China

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Henry Kissinger

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Comoquiera que yo había estado en la administración de Eisenhower, en aquella época había tenido opiniones parecidas a las de Dulles. Pero desde entonces el mundo había cambiado, como tenía que cambiar también la relación entre la República Popular y Estados Unidos. Como dijo el primer ministro en una reunión con Kissinger, el timonel tiene que surcar las olas, de lo contrario se hundirá en la marea.36

Nixon propuso basar la política exterior en la reconciliación de intereses. Siempre y cuando se apreciara claramente el interés nacional y que este tuviera en cuenta los intereses mutuos de estabilidad, o al menos de evitar la catástrofe, aquello podía abrir el camino de la previsibilidad en las relaciones entre China y Estados Unidos:

Aquí, el primer ministro sabe, y yo también sé, que la amistad —que tengo la impresión de que mantenemos a título personal— no puede constituir la base en la que pueda apoyarse una relación establecida. [...] Como amigos, podemos ponernos de acuerdo sobre un tipo de lenguaje, pero a menos que se satisfagan nuestros intereses personales poniendo en práctica las decisiones tomadas en este lenguaje, poco habremos avanzado.37

Para un planteamiento de aquel tipo, la franqueza era la condición previa para la auténtica colaboración. Tal como dijo Nixon a Zhou: «Es importante que lleguemos a la franqueza total y establezcamos que ninguno de nosotros hará nada si no considera que es en interés de uno y otro».38 Los críticos de Nixon condenaban a menudo este tipo de declaraciones, tachándolas de egoístas. Los dirigentes chinos, en cambio, se referían a ellas con frecuencia como garantía de la fiabilidad estadounidense, pues las consideraban precisas, dignas de confianza y recíprocas.

Sobre esta base, Nixon planteó un razonamiento pensado para una función duradera de su país en Asia, a pesar de la retirada del grueso de las fuerzas estadounidenses de Vietnam. Lo insólito era que lo presentara como de interés mutuo. La propaganda china había atacado durante años la presencia de Estados Unidos en la zona calificándola de opresión colonialista y había llamado al «pueblo» a levantarse contra ella. Pero en Pekín, Nixon insistió en que los imperativos geopolíticos traspasaban los límites de la ideología, como daba testimonio de ello su propia presencia en la capital. Con un millón de soldados soviéticos en la frontera septentrional de China, Pekín no podía basar su política exterior en consignas sobre la necesidad de acabar con «el imperialismo estadounidense». Antes del viaje me había insistido sobre el papel determinante a escala mundial que ejercía Estados Unidos:

No podemos pedir demasiadas disculpas sobre la función de nuestro país en el mundo. No lo pudimos hacer en el pasado, no lo podemos hacer en el presente, ni en el futuro. No nos podemos mostrar excesivamente abiertos respecto a lo que hará Estados Unidos. En otras palabras, darnos golpes de pecho, ponernos cilicios y empezar con que vamos a retirarnos, vamos a hacer esto, lo otro y lo de más allá. Porque considero que lo que tenemos que decir es: «¿A quién amenaza Estados Unidos? ¿Quién preferiríais que ejerciera esta función?».39

Es difícil aplicar la invocación del interés nacional en su forma absoluta, como la planteada por Nixon, como único concepto capaz de organizar el orden internacional. Las condiciones con las que se define el interés nacional son demasiado distintas y las fluctuaciones en la interpretación tienen una importancia excesiva para proporcionar una guía de conducta fiable. En general, hace falta una cierta coherencia en los valores que proporcione un elemento de moderación.

Cuando China y Estados Unidos iniciaron los contactos tras un paréntesis de veinte años, lo hicieron con unos valores distintos, por no decir opuestos. Con todas sus dificultades, un consenso sobre interés nacional constituía el elemento más significativo de moderación con el que podía contarse. La ideología podía llevar a las dos partes a la confrontación y fomentar pruebas de fuerza alrededor de una amplia periferia.

¿Era suficiente el pragmatismo? Es algo que puede intensificar choques de intereses, de la misma forma que es capaz de solucionarlos. Cada lado conoce mejor sus objetivos que los del otro. Según la solidez de la postura interior de cada cual, la oposición interior puede utilizar las concesiones necesarias desde el punto de vista pragmático como demostración de debilidad. Así pues, existe la tentación constante de doblar la apuesta. En los primeros contactos con China, la cuestión que se planteaba era hasta qué punto eran o podían ser coherentes las definiciones de los intereses. Las conversaciones entre Nixon y Zhou proporcionaron el marco de la coherencia, y el puente que llevaría a ella era el comunicado de Shanghai y su tan debatido párrafo sobre el futuro de Taiwan.

EL COMUNICADO DE SHANGHAI

Los comunicados suelen ser perecederos. Definen más un estado de ánimo que una dirección. No fue este el caso, sin embargo, del comunicado que resumió la visita de Nixon a Pekín.

Los dirigentes tienden a crear la impresión de que los comunicados nacen directamente de sus cabezas y de las conversaciones que mantienen con sus homólogos. Suelen fomentar la idea de que redactan y deciden hasta la última coma de sus escritos. No obstante, los estadistas con experiencia y juicio saben que no es así. Nixon y Zhou eran conscientes del peligro de obligar a los dirigentes a concluir pactos durante los cortos períodos de una cumbre. En general, las personas tenaces —no estarían donde están si no lo fueran— tienen problemas por resolver los estancamientos cuando el tiempo apremia y los medios de comunicación insisten. Como consecuencia, los diplomáticos suelen acudir a las reuniones importantes con los comunicados casi listos.

