China

China


Henry Kissinger

Página 24 de 31

Las cosas no podían quedar de aquella forma. Durante el otoño de 1989, las relaciones entre China y Estados Unidos llegaron al punto más complicado desde que se había reanudado el contacto en 1971. Ninguno de los dos gobiernos deseaba una ruptura, pero tampoco estaba en situación de evitarla. La ruptura, en caso de producirse, podía generar su propia dinámica, de la misma forma que el conflicto chino-soviético había pasado de una serie de controversias tácticas a una confrontación estratégica. Estados Unidos habría perdido su flexibilidad diplomática. China se vería obligada a frenar su impulso económico o quizá incluso a paralizarlo durante un importante período, lo que acarrearía graves consecuencias para su estabilidad nacional.

Ambos perderían la oportunidad de partir de los muchos puntos de colaboración bilateral, que habían experimentado un claro avance a finales de la década de 1980, y de trabajar juntos para superar las convulsiones que amenazaban la estabilidad en distintas partes del mundo.

En medio de aquellas tensiones, acepté una invitación de las autoridades chinas para visitar Pekín aquel noviembre a fin de sacar mis propias conclusiones. Fue una visita privada de cuya planificación se informó al presidente y al general Scowcroft. Antes de salir hacia China, Scowcroft me informó sobre el estado de nuestras relaciones con este país, un procedimiento que, dada la larga historia de mi implicación con China, habían ido siguiendo casi todas las administraciones. Me puse al corriente de las conversaciones que había tenido con Deng. No me dio ningún mensaje específico que transmitir, si bien dijo que, si surgía la ocasión, esperaba que procurara insistir en los puntos de vista de la administración. Yo, como de costumbre, iba a comunicar mis impresiones a Washington.

Al igual que la mayoría de los estadounidenses, me sorprendió la forma en que había finalizado la protesta. Pero a diferencia de muchos, yo había tenido la oportunidad de observar el trabajo hercúleo que había llevado a cabo Deng durante quince años para obrar un cambio en el país: llevar a los comunistas a aceptar la descentralización y la reforma; conseguir que la estrechez de miras de los chinos experimentara un cambio hacia la modernidad y hacia un mundo globalizado, una perspectiva a menudo rechazada por China. Por otra parte, yo era testimonio de sus constantes esfuerzos por mejorar los vínculos chino-estadounidenses.

La China que vi en aquella ocasión había perdido la seguridad en sí misma que me había mostrado en mis anteriores visitas. Durante el período de Mao, los dirigentes chinos representados por Zhou actuaban con la confianza que les proporcionaba la ideología y el criterio sobre las cuestiones internacionales, todo ello aderezado por una memoria histórica que se remontaba a milenios atrás. La China de la primera época de Deng se caracterizaba por una fe casi inocente en el hecho de que si superaban el recuerdo del sufrimiento de la Revolución Cultural conseguirían una guía que les llevaría al progreso económico y político basado en la iniciativa individual. Pero en la década transcurrida desde la promulgación del programa de reforma de Deng, de 1978, China había vivido, junto con el júbilo del éxito, algunas de las penalidades que se le impusieron. El paso de la planificación central a una toma de decisiones más descentralizada experimentó la constante amenaza procedente de dos flancos: la resistencia de una burocracia arraigada, con sus intereses creados en la situación establecida, y las presiones de los reformadores, que se impacientaban porque consideraban que el proceso se alargaba en exceso. La descentralización económica llevó a las reivindicaciones de pluralismo en las decisiones políticas. En este sentido, la revuelta china reflejó los problemas de la reforma del comunismo, de difícil solución.

En Tiananmen, los líderes chinos habían optado por la estabilidad política. La habían llevado a cabo con timidez después de casi seis semanas de controversia interna. No oí justificación emocional alguna de los sucesos del 4 de junio; los trataron como un desafortunado accidente que les hubiera caído del cielo. Las autoridades chinas, sorprendidas ante las reacciones del mundo exterior sobre sus propias divisiones, se habían centrado en intentar restablecer el prestigio internacional. A pesar de la habilidad tradicional de los chinos de situar al extranjero a la defensiva, quienes hablaron conmigo mostraron las dificultades por las que atravesaban; no acertaban a entender por qué Estados Unidos se ofendía ante un acontecimiento que no había perjudicado los intereses materiales de su país y al que China no consideraba que tuviera ningún peso fuera de su propio territorio. Se rechazaron las explicaciones sobre el compromiso histórico de Estados Unidos en materia de derechos humanos, considerándolas, por un lado, una forma de «intimidación» occidental y, por otro, una señal de afirmación personal gratuita de un país que tenía sus propios problemas, también en materia de derechos humanos.

En nuestras conversaciones, los líderes de Pekín siguieron su objetivo estratégico básico: restablecer la relación de trabajo con Estados Unidos. En cierto modo, se volvió al modelo de las primeras reuniones con Zhou. ¿Encontrarían las dos sociedades la forma de colaborar? De ser así, ¿sobre qué base? Se habían invertido los papeles. Durante los primeros contactos, los dirigentes chinos hicieron hincapié en las peculiaridades de la ideología comunista. Ahora buscaban una justificación con perspectivas compatibles.

Deng introdujo el tema clave, es decir, que la paz en el mundo dependía en buena parte del orden en China:

El caos puede llegar de la noche a la mañana. No será fácil mantener el orden y la tranquilidad. Si el gobierno chino no hubiera adoptado unas medidas determinadas en Tiananmen, en China habría estallado una guerra civil. Y teniendo en cuenta que aquí vive una quinta parte de la población del planeta, la inestabilidad habría provocado inestabilidad en el mundo, lo que podría haber implicado incluso a las grandes potencias.

