió: «Ya se dará cuenta de que no son misteriosas. Cuando se familiarice con ellas no le parecerán tan misteriosas».4

Desentrañar los misterios mutuos era una vía perfecta para definir el desafío, pero Zhou dio un paso más. En sus comentarios al primer enviado que llegaba de Estados Unidos en veinte años dijo que el restablecimiento de la amistad era uno de los principales objetivos de una relación incipiente, un punto que ya había puesto en claro en el primer contacto con el equipo de ping-pong estadounidense.

En mi segunda visita, tres meses después, Zhou saludó a la delegación como si la amistad fuera un hecho:

En realidad, no es más que el segundo encuentro y le digo ya lo que veo. Usted y [Winston] Lord están ya familiarizados con ello, pero no Matthews [Diane, mi secretaria] y nuestro nuevo amigo [refiriéndose al comandante Jon Howe, mi ayudante militar]. Tal vez pensaran que el Partido Comunista de China tenía tres cabezas y seis brazos. Pues, ¿quién se lo iba a decir? Soy como ustedes. Una persona con la que se puede hablar con lógica y franqueza.5

En febrero de 1973, Mao lo enfocó de la misma forma: Estados Unidos y China habían sido en otra época «dos enemigos», me dijo al recibirme en su estudio, pero añadió: «Ahora podemos decir que la relación entre ambos es de amistad».6

De todas formas, aquella era una percepción de la amistad obstinada y despojada de todo sentimiento. El dirigente del Partido Comunista de China seguía con una parte del planteamiento tradicional de la relación con los bárbaros. Según esta, se halaga al visitante al admitirlo al «club» de China como «buen amigo», postura que complica mucho más el desacuerdo y hace que la confrontación resulte más hiriente. Al aplicar la diplomacia del Reino Medio, los diplomáticos chinos se las componen para inducir a quienes tienen delante a manifestar su acuerdo con las preferencias de China, de modo que el consentimiento tenga el aspecto de concesión de un favor personal al interlocutor.

Asimismo, el énfasis sobre las relaciones personales va más allá de la táctica. La diplomacia china ha aprendido después de miles de años de experiencia que, en cuestiones internacionales, cada solución aparente en general constituye el camino hacia un conjunto de problemas relacionados con ella. De ahí que los diplomáticos chinos consideren que la continuidad en las relaciones es una tarea importante, quizá más que los documentos formales. En cambio, la diplomacia estadounidense tiende a segmentar las cuestiones en secciones independientes a las que hay que tratar siguiendo sus propios valores. En esta tarea, los diplomáticos de Estados Unidos valoran también unas buenas relaciones personales. La diferencia estriba en que los dirigentes chinos no vinculan tanto la «amistad» a las cualidades personales como a los lazos culturales, nacionales o históricos a largo plazo; los estadounidenses hacen hincapié en las cualidades individuales de sus homólogos. Las declaraciones de amistad de los chinos buscan que las relaciones a largo plazo duren por medio del cultivo de lo inmaterial; sus análogos estadounidenses intentan facilitar la actividad que se lleva a cabo poniendo el énfasis en el contacto social. Por otra parte, los líderes chinos están dispuestos a pagar un precio (si bien no ilimitado) por la reputación de apoyar a los amigos: por ejemplo, la invitación de Mao a Nixon poco después de su dimisión, cuando se le condenó al ostracismo.

Hicieron el mismo gesto cuando se retiró el primer ministro japonés, Kakuei Tanaka, tras un escándalo en 1974.

La conversación que tuve con Zhou en mi visita de octubre de 1971 ilustra a la perfección el énfasis de los chinos por lo inmaterial. Le presenté las propuestas del equipo que preparaba la visita presidencial con la garantía de que, al tener que tratar tantas cuestiones de peso, intentaríamos que los problemas técnicos no entorpecieran el proceso. Zhou respondió convirtiendo mi planteamiento operativo en un paradigma cultural: «De acuerdo. Confianza mutua y respeto mutuo. Estos dos puntos». Yo había puesto el acento en la funcionalidad; Zhou, en el contexto.

Una cuestión cultural a la que se remitían constantemente los dirigentes chinos era su perspectiva histórica: en efecto, la capacidad de considerar el tiempo de forma distinta a los occidentales. Lo que consigue un dirigente de este país se sitúa en un marco temporal que representa una fracción de la experiencia total de su sociedad mucho más reducida que la de cualquier otro líder mundial. La extensión y la importancia del pasado de China permite a sus dirigentes utilizar la cubierta de una historia prácticamente sin límites para suscitar cierta modestia en sus homólogos (a pesar de que, en la nueva versión, lo que se presenta como historia a veces se define como interpretación metafórica). Se consigue que el interlocutor extranjero tenga la sensación de encontrarse fuera de lo natural y de que su actuación está destinada a pasar a la historia como una anomalía de la que quedará constancia en la inmensa extensión de la historia china.