Nixon me mandó a Pekín en octubre de 1971 —en una segunda visita— con este objetivo en mente. En los intercambios subsiguientes se decidió que el nombre en clave del citado viaje sería Polo II, puesto que después de poner Polo I al primer viaje secreto, nos fallaba la imaginación. El principal objetivo del Polo II era el de ponernos de acuerdo en un comunicado que pudieran aprobar los dirigentes chinos y el presidente cuando, cuatro meses más tarde, se diera por finalizada la visita de Nixon.

Llegamos a Pekín en un momento de convulsiones en la estructura gubernamental china. Unas semanas antes habían acusado al sucesor de Mao, Lin Biao, de una conspiración cuyas dimensiones nunca se rebelaron oficialmente. Existen distintas versiones de los hechos. La imperante a la sazón era que Lin Biao, el recopilador del Pequeño Libro Rojo de las frases de Mao, parecía haber decidido que la seguridad del país se garantizaría mejor con la vuelta a los principios de la Revolución Cultural que con las maniobras que se llevaban a cabo con Estados Unidos. Se apuntó también sobre este punto que Lin se oponía a Mao desde una perspectiva próxima a la posición de Zhou y Deng y que su fanatismo ideológico respecto al exterior no era más que una táctica defensiva.40

Los vestigios de la crisis seguían en el aire cuando mi equipo y yo llegamos a Pekín el 20 de octubre. Durante el desplazamiento desde el aeropuerto vimos carteles con la típica consigna de «Abajo el capitalismo imperialista estadounidense y sus lacayos». Algunos estaban en inglés. En las habitaciones del pabellón de huéspedes encontramos también panfletos sobre temas similares. Pedí a mi ayudante que los recogiera y los devolviera al jefe de protocolo chino, alegando que los ocupantes anteriores los habían dejado allí.

Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores en funciones que me acompañó al Gran Salón del Pueblo, donde tenía que entrevistarme con Zhou, tomó nota de la violenta situación. Me señaló un cartel que habían colocado sobre uno de los que resultaban ofensivos y rezaba en inglés: «Bienvenidos al campeonato afroasiático de ping-pong». Vimos otros muchos que habían sido pintados por encima. Zhou comentó como de pasada que teníamos que observar la práctica china y no fijarnos en sus «cañones sin munición» retóricos, un anuncio de lo que iba a comentar Mao a Nixon meses después.

La discusión sobre el comunicado empezó de una forma bastante convencional. Yo mismo propuse un borrador que había preparado junto con mi equipo, ya aprobado por Nixon. En él, ambas partes afirmaban su lealtad a la paz y pedían colaboración sobre los temas más destacados. La parte dedicada a Taiwan estaba en blanco. Zhou aceptó el borrador como base para la discusión y prometió presentar a la mañana siguiente las modificaciones y las alternativas chinas. Todo seguía el proceso convencional de redacción de un comunicado.

No así lo que sucedió después. Mao intervino para ordenar a Zhou que dejara el redactado de lo que denominó un «comunicado del género tonto». A pesar de que calificara de «cañones sin munición» sus exhortaciones sobre la ortodoxia comunista, no estaba preparado para abandonarlas como directrices para los cuadros comunistas. Dio instrucciones a Zhou de que preparara un comunicado que replanteara la ortodoxia comunista como postura china. Dijo que los estadounidenses podían exponer su punto de vista si así lo deseaban. Mao había basado su vida en la idea de que la paz solo podía surgir de la lucha, que no era un fin en sí. A China no le importaba reconocer sus diferencias con Estados Unidos. El borrador de Zhou (y mío) era aquel tipo de banalidad que habrían firmado los soviéticos, aunque sin convicción, y que nunca habrían puesto en práctica.41

En la presentación, Zhou siguió las instrucciones de Mao. Expuso un proyecto de comunicado en el que constaba la postura china con un lenguaje intransigente. Había en él unas páginas en blanco para que nosotros dejáramos constancia de nuestro punto de vista, que se esperaba que fuera tan contundente como el de ellos. Incluía también un apartado final reservado a posturas comunes.

Al principio aquello me desconcertó. Pero al reflexionarlo, me di cuenta de que aquella forma no ortodoxa parecía resolver los problemas de las dos partes. Cada cual podía reafirmar sus convicciones básicas, con lo que tranquilizaría a sus respectivos pueblos y a sus incómodos aliados. Las diferencias se habían hecho patentes durante veinte años. El contraste iba a destacar los acuerdos a los que se había llegado y así serían mucho más creíbles las conclusiones positivas. Al no tener posibilidades de consultar con Washington, puesto que no disponíamos de representación diplomática, ni de una comunicación segura y adecuada, confié en las ideas de Nixon a la hora de seguir adelante.

Así, un comunicado que vio la luz en China y publicaron los medios de comunicación de este país permitió que Estados Unidos declarara su compromiso por «la libertad individual y el progreso social de todos los pueblos del mundo»; que anunciara sus estrechos vínculos con los aliados de Corea del Sur y Japón, y que articulara una perspectiva sobre el orden internacional que rechazara la infalibilidad de cualquier país y permitiera que todas las naciones se desarrollaran sin interferencias extranjeras.42 El redactado chino del comunicado era, evidentemente, igual de expresivo en las perspectivas opuestas. No podía constituir una sorpresa para la población china: lo habían oído y visto constantemente en los medios de comunicación. Ahora bien, con la firma de un documento que incluía ambos puntos de vista, cada parte iniciaba efectivamente una tregua ideológica y ponía de relieve los puntos de convergencia en sus planteamientos.

El más significativo de ellos, con mucho, era el apartado sobre la hegemonía, que precisaba:

Ni una parte ni otra debe pretender alcanzar la hegemonía en la región asiática del Pacífico y ambas se oponen a los empeños de cualquier otro país o grupo de países por establecer dicha hegemonía.43

Se habían creado alianzas con mucho menos que esto. Pese al estilo ampuloso, la conclusión resultaba contundente. Los países que medio año antes eran enemigos declarados anunciaban su posición conjunta a la expansión de la esfera soviética. Aquello constituía una verdadera revolución diplomática, puesto que el paso siguiente iba a centrarse, inevitablemente, en encontrar una estrategia para responder a las ambiciones soviéticas.