La interpretación de la historia de un país expresa su memoria. Para aquella generación de dirigentes chinos, el traumático acontecimiento de la historia de China fue el desmoronamiento de su autoridad central en el siglo XIX, lo que estimuló la invasión del mundo exterior, el semicolonialismo o la competencia colonial, y se tradujo en unos altos niveles de víctimas en guerras civiles, como en el caso de la rebelión Taiping.

Según Deng, el objetivo de estabilizar China era la contribución constructiva a un nuevo orden internacional. Las relaciones con Estados Unidos eran un punto clave. Como me dijo Deng:

Esto es algo que los demás han de tener claro cuando yo me haya retirado.27 Lo primero que hice cuando me pusieron en libertad fue prestar atención a la mejora de las relaciones chino-estadounidenses. Deseo también acabar con el pasado reciente, conseguir que estas relaciones vuelvan a su cauce. Quisiera decir a mi amigo, el presidente Bush, que durante su mandato como presidente veremos una mejora en las relaciones entre China y Estados Unidos.

Según Li Ruihuan (ideólogo del Partido y considerado liberal por los analistas): «El obstáculo estriba en el hecho de que los estadounidenses creen que comprenden mejor China que el propio pueblo chino». Lo que no podía aceptar China era las imposiciones de fuera:

Desde 1840, el pueblo chino se ha visto amedrentado por los extranjeros; por aquel entonces era una sociedad semifeudal. [...] Mao luchó toda su vida por dejar sentado que China debía mostrarse amistosa con países que nos trataban en pie de igualdad. En 1949, Mao dijo: «El pueblo chino ha plantado cara». Con ello quería decir que los chinos iban a situarse como iguales entre otras naciones. A nadie le gusta que otros dicten lo que tiene que hacer. Pero a los estadounidenses les gusta decir a los demás que hagan esto o lo otro. Al pueblo chino no le gusta recibir instrucciones de nadie.

Intenté explicar al ministro de Asuntos Exteriores, Qian Qichen, las presiones internas y los valores que movían la actuación de los estadounidenses. Qian no quiso saber nada de ello. China actuaría siguiendo su ritmo, basándose en sus intereses nacionales, algo que no podían establecer los extranjeros:

QIAN: Procuramos mantener la estabilidad política y económica y seguir impulsando la reforma y el contacto con el mundo exterior. No podemos actuar bajo presión de Estados Unidos. En fin, avanzamos en esta dirección.

KISSINGER: Precisamente a lo que me refería. Mientras avanzan en esta dirección pueden surgir aspectos relativos a la presentación que resulten positivos.

QIAN: China inició la reforma económica por interés propio y no por lo que podía desear Estados Unidos.

Las relaciones internacionales, según la perspectiva china, estaban marcadas por el interés y los objetivos nacionales. Si aquel era compatible, sería posible, incluso necesaria, la colaboración. Nada podía sustituir la convergencia de intereses. Para este proceso, las estructuras internas eran irrelevantes, algo que habíamos experimentado ya anteriormente cuando surgieron puntos de vista dispares sobre las actitudes de los jemeres rojos. Según Deng, la relación entre Estados Unidos y China había prosperado cuando se habían respetado estos principios:

En el momento en que usted y el presidente Nixon decidieron restablecer las relaciones con China, nuestro país no solo luchaba por el socialismo, sino también por el comunismo. La Banda de los Cuatro optaba por un sistema de pobreza comunista. Entonces ustedes aceptaron nuestro comunismo. Por consiguiente, no existe razón para no aceptar ahora el socialismo chino. Ya ha pasado a la historia la época de gestionar las relaciones entre estados sobre la base de los sistemas sociales. Hoy en día, los países con distintos sistemas sociales pueden establecer relaciones de amistad. Podríamos encontrar muchísimos intereses comunes entre China y Estados Unidos.

Hubo una época en que el mundo democrático habría celebrado que un dirigente chino renunciara a la defensa de la ideología comunista como prueba de una evolución positiva. En aquellos momentos en que los herederos de Mao planteaban que había terminado la era de la ideología y que el factor determinante era el interés nacional, algunas autoridades estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran imprescindibles para garantizar la compatibilidad entre los intereses nacionales. Esta premisa —rayana en el dogma de fe para muchos analistas de Estados Unidos— sería difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de los gobiernos de Europa (entre los cuales cabe citar Gran Bretaña, Francia y Alemania) estaban gobernados por instituciones básicamente democráticas. Aun así, todos los parlamentarios electos aprobaron con entusiasmo la guerra, una catástrofe de la que Europa nunca se ha recuperado del todo.

Pero tampoco es obvio el cálculo sobre el interés nacional. En las relaciones internacionales, probablemente el poder nacional y el interés nacional son los elementos más difíciles de calcular con precisión. Muchas guerras se desencadenan a raíz de un cálculo erróneo de las relaciones de poder y por presiones internas. Durante el período que nos ocupa, distintas administraciones estadounidenses propusieron soluciones diferentes al dilema de equilibrar el compromiso respecto a los ideales políticos de Estados Unidos y la consecución de unas relaciones pacíficas y productivas entre Estados Unidos y China. La administración de George H.W. Bush optó por fomentar las opciones estadounidenses a través del compromiso; la de Bill Clinton, en su primer mandato, se inclinó por la presión. Ambas tuvieron que enfrentarse a la realidad de que, en política exterior, las máximas aspiraciones de un país en general se consiguen en estadios imperfectos.

La dirección básica de una sociedad se configura a través de sus valores, que son los que definen sus supremos objetivos. Cabe tener en cuenta también que una de las pruebas que definen el arte del buen gobierno es la aceptación de los límites de la propia capacidad; esta implica la valoración de las posibilidades. Los filósofos son responsables de su intuición. A los estadistas se les juzga por la capacidad de mantener sus ideas a lo largo del tiempo.