En las dos primeras entrevistas que tuvo con nosotros cuando llegamos a Pekín, Zhou hizo un arduo esfuerzo por presentar la historia de Estados Unidos más larga que la de China, en una especie de regalo de bienvenida. No obstante, en la frase siguiente, volvió a la perspectiva tradicional:

Somos dos países situados en los dos extremos del océano Pacífico: el vuestro, con una historia de doscientos años; el nuestro, con tan solo veintidós años, de cuando se fundó la nueva China. Por consiguiente, nuestro país es más joven. Por lo que se refiere a nuestra antigua cultura, todos los países poseen la suya: los indios de Estados Unidos y México, el Imperio inca en Sudamérica, más antiguo incluso que China. Es una lástima que no se hayan conservado sus escritos, que se hayan perdido. Respecto a la larga historia de China, contamos con algo muy positivo: la lengua escrita, con un patrimonio de 4.000 años basado en vestigios históricos. Es algo positivo para la unificación y el desarrollo de nuestro país.7

En definitiva, Zhou pretendía esbozar un nuevo planteamiento de las relaciones internacionales, reivindicando un carácter moral especial que había evolucionado bajo el confucianismo y en aquellos momentos se atribuía al comunismo:

El presidente Mao ha afirmado en más de una ocasión que de ninguna manera queremos convertirnos en una superpotencia. Nosotros luchamos para que todos los países, grandes o pequeños, sean iguales. No es tan solo una cuestión de igualdad para dos países. Evidentemente, es positivo para los dos nuestros negociar partiendo de la base de la igualdad para intercambiar ideas y buscar puntos en común, así como para poner sobre la mesa nuestras diferencias. Para conseguir de verdad aflojar las tensiones en la escena internacional en un período de tiempo relativamente prolongado debemos establecer relaciones entre nosotros sobre la base de la igualdad. Y esto no es fácil.8

Maquiavelo habría argumentado que el país que necesita garantías pero no está dispuesto a pedirlas tiene interés en luchar por una propuesta general que pueda aplicarse luego a casos específicos. Esta es una de las razones que explica por qué Zhou insistía en que, por más fuerte que llegara a ser su país, mantendría un planteamiento singular ante los asuntos internacionales, en el que se rechazara la idea tradicional de potencia:

Nosotros no nos consideramos una potencia. Si bien desarrollamos nuestra economía, en comparación con otros estamos atrasados. Por supuesto, su presidente comentó también que dentro de los próximos cinco, diez años, China experimentará un desarrollo rápido. Nosotros opinamos que no será tan pronto, aunque intentaremos apostarlo todo, apuntar hacia lo más alto y seguir con nuestra construcción socialista de una forma mejor, más rápida y económica.

La segunda parte de nuestra respuesta es que cuando hayamos desarrollado la economía tampoco nos consideraremos una superpotencia y no entraremos en la categoría de las superpotencias.9

La afirmación de que lo único que buscaba China era igualdad entre las naciones a buen seguro habría marcado un punto de partida desde una historia imperial en la que se describe el país como el Reino Medio. Por otra parte, era una forma de tranquilizar a Estados Unidos de que China no representaba una posible amenaza que pudiera exigir una fuerza compensatoria. El principio según el cual la práctica china se basaba en unas normas que iban más allá de la declaración de poder se remontaba a Confucio. La prueba de una nueva relación podía ser la compatibilidad de tales normas con las presiones de un período de agitación.

El reto subyacente en la visita secreta era el de crear suficiente confianza para convertir el primer encuentro en un proceso. Casi siempre, los intercambios diplomáticos de alto nivel empezaban por despejar los obstáculos de las cuestiones cotidianas. El aspecto insólito de la visita secreta procedía del hecho de que, al no haber existido contactos en veinte años, no existían problemas cotidianos que abordar, aparte de dos, que se consideraban insolubles a corto plazo: Taiwan y Vietnam. La cuestión era cómo dejarlos a un lado.

Eran dos temas anómalos. En 1971 —cuesta recordarlo—, Estados Unidos no reconocía a Pekín como capital de China. Estados Unidos y China no tenían diplomáticos en sus respectivas capitales, ni vía directa de comunicación entre ellos. El embajador estadounidense en China fue asignado a Taipei, y el embajador chino en Estados Unidos representaba a Taiwan. No había diplomáticos ni funcionarios estadounidenses asignados a Pekín. (Las denominadas oficinas de enlace no se establecieron hasta dieciocho meses más tarde.)

La segunda anomalía era la de la guerra de Vietnam. Parte de mi tarea consistía en conseguir que los chinos comprendieran una guerra que nuestro país libraba en la frontera del suyo y contra un aliado suyo. Zhou y yo éramos conscientes de que mi sola presencia en Pekín constituía un duro golpe para Hanoi, y aquello aumentaba las implicaciones de su aislamiento, si bien ni Zhou ni yo tocamos la cuestión en estos términos.10

El tema de Taiwan estaba profundamente arraigado en las actitudes internas de ambos países, definidas por medio de dos condiciones previas que hasta entonces habían obstaculizado el movimiento diplomático. Para Pekín, la aceptación por parte de Estados Unidos del «principio de una sola China» era imprescindible para cualquier avance. Estados Unidos imponía la condición previa de que China se comprometiera a una resolución pacífica del tema antes de que lo abordaran los estadounidenses.