Esta estrategia se mantendría dependiendo de los progresos que se consiguieran en Taiwan. Cuando se había abordado este tema en el viaje de Nixon, las partes ya habían estudiado la cuestión, empezando en los días de la visita secreta, siete meses antes.

Las negociaciones habían llegado al punto en que el diplomático puede elegir. Una de las tácticas —en efecto, el enfoque tradicional— consiste en perfilar la postura de máximos e irla rebajando poco a poco hasta un nivel que se considere al alcance. Se trata de una táctica muy valorada por los negociadores impacientes por proteger su posición nacional. De todas formas, si bien puede parecer «duro» empezar con un conjunto de peticiones límite, el proceso conlleva un debilitamiento progresivo, propiciado por el abandono del impulso inicial. En ella, la otra parte siente la tentación de atrincherarse en cada estadio para comprobar qué da de sí la siguiente modificación y convertir el proceso de negociación en una prueba de resistencia.

En lugar de primar el proceso frente a lo esencial, es preferible formular las primeras propuestas lo más ajustadas posible a lo que uno considera que sería el resultado más sostenible, y con lo de «sostenible» me refiero en abstracto a lo que las dos partes tienen interés en mantener. Esto representó un reto específico respecto a Taiwan, cuestión en la que los dos países mantenían un margen de concesión bastante limitado. Así pues, nosotros desde el principio expusimos las perspectivas sobre Taiwan que consideramos necesarias para una evolución constructiva. Nixon las propuso el 22 de febrero en forma de cinco principios extraídos de los intercambios anteriores en mis reuniones de julio y octubre. Eran globales y al mismo tiempo constituían el límite de las concesiones estadounidenses. Habría que avanzar en el futuro partiendo de este marco. He aquí los cinco principios: afirmación de la política de una sola China; de que Estados Unidos no iba a apoyar los movimientos internos de independencia de Taiwan; de que Estados Unidos desaconsejaría cualquier avance japonés hacia Taiwan (una cuestión, teniendo en cuenta la historia, que preocupaba especialmente a China); apoyo a todas las resoluciones pacíficas a las que llegaran Pekín y Taipei, y compromiso de seguir con la normalización.44 El 24 de febrero, Nixon expuso la posible evolución en el ámbito nacional de la cuestión de Taiwan, mientras Estados Unidos impulsaba estos principios. Afirmó que tenía la intención de concluir el proceso de normalización durante su segundo mandato y de retirar los soldados estadounidenses de Taiwan durante dicho período, si bien advirtió de que no estaba en posición de adoptar compromisos formales. Zhou respondió que ambas partes tenían «dificultades» y que no existía un «límite de tiempo».

Así pues, con los principios y el pragmatismo en un equilibrio precario, Qiao Guanhua y yo redactamos la sección que quedaba del comunicado de Shanghai. El pasaje clave contenía tan solo un párrafo, pero tardamos casi dos noches enteras en dejarlo listo. Así quedó redactado:

La parte de Estados Unidos declara: Estados Unidos reconoce que todos los chinos de un lado y otro del estrecho de Taiwan afirman que no hay más que una China y que Taiwan forma parte de ella. El gobierno de Estados Unidos no discute esta postura. Reafirma su interés en un acuerdo pacífico sobre la cuestión de Taiwan llevado a cabo por los propios chinos. Teniendo en cuenta esta perspectiva, ratifica el objetivo final de la retirada de todas las fuerzas e instalaciones militares estadounidenses de Taiwan. Mientras tanto, irá reduciendo las fuerzas e instalaciones militares de Taiwan a medida que disminuya la tensión en la zona.45

Este párrafo daba por concluidas unas cuantas décadas de guerra civil y animadversión con un principio general positivo que podían suscribir Pekín, Taipei y Washington. Estados Unidos resolvía la política de una sola China reconociendo las convicciones de los chinos de uno y otro lado de la línea divisoria. La flexibilidad de la fórmula permitió a Estados Unidos pasar del «reconocimiento» al «apoyo» a su postura en las décadas siguientes. Se había dado la oportunidad a Taiwan de desarrollarse en el ámbito económico y en el interno. China lograba el reconocimiento de su «interés básico» en una relación política entre Taiwan y el continente. Estados Unidos declaraba su interés por una resolución pacífica.

A pesar de las tensiones ocasionales, el comunicado de Shanghai ha cumplido con su cometido. En los cuarenta años transcurridos desde su firma, ni China ni Estados Unidos han permitido que se interrumpa el curso de su relación. Ha sido un proceso delicado y en alguna ocasión tenso; a lo largo de él, Estados Unidos ha dejado sentada su perspectiva sobre la importancia de un acuerdo pacífico, y China su convicción de que la unificación final es imperativa. Una parte y otra han actuado con circunspección y han intentado ahorrarse mutuamente una prueba de voluntad o de fuerza. China ha invocado principios básicos, pero se ha mostrado flexible respecto a la planificación de su puesta en práctica. Estados Unidos se ha mantenido pragmático, ha avanzado caso por caso, a veces bajo la fuerte influencia de la presión interior. En general, Pekín y Washington han dado prioridad a la importancia primordial de la relación chino-estadounidense.

