China

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Henry Kissinger

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Cuando Mao me contó con detalle hasta qué punto tenía que replegarse hacia el interior de su país para llevar al agresor hasta el señuelo de una población hostil y envolvente, le pregunté: «¿Y si utilizan bombas en lugar de enviar a los soldados?». Él respondió: «¿Qué haríamos? Quizá usted puede montar una comisión para estudiar el problema. Dejaríamos que nos machacaran y con ello perderían recursos».15 La idea de que los estadounidenses teníamos tendencia al estudio, mientras que los chinos pasaban a la acción explica por qué Mao, a la vez que defendía su teoría sobre la línea horizontal, recurría a detalles espectaculares sobre la preparación del país para resistir en solitario en caso de que fallara la semialianza. Mao y Zhou (y, posteriormente, Deng) insistían en que China «abría túneles» y estaba preparada para sobrevivir durante décadas a base de «fusiles y mijo». En cierta forma, es probable que la grandilocuencia tuviera como finalidad encubrir la vulnerabilidad de China, aunque también reflejaba un análisis serio sobre cómo iba a enfrentarse este país a la pesadilla existencial de una guerra mundial.

Algunos observadores occidentales consideraban que las cavilaciones que Mao iba traduciendo en palabras sobre la capacidad de China de sobrevivir a una guerra nuclear, a veces con despreocupación y sentido del humor —porque en realidad el número de chinos era desproporcionado, incluso para eliminarlos con armamento nuclear—, eran una señal de un estado de perturbación mental y, en cierto sentido, debilitaban la determinación de Occidente, pues fomentaban el miedo a la guerra nuclear.

Lo que sí preocupaba a Mao, sin embargo, era tener que enfrentarse a las implicaciones de la doctrina en la que Estados Unidos y el mundo occidental basaban su idea de seguridad. La teoría dominante de la disuasión por destrucción mutua asegurada dependía de la capacidad de provocar un porcentaje determinado de devastación total. Se contaba con que el adversario poseía una capacidad comparable. ¿Cómo impedir que se convirtiera en un bluf la amenaza del suicidio mundial? Mao interpretó que la confianza de Estados Unidos en el asunto de la destrucción mutua asegurada reflejaba que ponía en duda la efectividad del resto de sus fuerzas armadas. Fue el tema de una conversación de 1975, en la que Mao entró en el fondo de nuestro dilema sobre la guerra fría nuclear: «Confían y creen en el armamento nuclear. No confían en su propio ejército».16

¿Qué haría, pues, China, expuesta al peligro nuclear sin, por un tiempo, los medios adecuados de revancha? Mao respondió que eso crearía un argumento basado en la práctica histórica y en la resistencia bíblica. No hay otra sociedad capaz de imaginar que podrá crear una política de seguridad creíble por medio de la voluntad de prevalecer después de sufrir cientos de millones de víctimas y la devastación o de la ocupación de la mayor parte de sus ciudades. Esta es la brecha que definía la diferencia entre la percepción de Occidente y la de China respecto a la seguridad. La historia de China da fe de la capacidad de este país por superar todo tipo de estragos que nadie más es capaz de dejar atrás, e imponerse haciendo valer su cultura o su extensión frente al posible conquistador. Esta fe en su propio pueblo y en su cultura era la otra cara de la moneda de las reflexiones a veces misántropas de Mao en su práctica diaria. No se trataba únicamente de que hubiera demasiados chinos; contaba también con la firmeza de su cultura y la cohesión de sus relaciones.

No obstante, los dirigentes occidentales, más en sintonía y más receptivos con su ciudadanía, no estaban preparados para librar la batalla de una forma tan categórica (si bien lo hacían indirectamente a través de su doctrina estratégica). Para ellos, había que demostrar que la guerra nuclear era el último recurso y no un procedimiento operativo estándar.

Los estadounidenses no siempre entendieron bien la independencia casi obsesiva de los chinos. Acostumbrados como estábamos a fortalecer nuestros vínculos europeos mediante un ritual tranquilizador, en ocasiones no juzgamos correctamente unas declaraciones parecidas expresadas por los dirigentes chinos. Cuando el coronel Alexander Haig, al mando del equipo que preparaba el viaje de Nixon, se reunió con Zhou en enero de 1972, utilizó el lenguaje habitual de la OTAN al decir que la administración de Nixon opondría resistencia a la lucha de los soviéticos por poner cerco a China. Mao reaccionó de forma categórica: «¿Poner cerco a China? Lo que tienen que hacer es socorrerme, ¿cómo puede ser? [...] ¿Acaso no les preocupo? Es algo así como ¡“el gato que llora por el ratón muerto”!».17

Al finalizar mi visita de noviembre de 1973, sugerí a Zhou un teléfono rojo entre Washington y Pekín como parte de un acuerdo sobre reducción de riesgos de guerra accidental. Mi objetivo era tener en cuenta los recelos de China de que las negociaciones sobre el control de armamento formaban parte de un plan entre Estados Unidos y la Unión Soviética para aislar a su país, dándole la oportunidad de participar en el proceso. Mao lo vio de otra forma. «Alguien nos quiere prestar un paraguas —dijo—. Nosotros no queremos un paraguas de protección nuclear.»18

China no compartía nuestro punto de vista estratégico sobre las armas nucleares, y mucho menos nuestra doctrina sobre seguridad colectiva; aplicaba la máxima tradicional de «utilizar a los bárbaros contra los bárbaros» a fin de conseguir una periferia dividida. La pesadilla histórica de China había sido la de que los bárbaros rechazaran tanta «utilización», se unieran y recurrieran a su fuerza superior o bien para conquistar China, o bien para dividirla en distintos feudos. Desde la perspectiva de China, la pesadilla nunca desapareció del todo, encerrada como se encontraba en una relación hostil con la Unión Soviética y la India y con sus propias sospechas respecto a Estados Unidos.

