China

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Henry Kissinger

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El 28 de mayo de 1993, el presidente Clinton firmó la orden ejecutiva que ampliaba doce meses más el estatus de «nación más favorecida» de China, y después de este período podía renovarse o cancelarse según la conducta de este país; en el ínterin, Clinton subrayó que la base de la política china de su administración sería «la firme insistencia sobre un progreso significativo en materia de derechos humanos en China».¹¹ Explicó que la condicionalidad del estatus de «nación más favorecida» era en principio la expresión de la indignación estadounidense respecto a Tiananmen y de la «profunda preocupación» que sentía por el gobierno de China.¹²

La orden ejecutiva iba acompañada de unas palabras más peyorativas sobre China que las que podía haber expresado cualquier administración desde la década de 1960. En septiembre de 1993, Lake, asesor de Seguridad Nacional, apuntó en un discurso que si China no accedía a las demandas estadounidenses, el país quedaría incluido en lo que él denominaba «estados reaccionarios “de respuesta violenta”» que se aferraban a unas formas de gobierno anticuadas por medio de «la fuerza militar, la cárcel y la tortura por razones políticas», así como «las intolerantes muestras de racismo, los prejuicios étnicos, la xenofobia y el irredentismo».¹³

En el caso del gobierno de Pekín, también se juntaron otros acontecimientos que agravaron las sospechas. Las negociaciones sobre la adhesión de China al GATT, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, posteriormente subsumido en la Organización Mundial del Comercio (OMC), quedaron estancadas a raíz de unas cuestiones fundamentales. Se objetó también contra la tentativa de Pekín de albergar los Juegos Olímpicos de 2000. Las mayoría en las dos cámaras del Congreso expresaron su desacuerdo ante el intento; el gobierno de Estados Unidos mantuvo un silencio prudente.14 La propuesta de China como sede de los Juegos Olímpicos fue rechazada por escaso margen. Luego, a raíz de una inspección intervencionista (y, finalmente, infructuosa) de Estados Unidos a un barco chino sospechoso de transportar componentes de armas químicas a Irán, se agudizaron las tensiones. Todos estos incidentes, cada uno con sus razones específicas, se analizaron en China siguiendo la estrategia de Sun Tzu, que no tiene en cuenta los acontecimientos aislados, sino las pautas que reflejan el plan global.

La situación se hizo insostenible con la visita del secretario de Estado, Warren Christopher, a Pekín en marzo de 1994. Como contó él mismo más tarde, su visita tenía como objetivo conseguir una solución a la cuestión del estatus de «nación más favorecida» en junio, cuando expirara el tiempo límite de la ampliación de un año y de «insistir ante los chinos de que, siguiendo la política del presidente, disponían de un tiempo limitado para mejorar su práctica en materia de derechos humanos». Y abundaba: «Si pretenden mantener sus privilegios comerciales de bajos aranceles, tienen que demostrar unos progresos significativos, y hacerlo sin dilación».15

Las autoridades chinas habían apuntado que era un momento inoportuno para la visita. Se había previsto que Christopher llegara el día de la inauguración de la sesión anual de la legislatura china, el Congreso Popular Nacional. La presencia de un secretario de Estado de Estados Unidos que cuestionara al gobierno chino en materia de derechos humanos podía eclipsar las deliberaciones del organismo o llevar a las autoridades a pasar a la ofensiva para demostrar que la presión externa no les afectaba. Christopher reconoció más tarde: «Para ellos ha sido el foro perfecto para demostrar que pretendían hacer frente a Estados Unidos».16

Así fue, en efecto. Se convirtió en uno de los encuentros diplomáticos más claramente hostiles desde el acercamiento entre Estados Unidos y China. Lord, que acompañaba a Christopher, describió la sesión de este con Li Peng como «la reunión diplomática más brutal a la que había asistido nunca»,17 y eso que había permanecido a mi lado durante todas las negociaciones con los norvietnamitas. Christopher contó en sus memorias la reacción de Li Peng, que dejó patente:

La política china sobre derechos humanos no era asunto nuestro, y cabe observar que Estados Unidos tenía muchos problemas en este campo que exigían atención. [...] Para dejar constancia de que me había percatado de su profundo descontento, los chinos cancelaron bruscamente la reunión que me habían programado para ese mismo día con el presidente Jiang Zemin.18

Aquellas tensiones, que parecían correr un tupido velo sobre veinte años de política china creativa, llevaron a una ruptura en la administración entre los departamentos de Economía y de Política encargados de las cuestiones de derechos humanos. Ante la resistencia china y las presiones sobre Estados Unidos ejercidas por las empresas que operaban en China, la administración fue encontrándose poco a poco en la humillante situación de suplicar a Pekín durante las últimas semanas antes de que se cumpliera el paso concedido a China como «nación más favorecida», a fin de que llevara a cabo unas concesiones modestas que justificaran la ampliación del estatus.

Poco después del regreso de Christopher y con el plazo autoimpues to para la renovación del estatus de «nación más favorecida» a la vista, la administración abandonó discretamente su política de condicionalidad. El 26 de mayo de 1994, Clinton anunció que la estrategia ya no resultaba útil y que se ampliaba sin condiciones un año más el estatus de «nación más favorecida». Se comprometió a insistir en el avance de los derechos humanos por otros cauces, como el apoyo a las ONG en China y el fomento de unas mejores prácticas empresariales.