El intento de cambiar la estructura interna de un país de la magnitud de China puede tener consecuencias imprevistas. La sociedad estadounidense nunca debería abandonar su compromiso para con la dignidad humana. Y la importancia de este compromiso no es menor por el reconocimiento de que tal vez las ideas de derechos humanos y libertades individuales no puedan trasladarse de forma directa, en un período de tiempo finito orientado hacia ciclos políticos e informativos occidentales, a una civilización que durante milenios se ha regido por conceptos distintos. Tampoco puede menospreciarse el miedo ancestral chino al caos político como algo anacrónico e irrelevante que hay que «corregir» mediante el progresismo occidental. La historia china, sobre todo la de los dos últimos siglos, proporciona un gran número de ejemplos en los que la división en la autoridad política —en ocasiones creada con grandes expectativas de aumento de las libertades— ha desencadenado convulsiones sociales y étnicas; y con frecuencia no se impusieron los elementos más liberales, sino los más combativos.

Siguiendo el mismo principio, los países que establecen acuerdos con Estados Unidos deben comprender que entre los valores básicos de nuestro país está el concepto inalienable de los derechos humanos y que las opiniones de este país no pueden separarse de la idea que tiene sobre la práctica de la democracia. Existen atropellos que provocan una reacción en Estados Unidos, y que ponen en peligro una relación. Este tipo de acontecimientos llega a situar la política exterior estadounidense más allá de los cálculos sobre sus intereses nacionales. Ningún presidente de Estados Unidos puede ignorarlos, si bien debe andar con tiento a la hora de definirlos y ser consciente del principio de las consecuencias imprevistas, algo que los dirigentes de otros países no deberían dejar a un lado. La manera de definir y de establecer el equilibrio ha de determinar la naturaleza de la relación de Estados Unidos con China, y tal vez incluso la paz del mundo.

Los estadistas de los dos países se enfrentaron a esta alternativa en noviembre de 1989. Deng, práctico como siempre, sugirió hacer un esfuerzo para establecer un nuevo concepto de orden internacional que estipulara la no intervención en asuntos internos en un principio general de política exterior: «Considero que deberíamos proponer el establecimiento de un nuevo orden político internacional. No hemos avanzado mucho en la creación de un nuevo orden económico internacional. Así pues, habría que pasar a un nuevo orden político que se atenga a los cinco principios de coexistencia pacífica». Uno de ellos es, sin duda, prohibir la intervención en los asuntos internos de otros países.28

Más allá de todos estos principios estratégicos se cernía un elemento intangible de crucial importancia. El cálculo del interés nacional no se reducía a una fórmula matemática. Había que prestar atención a la dignidad y al honor nacional. Deng me instó a transmitir a Bush su deseo de llegar a un acuerdo con Estados Unidos, país que, al ser el más fuerte, tendría que dar el primer paso.29 En la búsqueda de una nueva fase de colaboración no podía eludirse la cuestión de los derechos humanos. Fue el propio Deng el que respondió a la pregunta que había formulado él mismo sobre quién tenía que reanudar el diálogo, y lo hizo hablando sobre el destino de una persona: un disidente llamado Fang Lizhi.

LA POLÉMICA SOBRE FANG LIZHI

En el momento de mi visita a China en noviembre de 1989, el físico disidente Fang Lizhi se había convertido en el símbolo de la división entre Estados Unidos y China. Fang era un elocuente defensor de la democracia parlamentaria de corte occidental y de los derechos de las personas que llevaba mucho tiempo tirando de la cuerda de la tolerancia oficial. En 1957, le habían expulsado del Partido Comunista durante la Campaña Antiderechista y en la Revolución Cultural estuvo un año en la cárcel por actividades «reaccionarias». Rehabilitado tras la muerte de Mao, siguió triunfando en su carrera académica y abogando por la liberalización política. Tras las manifestaciones de 1986 a favor de la democracia, fue represaliado de nuevo aunque siguió con sus llamamientos a la reforma.

Cuando el presidente Bush visitó China en febrero de 1989, Fang figuraba en la lista de personas que la embajada de Estados Unidos había recomendando a la Casa Blanca invitar a una cena oficial ofrecida por el presidente en Pekín. La embajada siguió lo que consideró el precedente de la visita de Reagan a Moscú, en la que estableció contacto con los disidentes declarados. La Casa Blanca dio el visto bueno a la lista, aunque probablemente no estaba al corriente de las reacciones que despertaba Fang entre los chinos. Su inclusión provocó controversia entre los gobiernos estadounidense y chino, pero también en el seno de la nueva administración de Bush.30 Por fin, la embajada y el gobierno chinos acordaron instalar a Fang lejos de los asientos que ocupaban los funcionarios de su país. La noche del banquete, los servicios de seguridad chinos detuvieron el coche de Fang y le impidieron llegar a la cita.