Zhou cortó el nudo gordiano del plan en la primera entrevista. Durante los contactos de antes de la reunión ya había aceptado el principio que establecía que ambas partes tenían libertad para plantear cualquier tema, aunque no había abandonado la condición de que había que abordar y a ser posible liquidar la cuestión de Taiwan. En la conversación inicial, Zhou precisó que estaba dispuesto a seguir el orden que yo pudiera establecer, es decir, que no hacía falta tocar primero el tema de Taiwan, y mucho menos dejarlo resuelto. Aceptó asimismo la relación inversa, o sea que la solución de los temas relacionados con Taiwan dependieran de la de otras cuestiones, como, por ejemplo, Indochina:

KISSINGER: Quisiera preguntar al primer ministro qué propone para avanzar. Podemos plantearlo de dos formas: que cada uno exponga los problemas que le conciernen y reserve las respuestas para más tarde, o bien tratar las cuestiones de una en una. ¿Por cuál se inclina?

ZHOU: ¿Usted qué opina?

KISSINGER: No tengo una opinión clara. Una posible solución es la de que, ya que el primer ministro Zhou ha expuesto su punto de vista sobre Taiwan, nosotros expongamos el nuestro sobre Indochina. Luego puedo comunicarle mi reacción ante su exposición sobre Taiwan y él la suya sobre mi opinión respecto a Indochina. O bien abordar los temas uno por uno.

ZHOU: Como quiera, la decisión es suya. Puede hacer lo que prefiera: hablar primero de la cuestión de Taiwan o de Indochina, o tratar las dos al mismo tiempo, porque considere que están relacionadas.

KISSINGER: Creo que hasta cierto punto están relacionadas.¹¹

Llegado el momento, supeditamos la retirada de nuestras tropas en Taiwan al acuerdo sobre la guerra de Indochina.

La postura básica de Zhou, que expuso durante la larga conversación del primer día, era conocida; la habíamos oído en 136 reuniones de Varsovia. Estados Unidos tenía que «reconocer a la República Popular de China como único gobierno legítimo de China sin excepción alguna» y aceptar que Taiwan era «una parte inalienable de China».¹² «La lógica natural de la cuestión» establecía que Estados Unidos tenía que «retirar todas sus fuerzas armadas y desmantelar todas sus instalaciones militares de Taiwan y del estrecho de Taiwan en un plazo de tiempo limitado».¹³ Con el desarrollo de estos procesos, a la larga «no existiría»14 el tratado de defensa de Estados Unidos-República China, cuya legitimidad no reconocía Pekín.

En la época del viaje secreto a China no se establecía la diferencia entre Pekín y Taipei respecto a la naturaleza del Estado chino. Las dos partes suscribían el principio de una sola China; las autoridades taiwanesas prohibían la agitación por la independencia. Así pues, para Estados Unidos no era tanto cuestión de aceptar el principio de una sola China como de situar el reconocimiento de Pekín como capital de una China unida en un marco temporal compatible con las necesidades internas de su país. El viaje secreto inició el delicado proceso por el que Estados Unidos aceptó poco a poco la idea de una sola China, y este país se mostró extraordinariamente flexible en el calendario para su puesta en práctica. Los sucesivos presidentes de los dos partidos estadounidenses llevaron a cabo los más hábiles malabarismos. Fueron profundizando paulatinamente las relaciones con Pekín a la vez que creaban las condiciones para que prosperaran la economía y la democracia en Taiwan. Los dirigentes chinos, a pesar de insistir con energía en su idea de una sola China, no dieron ningún paso que pudiera llevar a la confrontación.

Zhou siguió en la cuestión de Vietnam las mismas pautas que nosotros en la de Taiwan, en el sentido de evitar un compromiso inmediato, pero también cualquier apremio. Zhou escuchó mi presentación y formuló unas perspicaces preguntas, lejos, no obstante, de cualquier presión moral, y sobre todo de amenazas. Explicó que el apoyo que China había prestado a Vietnam no tenía un origen ideológico o estratégico, sino histórico. «La deuda que tenemos pendiente con ellos viene de nuestros antepasados. Desde la liberación, no hay responsabilidad por nuestra parte, pues derrocamos el antiguo sistema. Lo que no quita que nos inspiren una profunda comprensión».15 Comprensión, evidentemente, no era lo mismo que apoyo político o militar; era una forma delicada de explicar que China no iba a implicarse militarmente ni presionarnos en el ámbito diplomático.

Durante la comida del segundo día en el Gran Salón del Pueblo, Zhou de repente sacó a colación el asunto de la Revolución Cultural. Nosotros la habíamos observado desde fuera, dijo, pero él quería que sus invitados comprendieran el camino que había llevado a China —a través de mil vericuetos— al punto en el que podíamos reunirnos ya los dirigentes chinos y estadounidenses.

Mao quiso purificar el Partido Comunista y romper las estructuras burocráticas, explicó Zhou. Para ello se había creado la Guardia Roja como institución aparte del Partido y del gobierno, con el objetivo de que el sistema recuperara la auténtica ideología y también la pureza ideológica. La decisión creó una gran agitación, puesto que distintas unidades de la Guardia Roja aplicaron políticas cada vez más autónomas e incompatibles. En efecto, se llegó a un punto, según Zhou, en el que distintas organizaciones, e incluso diferentes regiones, crearon sus propias unidades de Guardia Roja para protegerse en medio del caos imperante. Aquel espectáculo de la Guardia Roja escindida, de sus agrupaciones en luchas intestinas, fue algo realmente traumatizante para un pueblo al que se había educado en la verdad universal del credo comunista y en la fe en la unidad de China. En aquel punto, el presidente Mao pidió al Ejército Popular de Liberación que restableciera el orden después de que el país en general hubiera avanzado derrotando a la burocracia y clarificando sus ideas.