En el planteamiento fundamental respecto a la Unión Soviética existía una marcada diferencia. China se inclinaba por una postura de confrontación sin tregua. Estados Unidos era igual de intransigente frente a lo que pudiera amenazar el equilibrio internacional. Nosotros, sin embargo, manteníamos abierta la perspectiva de una mejora de las relaciones en otras cuestiones. La apertura hacia China conmocionó a Moscú; en realidad, esta había sido una de las razones que nos había movido a abordar las negociaciones. En efecto, durante los meses en los que preparamos el viaje secreto estuvimos estudiando simultáneamente una eventual cumbre entre Nixon y Brézhnev. Se plasmó antes la de Pekín, en buena parte por el intento soviético de condicionar la visita de Moscú, táctica que abandonaron en cuanto se anunció la de Nixon a Pekín. Los chinos vieron que estábamos más cerca de Moscú y Pekín que ellos entre sí. Aquello provocó unos cáusticos comentarios de los dirigentes chinos sobre la distensión.

Incluso en el punto álgido de las relaciones entre China y Estados Unidos, Mao y Zhou expresaron en alguna ocasión su inquietud acerca de la forma en que los estadounidenses podían poner en práctica su flexibilidad estratégica. ¿Acaso Estados Unidos tenía la intención de «llegar a la Unión Soviética a hombros de China»?19 ¿Tal vez el compromiso «antihegemónico» estadounidense era una estratagema y, en cuanto China bajara la guardia, Washington y Moscú actuarían en connivencia para destruir Pekín? ¿Occidente engañaba a China o se engañaba a sí mismo? En cualquier caso, la consecuencia práctica sería la de empujar las «aguas turbias de la Unión Soviética» hacia el este, en dirección a China. De esto habló Zhou en febrero de 1973:

ZHOU: Puede que ellos [los europeos] quieran empujar las aguas turbias de la Unión Soviética hacia otra dirección, hacia el este.

KISSINGER: Tanto si la Unión Soviética ataca hacia el este como si lo hace hacia el oeste, el peligro para Estados Unidos es el mismo. No ganamos nada con que ataque hacia el este. En realidad, si la Unión Soviética ataca es mejor que lo haga hacia el oeste, pues contamos con más apoyo de la opinión pública para resistir.

ZHOU: En efecto, por tanto, consideramos que también es una ilusión lo de que Europa occidental aspira a empujar a la Unión Soviética hacia el este.20

Mao, que llevaba siempre sus ideas hasta las últimas consecuencias, atribuyó a Estados Unidos una estrategia dialéctica tal como la habría puesto en práctica él. Sostuvo que Estados Unidos podía pensar en resolver el problema del comunismo de una vez por todas aplicando la lección de Vietnam: que la implicación en guerras locales representa una sangría para la superpotencia que participa en ellas. En esta interpretación, la teoría de la línea horizontal o la idea occidental de la seguridad colectiva podían convertirse en una trampa para China:

MAO: Ya que al quedar empantanados en Vietnam vivieron tantos problemas, ¿usted cree que a ellos [los soviéticos] les gustaría mucho quedar empantanados en China?

KISSINGER: ¿A la Unión Soviética?

NANCY TANG: A la Unión Soviética.

MAO: Y luego pueden dejarlos empantanados en China medio año, o uno, dos, tres o cuatro años. Después les hincan el dedo en la espalda. La consigna será luego la de la paz, es decir, derrocar el imperialismo socialista por la paz. Y quizá pueden empezar a echarles una mano en lo que sea, diciendo que en lo que necesiten les ayudaremos contra China.

KISSINGER: Es importantísimo, señor presidente, que cada uno comprenda las razones del otro. Nosotros nunca colaboraremos a sabiendas en un ataque contra China.

MAO: [interrumpe] No, no es eso. En lo que he dicho, su objetivo sería el de abatir a la Unión Soviética.²¹

Mao tenía razón. Teóricamente era una estrategia viable para Estados Unidos. Lo único que faltaba era un dirigente que la concibiera o una ciudadanía que la apoyara. La manipulación abstracta ni podía conseguirse ni era deseable en Estados Unidos; la política exterior estadounidense nunca ha podido basarse tan solo en la política de poder. La administración de Nixon hablaba sinceramente sobre la importancia que concedía a la seguridad de China. En la práctica, Estados Unidos y China intercambiaron una gran cantidad de información y colaboraron en muchos ámbitos. Pero Washington no podía renunciar al derecho a determinar las tácticas encaminadas a conseguir la seguridad de otro país, por importante que fuera.

LAS CONSECUENCIAS DEL WATERGATE

En un momento en que las perspectivas estratégicas estadounidenses y chinas se centraban en la coherencia, la crisis del Watergate amenazó con desbaratar el avance que se había conseguido en la relación al debilitar la capacidad de Estados Unidos de controlar el desafío geopolítico. Pekín no comprendió la destrucción del presidente que había ideado la apertura hacia China. La dimisión de Nixon, el 8 de agosto de 1974, y la toma de posesión del cargo por parte del presidente Gerald Ford llevaron al hundimiento del apoyo del Congreso a una política exterior activa en las subsiguientes elecciones de noviembre de 1974. Llegó la polémica sobre el presupuesto militar. Se establecieron embargos a un aliado clave (Turquía); dos comisiones del Congreso (la Comisión Church del Senado y la Comisión Pike en la Cámara de Representantes) pusieron en marcha una investigación pública sobre el ámbito de los servicios secretos, de donde salió a raudales la información clasificada de los servicios de inteligencia. Con la aprobación de la Ley Sobre los Poderes de Guerra se redujo la capacidad que tenía Estados Unidos de evitar las aventuras soviéticas en el mundo en desarrollo. Estados Unidos entraba poco a poco en una situación de parálisis interior —con un presidente no elegido frente a un Congreso hostil—, lo que proporcionó a los soviéticos la ventaja de que algunos dirigentes chinos se inclinaran a creer que era algo tramado por nosotros. A principios de 1975, la actuación del Congreso que impidió el avance de una iniciativa conjunta entre Estados Unidos y China para crear un gobierno de coalición en Camboya se interpretó en Pekín como un gesto de debilidad frente al cerco soviético de China.²² En esta coyuntura, desde el punto de vista de China, la política de distensión amenazaba con convertirse en lo que Mao denominó simulacro de combate, que creaba la ilusión, y no la realidad, del avance diplomático.