Ahora bien, no hay que confundir un modus vivendi con una situación permanente. Ningún dirigente chino ha dejado de insistir en la unificación final, ni puede esperarse que lo haga. Tampoco es probable que ningún dirigente estadounidense abandone la convicción de que el proceso tiene que ser pacífico o que cambie la perspectiva del país sobre este tema. Hará falta habilidad política para evitar desviarse hacia un punto en el que las dos partes se sientan obligadas a poner a prueba la firmeza y la naturaleza de las convicciones del otro.

LAS CONSECUENCIAS

El lector no debe perder de vista que el tipo de protocolo y de hospitalidad descritos han evolucionado mucho desde aquella época. Curiosamente, la hospitalidad de los primeros dirigentes comunistas era más parecida a la de la tradición imperial china que la que se practica actualmente, menos elaborada, con menos brindis y menos efusividad por parte del gobierno. Lo que no ha experimentado cambio significativo alguno es la minuciosa preparación, la complejidad en la argumentación, la capacidad de planificar a largo plazo y la sutil percepción de lo intangible.

La visita de Nixon a China constituye una de las pocas ocasiones en las que una visita de Estado estableció un cambio fundamental en los asuntos internacionales. La reincorporación de China al juego diplomático mundial y el aumento de las opciones estratégicas para Estados Unidos inyectaron nueva vitalidad y flexibilidad al sistema internacional. A la visita de Nixon le siguieron otras también importantes de mandatarios de otras democracias occidentales y de Japón. La adopción de las cláusulas contra la hegemonía en el comunicado de Shanghai se tradujo en un cambio de facto en las alianzas. Si bien en un principio quedó limitada a Asia, la labor se amplió un año después y llegó a incluir el resto del mundo. Las consultas entre China y Estados Unidos llegaron a un grado de intensidad poco corriente incluso entre aliados formales.

Durante unas semanas se respiró una atmósfera de júbilo. Muchos estadounidenses dieron la bienvenida a la iniciativa china de permitir que su país volviera a la comunidad de naciones a la que había pertenecido originariamente (lo que era cierto) y consideraron la nueva situación como algo permanente en la política internacional (y no era así). Ni Nixon, escéptico por naturaleza, ni yo olvidamos que la política china descrita en anteriores capítulos se había llevado adelante con la misma convicción que la de aquellos momentos, ni que los dirigentes que nos recibían con tanta gentileza y elegancia hacía poco que se habían mostrado igual de insistentes y convincentes en su forma de proceder diametralmente opuesta. Tampoco podía darse por supuesto que Mao, o sus sucesores, iban a abandonar las convicciones de toda una vida.

La dirección de la política china en el futuro sería guiada por la ideología y el interés nacional. Lo que consiguió la apertura hacia China fue la oportunidad de aumentar la colaboración en los casos en los que los intereses eran compatibles y moderar las diferencias existentes. En el momento del acercamiento, la amenaza soviética había proporcionado el impulso, pero existía el reto más profundo de creer en la colaboración a lo largo de los años para que una nueva generación de dirigentes se sintiera motivada por las mismas necesidades. Por otra parte, había que fomentar el mismo tipo de evolución en la parte estadounidense. La recompensa de la aproximación entre China y Estados Unidos no sería una situación de amistad eterna o una armonía en los valores, sino un reajuste en el equilibrio mundial que exigiría un cuidado constante y que tal vez, con el tiempo, reportaría un mayor equilibrio en los principios.

En este proceso, cada parte sería el guardián de sus propios intereses. Y cada cual intentaría utilizar al otro como elemento de presión en sus relaciones con Moscú. Mao nunca se cansó de insistir en que el mundo no iba a permanecer estático, en que la contradicción y el desequilibrio eran leyes de la naturaleza. Sobre este punto de vista, el Partido Comunista de China publicó un documento en el que describía la visita de Nixon como un ejemplo de la «utilización de las contradicciones, la división de los enemigos y el realce del propio papel de China».46

¿Algún día los intereses de las dos partes podrían llegar a coincidir del todo? ¿Serían capaces de apartarse lo suficiente de sus ideologías imperantes para evitar el malestar de las emociones encontradas? La visita de Nixon a China había abierto la puerta para abordar estos retos, que aún siguen en pie.

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La semialianza

Conversaciones con Mao

El viaje secreto a China restableció la relación chino-estadounidense. Con la visita de Nixon se inició un período de colaboración estratégica. Pero si bien fueron surgiendo los principios de esta colaboración, quedó por establecer el marco en el que tenían que aplicarse. El redactado del comunicado de Shanghai implicaba un tipo de alianza. La realidad de la independencia de China dificultó la relación entre la forma y el contenido.

Las alianzas han existido desde que la historia guarda constancia de los asuntos internacionales. A lo largo del tiempo, se han creado por distintas razones: para aunar las fuerzas de los diferentes aliados; para conseguir la obligación de la asistencia mutua; para proporcionar un elemento disuasivo más allá de las consideraciones tácticas del momento. Las relaciones entre China y Estados Unidos, no obstante, tenían una característica especial: sus componentes pretendían coordinar las acciones sin establecer una obligación formal para ello.

Esta realidad era inherente a la forma en que China percibía las relaciones internacionales. Tras proclamar que China había «resistido», Mao quiso llegar a Estados Unidos, pero jamás admitió no poseer suficiente fuerza para cualquier desafío que pudiera presentarse. Tampoco aceptó la obligación abstracta de prestar una ayuda que fuera más allá de las exigencias del interés nacional, como surgió en momentos determinados. En los primeros estadios del gobierno de Mao, China estableció una única alianza: con la Unión Soviética en los inicios de la República Popular, cuando China necesitaba apoyo en su avance a tientas para hacerse con una posición en el marco internacional. En 1961 firmó un Tratado de Amistad, Colaboración y Asistencia Mutua con Corea del Norte, en el que constaba una cláusula de defensa mutua contra una agresión exterior, documento que sigue en vigor en la actualidad. Pero aquello formaba más bien parte de la naturaleza de la relación tributaria que había marcado la historia china: Pekín ofrecía protección; la reciprocidad norcoreana era intrascendente en la relación. La alianza soviética naufragó desde un principio básicamente porque Mao no aceptó el más mínimo atisbo de subordinación.