A pesar de que Fang no había participado personalmente en las manifestaciones de la plaza de Tiananmen, los estudiantes que las organizaron simpatizaban con los principios que defendía el físico y se creyó que era un posible blanco de las represalias del gobierno. Tras las enérgicas medidas tomadas el 4 de junio, Fang y su esposa pidieron asilo en la embajada estadounidense. Unos días después, el gobierno chino dictó una orden de detención contra Fang y su esposa por «delitos de propaganda subversiva e instigación antes y después de los recientes disturbios». En las publicaciones gubernamentales se pedía que Estados Unidos entregara al «delincuente que había provocado aquella violencia» si no quería enfrentarse al deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y China.³¹ «No tuvimos más remedio que aceptarlo —concluía Bush en su diario—, pero sería algo que iba a fastidiarles.»³²

La presencia de Fang en la embajada creó constantes tensiones: el gobierno chino no estaba dispuesto a permitir que su crítico más destacado abandonara el país por miedo a que organizara la agitación desde el extranjero; Washington no quería entregar a un disidente que defendía la democracia liberal y exponerse a un duro desquite. El embajador James Lilley, en un telegrama enviado a Washington, comentaba sobre Fang: «Está con nosotros para recordarnos constantemente nuestra relación con el “liberalismo burgués” y nos enfrenta con el régimen del país. Es el símbolo viviente de nuestro conflicto con China por los derechos humanos».³³

En una carta escrita el 21 de junio a Deng Xiaoping, Bush planteaba «la cuestión de Fang Lizhi» y se lamentaba diciendo: «Es un claro tema de disensión entre nosotros». Bush apoyaba la decisión estadounidense de conceder asilo a Fang y afirmaba: «Nos basamos en nuestra interpretación ampliamente aceptada de la legislación internacional». Y abundaba: «Ahora no podemos echar a Fang de la embajada sin la seguridad de que no va a correr peligro físico». Bush planteaba la posibilidad de solucionar la cuestión de forma discreta, comentando que otros gobiernos habían resuelto casos parecidos «permitiendo una salida prudente a través de la expulsión».34 Pero se demostró que la negociación no era tan fácil y Fang y su esposa siguieron en la embajada.

En las instrucciones que el general Scowcroft me había dado antes de mi viaje a Pekín, me había expuesto con detalle el caso. Me pidió que no lo sacara a colación, pues la administración ya había dicho todo lo que podía decir. No obstante, yo podía responder a las iniciativas chinas sin salir del marco de la política existente. Seguí su consejo. No hablé de Fang Lizhi, como tampoco lo hizo ninguno de mis interlocutores chinos. Cuando fui a despedirme de Deng, tras una serie de comentarios inconexos sobre el problema de la reforma, introdujo la cuestión y la utilizó para sugerir un compromiso. Un resumen del importante intercambio de pareceres servirá para dar una idea de la atmósfera que se respiraba en Pekín seis meses después de los hechos de Tiananmen:

DENG: He hablado con el presidente Bush sobre el caso de Fang Lizhi.

KISSINGER: Como sabrá usted, el presidente no estaba al corriente de la invitación al banquete hasta que se hizo pública.

DENG: Eso me dijo.

KISSINGER: Ya que ha sacado el tema de Fang, quisiera plantearle una consideración. No lo he citado en otras conversaciones, pues soy consciente de que es una cuestión muy delicada y de que afecta a la dignidad china. Pero considero que su mejor amigo estadounidense sentirá un gran alivio si encontramos la forma de sacarlo de la embajada y permitirle que abandone el país. Nada impresionaría tanto al pueblo de Estados Unidos como que esto se produjera sin demasiada agitación.

En aquel momento, Deng se levantó del asiento y desconectó nuestros micrófonos en señal de que lo que quería era hablar en privado.

DENG: ¿Puede sugerirme algo?

KISSINGER: Le sugeriría que lo expulsara de China y podríamos acordar que nosotros, como gobierno, no haríamos ningún uso político de ello. Tal vez le animaríamos a ir a otro país, como Suecia, para alejarlo del Congreso de Estados Unidos y de nuestra prensa. Un acuerdo de este tipo podría causar una profunda impresión en el pueblo estadounidense, con mucho más impacto que cualquier iniciativa sobre una cuestión técnica.

Deng quería garantías más específicas. ¿Podía el gobierno estadounidense «exigir a Fang una confesión por escrito» de los delitos cometidos contra la legislación china, o Washington garantizar que «tras su expulsión [de China]... Fang no diría ni haría nada contra China»? Deng amplió la propuesta sugiriendo: «Washington podría asumir la responsabilidad de evitar que Fang y otros opositores [chinos] que se encuentran en Estados Unidos hicieran más comentarios ridículos». Deng buscaba una salida. Pero las medidas que proponía quedaban fuera de la autoridad legal del gobierno estadounidense.

DENG: ¿Qué opinaría si lo expulsáramos después de que hubiera firmado un papel en el que confesara sus delitos?

KISSINGER: Me sorprendería que lo hiciera. Esta mañana he pasado por la embajada, pero no he visto a Fang.

DENG: Si los estadounidenses insisten, tendrá que hacerlo. Es una cuestión que han planteado unos cuantos de la embajada, entre los que se encuentra algún buen amigo suyo y otros que yo consideraba amigos nuestros.35 ¿Y si los estadounidenses le exigieran una confesión por escrito y luego lo expulsáramos como a un delincuente común y se pudiera ir a donde quisiera? Aunque si esto no funciona, se me ocurre otra cosa: Estados Unidos se responsabiliza de que, tras su expulsión, Fang no diga ni haga nada contra China. Que no se sirva de Estados Unidos ni de otro país para manifestar su oposición a la República Popular de China.

KISSINGER: Hablemos de la primera propuesta. Si le pedimos que firme una confesión, dando por supuesto que lo conseguiremos, lo importante no es lo que diga en la embajada, sino lo que diga cuando esté ya fuera de China. Si dice que el gobierno estadounidense lo obligó a confesar, será peor para todos que si no hace confesión alguna. La importancia de que quede libre da la medida de la confianza de China en su propia práctica. Serviría para quitar hierro a las caricaturas que muchos de sus adversarios han hecho de China en Estados Unidos.

DENG: Pues pasemos a la segunda propuesta. Estados Unidos puede decir que, en cuanto haya abandonado China, no hará ningún comentario contra la República Popular de China. ¿Podría garantizarse eso?

KISSINGER: En realidad, estoy hablando con usted como amigo.

DENG: Lo sé. No le pido que asuma el acuerdo.