Los dirigentes chinos dieron una lección a los estadounidenses (y a muchos otros líderes occidentales) sobre los peligros de la conciliación. Las críticas chinas se cebaron sobre todo en la Conferencia de Helsinki sobre Seguridad y Cooperación, alegando que creaba la ilusión de la estabilidad y la paz.²³

La semialianza se había basado en la convicción de China de que para la seguridad mundial era indispensable la contribución estadounidense. Pekín había iniciado la relación considerando a Washington como baluarte contra el expansionismo soviético. En aquellos momentos, Mao y Zhou empezaban a intuir que lo que parecía una debilidad de Washington en realidad era un juego de más calado: el intento de enfrentar a soviéticos y chinos en una guerra pensada para la destrucción de ambos. Poco a poco, los chinos empezaron a acusar a Estados Unidos de algo peor que la traición: de falta de efectividad. Así estaban las cosas cuando, a finales de 1973, las tribulaciones que vivía China empezaron a asemejarse a las nuestras.

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El fin de la era de Mao

En cada etapa de la revolución diplomática de China, Mao se debatió entre el pragmatismo sinocentrista y el fervor revolucionario. Tuvo que escoger a la fuerza y optó a sangre fría por el pragmatismo, aunque nunca de buen grado. Cuando conocimos a Mao en 1972, ya enfermo, comentaba —con cierta ironía para un ateo confeso— que había recibido una «invitación de Dios». Había destruido o radicalizado la mayor parte de las instituciones del país, entre ellas el Partido Comunista, y echó mano cada vez más del magnetismo personal y de la manipulación de las facciones opuestas para gobernar. En aquellos momentos, cuando su mandato tocaba a su fin, su forma de aferrarse al poder y su capacidad de manipulación se iban desvaneciendo. La crisis de Lin Biao había eliminado al sucesor designado por Mao. El dirigente chino no tenía heredero claro y la China de después de Mao no contaba con proyecto alguno.

LA CRISIS DE LA SUCESIÓN

En lugar de escoger a un nuevo sucesor, Mao intentó institucionalizar su propia ambigüedad. Lo que legó a China fue un conjunto extraordinariamente complejo de rivalidades políticas, pues promocionó a funcionarios de uno y otro lado de su perspectiva sobre el destino de China. Con su característica circunlocución estimuló a ambos bandos y después los enfrentó, al tiempo que fomentaba las «contradicciones» en cada facción (por ejemplo, entre Zhou y Deng) para asegurarse de que nadie poseía un dominio lo suficientemente claro como para erigirse en autoridad comparable a la suya. En un lado estaban los administradores prácticos, con Zhou a la cabeza, a quien seguía Deng; en el otro, los puristas ideológicos alrededor de Jiang Qing y su facción de radicales de Shanghai (a los que más tarde Mao catalogó despectivamente como «la Banda de los Cuatro»). Estos insistían en la aplicación literal del Pensamiento de Mao Zedong. Entre ellos destacó Hua Guofeng, el inmediato sucesor de Mao, en quien recayó la imponente (y, a la larga, imposible de controlar) tarea de dominar las «contradicciones» que Mao había consagrado (y de cuya breve existencia tratará el siguiente capítulo).

Las dos principales facciones se enzarzaron en un sinfín de peleas sobre cultura, política, política económica y prerrogativas del poder, en resumen, sobre la forma de gobernar el país. Pero el trasfondo correspondía a las cuestiones filosóficas que habían ocupado las mentes más preclaras durante los siglos XIX y XX: cómo definir las relaciones de China con el mundo exterior y qué se podía aprender de los extranjeros, en el caso de que tuvieran algo que enseñar.

La Banda de los Cuatro defendía la involución. La facción pretendía purificar la cultura y la política chinas y eliminar de ella influencias sospechosas (en lo que se incluía cualquier tendencia tachada de extranjera, «revisionista» burguesa, tradicional, capitalista o posiblemente antipartido), a fin de revitalizar la ética china de la lucha revolucionaria y el igualitarismo radical y reorientar la vida social hacia un culto básicamente religioso de Mao Zedong. La esposa de Mao, Jiang Qing, ex actriz, supervisó la reforma y la radicalización de la tradicional ópera de Pekín y la creación de ballets revolucionarios, entre los que sobresalió El destacamento rojo femenino, representado para el presidente Nixon en 1972, para estupefacción general de la delegación estadounidense.