Tras la visita de Nixon a China, surgió una sociedad que no respondía a los compromisos recíprocos que se incluían en la documentación. Aquello no fue ni siquiera una alianza táctica basada en acuerdos informales. Se trató más bien de una semialianza, nacida de los acuerdos que surgieron en las conversaciones con Mao —en febrero y noviembre de 1973— y de las largas reuniones con Zhou, tras interminables horas en 1973. A partir de entonces, Pekín ya no pretendió limitar o controlar la proyección del poder estadounidense, como había hecho antes de la visita del presidente Nixon. Por el contrario, la meta declarada por China fue la de contar con Estados Unidos como contrapeso respecto al «oso polar» por medio de un plan estratégico explícito.

Este paralelismo dependía de si los dirigentes chinos y estadounidenses conseguían compartir objetivos geopolíticos comunes, sobre todo respecto a la Unión Soviética. Los chinos ofrecieron a sus homólogos estadounidenses seminarios particulares sobre las intenciones soviéticas, a menudo en un lenguaje categórico, poco corriente en ellos, como si temieran que el tema fuera demasiado importante para tratarlo con su sutileza y sus rodeos habituales. Estados Unidos les correspondió con amplia información sobre sus planes estratégicos.

En los primeros años de la nueva relación, los dirigentes chinos siguieron disparando de vez en cuando algún «cañón» ideológico contra el imperialismo estadounidense —con una retórica muy ensayada a veces—, si bien en privado criticaban a las autoridades estadounidenses por mostrarse, en todo caso, excesivamente moderadas en política exterior. En efecto, durante la década de 1970, Pekín presionó más que la ciudadanía o el Congreso estadounidense para que Estados Unidos actuara de forma enérgica contra los planes soviéticos.

LA «LÍNEA HORIZONTAL»: LOS PASOS DE CHINA DE CARA A LA CONTENCIÓN

Lo que faltó en el plan durante un año fue el visto bueno de Mao. El mandatario chino había aprobado la dirección general en las conversaciones con Nixon, pero se había negado ostentosamente a hablar de estrategia o táctica, tal vez porque aún no se había dado por bueno el comunicado de Shanghai.

Mao cubrió esta laguna con dos largas conversaciones conmigo: la primera, durante la noche del 17 de febrero de 1973, entre las 23.30 y la 1.20. La segunda, en la tarde del 12 de noviembre de 1973, entre las 17.40 y las 20.25. El contexto de las conversaciones clarifica su alcance. La primera tuvo lugar cuando aún no había transcurrido un mes después de que Le Duc Tho —el principal negociador norvietnamita— y yo iniciáramos los Acuerdos de Paz de París para dar por terminada la guerra de Vietnam. Con ello, China ya no tenía que demostrar la solidaridad comunista con Hanoi. La segunda se celebró después del papel decisivo que desempeñó Estados Unidos en la guerra árabe-israelí y el cambio que se produjo a raíz de ello, pues los árabes, en especial Egipto, que tenían depositada su confianza en la Unión Soviética, se pusieron más del lado de Estados Unidos.

En ambas ocasiones, Mao refrendó calurosamente la relación chino-estadounidense frente a los medios de comunicación reunidos allí. En febrero precisó que Estados Unidos y China en otra época habían sido «enemigos». Luego añadió: «Pero ahora, a la relación existente entre nosotros la llamamos amistad».¹ Una vez calificada de amistad la nueva relación, Mao pasó a darle una definición operativa. Puesto que le gustaba utilizar las parábolas, escogió el tema que podía preocuparnos menos: las posibles operaciones de los servicios de inteligencia chinos contra las autoridades estadounidenses que visitaban China. Era una forma indirecta de declarar una especie de asociación sin exigir reciprocidad:

Pero no pronunciemos palabras falsas ni entremos en artimañas. Nosotros no les hemos robado sus documentos. Pueden dejarlos aposta en cualquier parte y ponernos a prueba. Tampoco nos dedicamos a escuchar a escondidas, ni a colocar micrófonos. Esos pequeños trucos no sirven para nada. Como tampoco sirven las grandes maniobras. Se lo dije a su corresponsal, Edgar Snow. [...] Nosotros también contamos con nuestros servicios secretos y ocurre lo mismo. No funcionan muy bien [el primer ministro Zhou se ríe]. No sabían, por ejemplo, lo de Lin Biao [el primer ministro Zhou se ríe]. Tampoco sabían que usted quería venir.²

La perspectiva menos plausible era que China y Estados Unidos fueran a abandonar la práctica de acumular información mutua. Si los dos países entraban realmente en una nueva era en su relación era importante la transparencia entre ellos y también que crearan cálculos similares. Sin embargo, la limitación de las actividades de sus servicios de inteligencia era un comienzo bastante inverosímil. El presidente chino ofrecía transparencia, pero también advertía de que era imposible engañarle, precisión que él mismo dejó caer en la conversación de noviembre. A título introductorio, contó, con una mezcla de humor, desdén y visión estratégica, cómo había enmendado su promesa de llevar adelante una campaña de diez mil años de lucha ideológica con los soviéticos:

MAO: Intentaron hacer las paces a través de Ceauşescu [Nicolae, el dirigente comunista] de Rumanía y nos quisieron convencer de que no siguiéramos con la lucha en el terreno ideológico.

KISSINGER: Recuerdo que estuvo aquí.

MAO/ZHOU: De eso hace mucho.

ZHOU: La primera vez que vino a China [frase pronunciada en inglés].