KISSINGER: Una posibilidad es que el gobierno de Estados Unidos acepte no utilizar a Fang de ninguna forma, como, por ejemplo, en la Voz de América o en cualquier otro medio que el presidente pueda controlar. También podemos prometer que le avisaremos de que no lo haga por su cuenta. Aceptaríamos que no lo recibiera el presidente y que ninguna organización gubernamental estadounidense le diera tratamiento oficial.

Aquello llevó a Deng a hablarme de una carta que acababa de recibir de Bush en la que le proponía la visita de un enviado especial para informarle sobre la próxima cumbre entre Estados Unidos y Gorbachov y revisar las relaciones chino-estadounidenses. Deng aceptó la idea y la relacionó con la cuestión de Fang como medio para encontrar una solución global:

En el proceso de resolver el tema de Fang, pueden exponerse otras cuestiones y así conseguir una solución de conjunto a todas. Así están las cosas. He pedido a Bush que mueva ficha primero; él me pide que lo haga yo. Opino que podemos llegar a una solución y que no importa el orden de los pasos.

Así describió el ministro de Asuntos Exteriores chino el «acuerdo global» en sus memorias:

(1) China permitirá a Fang Lizhi y a su esposa abandonar la embajada estadounidense de Pekín para ir a Estados Unidos o a un tercer país; (2) Estados Unidos anunciará explícitamente, de la forma que crea oportuna, que levanta las sanciones sobre China; (3) ambas partes intentarán llegar a acuerdos en uno o dos de los principales proyectos de colaboración económica; (4) Estados Unidos extenderá una invitación a Jiang Zemin [recién nombrado secretario general del Partido Comunista en sustitución de Zhao Ziyang] para que efectúe una visita oficial en el curso del año siguiente.36

Tras extenderse en la cuestión de las modalidades del posible exilio de Fang, Deng concluyó su intervención:

DENG: ¿Complacerá a Bush la propuesta y estará de acuerdo con ella?

KISSINGER: En mi opinión, le complacerá.

Yo esperaba que Bush apreciara la muestra de preocupación y la flexibilidad de China, aunque dudaba que la mejora de las relaciones siguiera un ritmo tan rápido como preveía Deng.

Empezaba a ser urgente la renovación del compromiso entre China y Estados Unidos, sobre todo porque las convulsiones que vivían la Unión Soviética y Europa oriental parecían socavar los principios de la relación triangular existente. Con la desmembración del imperio soviético, ¿qué se había hecho del motivo que había acercado en un principio a Estados Unidos y China? La urgencia era más imperiosa la noche que abandoné Pekín después de hablar con Deng, pues en mi primera escala en Estados Unidos me enteré de que había caído el muro de Berlín y con ello habían estallado en pedazos los principios de política exterior de la guerra fría.

Las revoluciones políticas de Europa oriental estuvieron a punto de acabar con el acuerdo global. Cuando volví a Washington tres días después, en una cena en la Casa Blanca informé a Bush, a Scowcroft y al secretario de Estado, James Baker, sobre la conversación que había tenido con Deng. China no fue el tema principal de la velada. Lo primordial para mis anfitriones en aquellos momentos eran las consecuencias de la caída del muro de Berlín y el inminente encuentro entre Bush y Gorbachov, programado para los días 2 y 3 de diciembre de 1989 en Malta. Los dos temas exigían decisiones inmediatas sobre tácticas y estrategia a largo plazo. ¿Asistiríamos a la desaparición de los países satélites de Alemania oriental, donde la Unión Soviética tenía estacionadas veinte divisiones? ¿Habría dos estados alemanes y uno de ellos sería la Alemania oriental no comunista? Suponiendo que se marcara el objetivo de la unificación, ¿qué diplomacia iba a aplicarse? ¿Cuál sería, por otra parte, la actitud estadounidense en unas contingencias previsibles?

En medio del drama que rodeaba la desmembración de Europa oriental, al acuerdo global de Deng no se le asignó la prioridad de la que habría disfrutado en una época menos tumultuosa.

La misión especial de la que había hablado con Deng no cristalizó hasta mediados de diciembre, cuando Brent Scowcroft y Lawrence Eagleburger se desplazaron, por segunda vez en seis meses, a Pekín. La visita no fue tan secreta como lo había sido el viaje de julio (que seguía manteniéndose así), pero se planeó como un acontecimiento al que iba a darse poca publicidad para evitar polémicas en el Congreso y en los medios de comunicación. Pero los chinos se las compusieron para obtener una foto de Scowcroft brindando con Qian Qichen, lo que provocó gran consternación en Estados Unidos. Más tarde, Scowcroft recordaba:

Cuando empezaron los brindis de ritual al final de la cena de bienvenida ofrecida por el ministro de Asuntos Exteriores, reaparecieron las cámaras de televisión. Para mí fue una situación incómoda. Podía seguir adelante y que se me viera brindando con los que la prensa tildaba de «asesinos de la plaza Tiananmen» o negarme al brindis y estropear el objetivo del viaje. Opté por lo primero y, para mi profundo pesar, tuve mi minuto de gloria, en el sentido más negativo de la expresión.37

El incidente demostró los principios contrapuestos de las dos partes. China quería demostrar a su población que terminaba el aislamiento; Washington pretendía atraer la mínima atención para evitar controversias hasta que se hubiera llegado a un acuerdo.