Hay que recalcar que Clinton siempre tuvo en mente apoyar las políticas que habían mantenido las relaciones con China a lo largo de cinco administraciones. Ahora bien, como presidente recién elegido, era también consciente de la opinión de sus ciudadanos, y mucho más de los intangibles del planteamiento chino sobre política exterior. Propuso la condicionalidad por convicción y, sobre todo, porque quería proteger la política respecto a China contra las acometidas del Congreso, que pretendía negarle su condición de «nación más favorecida». Clinton consideraba que los chinos «debían» a la administración estadounidense ciertas concesiones en materia de derechos humanos a cambio del restablecimiento de los contactos a alto nivel y de la prórroga del estatus. Pero los chinos, por su parte, estaban convencidos de que «tenían derecho» a los mismos contactos incondicionales de alto nivel y a los términos comerciales que les concedían los demás países. Consideraban que la eliminación de una amenaza unilateral no era una concesión y se mostraban extraordinariamente susceptibles ante cualquier insinuación de intervención en sus asuntos internos. Mientras los derechos humanos siguieran siendo el tema básico del diálogo chino-estadounidense, el bloqueo sería inevitable. Quienes abogan hoy en día por una política de confrontación deberían estudiar con detenimiento esta experiencia.

Durante el resto de su primer mandato, Clinton moderó las tácticas polémicas y puso el acento en el «compromiso constructivo». Lord reunió en Hawai a los embajadores estadounidenses de Asia para hablar de una política asiática global que pudiera equilibrar los objetivos en materia de derechos humanos de la administración y sus imperativos geopolíticos. Pekín se comprometió a renovar el diálogo, algo básico para el éxito del programa de reforma del país y para su pertenencia a la OMC.

Clinton, al igual que George H.W. Bush antes que él, comprendía a quienes abogaban por el cambio democrático y los derechos humanos, pero como todos sus predecesores y sucesores, acabó valorando la solidez de las convicciones de los dirigentes chinos y su tenacidad frente al desafío público.

Las relaciones entre Estados Unidos y China mejoraron rápidamente. La tan esperada visita de Jiang a Washington se produjo en 1997 y tuvo como contrapartida la de Clinton a Pekín en 1998, que duró ocho días. Ambos presidentes se mostraron eufóricos. Se publicaron largos comunicados y se establecieron organismos consultivos, que se ocuparon de un sinfín de cuestiones técnicas, y con ello se puso fin a la atmósfera de confrontación que había imperado durante casi diez años.

Lo que le faltaba a la relación era la definición de un objetivo común como el que había unido a Pekín y Washington en su resistencia contra la «hegemonía» soviética. Los dirigentes estadounidenses no podían mantenerse ajenos a las distintas presiones en materia de derechos humanos creadas por su propia política interior y sus convicciones. Los líderes chinos seguían considerando que la política de Estados Unidos estaba concebida, al menos en parte, para impedir que China llegara a ser una gran potencia. En una conversación de 1995, Li Peng habló del tema de las garantías, que se reducían a calmar los temores de Estados Unidos ante los objetivos que podía perseguir una China en fase de recuperación: «No hace falta que nadie se inquiete por nuestro rápido desarrollo. A China le costará treinta años alcanzar a los países de nivel medio. Nuestro país es demasiado populoso». Estados Unidos, por su parte, afirmaba con regularidad que no había cambiado su política de control. Las dos afirmaciones implicaban que una parte y otra poseían capacidad de llevar a la práctica lo que tranquilizaba a la otra y en parte le frenaba a sí misma. Así, la confianza se mezclaba con la amenaza.

LA TERCERA CRISIS DEL ESTRECHO DE TAIWAN

Cuando se estaban superando las tensiones creadas por la concesión del estatus de «nación más favorecida» afloró de nuevo la cuestión de Taiwan. En el marco del contrato tácito que apuntalaba los tres comunicados en los que se había basado la normalización de las relaciones, Taiwan había ido creando una pujante economía y unas instituciones democráticas. Había entrado en el Banco de Desarrollo Asiático y en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) y participado en los Juegos Olímpicos con el visto bueno de Pekín. La capital de China continental, por su parte, había presentado, a partir de la década de 1980, propuestas para la unificación, en las que se planteaba una autonomía interna total para Taiwan. Pekín se comprometía, siempre que Taiwan aceptara su situación de «región administrativa especial» de la República Popular de China (el mismo estatus legal que iban a tener Hong Kong y Macao), a permitir que mantuviera sus propias instituciones políticas diferenciadas, e incluso sus propias fuerzas armadas.19

Taipei reaccionó con cautela ante estas propuestas, pero se benefició de la transformación económica de la República Popular y fue haciéndose cada vez más interdependiente. Tras la relajación de las restricciones sobre comercio bilateral e inversión a finales de la década de 1980, muchas empresas taiwanesas trasladaron la producción al continente. Antes de 1994, Taiwan había superado ya a Japón y se había convertido en el segundo objetivo de inversión extranjera en China.20

Si bien la interdependencia económica fue desarrollándose, las vías políticas de las dos partes seguían con significativas divergencias. El anciano dirigente de Taiwan, Chiang Ching-kuo, había levantado la ley marcial. A partir de aquí se produjo una espectacular liberalización de las instituciones internas de Taiwan: terminó la censura de la prensa; se permitió a los partidos políticos de la oposición presentarse a las elecciones legislativas. En 1994, una enmienda constitucional preparó el terreno para la elección del presidente taiwanés por sufragio universal. Unas nuevas voces en la escena política que habían sufrido las restricciones de la era de la ley marcial empezaron a defender una identidad nacional taiwanesa diferenciada y una posible independencia formal. Entre quienes defendían estas posturas se encontraba Lee Teng-hui, el imprevisible economista agrícola procedente de las filas del Partido Nacionalista, del que fue nombrado presidente en 1988.