MAO: Y la segunda vez vino el propio Kosiguin [Alexéi, el primer ministro soviético], fue en 1960. Le dije que íbamos a iniciar una campaña de lucha contra él que duraría diez mil años [risas].

INTÉRPRETE: El presidente decía diez mil años de lucha.

MAO: Y en esta ocasión, hice una concesión a Kosiguin. Le dije que primero había hablado de diez mil años de lucha. Por el mérito de haber venido a verme en persona, voy a reducirlo a mil años [risas]. Vean cuán generoso soy. Hago una concesión y es por mil años.³

El mensaje básico era el mismo: colaboración siempre que sea posible y nada de maniobras tácticas, pues sería imposible engañar a este veterano bregado en todo tipo de conflictos imaginables. En un nivel más profundo, era también una advertencia de que, si fracasaba la conciliación, China podía convertirse en un enemigo tenaz e intimidatorio.

En la conversación con Nixon un año antes, Mao había omitido toda referencia sustancial a Taiwan. En aquellos momentos, para eliminar cualquier elemento amenazador, el dirigente chino desvinculó el tema de Taiwan de la relación global entre Estados Unidos y su país: «La cuestión de las relaciones de Estados Unidos y China tiene que ser algo aparte de nuestras relaciones con Taiwan». Mao apuntó que Estados Unidos debería «cortar las relaciones diplomáticas con Taiwan», tal como había hecho Japón (manteniendo al mismo tiempo vínculos sociales y económicos extraoficiales). Y siguió diciendo: «Solo así será posible que nuestros dos países resuelvan la cuestión de las relaciones diplomáticas». Pero sobre las relaciones de Pekín con Taiwan, Mao advirtió: «Es algo bastante complejo. No creo en una transición pacífica». Acto seguido, se dirigió a Ji Pengfei, ministro de Asuntos Exteriores chino, y le preguntó: «¿Usted cree en ella?». Tras un largo coloquio con los demás chinos de la sala, Mao expuso su punto principal: que no existían presiones de ningún tipo en lo relativo al tiempo:

MAO: Son una pandilla de contrarrevolucionarios. ¿Cómo iban a colaborar con nosotros? De momento podemos arreglárnoslas sin Taiwan, y si tiene que ocurrir, que sea dentro de cien años. No hay que tomarse los asuntos de este mundo con tanta rapidez. ¿Para qué tanta prisa? Al fin y al cabo no es más que una isla con unos doce millones de habitantes.

ZHOU: Ahora tienen dieciséis.

MAO: Respecto a sus relaciones con nosotros, creo que no harán falta cien años.

KISSINGER: Eso espero. Imagino que llegarán antes.

MAO: Ustedes no deciden. Nosotros no les apremiamos. Si lo ven necesario, adelante. Si consideran que no se puede conseguir ahora, lo pospondremos para más tarde.

[...]

KISSINGER: No es cuestión de verlo necesario; es una cuestión de posibilidades prácticas.

MAO: Es lo mismo [risas].4

En el característico estilo paradójico de Mao se planteaban dos puntos básicos de igual importancia: en primer lugar, que Pekín no iba a descartar su opción de recurrir a la fuerza en Taiwan, y en realidad contaba con utilizarla algún día; pero, en segundo lugar, al menos por el momento, Mao lo posponía, incluso más: dijo estar dispuesto a esperar cien años. La broma estaba pensada para despejar el camino y plantear la cuestión clave, una aplicación decidida de la teoría de la contención de George Kennan según la cual si se evitaba la expansión del sistema soviético, este se desplomaría a consecuencia de las tensiones internas.5 Ahora bien, mientras Kennan aplicaba sus principios básicamente al modo de hacer de la diplomacia y la política interior, Mao apuntaba hacia la confrontación directa siguiendo todo el abanico de presiones posibles.

Mao me dijo que la Unión Soviética constituía una amenaza mundial contra la que había que oponer una resistencia también mundial. Hicieran lo que hiciesen las otras naciones, China resistiría a un ataque aunque sus fuerzas tuvieran que retirarse hacia el interior del país para librar una guerra de guerrillas. No obstante, la colaboración con Estados Unidos y con otros países de ideas afines aceleraría la victoria en una lucha, cuyo resultado se preveía por la debilidad de la Unión Soviética. China no pediría ayuda ni condicionaría su colaboración a la de los demás. De todas formas, estaba preparada para adoptar estrategias convergentes, en especial con Estados Unidos. El vínculo serían las convicciones comunes y no las obligaciones formales. Podía imponerse una política soviética de resuelta contención global, alegaba Mao, pues las ambiciones soviéticas estaban por encima de sus capacidades:

MAO: Tienen que enfrentarse a tantos adversarios... Tienen que enfrentarse al Pacífico. Tienen que enfrentarse con Japón. Tienen que enfrentarse con China. Tienen que enfrentarse con el sur de Asia, donde hay unos cuantos países. Y solo tienen un millón de soldados, con los que no pueden defenderse, y mucho menos atacar. Pero no van a atacar a menos que les dejen entrar, y primero se les ofrece Oriente Próximo y Europa para que puedan desplegar las tropas en dirección este. Y para ello hace falta más de un millón de soldados.

KISSINGER: Eso no va a suceder. Estoy de acuerdo con el presidente de que si Europa, Japón y Estados Unidos se mantienen juntos —y nosotros seguimos haciendo en Oriente Próximo lo que comen tamos con el presidente la última vez—, el peligro de un ataque a China será muy reducido.

MAO: También estamos conteniendo a una parte de sus efectivos, algo que les favorece a ustedes en Europa y Oriente Próximo. Tienen, por ejemplo, tropas destacadas en Mongolia Exterior, algo que no había sucedido en la época de Jruschov. Por aquel entonces aún no habían destacado soldados en Mongolia Exterior, pues el incidente en la isla Zhenbao se produjo después de Jruschov, durante el mandato de Brézhnev.