Después de que Lin cayera en desgracia, Jiang Qing y la Banda de los Cuatro subsistieron. Los ideólogos de su tendencia dominaron buena parte de los medios de comunicación, la universidad y la cultura y utilizaron su influencia para denigrar a Zhou, a Deng y a la supuesta tendencia de China hacia el «revisionismo». Su comportamiento durante la Revolución Cultural les había granjeado muchas enemistades en los círculos de poder, por lo que no eran los aspirantes mejor situados para la sucesión. Al carecer de contactos con el estamento militar y con los veteranos de la Larga Marcha, difícilmente podían esperar situarse en lugares destacados: una actriz y productora teatral que buscaba un puesto al que solo habían accedido un reducido número de mujeres en toda la historia china (Jiang Qing); un periodista y teórico político (Zhang Chunqiao); un crítico literario izquierdista (Yao Wenyuan), y un antiguo guardia de seguridad, que había alcanzado la fama en la revuelta contra la gestión de su fábrica y que no poseía base de poder propia (Wang Hongwen).¹

La Banda de los Cuatro se plantó contra un grupo relativamente pragmático relacionado con Zhou Enlai y, cada vez más, con Deng Xiaoping. A pesar de que Zhou fuera un comunista entregado, con décadas de fiel servicio a Mao, para muchos chinos se había convertido en el representante del orden y la moderación. Tanto para sus críticos como para sus admiradores, Zhou era el símbolo de la larga tradición china de caballerosos funcionarios mandarines: de ciudad, culto, comedido en sus hábitos personales y, dentro del espectro comunista chino, en sus preferencias políticas.

Deng tenía un estilo personal más directo y menos refinado que Zhou; de vez en cuando interrumpía sus conversaciones escupiendo ruidosamente, lo que provocaba situaciones bastante desconcertantes. No obstante, compartía, y superaba, la perspectiva de Zhou sobre una China que equilibraba sus principios revolucionarios con orden y con la búsqueda de la prosperidad. A la larga consiguió solucionar la ambigüedad de Mao entre la ideología radical y un planteamiento de reforma con base más estratégica. Ninguno de los dos creía en los principios de la democracia occidental. Ambos habían participado en las primeras fases de agitación de Mao sin mostrarse críticos con ellas. Pero contrariamente a Mao y a la Banda de los Cuatro, Zhou y Deng eran reacios a hipotecar el futuro de China en aras de la revolución permanente.

Acusados por sus críticos de «vender» China a los extranjeros, los dos reformadores de los siglos XIX y XX pretendían utilizar la tecnología y las innovaciones económicas occidentales para apuntalar el vigor del país y conservar a la vez su esencia.² Zhou se identificaba totalmente con el acercamiento chino-estadounidense y con el intento de llevar los asuntos internos del país hacia un modelo más normalizado después de la Revolución Cultural, puntos a los que se oponía la Banda de los Cuatro, pues consideraba que traicionaban los principios revolucionarios. Deng y los funcionarios afines a él, como Hu Yaobang y Zhao Ziyang, se asociaban al pragmatismo económico, lo que la Banda de los Cuatro atacaba, pues lo consideraba una recuperación de determinados aspectos del sistema capitalista.

A medida que se fue debilitando la salud de Mao, el gobierno del país se encerró en una lucha por el poder y en un debate sobre el destino de China, que afectaron profundamente las relaciones chino-estadounidenses. Cuando los radicales chinos consiguieron un poder relativo, las relaciones entre Estados Unidos y China se enfriaron; cuando la libertad de acción en Estados Unidos se vio limitada por las convulsiones internas, en China se fortalecieron los argumentos de los radicales según los cuales el país comprometía de forma innecesaria su pureza ideológica al vincular la política exterior a un país sumido en las disputas internas e incapaz de colaborar en la seguridad china. Mao intentó hasta el fin resolver la contradicción de conservar el patrimonio de la revolución permanente y mantener al mismo tiempo el acercamiento estratégico hacia Estados Unidos, que seguía considerando importante para la seguridad de su país. Siempre dio la impresión de que simpatizaba con los radicales aun cuando los intereses nacionales le llevaban a apoyar las nuevas relaciones con Estados Unidos, país que, por su parte, lo decepcionó a raíz de sus propias divisiones internas.

Mao, en la flor de la vida, habría superado los conflictos internos, pero en su vejez se debatió entre la complejidad que él mismo había creado. Zhou, que fue leal a Mao durante cuarenta años, se convirtió en una víctima de su ambigüedad.

LA CAÍDA DE ZHOU ENLAI

La supervivencia política del número dos en una autocracia es en general difícil. Exige situarse lo suficientemente cerca del dirigente para no dejar espacio posible a un futuro competidor, pero no tanto como para que el propio dirigente se sienta amenazado. Ninguno de los segundos de a bordo de Mao consiguió realizar con éxito este número de equilibrismo: Liu Shaoqi, quien ejerció como número dos con el cargo de presidente entre 1959 y 1967 y fue encarcelado durante la Revolución Cultural, y Lin Biao fueron destruidos políticamente y perdieron la vida en el proceso.

Zhou fue nuestro principal interlocutor en todas las reuniones. En nuestra visita a China en noviembre de 1973 nos percatamos de que se le veía algo más dubitativo de lo habitual e incluso que trataba a Mao con más deferencia. Pero esto se compensó con una conversación de casi tres horas con el presidente, en la revisión más completa sobre estrategia política exterior que nos habían ofrecido hasta entonces. Tras la sesión, Mao me acompañó hasta la antesala y un comunicado oficial me aclaró que el presidente y yo habíamos mantenido «una conversación profunda en un ambiente amistoso».

Con el manifiesto visto bueno de Mao, todas las negociaciones terminaron de forma rápida y favorable. El comunicado final amplió la oposición conjunta respecto a la hegemonía desde «la región asiática del Pacífico» (como en el comunicado de Shanghai de 1972) al plano mundial. Expresaba la necesidad de ahondar en las consultas entre los dos países a unos «niveles de autoridad» incluso superiores. Había que aumentar los intercambios y el comercio. Tendría que ampliarse el alcance de las oficinas de contacto. Zhou dijo que llamaría a consulta al jefe de la oficina de contacto de China en Washington para informarle sobre la naturaleza del diálogo de cooperación acordado.