Lee personificaba todo lo que Pekín aborrecía de una autoridad taiwanesa. Había crecido durante la colonización japonesa de Taiwan, tenía nombre japonés, había estudiado en Japón y servido en el Ejército Imperial Japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente había estudiado en la Universidad Cornell de Estados Unidos. A diferencia de la mayoría de los dirigentes del Partido Nacionalista, Lee era originario de Taiwan; afirmaba de forma categórica que era «primero taiwanés y luego chino», y defendía con orgullo que Taiwan tuviera unas instituciones y una experiencia histórica diferenciada.²¹

Al acercarse las elecciones de 1996, Lee y su gabinete abordaron una serie de iniciativas pensadas para aumentar paso a paso lo que ellos denominaban el «espacio vital internacional» de Taiwan. Para incomodidad de Pekín (y de muchos en Washington), Lee y una serie de destacados ministros emprendieron una iniciativa de «diplomacia vacacional» en la que importantes delegaciones taiwanesas se desplazaron «extraoficialmente» a distintas capitales del mundo, aprovechando en alguna ocasión reuniones de organizaciones internacionales e ingeniándoselas para ser recibidos con los máximos atributos de Estado formales posibles.

La administración de Clinton procuró mantenerse alejada de todo esto. En una reunión y una rueda de prensa de noviembre de 1993 con Jiang Zemin en Seattle, con motivo de una cumbre del APEC entre países de ambos lados del Pacífico, Clinton afirmó:

En nuestra reunión, reiteré el apoyo de Estados Unidos a los tres comunicados conjuntos como base firme de nuestra política respecto a China.

La política de Estados Unidos sobre una sola China es la correcta para nuestro país. Esto no obsta para que sigamos con la Ley de Relaciones con Taiwan, ni para que no continuemos manteniendo la firme relación económica de la que disfrutamos con Taiwan. Aquí, a esta reunión, asiste, como bien saben, un representante [de Taiwan]. De modo que considero positivo lo conseguido hasta hoy. Y no creo que esto represente un gran obstáculo para nuestra relación con China.²²

Desde la perspectiva de Clinton, los dirigentes de Taiwan tenían que aprender a controlarse. Pero Lee estaba decidido a llevar adelante el principio de la identidad nacional de Taiwan. En 1994 pidió permiso para hacer escala en Hawai a fin de repostar su avión camino de América Central: era la primera vez que un presidente taiwanés aterrizaba en tierra estadounidense. El siguiente objetivo que se marcó Lee fue la reunión de 1995 en Cornell, donde había obtenido el doctorado en economía en 1958. El Congreso, bajo la enérgica insistencia de Newt Gingrich, presidente de la Cámara, votó por unanimidad, con un único voto en contra, el apoyo a la visita de Lee. Warren Christopher había dicho en abril al ministro de Asuntos Exteriores chino que la aprobación de la visita de Lee sería una iniciativa «contraria a la política estadounidense». Pero ante la enorme presión, dicha administración cambió de parecer y accedió a la solicitud de una visita personal y extraoficial.

Ya en Cornell, Lee dio una conferencia en la que llevó al límite la definición de «extraoficial». Tras un breve guiño a los gratos recuerdos de su época en Cornell, Lee se lanzó hacia un ardiente discurso sobre la aspiración de reconocimiento formal del pueblo de Taiwan. Sus ambiguas frases, las frecuentes menciones a su «país», a su «nación» y la clara referencia al fin del comunismo, resultaron del todo intolerables para Pekín.

El gobierno chino llamó a su embajador en Washington, demoró la aprobación de la candidatura de James Sasser a la embajada estadounidense y canceló otros contactos oficiales con el gobierno de este país. A continuación, siguiendo el guión de la crisis del estrecho de Taiwan de la década de 1950, Pekín puso en marcha una serie de ejercicios militares y de pruebas con misiles en la costa sudoriental de China, por una parte como elemento disuasorio militar y, por otra, como teatro político. En un conjunto de iniciativas amenazadoras, China lanzó misiles hacia el estrecho de Taiwan, para demostrar su capacidad militar y como advertencia a los dirigentes de Taiwan. Utilizó, sin embargo, carga ficticia en las ojivas, lo que indicaba que los lanzamientos eran básicamente simbólicos.

Solo podía mantenerse la tranquilidad en Taiwan si ninguna de las dos partes ponía en cuestión nuestros comunicados. En realidad, contenían tantas ambigüedades que cualquier iniciativa de uno de los dos países encaminada a cambiar la estructura o a imponer su propia interpretación de las cláusulas podía desencadenar un vuelco en todo el mecanismo. Pekín no había insistido en la aclaración, pero una vez cuestionado, sentía la obligación de demostrar como mínimo hasta qué punto China se tomaba en serio la cuestión.

A principios de julio de 1995, cuando la crisis tomaba un nuevo cariz, llegué a Pekín con una delegación de la America-China Society, un grupo bipartito de antiguos altos cargos especializados en China. El 4 de julio nos reunimos con el entonces viceprimer ministro Qian Qichen y con el embajador chino de Estados Unidos, Li Daoyu. Qian expuso la postura china. La soberanía era innegociable:

Tiene que darse cuenta, doctor Kissinger, de que China concede una gran importancia a las relaciones chino-estadounidenses, a pesar de nuestros desacuerdos esporádicos. Es nuestro deseo restablecer la normalidad en las relaciones y mejorarlas. Ahora bien, el gobierno de Estados Unidos tendría que dejar claro un punto: en la cuestión de Taiwan, nosotros no tenemos margen de maniobra. Nunca renunciaremos a nuestra posición de principios sobre Taiwan.

Las relaciones con China habían llegado a un punto en el que el arma a la que recurrían ambas partes era la suspensión de los contactos de alto nivel, con lo que se creaba la paradoja de que ambas se quedaban sin el mecanismo para abordar una crisis cuando más falta les hacía. Tras la desintegración de la Unión Soviética, unos y otros declararon su amistad mutua, no tanto con un objetivo estratégico común como por encontrar una forma que simbolizara la colaboración, en aquellos momentos poniendo en cuestión su existencia real.