Para Zhou resultaba espinoso presentar aquella cuestión, que había abordado probablemente a instancias de Mao. Estaba claro que quería establecer una línea entre él y la Revolución Cultural sin dejar de mantenerse leal a Mao, quien iba a leer la transcripción. Intenté resumir así la idea básica de Zhou como medida de disociación de Mao a través de una expresión de apoyo con reservas: durante la Revolución Cultural se produjo el caos. En un momento determinado, la Guardia Roja encerró a Zhou en su propio despacho. Por otra parte, Zhou no había tenido tanta perspectiva de futuro como el presidente Mao, quien vio la necesidad de inyectar un nuevo vigor a la revolución.16

¿Por qué dar aquel tipo de explicaciones a una delegación estadounidense en su primera visita en veinte años? Porque el objetivo era ir más allá de lo que nuestros interlocutores denominaban amistad, aunque tampoco podía describirse exactamente como cooperación estratégica. Por ello era tan importante definir a China como un país que había superado las turbulencias y, por tanto, digno de confianza. Después de haber controlado la Revolución Cultural, vino a decir Zhou, era capaz de enfrentarse a cualquier enemigo como país unido y podía constituir un buen aliado contra la amenaza soviética. Lo dejó más claro en la sesión formal que siguió. Esta se desarrolló en la Cámara Fujian del Gran Salón del Pueblo, donde cada dependencia lleva el nombre de una provincia china. Fujian es la provincia a la que pertenecen, tanto en la división administrativa de Pekín como en la de Taipei, Taiwan y las llamadas islas costeras.17 Zhou no entró en la cuestión del simbolismo y los estadounidenses lo pasaron por alto.

Zhou empezó con el tema del desafío de China, incluso a pesar de que todos sus posibles enemigos se unieran en contra:

A ustedes les interesa hablar de filosofía. Lo peor sería que China volviera a partirse. Podrían unirse, si la Unión Soviética ocupara todas las zonas situadas al norte del río Amarillo, ustedes las del sur del Yangtsé, y quedara para Japón la parte oriental de entre los dos ríos. [...]

Suponiendo que esto ocurriera, ¿para qué iban a prepararse el Partido Comunista de China y el presidente Mao? Se prepararían para resistir un largo período de guerra popular sin tregua hasta la victoria final. Nos llevaría tiempo y, por supuesto, habría que sacrificar vidas, pero es algo que hay que tener en mente.18

Según relatos recientes de China, Mao había dado órdenes específicas a Zhou de «alardear» de tranquilidad: «A pesar de que en Todo bajo el Cielo reina un gran caos, la situación es inmejorable».19 Mao estaba preocupado por la agresión soviética, pero no quería que se notara, y mucho menos pedir ayuda. Lo del discurso sobre la confusión bajo la capa del cielo era su forma de fomentar ciertas actitudes por parte de Estados Unidos sin tener que implicarse en pedir nada: trazar un perfil de la máxima amenaza posible y del tesón de los chinos para hacer frente a ella. Ninguna estimación de los servicios de inteligencia estadounidenses habría concebido una contingencia tan catastrófica; ningún político de nuestro país podía haberse planteado una confrontación de tanta envergadura. Sin embargo, su alcance no concretaba la inquietud dominante específica —un ataque soviético— y, por tanto, China evitaba presentarse como suplicante.

Pese al aparente carácter explícito, la presentación de Zhou constituyó una sutil propuesta de discusión de colaboración estratégica. En la región atlántica nos habíamos aliado con países amigos ante un peligro al acecho. Todos buscarían seguridad por medio de la transformación de las promesas orales en obligaciones legales. Los dirigentes chinos optaban por la vía opuesta. Durante los diez años que siguieron, China centró su discurso en el hecho de que estaban preparados para resistir por su cuenta, incluso frente a una guerra nuclear, y para llevar adelante en solitario una prolongada guerra de guerrillas contra una coalición formada por las principales potencias. El objetivo que los guiaba era el de convertir su independencia en un arma y en un método de asistencia mutua basado en ideas coincidentes. Las obligaciones recíprocas entre China y Estados Unidos no iban a constar en un documento legal, sino en la percepción de ambos países de una amenaza común. Si bien es cierto que China no reclamaba ayuda exterior, podía recabarla espontáneamente a partir de las perspectivas compartidas; pero prescindiría de ella si la otra parte no tenía —o ya no tenía— la misma visión del desafío que ella.

Cuando ya tocaba a su fin la sesión del segundo día y Zhou debía atender al dignatario norcoreano de visita en Pekín —a dieciocho horas de la inaplazable partida de nuestro equipo—, Zhou habló de la visita del presidente Nixon. Tanto él como yo nos habíamos referido de pasada a ello, evitando entrar demasiado a fondo en el tema porque ninguno de los dos quería encontrarse con un rechazo o dar la sensación de estar suplicando algo. Por fin, Zhou encontró la elegante solución de abordarlo como si de un simple trámite se tratara:

ZHOU: ¿Qué opina de anunciar la visita?

KISSINGER: ¿Qué visita?