Los historiadores chinos de la época indican que fue entonces cuando las críticas de la Banda de los Cuatro contra Zhou alcanzaron su punto crítico. Nos enteramos a través de los medios de comunicación de que se llevaba a cabo una campaña anticonfuciana, pero no pensamos que podía tener una importancia inmediata en la política exterior o en las cuestiones de poder de China. En sus contactos con los estadounidenses, Zhou siguió mostrando una seguridad en sí mismo imperturbable. Tan solo en una ocasión le falló la serenidad. En un banquete celebrado en el Gran Salón del Pueblo en noviembre de 1973, en una conversación general, hice el comentario de que me parecía que China se había mantenido esencialmente confuciana en su creencia en una sola verdad universal, aplicable en general, como principio de la conducta individual y de la cohesión social. Lo que había hecho el comunismo, apunté, era establecer el marxismo como el contenido de dicha verdad.

No recuerdo qué me llevó a hacer aquella afirmación, que, por muy precisa que fuera, en realidad no había tenido en cuenta los ataques de Mao contra los confucianos, que se suponía que obstaculizaban sus políticas. Zhou perdió la paciencia; fue la única ocasión en que lo vi hecho una furia. El confucianismo, dijo, era una doctrina de opresión de clase, mientras que el comunismo representaba una filosofía de la liberación. Con una insistencia inusitada, mantuvo la polémica, sin duda hasta cierto punto para que constara en el registro, en beneficio de Nancy Tang, la intérprete cercana a Jiang Qing, y a Wang Hairong, la sobrina nieta de Mao, que no se movía del círculo de Zhou.

Poco después nos enteramos de que Zhou padecía cáncer y lo habían retirado de las ocupaciones de gestión diarias. A ello le siguió un cambio espectacular. La visita a China había terminado con nota. La reunión con Mao no solo había sido la más fundamental de todas, sino que su simbolismo —su extensión, las efusivas muestras de cortesía, como el detalle de acompañarme hasta la antesala, el cordial comunicado— estaba pensado para poner énfasis en su significado. Mientras me iba, Zhou me dijo que consideraba que aquel había sido el diálogo más importante desde la visita secreta:

ZHOU: Le deseamos éxito a usted y también al presidente.

KISSINGER: Se lo agradezco y le agradezco asimismo la recepción que nos han ofrecido, como siempre.

ZHOU: Lo merecían. Y una vez establecido el rumbo, como en 1971, seguiremos con él.

KISSINGER: Nosotros haremos lo mismo.

ZHOU: Por eso utilizamos la expresión visión de futuro para describir su reunión con el presidente.³

El diálogo recogido en el comunicado nunca se concretó en la realidad. Las negociaciones sobre cuestiones económicas casi definidas del todo se quedaron sobre el papel. El jefe de la oficina de contacto volvió a Pekín, pero no regresó a Washington hasta al cabo de cuatro meses. El funcionario del Consejo de Seguridad Nacional encargado de China informó de que las relaciones bilaterales habían quedado «inmovilizadas».4 En el lapso de un mes, se hizo patente el cambio en la suerte de Zhou, aunque no su alcance.

A partir de entonces se supo que en diciembre de 1973, cuando aún no había transcurrido un mes después de lo descrito anteriormente, Mao obligó a Zhou a pasar por unas «sesiones de autocrítica» ante el Politburó para justificar su política exterior, descrita como excesivamente acomodaticia por Nancy Tang y Wang Hairong, los incondicionales del círculo de Mao. Durante las sesiones, Deng, de vuelta del exilio como posible alternativa a Zhou, resumió así las críticas imperantes: «Tu posición está a un paso [del] presidente. [...] Para otros, la presidencia está cercana, pero fuera de su alcance. En cambio, para ti está cercana y al alcance de la mano. Espero que lo tengas siempre en mente».5 En efecto, acusaban a Zhou de ser excesivamente ambicioso.

Cuando terminó la sesión, en una reunión del Politburó se criticó abiertamente a Zhou:

En general, [Zhou] pasó por alto el principio de evitar el «derechismo» en su alianza [con Estados Unidos]. Eso se debió fundamentalmente a que había pasado por alto las instrucciones del presidente. Sobrestimó el poder del enemigo y menospreció el poder del pueblo. Tampoco entendió el principio de combinar la diplomacia con el apoyo a la revolución.6

A principios de 1974, Zhou desapareció como dirigente político, supuestamente a causa del cáncer que padecía. Sin embargo, la enfermedad no basta para explicar el olvido en el que cayó. Ninguna autoridad china volvió a referirse a él. En mi primera reunión con Deng a comienzos de 1974, en repetidas ocasiones citó a Mao, pero hizo caso omiso de mis referencias a Zhou. Si había que referirse al historial de la negociación, nuestros homólogos chinos citaban las dos conversaciones con Mao en 1973. Vi a Zhou solo en otra ocasión en diciembre de 1974, cuando llevé a unos miembros de mi familia a Pekín en una visita oficial. Mi familia fue invitada al encuentro. Allí, en lo que nos dijeron que era un hospital pero parecía un pabellón de huéspedes estatal, Zhou evitó hablar de temas políticos o diplomáticos aduciendo que sus médicos le habían prohibido que hiciera esfuerzos. La entrevista duró poco más de veinte minutos. Se había organizado con esmero para dejar claro que el diálogo sobre las relaciones chino-estadounidenses con Zhou habían terminado.

Era un triste final a una carrera caracterizada por la lealtad absoluta hacia Mao. Zhou se había mantenido al lado del viejo presidente en los momentos de crisis que le habían obligado a compensar su admiración por el liderazgo revolucionario de Mao con el instinto pragmático y más humano de su propia naturaleza. Había sobrevivido porque era indispensable y, en un sentido decisivo, leal, demasiado leal, afirmaban sus críticos. Lo habían destituido del cargo cuando parecía que la tormenta amainaba y tenía el fin cerca. No había discrepado de la política de Mao como lo había hecho Deng diez años antes. En ningún contacto con Estados Unidos se detectó desviación alguna de lo que Mao había dicho (en cualquier caso, el presidente controlaba las reuniones leyendo todas las noches las transcripciones). Es cierto que Zhou trató a las delegaciones estadounidenses con la máxima —aunque distante— cortesía; aquel era el requisito previo para avanzar en la asociación con Estados Unidos que exigía la problemática situación de seguridad de su país. Yo interpreté su modo de actuar como una forma de facilitar lo que necesitaba China, no como una concesión a mi persona o a la de otros compatriotas míos.