Poco después de mi llegada, los líderes chinos expresaron su deseo de alcanzar un objetivo pacífico mediante uno de los sutiles gestos a los que estaban tan acostumbrados. Antes de que diera comienzo la programación oficial de los actos de la America-China Society, me propusieron dar una conferencia en una escuela secundaria de Tianjin, a la que había asistido Zhou Enlai en su época. Acompañado por un alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores, me hicieron una foto junto a la estatua de Zhou, y quien me presentó aprovechó la ocasión para recordar los mejores momentos entre China y Estados Unidos.

Jiang dejó también patente que las cosas no iban a desbordarse. Mientras se intensificaban las discusiones con la participación de ambas partes, pregunté a Jiang si seguía en pie la declaración de Mao de que China podía esperar cien años para conseguir Taiwan. No, respondió Jiang. Pregunté por qué y replicó: «La promesa se hizo hace veintitrés años. Ahora solo quedan setenta y siete».

De todas formas, el deseo expreso de aliviar las tensiones topó con la continuación de la crisis de Tiananmen. Desde 1989, no se había producido un diálogo a alto nivel ni una visita ministerial; la única conversación de altura se remontaba a seis años antes y se había producido en los entreactos de alguna reunión internacional o de la ONU. Curiosamente, después de las maniobras militares del estrecho de Taiwan, la cuestión derivó en un problema en parte de procedimiento sobre cómo organizar un encuentro entre dirigentes.

Desde los acontecimientos de Tiananmen, los chinos habían estado esperando una invitación para una visita presidencial a Washington. Los presidentes Bush y Clinton habían eludido la cuestión. Aquello era una espina clavada. Cabe decir, sin embargo, que los chinos no habrían aceptado contactos de alto nivel hasta tener garantías de que no iba a repetirse la visita a Estados Unidos del presidente taiwanés.

Todo volvía a la situación de veinticinco años antes, después de la visita secreta, con las conversaciones en un punto muerto sobre quién invitaba a quién: un bloqueo que rompió una fórmula de Mao, según la cual quedaba implícito que la invitación había sido mutua.

Se encontró una salida cuando el secretario de Estado Christopher y el ministro de Asuntos Exteriores chino coincidieron con motivo de un encuentro de la ASEAN en Brunei y pudo obviarse la información sobre quién había dado el primer paso. Christopher dio sus garantías —entre las que se incluía una carta presidencial aún clasificada en la que se definían las intenciones de Estados Unidos— respecto a las visitas a su país de las autoridades de Taiwan y entregó una invitación de Jiang con el presidente.

La cumbre entre Jiang y Clinton se materializó en octubre, aunque no de una forma en la que China pudiera verse del todo resarcida de la herida en su amor propio. No fue una visita de Estado, ni tuvo lugar en Washington: se programó para Nueva York durante la celebración del quincuagésimo aniversario de la ONU. Clinton se reunió con Jiang en el Lincoln Center, en el marco de una serie de encuentros similares con los principales dirigentes que asistían a la sesión del citado organismo. Una visita a Washington del presidente chino después de las maniobras militares chinas en el estrecho de Taiwan habría sido acogida con demasiada hostilidad.

En este ambiente de infructuosa ambigüedad —de solapadas propuestas y controladas retiradas—, las elecciones al Parlamento de Taiwan, programadas para el 2 de diciembre de 1995, hicieron subir de nuevo el mercurio. Pekín inició otra tanda de maniobras militares frente a la costa de Fujian, utilizando fuerzas aéreas, navales y terrestres para simular un aterrizaje anfibio en territorio hostil, todo ello acompañado por una campaña de guerra psicológica igual de agresiva. El día anterior a las elecciones legislativas de diciembre, el Ejército Popular de Liberación anunció otra serie de maniobras para marzo de 1996, poco antes de las presidenciales taiwanesas.²³

A medida que fueron acercándose las elecciones, los lanzamientos de misiles a uno y otro lado del estrecho de Taiwan alcanzaron puntos cercanos a las ciudades portuarias clave del nordeste y el sudoeste de la isla. Estados Unidos respondió con la demostración de fuerza más importante lanzada contra China desde el acercamiento de ambos países en 1971: mandó dos grupos de combate aeronavales con el portaaviones Nimitz al estrecho de Taiwan con el pretexto de evitar el «mal tiempo». Asimismo, abriendo una pequeña vía, Washington garantizó a China que no iba a cambiar su política de una sola China y advirtió a Taiwan que no recurriera a iniciativas provocadoras.

A un paso del abismo, Washington y Pekín retrocedieron, conscientes de que no tenían objetivos bélicos por los que luchar ni estipulaciones que imponer que representaran un cambio en la diáfana realidad, según la cual, en palabras de Madeleine Albright: «China es en su categoría un país demasiado grande para ignorarlo, demasiado represivo para aceptarlo, difícil de influenciar y de lo más orgulloso».24 Por su parte, Estados Unidos era demasiado poderoso para que se le pudiera coaccionar y demasiado comprometido en unas relaciones constructivas con China para necesitar tal coacción. Estados Unidos como superpotencia, el dinamismo de China, el mundo globalizado y el cambio gradual del centro de gravedad de las cuestiones mundiales —del Atlántico al Pacífico— exigían una relación pacífica y de colaboración. Después de la crisis, las relaciones entre China y Estados Unidos mejoraron considerablemente.