ZHOU: ¿Nos limitamos a su visita o también hablamos de la del presidente Nixon?

KISSINGER: Podríamos anunciar mi visita e informar de que el presidente Mao ha invitado al presidente Nixon y que él ha aceptado, ya sea en principio o fijando una fecha en concreto, para la próxima primavera. ¿Qué prefiere? Creo que es mejor hacer las dos cosas a la vez.

ZHOU: ¿Sería posible, pues, que ambas partes escogieran a unos cuantos hombres para preparar el comunicado?

KISSINGER: Podría redactarse en el contexto de lo que hemos hablado.

ZHOU: Las dos visitas.

KISSINGER: Sería perfecto.

ZHOU: Puede probarse... Tengo una cita a las seis, que me tendrá ocupado hasta las diez. Pueden utilizar mi despacho. O ir a su residencia para tratar la cuestión. Mientras tanto, podrán cenar, des cansar y ver una película.

KISSINGER: Nos vemos a las diez.

ZHOU: De acuerdo. Pasaré por su residencia. Vamos a trabajar hasta bien entrada la noche.20

Finalmente, aquella noche no pudo darse por acabado el comunicado, pues se llegó a un punto muerto sobre quién tenía que constar que invitaba a quién. Ambos queríamos que fuera el otro el que pareciera más impaciente. Tomamos el camino de en medio. El presidente tenía que aprobar el comunicado, y Mao ya estaba en la cama. Finalmente, Mao rubricó un escrito en el que Zhou, «conocedor del deseo del presidente Nixon de visitar la República Popular de China» había «cursado una invitación», que Nixon había aceptado «con mucho gusto».

Terminamos estableciendo los términos de una declaración para la visita del presidente Nixon poco antes de la hora de nuestra salida, la tarde del domingo 11 de julio. «Nuestro comunicado hará temblar al mundo», dijo Zhou, y la delegación tomó el avión de vuelta, disimulando la emoción antes de que empezara a temblar el mundo. Pasé la información a Nixon en su «Casa Blanca del oeste» de San Clemente. Luego se hicieron públicos simultáneamente el 15 de julio, desde Los Ángeles y Pekín, el viaje secreto y la invitación.

NIXON EN CHINA: LA ENTREVISTA CON MAO

Siete meses después de la visita secreta, el 21 de febrero de 1972, el presidente Nixon llegó a Pekín en un crudo día de invierno. Fue un momento triunfal para el presidente, para el anticomunista empedernido que había visto una oportunidad geopolítica y la había aprovechado con audacia. A modo de símbolo de la fortaleza con la que había pilotado la nave hasta aquel día y de la nueva era que se abría ante él, quiso bajar solo del Air Force One para saludar a Zhou Enlai, que le esperaba bajo la ventolera de la pista con su impecable chaqueta Mao mientras una banda militar interpretaba el himno nacional de Estados Unidos. Se produjo el apretón de manos simbólico que borró, tal como estaba previsto, el desaire de Dulles. Si bien se trataba de una ocasión histórica, no tuvo una gran trascendencia. La caravana que llevó a Nixon a Pekín no encontró a ningún curioso en las calles. La llegada fue el último tema que se tocó en las noticias de la noche.²¹

A pesar de que la iniciativa había tenido un comienzo revolucionario, en el comunicado final no había habido consenso, sobre todo en el párrafo clave que trataba de Taiwan. Una celebración habría sido algo prematuro, e incluso podía debilitar la posición negociadora china de deliberada ecuanimidad. Por otra parte, los dirigentes chinos sabían que sus aliados vietnamitas estaban furiosos por que China hubiera brindado a Nixon la oportunidad de unir al pueblo estadounidense. Una manifestación pública dedicada a su enemigo en la capital del país aliado habría constituido una presión excesiva en las relaciones chino-vietnamitas, ya muy debilitadas.

Nuestros anfitriones compensaron la falta de calor popular invitando a Nixon a una reunión con Mao a las pocas horas de su llegada. En realidad, «invitar» no es la palabra que se ajusta a lo que se dio en las entrevistas con Mao. No se programó ninguna cita; las reuniones se produjeron como si de un acontecimiento meteorológico se tratara. En todas hubo alguna evocación de las audiencias conseguidas por los emperadores. El primer indicio de invitación de Mao a Nixon surgió poco después de nuestra llegada, cuando me llegó el recado de que Zhou quería verme en una sala de recepciones. Allí me informó: «El presidente Mao desea ver al presidente». Para velar un poco la impresión de que se reclamaba a Nixon, planteé unas cuantas cuestiones técnicas sobre el orden de la programación del banquete de la noche. Zhou, curiosamente impaciente, respondió: «El presidente lo invita y quiere verlo cuanto antes». Al dar la bienvenida a Nixon en los primeros momentos de la visita, Mao daba su autoritaria aprobación a las audiencias del país e internacionales antes de que empezaran las conversaciones. En compañía de Zhou, fuimos hasta la residencia de Mao en coches chinos. No se permitió el desplazamiento de ningún miembro de seguridad personal estadounidense y se comunicó que la prensa sería informada más tarde.