KISSINGER: Fue en 1969. Por eso es importante que Europa occidental, China y Estados Unidos sigan un rumbo coordinado en este período.

MAO: En efecto.6

La colaboración que fomentaba Mao no se limitaba a las cuestiones asiáticas. Sin rastro de ironía, impulsó la implicación militar estadounidense en Oriente Próximo para contraatacar a los soviéticos: exactamente el tipo de «agresión imperialista» contra la que tanto se había vociferado en la propaganda china. Poco después de la guerra árabe-israelí de 1973, y tras la visita a Moscú de Sadam Husein, Irak atrajo la atención de Mao, quien presentó al país como parte de su estrategia mundial:

MAO: Y ahora, un tema crucial: la cuestión de Irak, Bagdad. No sé si podrán llevar a cabo el mismo trabajo en esta zona. Nuestras posibilidades son escasas.

ZHOU: Es relativamente complicado. Podemos establecer contacto con ellos, pero llevará un tiempo conseguir que cambien de orientación. Es posible que lo hagan cuando sufran sus consecuencias.7

Zhou sugería que para una política coordinada había que conseguir que Irak considerara que pagaba muy cara la confianza con la Unión Soviética y decidiera cambiar de orientación, como estaba haciendo en aquellos momentos Egipto. (Habría sido un comentario irónico sobre la posibilidad de que los aliados se cansaran del trato autoritario de Moscú, como le había ocurrido a China.) Así, Mao revisó los puntos fuertes y los débiles de los distintos estados de Oriente Próximo, prácticamente país por país. Subrayó la importancia de Turquía, Irán y Pakistán como barreras contra la expansión soviética. Además de Irak, le inquietaba Yemen del Sur.8 Apremió a Estados Unidos para que aumentara sus efectivos en el océano Índico. Era el defensor por antonomasia de la guerra fría; los conservadores estadounidenses habrían estado de acuerdo con él.

Japón constituía el principal componente de la estrategia coordinada de Mao. En la reunión secreta de 1971, los dirigentes chinos seguían sospechando de la connivencia entre Estados Unidos y Japón. Zhou nos previno contra el Estado nipón; la amistad existente, dijo, se desmoronará en cuanto la recuperación económica sitúe a Japón en posición de desafiarnos. En octubre de 1971 subrayó que a Japón «le habían crecido plumas en las alas y estaba a punto de despegar».9 Repliqué, y Nixon le explicó con detalle en su visita que Japón podía ser mucho más problemático aislado que como parte de un orden internacional, en el que se incluyera una alianza con Estados Unidos. En nuestras conversaciones de noviembre de 1973, Mao había aceptado ya este punto de vista. Me insistió en que me centrara más en Japón y dedicara más tiempo a cultivar la relación con sus dirigentes:

MAO: Hablemos de una cuestión sobre Japón. Esta vez permanecerá allí unos días más de lo habitual.

KISSINGER: El presidente siempre me reprende sobre este tema. Yo me tomo muy en serio lo que me dice, y en esta ocasión estaré allí dos días y medio. Tiene bastante razón. Es importante que Japón no se sienta aislado y abandonado. Tampoco debemos hacerle caer en la tentación de maniobrar.

MAO: Y eso no es obligarlo a pasar al bando soviético.10

¿Cómo iba a organizarse la coordinación mundial entre Estados Unidos y China? Mao apuntó que cada parte podía desarrollar una idea clara sobre su interés nacional y colaborar siguiendo sus propias necesidades:

MAO: Decimos también en la misma situación [gesticuló con la mano] lo que dijo su presidente cuando estuvo sentado aquí, que cada una de las partes tiene sus propios medios y actúa según lo que le dictan sus necesidades. De ahí salió que los dos países actuaran de la mano.

KISSINGER: En efecto, ambos nos enfrentamos al mismo peligro. Tal vez tengamos que utilizar métodos distintos en algún momento, pero los objetivos son los mismos.

MAO: Sería bueno. Siempre que los objetivos sean los mismos, no les perjudicaremos, y ustedes no nos perjudicarán a nosotros. Así podremos trabajar conjuntamente para tomar medidas contra algún hijo de perra. [Risas.] Puede que en alguna ocasión nosotros les critiquemos o ustedes nos critiquen. Esto, según su presidente, es la influencia ideológica. Ustedes dirán: ¡No nos fastidiéis, comunistas! Nosotros diremos: ¡No nos fastidiéis, imperialistas! A veces tenemos salidas como esta. Tienen que surgir a la fuerza.¹¹

Dicho de otra forma, cada cual podía armarse con las consignas ideológicas que satisficieran sus necesidades internas, siempre que no interfirieran en la necesidad de colaboración contra el peligro soviético. La ideología iba a quedar relegada a la gestión del interior de cada país; había desaparecido de la política exterior. Por supuesto, el armisticio ideológico solo era válido mientras los objetivos siguieran siendo compatibles.