Cuando los contactos empezaron a alcanzar los niveles de antaño, otra crisis volvió a agitarlos con la brusquedad del trueno en una tormenta de verano. Durante la guerra de Kosovo, en un momento en el que las relaciones entre Estados Unidos y China se encontraban en su punto álgido, en mayo de 1999, un bombardero B-2 estadounidense procedente de Missouri destruyó la embajada china de Belgrado.

Una avalancha de protestas inundaron China. Los estudiantes y el gobierno parecieron unirse en su indignación por lo que consideraron otra demostración de falta de respeto por la soberanía china. Jiang habló de «provocación deliberada». Comentó en tono desafiante, demostrando la intranquilidad que se respiraba: «Nunca podrá intimidarse a la gran República Popular de China, nunca podrá doblegarse al pueblo chino».25

En cuanto fue informada de los hechos, a altas horas de la noche, la secretaria de Estado Madeleine Albright pidió al vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor que la acompañara a la embajada china de Washington para presentar las excusas del gobierno de Estados Unidos.26 Jiang, por su cuenta, se sintió obligado por la presión pública a expresar su propia indignación, pero luego recurrió también a ella para frenar al pueblo (una pauta similar a la empleada por los presidentes de Estados Unidos sobre la cuestión de los derechos humanos).

A la indignación china respondió Estados Unidos argumentando que había que plantar cara a este país. Ambos puntos de vista reflejaban unas serias convicciones y ponían de manifiesto el potencial de confrontación en una relación en la que las dos partes, por la propia naturaleza de la política exterior moderna, se veían enfrentadas entre sí en distintas partes del mundo. Los dos gobiernos seguían creyendo en la necesidad de la colaboración, si bien se veían incapaces de controlar todas las formas en las que los países podían influir en ella. Un reto no resuelto aún en las relaciones chino-estadounidenses.

LA RECUPERACIÓN DE CHINA Y LAS REFLEXIONES DE JIANG

En medio de las crisis periódicas citadas anteriormente, durante la década de 1990, China vivió un período de extraordinario crecimiento económico y con él una transformación del papel que este país iba a desempeñar en el mundo. En la década de 1980, la «reforma y apertura» de China se mantuvo en parte como una perspectiva: podían percibirse sus efectos, pero seguían siendo discutibles su profundidad y duración. Dentro del propio país continuaba cuestionándose la dirección; después de Tiananmen, una parte de la élite académica y política del país defendía una introspección nacional y una reducción de sus vínculos económicos con Occidente (tendencia que por fin Deng se vio obligado a discutir en su gira meridional). Cuando Jiang asumió el cargo, el grueso del sector sin reformar, constituido por las empresas de propiedad estatal que seguían el modelo soviético, constituía aún más del 50 por ciento de la economía nacional.27 Los vínculos entre China y el sistema comercial mundial eran tímidos y parciales. Las empresas extranjeras se mostraban escépticas a la hora de invertir en este país, y las nacionales casi nunca se aventuraban a salir al extranjero.

A finales de la década se hizo realidad lo que en otra época habría parecido inusitado. Durante los diez años, China creció siguiendo una tasa nunca inferior al 7 por ciento anual, y a menudo registró alguna de dos cifras, en una continuación de un incremento del PIB per cápita que se situó en uno de los más sostenidos y fuertes de la historia.28 A finales de la década de 1990, los ingresos medios casi se habían multiplicado por tres en relación con los de 1978; en las zonas urbanas, el nivel se incrementó de una forma aún más espectacular, y llegó a quintuplicar los de 1978.29

Durante estos cambios, el comercio de China con sus países vecinos se mantuvo en alza y cada vez fue ejerciendo una función más central en la economía de la región. Con ello moderó, a principios de la década de 1990, un período de peligroso aumento de la inflación, en el que puso en marcha programas de control de capital y de austeridad fiscal que más tarde se demostró que habían evitado que China viviera lo peor de la crisis económica asiática de 1997-1998. China se plantó por primera vez como baluarte del crecimiento económico y la estabilidad en un momento de crisis económica y se encontró ejerciendo la función a la que estaba acostumbrada: un país que había recibido en general lecciones de política económica de los países extranjeros, más que nada los occidentales, se había convertido en el que proponía sus propias soluciones, y asistía además a otras economías en crisis. En 2001, China consolidó su nueva situación con la presentación de la candidatura de los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín y con la conclusión de las negociaciones que acabarían convirtiendo el país en miembro de la OMC.

Esta transformación se produjo también gracias al impulso de la nueva definición de la filosofía política interior china. Ahondando en la vía reformista que en su momento había trazado Deng, Jiang emprendió la ampliación de la idea del comunismo y lo abrió de forma que pasara de una élite exclusiva basada en criterios de clase a un espectro social más amplio. Explicó su filosofía, que se dio en conocer como de «la triple representatividad», en el XVI Congreso del Partido, en 2002, el último al que asistiría como presidente, en vísperas del primer traspaso pacífico de poder en la historia moderna china. Allí expuso por qué el Partido que había conseguido apoyo a lo largo de la revolución en aquel momento tenía que representar también los intereses de su antiguos enemigos ideológicos, entre los que se contaban los empresarios. Jiang abrió el Partido Comunista a los dirigentes empresariales y democratizó su gobernanza interna en lo que siguió constituyendo un Estado con partido único.

A lo largo de todo este proceso, China y Estados Unidos fueron creando unos lazos económicos cada vez más sólidos. A principios de la década de 1990, el volumen comercial de Estados Unidos con la China continental seguía siendo la mitad del registrado con Taiwan. A finales de la década, el comercio entre Estados Unidos y China se había cuadruplicado, y las exportaciones de este país a Estados Unidos se habían multiplicado por siete.30 Las multinacionales estadounidenses consideraban que China era un elemento básico para sus estrategias comerciales, tanto como lugar de producción como, cada vez más, mercado monetario a título propio. China, por su parte, invertía reservas de efectivo, que crecían día a día, en bonos del Tesoro estadounidenses (en 2008 iba a convertirse en el principal titular extranjero de deuda de Estados Unidos).