Inevitablemente, la discusión sobre la Unión Soviética ocupó la mayor parte del viaje de Scowcroft y Eagleburger, si bien en la dirección opuesta a lo que se había convertido en tradicional: ya no se trataba de la amenaza militar de la Unión Soviética, sino de su creciente debilidad. Qian Qichen pronosticó la desintegración de la Unión Soviética y explicó la sorpresa de Pekín cuando Gorbachov, en su visita de mayo, en el momento álgido de las manifestaciones de Tiananmen, pidió ayuda económica a China. Más tarde, Scowcroft contaba la versión china de los hechos:

Los soviéticos no controlaban muy bien la economía y Gorbachov a menudo tampoco tenía muy claro lo que pedía. Qian había previsto que el hundimiento económico y los problemas de las nacionalidades acabarían en disturbios. «No había visto que Gorbachov tomara ninguna medida», dijo. «Gorbachov acudió a China en busca de bienes de consumo básicos», nos comentó. [...] «Nosotros podíamos proporcionarles bienes de consumo y ellos nos pagarían con materias primas. Además, querían préstamos. Nos sorprendió bastante que nos plantearan esta cuestión. Acordamos proporcionarles una cantidad de dinero.»38

Los líderes chinos presentaron su acuerdo global a Scowcroft y vincularon la libertad de Fang Lizhi al levantamiento de las sanciones de Estados Unidos. La administración prefirió tratar el caso Fang como una cuestión humanitaria aparte que tenía que resolverse por derecho propio.

La intensificación de los disturbios en el bloque soviético —incluyendo el sangriento derribo de Nicolae Ceauşescu— reforzó la idea de asedio del Partido Comunista chino. Por otra parte, la desintegración de los estados comunistas de Europa oriental también dio cuerda a los que defendían en Washington que Estados Unidos tenía que esperar al previsible hundimiento del gobierno de Pekín. En aquella tesitura, ni unos ni otros se encontraban en situación de cambiar de posición. En la embajada de Estados Unidos seguían las negociaciones sobre la liberación de Fang, y las dos partes no llegaron a un acuerdo hasta junio de 1990, más de un año después de que Fang y su esposa pidieran asilo y ocho meses después de que Deng presentara su propuesta global.39

Entretanto, la revalidación anual de la situación comercial de China como «nación más favorecida» —exigida para las economías que no son «de mercado» y contenida en las estipulaciones de la Enmienda Jackson-Vanik de 1974, que condicionaba dicha situación a las prácticas de emigración— se transformó en un foro de condena del Congreso al historial chino sobre derechos humanos. El debate llevaba implícito el supuesto de que cualquier acuerdo con China era un favor y, en aquellas circunstancias, algo que repugnaba a los ideales democráticos estadounidenses; así pues, los privilegios comerciales tenían que aplicarse sobre la base de que China avanzara hacia la concepción estadounidense en materia de derechos humanos y libertades políticas. La idea del aislamiento empezó a cernirse sobre Pekín y una oleada de triunfalismo invadió Washington. Durante la primavera de 1990, mientras caían los gobiernos comunistas de Alemania oriental, Checoslovaquia y Rumanía, Deng transmitió una seria advertencia a los miembros del Partido:

Todo el mundo debe tener claro que, en la actual situación internacional, toda la atención del enemigo se concentrará en China. Utilizará cualquier pretexto para provocar problemas, para crear dificultades y presiones. [Por lo tanto, China necesita] estabilidad, estabilidad y más estabilidad. Los próximos tres, cinco años serán terriblemente difíciles para nuestro partido y para nuestro país, pero también de suma importancia. Si nos mantenemos firmes y sobrevivimos, nuestra causa avanzará con rapidez. Si nos desmoronamos, la historia de China experimentará un retroceso de unas decenas de años, tal vez de un siglo.40

LAS DECLARACIONES DE 12 Y 24 CARACTERES

A finales de aquel dramático año, Deng decidió pasar al retiro que tanto tiempo llevaba planificando. Durante la década de 1980, había dado muchos pasos para abolir la práctica tradicional de acabar con el poder centralizado tan solo con la muerte del titular del cargo o la pérdida del Mandato Celestial, criterios indefinidos y que podían inducir al caos. Había creado un consejo asesor de ancianos al que entraban a formar parte los dirigentes que mantenían un puesto permanente. Había explicado a las visitas —incluyéndome a mí— que pretendía retirarse pronto a la dirección de aquel organismo.

A partir de principios de la década de 1990, Deng inició una retirada gradual de su alto cargo: fue el primer líder chino que lo hizo en la era moderna. Probablemente, Tiananmen aceleró la decisión para que Deng pudiera activar la transición mientras se establecía un nuevo dirigente. En diciembre de 1989, Brent Scowcroft fue la última visita que recibió Deng. A partir de entonces, también dejó de ocuparse de las funciones públicas. Murió en 1997, pero antes ya se había aislado completamente del mundo.

Sin embargo, antes de abandonar la escena, Deng decidió echar una mano a su sucesor: dejó una serie de máximas para orientarle y como guía para la próxima generación de dirigentes. Redactó estas instrucciones dirigidas a los mandos del Partido Comunista siguiendo un método extraído de la historia clásica china. Con una prosa clara y concisa, utilizando el estilo poético chino clásico, elaboró unas directrices con 24 caracteres y una explicación con 12 caracteres a la que solo podían acceder los altos cargos. Las instrucciones de 24 caracteres especificaban:

Observemos atentamente; aseguremos nuestro puesto; enfrentémonos a las cuestiones; disimulemos nuestra capacidad y aguardemos la oportunidad; intentemos pasar desapercibidos, y no reivindiquemos nunca el liderazgo.41

A ello le seguía la explicación política de 12 caracteres, que tuvo una circulación aún más restringida entre la dirección:

Las tropas enemigas están al pie de la muralla. Son más fuertes que nosotros. Tendremos que situarnos básicamente a la defensiva.42

¿Contra quién y contra qué? Las declaraciones con múltiples caracteres no precisaban nada sobre esta cuestión, probablemente porque Deng daba por supuesto que sus receptores comprenderían instintivamente que la situación de su país era más precaria, tanto en el ámbito interior como en el internacional, que incluso había empeorado.