En la ejecución de la política, Mao podía ser pragmático; en su concepción, siempre hacía el máximo esfuerzo por encontrar unos principios primordiales. Mao no había sido durante medio siglo dirigente de un movimiento ideológico para abrazar de repente el pragmatismo puro. La teoría de la contención de Kennan era aplicable fundamentalmente a las relaciones de Europa y el Atlántico; la de Mao era mundial. Según la idea de Mao, los países que se sentían amenazados por el expansionismo soviético «tenían que trazar una línea horizontal: Estados Unidos-Japón-Pakistán-Irán [...] Turquía y Europa».¹² (Así surgió el tema de Irak en un diálogo anterior.) Mao me habló de esta idea en febrero de 1973 y me explicó que este grupo tenía que ocuparse de la lucha contra la Unión Soviética. Más tarde examinó la cuestión con el ministro de Asuntos Exteriores japonés, considerando la extensión como un «gran territorio» compuesto por los países situados a lo largo de la línea frontal.¹³

Nos pusimos de acuerdo en el fondo del análisis. Pero las diferencias entre los sistemas chino y estadounidense que intentó sortear surgieron de nuevo al plantearse las cuestiones prácticas. ¿Cómo iban a aplicar la misma política dos sistemas tan distintos? Para Mao, concepción y ejecución eran lo mismo. Para Estados Unidos, la dificultad estribaba en conseguir un consenso de apoyo entre los ciudadanos y los países aliados en un momento en que el escándalo Watergate ponía en entredicho la autoridad del presidente.

La estrategia del mantenimiento de una línea horizontal contra la Unión Soviética reflejaba el análisis objetivo de China sobre la situación internacional. La necesidad estratégica constituía su propia justificación. Pero también ponía de manifiesto las ambigüedades inherentes a una política basada en gran medida en los intereses nacionales. Los cálculos comparables entre caso y caso dependían de la capacidad de cada una de las partes. Una coalición formada por Estados Unidos, China, Japón y Europa tenía que imponerse a la Unión Soviética. Pero ¿y si algunos asociados hicieran un cálculo distinto, sobre todo en ausencia de obligaciones formales? ¿Y si, como temía China, algunos decidían que el mejor sistema que tenía Estados Unidos, o Europa, o Japón, para crear equilibrio era la conciliación con la Unión Soviética en vez de la confrontación? ¿Qué ocurriría si uno de los componentes de la relación triangular intuía la oportunidad de cambiar la naturaleza del triángulo en vez de estabilizarlo? ¿Qué harían, en resumen, los otros países si se aplicaban a sí mismos el principio de la distancia y la autonomía? Así, el momento de máxima colaboración entre China y Estados Unidos llevó también a sus dirigentes a discutir de qué forma podían verse tentados los distintos elementos de la semialianza a explotarla en aras de sus propios objetivos. La idea de autonomía de China tenía una consecuencia paradójica: impedía a sus dirigentes creer en la voluntad de sus asociados de correr los mismos riesgos que ellos.

En la aplicación de esta idea de la línea horizontal, Mao, el especialista en contradicciones, se enfrentó a unas cuantas. En primer lugar, que era un concepto que costaba conciliar con el de la autonomía china. La colaboración se basaba en la confluencia de análisis independientes. Si todos coincidían con el de China, no se planteaba problema alguno. Pero en caso de desacuerdo entre las partes, los recelos de China se convertirían en algo más espinoso y difícil de superar.

La idea de la línea horizontal implicaba una versión sólida de la del concepto occidental de seguridad colectiva. En la práctica, sin embargo, la seguridad colectiva funciona más con el mínimo común denominador que sobre la base de las convicciones del país que posee el plan geopolítico más elaborado. En efecto, esta ha sido la experiencia de Estados Unidos en las alianzas que ha pretendido encabezar.

Estos problemas, inherentes a cualquier sistema mundial de seguridad, se vieron agravados en el caso de Mao, puesto que la apertura hacia América no tuvo las consecuencias que había previsto en un principio en las relaciones de Estados Unidos con la Unión Soviética. El giro de Mao hacia Estados Unidos se basaba en la creencia de que las diferencias entre estadounidenses y soviéticos impedirían, finalmente, cualquier compromiso importante entre las dos superpotencias nucleares. En cierto modo, era una de las aplicaciones de las estrategias comunistas del «frente unido» de las décadas de 1930 y 1940, como se expresaba en la consigna que se difundió después de la visita de Nixon: «Utilizar las contradicciones y derrotar a los enemigos de uno en uno». Mao había dado por supuesto que la apertura de Estados Unidos hacia China multiplicaría la desconfianza y aumentaría las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Se produjo lo primero, pero no lo segundo. Después de la apertura hacia China, Moscú inició la pugna por el favor de Washington. Se multiplicaron los contactos entre las superpotencias nucleares. Si bien Estados Unidos dejó patente que consideraba a China como un elemento básico del orden internacional e iba a apoyar a este país en caso de amenaza, el simple hecho de que Estados Unidos contara con una opción aparte, más estratégica, iba en contra de los instintos estratégicos revolucionarios de siempre.

La idea de la línea horizontal presentaba, como empezó a estudiar Mao, un problema: suponiendo que los cálculos del poder determinaran todas las conductas, la relativa debilidad militar de China haría que este país dependiera en cierta forma del apoyo estadounidense, al menos durante un período transitorio.

Precisamente por ello, en cada uno de los estadios del diálogo sobre colaboración, Mao y otros dirigentes chinos insistieron en una propuesta pensada para mantener la libertad de maniobra y la honorabilidad de China: no necesitaban protección y China era capaz de solucionar todas las crisis previsibles, en solitario si hacía falta. Utilizaron la retórica de la seguridad colectiva, pero se reservaron el derecho de imponer su contenido.

En cada una de las conversaciones que mantuvimos con Mao en 1973, el dirigente comunista se esforzó en dejar clara la impasibilidad china frente a cualquier forma de presión, incluso, y tal vez en especial, la presión nuclear. En febrero afirmó que si una guerra nuclear mataba a todos los chinos de más de treinta años, el país se beneficiaría de ello, ya que se unificaría lingüísticamente: «Si la Unión Soviética arroja sus bombas y mata a todos los chinos que tienen más de treinta años, nosotros veremos solucionado el problema [de la complejidad de tantos dialectos en China], puesto que la gente mayor como yo es incapaz de aprender el chino [mandarín]».14

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