En este contexto, China preparaba la nueva función que ejercería a escala mundial, con intereses en todos los rincones del planeta e integrada a un nivel sin precedentes con tendencias políticas y económicas mucho más amplias. Dos siglos después de las primeras negociaciones marcadas por la poca comprensión mutua sobre comercio y reconocimiento diplomático entre Macartney y la corte china, tanto China como Occidente admitían que habían llegado a un nuevo estadio en sus interacciones, estuvieran o no preparados para los retos que pudiera plantear este. Como observó el entonces viceprimer ministro Zhu Rongji en 1977: «En ningún momento de su historia, China ha vivido unos intercambios y una comunicación tan frecuente con el resto del mundo».³¹

En épocas anteriores —como en la de Macartney o incluso durante la guerra fría—, el «mundo chino» y el «mundo occidental» interactuaron en casos específicos a un ritmo imponente. En aquellos momentos, la tecnología moderna y la interdependencia económica imposibilitaba, para bien o para mal, llevar adelante las relaciones de una forma tan comedida. A consecuencia de ello, las dos partes se enfrentaban a una situación algo paradójica en la que disponían de muchas más oportunidades para una comprensión mutua, pero al mismo tiempo existían nuevas posibilidades de herir susceptibilidades mutuas. El mundo globalizado les había acercado, pero también podía exacerbar con más rapidez y frecuencia las tensiones en tiempos de crisis.

Cuando su mandato tocaba a su fin, Jiang reconoció este peligro de una forma personal, casi sentimental, algo que no solía darse en la actitud distante, reflexiva y cerrada de los líderes chinos, y lo hizo a raíz de una reunión en 2001 con una serie de miembros de la America-China Society. Jiang cumplía el último año de sus doce en el cargo, pero ya se dejaba llevar por la nostalgia de quienes abandonan una actividad en la que cada una de las acciones, por su propia naturaleza, puede cambiar un mundo del que pronto no serán más que meros espectadores. Había gobernado durante un período turbulento que había empezado con el gran aislamiento de China en el plano internacional, al menos por parte de los estados democráticos avanzados, los que más necesitaba su país para poner en marcha el programa de reforma.

Jiang pudo superar aquellos desafíos. Se restableció la colaboración política con Estados Unidos. El programa de reformas se aceleraba y traía como consecuencia el extraordinario índice de crecimiento que, en diez años más, iba a convertir a China en una potencia financiera y económica mundial. La década que se inició con turbulencias y dudas se convirtió en un período de extraordinarios logros.

A lo largo de la poco convencional historia de China no existía precedente alguno respecto a su participación en un orden mundial, ya fuera de acuerdo —o en contraposición— con otra superpotencia. Pero resultó que esta otra superpotencia, Estados Unidos, también carecía de experiencia para una realidad de este tipo, suponiendo que se inclinara hacia ella. Tenía que surgir un nuevo orden internacional, fruto de la planificación o por omisión. Lo que no tenían resuelto ni un país ni otro era su naturaleza y los medios para hacerlo realidad. Iban a interactuar como socios o como adversarios. Los dirigentes del momento predicaban la colaboración, pero ninguno había conseguido definirla, ni creado protección alguna contra las posibles tormentas que se avecinaban.

Jiang se encontraba ante un nuevo siglo y ante una nueva generación de líderes estadounidenses. Estados Unidos tenía un nuevo presidente, el hijo de George H.W. Bush, quien presidía el país cuando Jiang fue ascendido de una forma tan inesperada a causa de unos acontecimientos que nadie podía haber previsto. La relación con el nuevo presidente empezó con otro conflicto militar repentino. El 1 de abril de 2001, un avión de reconocimiento estadounidense que sobrevolaba la costa china justo en el límite de las aguas territoriales de este país fue seguido por una aeronave militar china, que se estrelló contra él cerca de la isla de Hainan, en la costa meridional china. Ni Jiang ni Bush permitieron que el incidente torpedeara la relación. Dos días después, Jiang inició un viaje planificado desde hacía mucho a Sudamérica, lo que indicó que, como jefe de la Comisión Militar Central, no había contado con que se produjera una crisis. Bush expresó su pesar, aunque no por el vuelo de reconocimiento, sino por la muerte del piloto chino.

Al parecer, durante la reunión con los miembros de la America-China Society, algún presentimiento del peligro de la deriva de los acontecimientos debió de rondar por la cabeza de Jiang, mientras divagaba en una declaración aparentemente dispersa, en la que citaba poesía clásica china, insertaba frases en inglés y hablaba de la importancia de la relación entre Estados Unidos y China. Sus prolijas manifestaciones reflejaban una esperanza y un dilema: la esperanza de que los dos países encontraran el camino para trabajar conjuntamente a fin de evitar las tempestades creadas por la propia dinámica de sus sociedades, y el temor a perder la oportunidad de conseguirlo.

El tema clave de las primeras observaciones de Jiang fue el de la importancia de la relación chino-estadounidense: «No quisiera exagerar nuestra importancia, pero una buena colaboración entre Estados Unidos y China es esencial para el mundo. Haremos lo que esté en nuestra mano para conseguirlo. Es algo que cuenta mucho para el resto de los países». Pero, si el protagonista era el mundo, ¿qué dirigente podía estar realmente preparado para abordar la cuestión? Jiang señaló que su formación había seguido el confucianismo tradicional en una trayectoria que incluía la educación occidental y luego estudios en la antigua Unión Soviética. En aquellos momentos lideraba la transición de un país que trataba con todas aquellas culturas.