Puede que Zhou hubiera empezado a plantearse la relación con Estados Unidos como algo permanente, mientras que Mao la consideraba una fase táctica. Tal vez Zhou había llegado a la conclusión de que China, recién salida de la devastación de la Revolución Cultural, no sería capaz de prosperar en el mundo a menos que pusiera fin a su aislamiento y pasara a formar parte del orden internacional. En realidad, es algo que supuse por el comportamiento de Zhou, no por sus palabras. En nuestro diálogo, nunca surgió ningún comentario personal. Al hablar conmigo, algunos de sus sucesores se refieren a él llamándole «su amigo Zhou». En la medida en que se refieren literalmente a esta condición —aunque aprecie un trasfondo irónico—, lo considero un honor.

Políticamente renqueante, escuálido, en fase terminal, Zhou hizo una última aparición pública en enero de 1975. Fue en una reunión del Congreso Nacional del Pueblo de China, la primera convocatoria de este tipo desde el inicio de la Revolución Cultural. Zhou, técnicamente, seguía siendo el primer ministro. Inauguró el congreso con alabanzas a la Revolución Cultural y a la campaña anticonfuciana formuladas con gran meticulosidad, es decir, a lo que prácticamente le había destruido, aunque él hablaba de su influencia calificando los dos hitos como «singulares», «importantes» y «trascendentales». Fue la última declaración pública de lealtad al presidente con el que había colaborado durante cuarenta años. Pero a medio discurso, Zhou emprendió, como si se tratara de la continuación lógica del programa, una nueva dirección. Volvió a examinar la propuesta que permanecía latente desde antes de la Revolución Cultural: dijo que China tenía que esforzarse por conseguir una «amplia modernización» en cuatro sectores clave: agricultura, industria, defensa nacional y ciencia y tecnología. Zhou precisó que hacía este llamamiento —en efecto, un rechazo de los objetivos de la Revolución Cultural— «siguiendo instrucciones del presidente Mao», si bien no aclaró cuándo y dónde se habían formulado estas.7

Zhou exhortó a China a lograr las «cuatro modernizaciones» «antes de que acabara el siglo». Quienes le escuchaban comprendieron que él no vería hecho realidad su objetivo. Y tal como atestiguaba la primera parte de su discurso, suponiendo que se llevara a cabo la modernización, se conseguiría después de otra lucha ideológica. Aun así, los allí presentes recordarían sus palabras, en parte previsión, en parte reto: «A finales del siglo XX, la economía nacional china se situará entre las primeras del mundo».8 En los años posteriores, algunos considerarían aquellas palabras y abogarían por el progreso tecnológico y la liberalización económica, incluso corriendo un serio riesgo político y personal.

ÚLTIMAS REUNIONES CON MAO: LAS GOLONDRINAS Y LA TORMENTA QUE SE AVECINA

Después de la desaparición de Zhou, a principios de 1974, Deng Xiaoping se convirtió en nuestro interlocutor. Pese a que acababa de regresar del exilio, se ocupó de los asuntos con el aplomo y la seguridad en sí mismo que parecían innatos en los dirigentes chinos, y poco después fue nombrado viceprimer ministro ejecutivo.

Para entonces ya se había abandonado —hacía tan solo un año— la idea de la línea horizontal, porque se asemejaba demasiado a los conceptos de alianza tradicionales y limitaba la libertad de acción de China. En su lugar, Mao presentó la perspectiva de los «tres mundos», que ordenó a Deng anunciar en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU en 1974. El nuevo planteamiento sustituía la línea horizontal por una perspectiva de tres mundos: Estados Unidos y la Unión Soviética pertenecían al primer mundo; Japón y Europa formaban parte del segundo mundo; y todos los países subdesarrollados constituían el Tercer Mundo, al que también pertenecía China.9

Según esta perspectiva, los asuntos del mundo se desarrollaban a la sombra del conflicto entre las dos superpotencias nucleares. Como expuso Deng en su discurso en la ONU:

Puesto que las dos superpotencias compiten por la hegemonía en el mundo, las contradicciones entre ellas son irreconciliables; una de ellas no tiene más opción que dominar a la otra o ser dominada por ella. Su compromiso y su connivencia solo pueden ser parciales, temporales y relativos, mientras que su discrepancia lo abarca todo, es permanente y absoluta. [...] Pueden llegar a ciertos acuerdos, pero no son más que de fachada, engañosos.10

El mundo en desarrollo tenía que utilizar aquel conflicto para sus propios objetivos: las dos superpotencias habían «creado su propia antítesis» al «suscitar una fuerte resistencia entre el Tercer Mundo y la población de todo el planeta».¹¹ El auténtico poder no reside en Estados Unidos o la Unión Soviética; al contrario: «Quien tiene realmente el poder es el Tercer Mundo y la población de todos los países al unirse, atreverse a luchar y atreverse a ganar».¹²

La teoría de los tres mundos devolvió a China la libertad de acción, como mínimo desde el punto de vista ideológico. Permitía diferenciar entre las dos superpotencias a conveniencia. Proporcionaba un medio para que China consiguiera un papel activo, independiente, a través de su función en el mundo en desarrollo, y le facilitaba además flexibilidad táctica. Así y todo, no podía resolver el desafío estratégico de China, como había explicado Mao en sus dos largas conversaciones en 1973: la Unión Soviética constituía una amenaza para Asia y Europa; China tenía que participar en el mundo si quería acelerar su desarrollo económico; y había que mantener la semialianza entre China y Estados Unidos, a pesar de que la evolución interna de ambos países presionaba a sus gobiernos en dirección contraria.