Por una parte, las máximas de Deng evocaban la China histórica rodeada de fuerzas que podían ser hostiles. En períodos de renacimiento, China dominaba su entorno. En períodos de decadencia, trataba de ganar tiempo, convencida de que su cultura y su disciplina política le permitiría recuperar lo que era suyo. La declaración de 12 caracteres comunicaba a los dirigentes chinos que habían llegado tiempos de peligro. El mundo exterior siempre había tenido problemas a la hora de tratar con aquel organismo excepcional, distante y al mismo tiempo universal, majestuoso pero también propenso a caer en el caos. En aquellos momentos, el anciano dirigente de un pueblo antiguo daba las últimas instrucciones a su sociedad, que se sentía asediada en su intento de reforma.

Deng pretendía aglutinar a su pueblo sin apelar a sus emociones ni al nacionalismo chino, como habría podido hacer. Por el contrario, invocaba sus virtudes ancestrales: calma ante la adversidad; gran capacidad analítica al servicio del poder; disciplina en busca de un objetivo común. Consideraba que el principal desafío no radicaba tanto en superar las adversidades expuestas en la declaración de 12 caracteres como en prepararse para el futuro cuando se había vencido ya el peligro inmediato.

La declaración de 24 caracteres, ¿pretendía orientar en un momento de debilidad o era una máxima permanente? En aquellos momentos, la reforma china se veía amenazada por las consecuencias de la agitación interna y la presión de los países extranjeros. Pero en el próximo estadio, una vez que hubiera surtido efecto la reforma, el crecimiento de China podía poner al descubierto otro aspecto de la preocupación mundial. Entonces, quizá la comunidad internacional se planteara cortar el camino a China en su avance para convertirse en una potencia dominante. ¿Acaso Deng, en un momento de crisis importante, vio que el peor peligro para China podía derivar de su resurgimiento final? Según esta interpretación, Deng pidió a su pueblo: «Disimulemos nuestra capacidad y aguardemos la oportunidad» y «no reivindiquemos nunca el liderazgo», es decir, no resucitemos temores innecesarios con excesiva contundencia.

En los momentos más bajos, entre las turbulencias y el aislamiento, es probable que Deng temiera que China fuera a consumirse en aquella crisis y que los dirigentes de la próxima generación no tuvieran la perspectiva necesaria para reconocer el peligro de una confianza excesiva. ¿Hacía la declaración pensando en las tribulaciones de aquellos momentos o en aplicar el principio de 24 caracteres cuando el país hubiera adquirido suficiente fortaleza? Buena parte del futuro de las relaciones entre China y Estados Unidos dependía de la respuesta a aquellas preguntas.

16

¿Qué tipo de reforma?

La gira de Deng por el sur

En junio de 1989, con la dirección del Partido Comunista dividida sobre qué hacer, el secretario general del Partido, Zhao Ziyang, nombrado tres años antes por Deng, fue purgado por la forma en que gestionó la crisis. Ascendió entonces a la cúpula del Partido Comunista su secretario de Shanghai, Jiang Zemin.

La crisis a la que tuvo que enfrentarse Jiang fue una de las más complejas de la historia de la República Popular. China estaba aislada, se encontraba ante el desafío exterior de las sanciones comerciales y en su interior dominaba el descontento. El comunismo se estaba desintegrando en todos los países del mundo, a excepción de Corea del Norte, Cuba y Vietnam. Destacados disidentes chinos habían abandonado el país y fuera habían recibido asilo político, comprensión y libertad para organizarse. Seguía la agitación en el Tíbet y en Xinjiang. En el extranjero se trataba con honores al Dalai Lama, quien el mismo año de los sucesos de Tiananmen recibió el Premio Nobel de la Paz mientras la causa de la autonomía del Tíbet iba ganando adeptos en todo el mundo.

Tras cualquier agitación social y política, el mayor reto para la gobernanza es el restablecimiento de la idea de cohesión. Ahora bien, ¿en nombre de qué principio? En China resultó más amenazante para la reforma la reacción interna ante la crisis que las sanciones exteriores. Los conservadores del Politburó, de quienes Deng recabó apoyo durante la revuelta de Tiananmen, echaban la culpa de la crisis a la «política evolutiva» de este y presionaban a Jiang para que volviera a las verdades tradicionales maoístas. Llegaron al punto de intentar cambiar radicalmente unas políticas que gozaban de gran arraigo, como la de la condena de la Revolución Cultural. Un miembro del Politburó llamado Deng Liqun (conocido también como el pequeño Deng) afirmaba: «Si no libramos una batalla resuelta contra la liberalización o [contra] la reforma capitalista y la apertura, acabaremos con la causa socialista».¹ Deng y Jiang defendían exactamente lo contrario. Según ellos, solo podía darse un nuevo impulso a la estructura política china acelerando el programa de reforma. Consideraban que la mejora del nivel de vida y el aumento de la productividad eran la principal garantía de estabilidad social.

En esta tesitura, a principios de 1992 Deng salió de su retiro para iniciar su último gran gesto público. Eligió como medio una «gira de inspección» por el sur de China para fomentar la liberalización económica y conseguir apoyo público para el liderazgo de la reforma de Jiang. Con las tareas encaminadas a este fin estancadas y sus protegidos que iban perdiendo terreno ante los tradicionalistas en la jerarquía del Partido, Deng, con ochenta y siete años, se propuso, junto con su hija Deng Nan y unos cuantos camaradas próximos, organizar una gira por los centros económicos del sur de China, entre los que destacaban Shenzhen y Zhuhai, dos de las Zonas Económicas Especiales establecidas en el programa de reforma de la década de 1980. Fue una campaña en pro del «socialismo con características chinas», que implicaba un papel para los mercados libres, posibilidades de inversión extranjera y llamamiento a la iniciativa individual.