China y Estados Unidos tenían delante una cuestión perentoria, el futuro de Taiwan. Jiang no utilizó la oratoria a la que nos tenía acostumbrados; al contrario, sus comentarios correspondían a la dinámica interna del diálogo y a la forma de alterar su ritmo, independientemente de la intención de los dirigentes a quienes el pueblo podía impulsar hacia unas actuaciones que habrían preferido evitar: «El problema principal entre Estados Unidos y China es el de Taiwan. A menudo decimos, por ejemplo, “resolución pacífica” y “un país, dos sistemas”. En general, me limito a estas dos cosas. Pero alguna vez añado que no podemos comprometernos a no utilizar la fuerza».

Evidentemente, Jiang no podía evitar el problema que había provocado el estancamiento en más de 130 reuniones entre diplomáticos chinos y estadounidenses antes de la apertura hacia China o desde las premeditadas ambigüedades. Pero a pesar de que China se negara a renunciar al recurso de la fuerza porque aquello iba a implicar una limitación de su soberanía, en la práctica, en el momento de la conversación con Jiang, llevaba treinta años sin recurrir a ella. Por otra parte, Jiang presentaba aquel lenguaje sagrado de la forma más amable y respetuosa.

Jiang no insistió en un cambio inmediato, antes bien destacó que veía una anomalía en la postura estadounidense. Estados Unidos no apoyaba la independencia de Taiwan ni, por otra parte, defendía la reunificación. La consecuencia práctica era la de convertir a Taiwan en «un portaaviones imposible de hundir. En una situación como aquella, fueran cuales fuesen las intenciones del gobierno chino, las convicciones de su población podían crear su propia dinámica encaminada hacia el enfrentamiento:

En los casi doce años que llevo en el gobierno central, he vivido profundamente las sensaciones de los 1.200 millones de habitantes de China. Evidentemente, nos mueven las mejores intenciones respecto a ustedes, pero si se enciende una chispa, será difícil controlar las emociones de 1.200 millones de personas.

Me sentí obligado a responder a la amenaza de recurrir a la fuerza, aunque hubiera sido formulada con pesar y de forma indirecta:

Si estamos hablando de la utilización de la fuerza se afianzará la capacidad de quienes pretenden utilizar Taiwan para perjudicar nuestras relaciones. En una confrontación entre Estados Unidos y China, incluso los que podamos sentirnos conmovidos nos veremos obligados a apoyar a nuestro propio país.

Jiang no respondió repitiendo como siempre lo poco que afectaba a China el peligro de una guerra. Abordó la perspectiva de un mundo cuyo futuro dependía de la colaboración chino-estadounidense. Habló de compromiso, una palabra jamás utilizada por los líderes chinos en relación con Taiwan, aunque se hubiera materializado en la práctica. Evitó hacer propuestas o amenazas. Ya no se encontraba en situación de determinar el resultado. Abogó por una perspectiva mundial: precisamente lo que más falta hacía y a lo que más trabas había puesto la historia de cada una de las naciones:

No está claro si China y Estados Unidos serán capaces de encontrar un lenguaje común y de resolver la cuestión de Taiwan. He apuntado que si Taiwan no se encontrara bajo protección estadounidense nosotros habríamos podido liberarlo. Por consiguiente, la cuestión es si podemos llegar a un compromiso y a una solución satisfactoria. Esta es la parte más delicada de nuestras relaciones. No planteo sugerencia alguna. Somos viejos amigos. No tengo necesidad de utilizar un lenguaje diplomático. Espero que, con Bush al frente, nuestros dos países podrán abordar las relaciones desde una perspectiva estratégica y mundial.

Los líderes chinos con los que había tratado anteriormente poseían una perspectiva de largo alcance, pero procedía en buena parte de las lecciones aprendidas del pasado. También se encontraban en disposición de emprender grandes proyectos de importancia para un futuro lejano. Pero en contadas ocasiones definían el futuro a medio plazo, dando por supuesto que surgiría de las grandes empresas que tenían entre manos. Jiang pedía algo menos espectacular, pero tal vez más profundo. Al final de su período presidencial habló de redefinir el marco filosófico de cada una de las partes. Mao había insistido en el rigor ideológico aunque al mismo tiempo abordara maniobras tácticas. Jiang parecía decir que una y otra parte tenían que ser conscientes de que, si había que colaborar de verdad, lo importante era comprender cuáles eran las modificaciones imprescindibles en sus actitudes tradicionales. Instó a cada cual a examinar de nuevo su propia doctrina interna y a mostrarse abierto para reinterpretarla, incluyendo el socialismo:

El mundo tiene que ser un lugar lleno de riqueza, color y diversidad. En 1978, en China, por ejemplo, optamos por la reforma y la apertura. [...] En 1992, en el XIV Congreso Nacional declaré que el modelo de desarrollo de China tenía que seguir la dirección de una economía de mercado socialista. Los que están acostumbrados a Occidente no ven nada raro en el mercado, pero tengamos en cuenta que en 1992 decir «mercado» era correr un gran riesgo.

Por ello, Jiang mantuvo que las dos partes tenían que adaptar sus ideologías a las necesidades de su interdependencia:

Para simplificar, a Occidente le convendría abandonar su actitud del pasado respecto a los países comunistas y nosotros tendríamos que dejar de considerar el comunismo de forma ingenua o simplista. Es célebre lo que dijo Deng en su gira meridional en 1992 sobre el hecho de que para llegar al socialismo tenían que pasar generaciones, un montón de generaciones. Yo soy ingeniero. He calculado que desde Confucio hasta hoy han pasado 78 generaciones. Deng dijo que el socialismo llevaría este tiempo. Ahora veo que Deng creó unas condiciones ambientales perfectas para mí. Desde la perspectiva de sus sistemas de valores, Oriente y Occidente deben mejorar en su comprensión mutua. Tal vez soy algo ingenuo.