Un amplio portal en la zona este-oeste abierto en las antiguas murallas que existían en la ciudad antes de la revolución comunista constituía la entrada a la residencia del mandatario chino. En el interior de la ciudad imperial, el camino seguía la orilla de un lago, en el otro extremo del cual se veía una serie de residencias de altos oficiales. Todos aquellos edificios se habían construido en la época de amistad chino-soviética y reflejaban el contundente estilo estalinista del período en el que también se construyeron los pabellones de huéspedes.

La residencia de Mao no parecía distinta del resto, aunque quedaba algo apartada. No vimos en sus alrededores guardianes ni otros aditamentos de poder. En la pequeña antesala destacaba una mesa de ping-pong. Pasamos por allí de largo, pues nos llevaron directamente al despacho de Mao, una estancia de dimensiones reducidas con dos de las tres paredes llenas de estanterías con manuscritos en un estado de considerable desorden.

Los libros se amontonaban en las mesas y formaban pilas en el suelo. En una esquina se veía una sencilla cama de madera. El todopoderoso dirigente del país más poblado del planeta quería presentarse como un rey filósofo que no tenía necesidad de afirmar su autoridad con símbolos tradicionales de majestuosidad.

Mao se levantó de una butaca colocada en semicírculo junto a otras e hizo también lo propio un ayudante que estaba a su lado para echarle una mano si hacía falta. Más tarde nos enteramos de que unas semanas antes había sufrido una serie de achaques cardíacos y pulmonares que le habían debilitado y dejado con la movilidad algo reducida. Aparte de estos impedimentos, el dirigente comunista rezumaba una extraordinaria fuerza de voluntad y determinación. Tomó las manos de Nixon entre las suyas y le dirigió su sonrisa más afable. La imagen se publicó en todos los periódicos chinos. El país sabía utilizar a la perfección las fotos de Mao para transmitir el ambiente y el rumbo de la política. Cuando Mao ponía cara de pocos amigos se avecinaban tormentas. Cuando hacía un gesto admonitorio con el dedo a una visita indicaba la reserva del sufrido maestro.

En aquel primer encuentro pudimos vislumbrar un atisbo del estilo de conversación irónico y elíptico de Mao. En general, los políticos transmiten sus ideas en forma de puntos básicos. Mao las presentaba de forma socrática. Empezaba con una pregunta o una observación e invitaba al comentario. Luego pasaba a otra observación. De aquel entretejido de comentarios sarcásticos, observaciones y preguntas salía normalmente una indicación, pero en contadas ocasiones un compromiso vinculante.

Desde el primer momento renunció a llevar un diálogo filosófico o estratégico con Nixon. Este había comentado al viceministro de Asuntos Exteriores chino, Qiao Guanhua, a quien habían mandado a acompañar al grupo presidencial de Shanghai a Pekín (el Air Force One había hecho escala en Shanghai para recoger a un piloto chino), que estaba impaciente por hablar de filosofía con el presidente. Mao no tenía ningún interés en ello. Tras afirmar que el único doctor en filosofía de allí era yo, añadió: «¿Y si le pidiéramos que hoy fuera el principal orador?». Como por la fuerza de la costumbre, Mao jugaba con las «contradicciones» entre sus invitados: la sarcástica evasiva podía ayudarle a crear un posible distanciamiento entre el presidente y el asesor de Seguridad Nacional, puesto que a los presidentes no suele gustarles mucho que les eclipse un asesor.

El mandatario chino tampoco se mostró dispuesto a seguir la insinuación que hizo Nixon de abordar los problemas que planteaban una serie de países que fue enumerando. El presidente estadounidense encuadró así las cuestiones principales:

Nosotros, por ejemplo, debemos preguntarnos —de nuevo dentro de los límites de esta estancia— por qué los soviéticos tienen asignados más soldados en la frontera frente a su país que en la que da a Europa occidental. Debemos preguntarnos cuál es el futuro de Japón. ¿Es mejor —ahí sé que habrá desacuerdos—, es mejor para Japón mantenerse neutral, completamente indefenso, o lo más adecuado de momento es que establezca alguna relación con Estados Unidos? [...] La cuestión es a qué peligro se enfrenta la República Popular, si al de la agresión estadounidense o al de la agresión soviética.²²

Mao no quiso entrar en el tema: «No quiero meterme a fondo en estas cuestiones problemáticas». Apuntó que iban a tratarse con el primer ministro.

¿Qué pretendía transmitir, pues, Mao con aquel diálogo aparentemente lleno de divagaciones? Puede que los mensajes más importantes fueran los que no se pronunciaron. En primer lugar, después de décadas de recriminaciones mutuas sobre Taiwan, en realidad no surgió el tema. El resumen de lo que se trató es el que sigue:

MAO: A nuestro viejo amigo común, el generalísimo Chiang Kai-shek, no le parece bien. Nos llama malhechores comunistas. Hace poco ha publicado un discurso. ¿Lo ha leído?

NIXON: Chiang Kai-shek llama malhechor al presidente. ¿Cómo llama a Chiang Kai-shek el presidente?

ZHOU: Normalmente hablamos de ellos llamándolos la camarilla de Chiang Kai-shek. En los periódicos, a veces lo llamamos malhechor; y a nosotros, ellos también nos llaman malhechores. En fin, nos insultamos mutuamente.