Por aquel entonces, Deng carecía de cargo o función formal oficial. Sin embargo, cual predicador itinerante, apareció en escuelas, instalaciones de alta tecnología, empresas modelo y otros lugares emblemáticos que formaban parte de su visión de reforma china, donde animó a sus compatriotas a redoblar esfuerzos y a establecer ambiciosas metas para el desarrollo económico e intelectual de China. La prensa nacional (controlada por aquel entonces por elementos conservadores) en un principio hizo caso omiso de los discursos de Deng. Poco a poco, sin embargo, fueron filtrándose hacia el continente las noticias recogidas por la prensa de Hong Kong.

Con el tiempo, la «gira meridional» de Deng fue adquiriendo una dimensión casi mítica y sus alocuciones sirvieron de guía para otros veinte años de estrategia política y económica en China. Aún hoy encontramos en las vallas publicitarias de China imágenes y citas de la mencionada gira de Deng, entre las cuales destaca su célebre máxima: «El desarrollo es el principio absoluto».

Deng se propuso justificar el programa de reforma contra la acusación de que traicionaba el legado socialista. Defendía que la reforma económica y el desarrollo eran prácticas fundamentalmente «revolucionarias». Advertía de que si se abandonaba la reforma China acabaría en una «vía muerta». Según él, para «ganar la confianza y el apoyo del pueblo», el programa de liberalización económica tenía que seguir durante «cien años». Insistía en que la reforma y la apertura habían conseguido que la República Popular se ahorrara una guerra civil en 1989. Reiteraba su condena a la Revolución Cultural, describiéndola no como un plan que no había funcionado, sino como una especie de guerra civil.²

El heredero de la China de Mao defendía los principios del mercado, el riesgo, la iniciativa privada y la importancia de la productividad y del espíritu empresarial. El principio del beneficio, según él, no reflejaba una teoría alternativa al marxismo, sino una observación de la naturaleza humana. El gobierno iba a perder apoyo popular si sancionaba a los empresarios por su éxito. Deng mantenía que China tenía que ser «más audaz», que tenía que intensificar sus esfuerzos y «atreverse a experimentar»: «No tenemos que actuar como las mujeres que llevan los pies vendados. Cuando estemos seguros de que hay que hacer algo, debemos animarnos a experimentar y a abrir un nuevo camino. [...] ¿Quién se atreve a afirmar que está totalmente seguro del éxito y no corre ningún riesgo?».³

Deng desestimó las críticas según las cuales sus reformas llevaban a China hacia la «vía capitalista». Rechazando décadas de adoctrinamiento maoísta, recurría a su conocida máxima de que lo que importa es el resultado y no la doctrina con la que se ha conseguido. China no tenía que temer la inversión extranjera:

En el estadio actual, las empresas de capital extranjero en China pueden sacar beneficios de conformidad con las leyes y las políticas en vigor. Pero el gobierno recauda impuestos de estas empresas, los trabajadores reciben el salario de ellas y todos aprendemos tecnología y técnicas de dirección. Por otra parte, nos ofrecen una información que ha de ayudarnos a abrir más mercados.4

Al fin, Deng atacó a la «izquierda» del Partido Comunista, lo que en cierto modo formaba parte de su propia historia anterior, cuando había sido la «mano derecha» de Mao en la creación de las comunas agrícolas: «Actualmente nos afectan tanto las tendencias de derechas como las de “izquierdas”. Pero es en las de “izquierdas” en las que tenemos las raíces más profundas. [...] En la historia del Partido, estas tendencias han traído consecuencias funestas. Hemos visto la destrucción de grandes obras de la noche a la mañana».5

Deng animó a sus compatriotas apelando a su orgullo nacional y retó a China a conseguir tasas de crecimiento comparables a las de sus países vecinos. Para demostrar hasta dónde había llegado China en menos de veinte años desde la gira meridional organizada por él, en 1992 habló de los «cuatro importantes artículos» que consideraba esenciales para los habitantes del campo: una bicicleta, una máquina de coser, una radio y un reloj de pulsera. La economía china podía «alcanzar un nuevo estadio cada pocos años», declaró, y dijo también: «China triunfará si sus habitantes se atreven a liberar la mente y actuar con libertad» como respuesta a los retos que vayan surgiendo.6

La ciencia y la tecnología constituyen la clave. Haciéndose eco de sus propios discursos de la década de 1970, Deng insistió: «Los intelectuales forman parte de la clase obrera»; dicho de otra forma, reunían las condiciones para formar parte del Partido Comunista. En un acercamiento a los que apoyaron Tiananmen, Deng instó a los intelectuales que se encontraban en el exilio a volver al país. Si contaban con conocimientos especializados, se les recibiría con los brazos abiertos, independientemente de sus anteriores actitudes: «Tienen que saber que si están dispuestos a contribuir, mejor será que vuelvan al país. Espero que se hagan esfuerzos conjuntos para acelerar el progreso en los campos científico, tecnológico y educativo de China. [...] Todos deberíamos amar a nuestro país y contribuir en su desarrollo».7

Aquello fue un cambio extraordinario en las convicciones de un revolucionario de más de ochenta años que había ayudado a construir, en ocasiones de forma descarnada, el sistema económico que entonces estaba desmantelando. Cuando estuvo en Yan’an con Mao durante la guerra civil, nadie habría imaginado que cincuenta años después viajaría por el país insistiendo en la reforma de la misma revolución que él había impuesto. Hasta que topó con la Revolución Cultural, fue uno de los principales colaboradores de Mao, que destacó básicamente por su energía.

Ir a la siguiente página

Report Page