¿Había alcanzado suficiente influencia con Mao el elemento radical para llevar a la destitución de Zhou? ¿O puede que Mao utilizara a los radicales para derribar a su número dos de la misma manera que había hecho con los predecesores de Zhou? Sea cual fuere la respuesta, Mao necesitaba la triangulación. Simpatizaba con los radicales, pero era un estratega demasiado destacado para abandonar la seguridad que podía proporcionar Estados Unidos; al contrario, pretendía fortalecerla todo el tiempo que los estadounidenses demostraran ser unos socios efectivos.

Un acuerdo impreciso conseguido en una cumbre entre el presidente Ford y el primer ministro soviético Brézhnev en Vladivostok, en noviembre de 1974, complicó las relaciones entre Estados Unidos y China. Se había tomado la decisión por razones puramente prácticas. Ford, como nuevo presidente, tenía interés en conocer a su homólogo soviético. Se decidió que no podían ir a Europa sin haber establecido contacto con algunos dirigentes europeos deseosos de entablar relaciones con el nuevo presidente, lo que iba a apretar bastante la agenda del presidente estadounidense. Durante la presidencia de Nixon ya se había programado un viaje a Japón y Corea; un desvío de veinticuatro horas a Vladivostok no era excesivo para la planificación presidencial.

Durante el proceso, no tuvimos en cuenta que Rusia se había hecho con Vladivostok un siglo antes en uno de los «tratados desiguales» constantemente criticados en China y que la ciudad se encontraba en el extremo oriental ruso, donde los conflictos entre China y la Unión Soviética habían llevado a la nueva planificación de nuestra política respecto a China hacía unos años. Las conveniencias técnicas habían pasado por encima del sentido común.

La irritación de los chinos con Washington tras la reunión de Vladivostok seguía patente cuando me desplacé de Vladivostok a Pekín en diciembre de 1974. Fue la única visita en la que Mao no me recibió. (Puesto que nunca podía solicitarse una reunión, el desaire podía presentarse como una omisión en lugar de como un rechazo.)

Dejando a un lado el traspié, Estados Unidos siguió fiel a la estrategia iniciada durante la administración de Nixon, independientemente de las fluctuaciones en las políticas internas de China y Estados Unidos. Suponiendo que los soviéticos hubieran atacado China, ambos presidentes con los que trabajé, Richard Nixon y Gerald Ford, habrían apoyado totalmente a China y hecho todo lo posible para acabar con la aventura soviética. Estábamos también firmemente decididos a defender el equilibrio internacional. Así y todo, consideramos que se servía mejor a los intereses estadounidenses y a la paz mundial si Estados Unidos mantenía la capacidad de diálogo con los dos gigantes comunistas. Si nos situábamos más cerca de cada uno de ellos de lo que se encontraban ambos entre sí podíamos conseguir la máxima flexibilidad diplomática. Lo que Mao describía como «simulacro de combate» era lo que tanto Nixon como Ford creían imprescindible para establecer un consenso en política exterior después de la guerra de Vietnam, del Watergate y de la llegada al poder de un presidente no electo.

En esta situación internacional e interior, mis dos últimas conversaciones con Mao tuvieron lugar en octubre y diciembre de 1975. Brindó la ocasión para ello la primera visita a China del presidente Ford. La primera reunión se dedicó a preparar la cumbre entre los dos dirigentes; la segunda, a la conversación en sí. En ellas, además de dejar patente un resumen de las últimas perspectivas del presidente que se encontraba a las puertas de la muerte, se demostró la colosal fuerza de voluntad de Mao. Su salud ya era precaria cuando se reunió con Nixon; pero luego estaba en una situación física desesperada. Necesitaba la asistencia de dos enfermeras para levantarse de la silla. Apenas podía hablar. Dado que el chino es una lengua tonal, Mao, martirizado por las dolencias, mandó a la intérprete poner por escrito el significado de los resuellos que salían de su maltrecho cuerpo. Esta le mostraba luego la interpretación y él asentía o negaba con la cabeza ante el texto. Teniendo en cuenta sus enfermedades, el presidente llevó adelante las dos conversaciones con una lucidez extraordinaria.

Más destacable fue la forma en que dichos encuentros reflejaron la agitación interior que vivía Mao cuando ya tenía un pie en la tumba. Con sarcasmo y agudeza, provocando y también colaborando, sus salidas rezumaban una convicción revolucionaria en pugna con un complejo sentido de la estrategia. Mao inició la conversación del 21 de octubre de 1975 poniendo en cuestión un comentario banal que le hice a Deng el día anterior en el sentido de que China y Estados Unidos no querían nada uno del otro: «Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir a la otra, ¿por qué habría venido usted a Pekín? Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir, ¿por qué deseaba venir a Pekín y por qué nosotros hemos estado dispuestos a recibirle a usted y al presidente?».¹³ En otras palabras, las expresiones de buena voluntad abstractas no tenían sentido alguno para el apóstol de la revolución permanente. Seguía en su búsqueda de una estrategia común, y como estratega, reconocía la necesidad de las prioridades aunque fuera a costa de sacrificar temporalmente algunos de los objetivos históricos de China. Así pues, avanzó una garantía respecto a la reunión anterior: «La cuestión secundaria es Taiwan; la primordial, el mundo».14 Como tenía por costumbre, Mao llevó al extremo la necesidad con su característica combinación de fantasía, imperturbable paciencia e implícita amenaza, en algunos momentos con un discurso esquivo, cuando no insondable. No solo mantuvo la calma, como había indicado que haría en la reunión con Nixon y las siguientes conmigo, sino que no quiso confundir el debate sobre Taiwan con la estrategia para la protección del equilibrio mundial. Por consiguiente, hizo una afirmación impensable dos años antes: dijo que en aquellos momentos China no quería Taiwan:

MAO: Es mejor que esté en sus manos. Si quisieran devolvérmelo ahora, diría que no, porque no es algo deseable. Allí hay un hatajo de contrarrevolucionarios. Dentro de cien años nos interesará [gesticuló con la mano] y entonces lucharemos por recuperarla.