MAO: En realidad, la historia de nuestra amistad con él es mucho más larga que la de la amistad de ustedes con él.²³

Ni amenazas, ni peticiones, ni plazos límite, ni referencias al bloqueo. Después de una guerra, dos enfrentamientos militares y 136 reuniones de embajadores sin ningún tipo de avance, la cuestión de Taiwan había perdido urgencia. Era algo que se dejaba a un lado, al menos por el momento, tal como había sugerido Zhou en la primera reunión secreta.

En segundo lugar, Mao quería dejar claro que Nixon era bienvenido en China. La foto lo había dejado patente. En tercer lugar, Mao estaba impaciente por eliminar cualquier amenaza de su país contra Estados Unidos:

En estos momentos, la cuestión de la agresión de Estados Unidos o de la agresión de China es relativamente poco importante; o sea, podría decirse que no es una cuestión básica, porque actualmente no estamos en una situación de guerra entre nuestros dos países. Podrían retirar parte de sus tropas en su país; las nuestras no salen al exterior.24

La críptica frase de que los soldados chinos permanecían en su país despejó las preocupaciones de que Vietnam pudiera acabar como Corea, con una intervención masiva por parte de China.

En cuarto lugar, Mao quería poner de relieve que había topado con escollos en su apertura hacia Estados Unidos, pero que los había salvado. Brindó un irónico epitafio a Lin Biao, que había huido de la capital en septiembre de 1971 en un avión militar que se había estrellado en Mongolia, tras un supuesto golpe de Estado frustrado:

En nuestro país también existe un grupo reaccionario que se opone a nuestro contacto con ustedes. Acabaron huyendo al extranjero en un avión. [...] En cuanto a la Unión Soviética, ellos fueron quienes desenterraron los cadáveres, pero no se pronunciaron sobre el tema.25

En quinto lugar, Mao era partidario de acelerar la cooperación bilateral y pidió con insistencia conversaciones técnicas sobre el tema:

Nosotros somos también estrictos a la hora de abordar las cuestiones. Ustedes querían, por ejemplo, algún intercambio de personas en el ámbito personal, cosas de este tipo; también negocios. Pero en lugar de ello seguimos, erre que erre, con la postura de que sin resolver los asuntos importantes no hay nada que hacer con los secundarios, yo me mantuve en esta posición. Más tarde vi que tenían razón y jugamos al tenis de mesa.26

En sexto lugar, Mao puso el acento en su buena voluntad personal hacia Nixon, en el ámbito personal y también porque dijo que prefería tener tratos con gobiernos de derechas, pues los consideraba más de fiar. Mao, el artífice del Gran Salto Adelante y de la Campaña Antiderechista, hizo el sorprendente comentario de que «votaba a favor» de Nixon, y dijo que se sentía «relativamente feliz cuando subía al poder la derecha» (al menos en Occidente):

NIXON: Cuando el presidente dice que vota a mi favor, vota por lo menos malo.

MAO: Me gustan los derechistas. Se dice que ustedes son derechistas, que el Partido Republicano está a la derecha, que el primer ministro Heath27 también es de derechas.

NIXON: Y el general De Gaulle.28

MAO: De Gaulle es una cuestión distinta. Dicen también que el Partido Democratacristiano de Alemania occidental es asimismo de derechas. En cierto modo, me complace que la derecha llegue al poder.29

Hizo notar, no obstante, que si los demócratas accedían al poder en Washington, China también establecería contacto con ellos.

Al principio de la visita de Nixon, Mao estaba preparado para comprometerse en la dirección que implicaba esta, aunque por el momento no en los detalles de las negociaciones específicas que iban a dar comienzo. No estaba claro si surgiría una fórmula para Taiwan (las demás cuestiones básicamente se habían decidido). De todas formas, estaba dispuesto a refrendar una importante agenda de cooperación en las quince horas de diálogo que se habían programado entre Nixon y Zhou. En cuanto se hubo establecido la dirección básica, Mao aconsejó paciencia y escurrió el bulto por si no llegábamos a un consenso para el comunicado. En vez de considerar el revés como un fracaso, el dirigente comunista mantuvo que había de servir de acicate para impulsar un nuevo esfuerzo. El plan estratégico inminente pasó por encima del resto de los problemas, incluso del bloqueo sobre Taiwan. Mao aconsejó a las dos partes no arriesgar demasiado en una ronda de negociaciones:

Es positivo hablar y lo es también aunque no surjan acuerdos, porque ¿qué sacamos de permanecer en un punto muerto? ¿Por qué tenemos que ser capaces de conseguir resultados? La gente dirá [...] si fracasamos la primera vez, ¿se preguntarán por qué no lo hemos logrado a la primera? La única explicación será que hemos optado por la vía equivocada. ¿Qué van a decir si lo conseguimos a la segunda?30

Dicho de otro modo, aunque por alguna razón imprevista se estancaran las conversaciones que iban a iniciarse, China perseveraría hasta llegar al resultado deseado de colaboración estratégica con Estados Unidos en el futuro.