KISSINGER: Cien años no.

MAO: [Contando con gestos de la mano] Es difícil precisarlo. Cinco años, diez, veinte, cien años. Es difícil precisarlo. [Señala hacia el techo] Y cuando me vaya al cielo y vea a Dios, le diré que es mejor que Taiwan esté bajo la tutela de Estados Unidos.

KISSINGER: Le sorprenderá mucho oír eso del presidente.

MAO: No, porque Dios les protege a ustedes, no a nosotros. Dios no nos quiere [gesticula con las manos] porque yo soy un caudillo militante, y además comunista. He aquí por qué no me quiere. [Señala a los tres estadounidenses]15 Les quiere a usted, a usted y a usted.16

No obstante, existía una urgencia en llevar correctamente la cuestión de la seguridad internacional: según Mao, China había pasado al último lugar en las prioridades estadounidenses entre los cinco centros de poder del mundo, con la Unión Soviética en la primera posición, seguida por Europa y Japón: «Vemos que lo que hacen es saltar hacia Moscú utilizando como palanca nuestros hombros, unos hombros que ahora resultan inútiles. Estamos en quinto lugar. Somos el dedo meñique».17 Por otra parte, seguía Mao, a los países europeos, aunque superaran a China en términos de poder, les intimidaba la Unión Soviética, lo que resumió en una alegoría:

MAO: Este mundo no está tranquilo; se avecina una tormenta de viento y lluvia. Y ante la llegada de la lluvia y el viento, vemos a las golondrinas atareadas.

TANG: Él [el presidente] me pregunta cómo se dice «golondrina» en inglés y qué significa «gorrión». Le he respondido que son dos pájaros distintos.

KISSINGER: Sí, aunque espero que tengamos un poco más de influencia sobre la tormenta que las golondrinas sobre el viento y la lluvia.

MAO: Es posible posponer la llegada del viento y de la lluvia, pero difícil impedir que vengan.18

Cuando repliqué que estábamos de acuerdo sobre la llegada de la tormenta, pero maniobrábamos para situarnos en la mejor posición de cara a la supervivencia, Mao respondió con una palabra lapidaria: «Dunkerque».19

Mao explicó que el ejército estadounidense en Europa no era suficientemente fuerte para oponer resistencia al ejército de tierra soviético y que la opinión pública impediría utilizar armamento nuclear. No aceptó mi afirmación de que Estados Unidos probablemente utilizaría armamento nuclear en defensa de Europa: «Existen dos posibilidades. Una es la de ustedes; la otra, la del New York Times»20 (en referencia al libro Can America Win the Next War?, del periodista del New York Times Drew Middleton, quien ponía en duda que Estados Unidos pudiera imponerse en una guerra general con la Unión Soviética en Europa). Al menos, añadió el presidente, no tiene importancia, porque ni en un caso ni en otro China confiaría en las decisiones de otros países:

Adoptamos la estrategia de Dunkerque, es decir, dejaremos que ocupen Pekín, Tianjin, Wuhan y Shanghai y de esta forma, por medio de estas tácticas venceremos y el enemigo quedará derrotado. Las dos guerras mundiales, la primera y la segunda, se llevaron a cabo de esta forma y la victoria se consiguió más tarde.²¹

Mientras tanto, Mao hacía un esbozo en el que colocaba algunas piezas en su perspectiva internacional del tablero de wei qi. Europa estaba «demasiado dispersa, demasiado disgregada»;²² Japón aspiraba a la hegemonía; la unificación alemana era deseable, pero solo iba a conseguirse si se debilitaba la Unión Soviética, y «sin una lucha, no podía debilitarse la Unión Soviética».²³ En cuanto a Estados Unidos, «no hacía falta llevar de aquella forma el caso Watergate»,24 es decir, destruir a un presidente de probada solidez por unas controversias de carácter interno. Mao invitó al secretario de Defensa, James Schlesinger, a visitar China —tal vez como parte integrante del séquito del presidente Ford en su visita, donde podría recorrer las regiones fronterizas cercanas a la Unión Soviética, como Xinjiang y Manchuria—. Probablemente, esto se hizo para demostrar que Estados Unidos estaba dispuesto a correr el riesgo de enfrentarse a la Unión Soviética. Se trataba asimismo de un intento poco sutil de situar a China en las discusiones internas estadounidenses, puesto que se había informado de que Schlesinger había cuestionado la política de distensión reinante.

Parte de la dificultad se centraba en un problema de perspectiva. Mao era consciente de que no iba a durar mucho y estaba impaciente por asegurar que después de él se impondría su punto de vista. Habló con la melancolía propia de la senectud, intelectualmente consciente de los límites, aún no preparado del todo para enfrentarse a que, para él, el repertorio de alternativas iba disminuyendo y desaparecían los medios para ponerlas en práctica.

MAO: He cumplido ya ochenta y dos años. [Señala al secretario Kissinger] ¿Cuántos años tiene usted? Cincuenta tal vez.

KISSINGER: Cincuenta y uno.

MAO: [Señala al viceprimer ministro Deng] Él, setenta y uno. [Agita las manos] Y cuando estemos todos muertos, yo mismo, él [Deng], Zhou Enlai y Ye Jianying, usted seguirá vivo. ¿Ve? Nosotros, los viejos, no lo lograremos. No vamos a seguir adelante.25

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