Cuando la reunión estaba a punto de terminar, Mao, el profeta de la revolución permanente, recalcó al presidente de la hasta entonces vilipendiada sociedad imperialista-capitalista que la ideología ya no venía al caso en las relaciones entre los dos países:

MAO: [Señalando al doctor Kissinger] «Aproveche la hora y aproveche el día». Creo que, por regla general, las personas como yo parecemos cañones [carcajadas de Zhou.] Es decir, algo así como «el mundo tiene que unirse y derrotar al imperialismo, al revisionismo y a todos los reaccionarios y establecer el socialismo».³¹

Mao se rió a mandíbula batiente de la insinuación de que todo el mundo podía haberse tomado en serio una consigna que llevaba décadas pintada en los lugares públicos de todo el país. Acabó su intervención con un comentario especialmente irónico, socarrón y tranquilizador:

Pero tal vez usted, como persona, no estará entre los derrocados. Se comenta que él [el doctor Kissinger] también se encuentra entre los que no van a ser derrocados a título personal. Y si lo son todos ustedes, no van a quedarnos amigos.³²

Garantizada así nuestra seguridad personal a largo plazo y certificada la base no ideológica de nuestra relación por la máxima autoridad en el tema, las dos partes iniciaron un período de cinco días de diálogo y banquetes, que intercalaron con algún viaje turístico.

EL DIÁLOGO ENTRE NIXON Y ZHOU

Las cuestiones básicas se dividieron en tres categorías, y en la primera se situaron los objetivos a largo plazo de las dos partes, así como su colaboración contra los poderes hegemónicos, una forma de decir la Unión Soviética sin tener que pasar por el desagradable trago de nombrarla. Iban a ocuparse de ellas Zhou y Nixon, junto con un reducido grupo de colaboradores, en el que me encontraba también yo. Nos reunimos todas las tardes, como mínimo durante tres horas.

En segundo lugar, se organizó un foro para tratar el tema de la cooperación económica y los intercambios científicos y técnicos dirigido por los ministros de Asuntos Exteriores de las dos partes. Por último, se constituyó un grupo de redacción para el comunicado final encabezado por el viceministro de Asuntos Exteriores Qiao Guanhua y yo mismo. Las reuniones de preparación del documento se celebraron de noche, después de los banquetes.

Las reuniones entre Nixon y Zhou fueron algo insólito entre jefes de gobierno (Nixon, por supuesto, era también jefe de Estado) por el hecho de que en ellas no se tocó ninguna cuestión del momento; estas se dejaron al albedrío del grupo de redacción del comunicado y del de ministros de Asuntos Exteriores. Nixon se centró en situar una hoja de ruta conceptual de Estados Unidos ante su homólogo. Dado el punto de partida de las dos partes, era importante que nuestros interlocutores chinos tuvieran una guía seria y fidedigna de los objetivos estadounidenses.

Nixon era una persona con una preparación extraordinaria para esta función. Como negociador, su poca disposición a entrar en enfrentamientos cara a cara —en efecto, su forma de eludirlos— llevaba en general a una cierta imprecisión y ambigüedad. Sabía resumir a la perfección. De los diez presidentes de Estados Unidos que he conocido, él ha sido el que ha demostrado una comprensión más cabal de las tendencias internacionales a largo plazo. Aprovechó las quince horas de reuniones con Zhou para presentarle una perspectiva de las relaciones entre Estados Unidos y China y sus consecuencias en los asuntos mundiales.

Mientras me encontraba camino de China, Nixon había comunicado a grandes rasgos su perspectiva al embajador estadounidense en Taipei, a quien tocaría luego la desagradable tarea de explicar a sus anfitriones que a partir de entonces Estados Unidos cambiaría el eje de su política china: lo pasaría de Taipei a Pekín:

Debemos tener en mente, y ellos [Taipei] tienen que estar preparados para la realidad de que seguiremos con una relación gradualmente más normalizada con la otra China, la del continente. Es algo que exigen nuestros intereses. Y no es porque nos gusten, sino porque están ahí [...] y porque la situación mundial ha cambiado de una forma tan drástica.³³

Nixon había previsto que, a pesar del caos y las privaciones que vivía China, las excepcionales cualidades de su pueblo a la larga impulsarían el país hacia la primera línea de las potencias mundiales:

Pues parémonos a pensar qué podría suceder si cualquier país con un sistema de gobierno decente tomara el control de este territorio continental. ¡Dios mío! [...] No existiría potencia en el mundo capaz... Me refiero a que pones a 800 millones de chinos a trabajar en un sistema decente [...] y se convierten en la primera potencia del mundo.34

Aquellos días en Pekín, Nixon se encontraba como pez en el agua. Independientemente de su arraigada opinión negativa sobre el comunismo como sistema de gobierno, no había ido a China a convertir a sus dirigentes a los principios de la democracia y la libre empresa estadounidenses, pues lo consideraba una tarea inútil. Lo que persiguió a lo largo de toda la guerra fría fue un orden internacional estable para un mundo atestado de armamento nuclear. Así, en su primera reunión con Zhou, rindió homenaje a la sinceridad de los revolucionarios, cuyo éxito él mismo había denigrado anteriormente como un fallo de las señales en la política estadounidense: «Sabemos que cree firmemente en sus principios, y nosotros creemos firmemente en los nuestros. No le pedimos que ceda en los suyos, de la misma forma que no va a pedirnos que cedamos en los nuestros».35

Nixon reconoció que en el pasado sus principios le habían llevado —al igual que a muchos de sus compatriotas— a defender políticas contrarias a los objetivos chinos. Pero el mundo había cambiado y los intereses de Estados Unidos exigían que Washington se adaptara a estos cambios:

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