En realidad hizo la referencia a las setenta y ocho generaciones para tranquilizar a Estados Unidos, para que no se alarmaran ante el auge de una China con un gran poder. Harían falta muchas generaciones para llegar al objetivo. Pero realmente habían cambiado las circunstancias políticas en China cuando un sucesor de Mao decía que los comunistas tenían que dejar de hablar de su ideología en términos ingenuos y simplistas. O bien hablar de la necesidad de diálogo entre el mundo occidental y China para decidir cómo ajustar los marcos filosóficos de cada uno.

Por parte estadounidense, el reto consistía en encontrar una vía a través de una serie de valoraciones encontradas. ¿China era un socio o un adversario? ¿El futuro estaría marcado por la colaboración o la confrontación? ¿Estados Unidos tenía la misión de propagar la democracia en China o de colaborar con China para crear un mundo más pacífico? ¿Quizá podría conseguirse lo uno y lo otro?

Ambas partes se han visto obligadas desde entonces a superar sus ambigüedades internas y a definir de nuevo la auténtica naturaleza de su relación.

18

El nuevo milenio

El fin de la presidencia de Jiang Zemin marcó un hito en las relaciones chino-estadounidenses. Jiang fue el último presidente con el que el principal tema de diálogo en los contactos entre ambos países fueron las relaciones en sí. Después, las dos partes fusionaron, si no sus convicciones, su práctica en un modelo de coexistencia de colaboración. China y Estados Unidos no han vuelto a tener un adversario común, pero tampoco han desarrollado hasta hoy una idea conjunta del orden mundial. Las amables reflexiones de Jiang en la larga conversación que tuve con él, descrita en el último capítulo, ilustran la nueva realidad: Estados Unidos y China intuían que se necesitaban mutuamente porque los dos países tenían una envergadura excesiva para ser dominados, eran demasiado especiales para transformarse y demasiado útiles el uno para el otro para poderse permitir el aislamiento. Por otra parte, ¿eran alcanzables sus objetivos comunes? ¿Y con qué fin?

El nuevo milenio marcó el inicio simbólico de una nueva relación. Una nueva generación de líderes había llegado al poder en China y en Estados Unidos: en China, una «cuarta generación» encabezada por el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao; en Estados Unidos, las administraciones dirigidas por los presidentes George W. Bush y, a partir de 2009, Barack Obama. Las dos partes mostraban una actitud ambigua respecto a la agitación de las décadas precedentes.

Hu y Wen aportaron una insólita perspectiva a la empresa de gestionar el desarrollo de su país y definir su papel en el mundo. Constituían la primera generación de altos mandos sin experiencia personal sobre la revolución, eran los primeros líderes del período comunista que tomaban posesión de su cargo a través de procesos constitucionales, y los primeros que asumían puestos de responsabilidad nacional en una China que despuntaba definitivamente como gran potencia.

Ambos dirigentes contaban con experiencia directa sobre la fragilidad de su país y sus complejas tareas internas. Durante la década de 1960, Hu y Wen, como jóvenes cuadros, fueron de los últimos estudiantes que recibieron formación superior formal antes de que el caos de la Revolución Cultural cerrara las universidades. Hu, formado en la Universidad Qinghua de Pekín —un centro de actividad de la Guardia Roja—, permaneció en el centro como asesor político y auxiliar de investigación, donde pudo observar el caos de las facciones en conflicto y en algún momento se convirtió en blanco de estas por ser supuestamente «demasiado individualista».¹ Cuando Mao decidió poner fin a los estragos de la Guardia Roja y mandar a la joven generación al campo, Hu, a pesar de todo, sufrió la misma suerte. Lo enviaron a la provincia de Gansu, una de las regiones más desoladas y rebeldes de China, a trabajar en una central hidroeléctrica. Wen, que acababa de graduarse en el Instituto de Geología de Pekín, corrió igual suerte y fue enviado a trabajar en unos proyectos mineralógicos de Gansu, donde permaneció más de diez años. Allí, en el extremo noroccidental de su agitado país, Hu y Wen fueron ascendiendo lentamente en el escalafón interno de la jerarquía del Partido Comunista. Hu llegó a secretario de la Liga de las Juventudes Comunistas de la provincia de Gansu. Wen fue subdirector del centro geológico provincial. En una época de agitación y fervor revolucionario, los dos hombres se distinguieron por su firmeza y competencia.

El siguiente ascenso de Hu se produjo en la Escuela Central del Partido de Pekín, donde, en 1982, llamó la atención del entonces secretario general del Partido, Hu Yaobang. A partir de aquí tuvo una rápida promoción, que acabó situándolo como secretario del Partido en Guizhou, en el remoto sudoeste chino; a los cuarenta y tres años, Hu Jintao llegó a ser el secretario provincial del Partido Comunista más joven de la historia de la organización.² La experiencia vivida en Guizhou, una provincia pobre con un importante número de minorías étnicas, preparó a Hu para su nueva misión, en 1988, como secretario del Partido en la región autónoma del Tíbet. Entretanto, Wen fue trasladado a Pekín, donde ocupó una serie de cargos de responsabilidad cada vez mayor en el Comité Central del Partido Comunista. Fue el principal colaborador de tres dirigentes chinos sucesivos: Hu Yaobang, Zhao Ziyang y, posteriormente, Jiang Zemin.

Tanto Hu como Wen poseían experiencia personal sobre los disturbios de 1989 en el país: Hu, en el Tíbet, donde llegó en diciembre de 1988, en el momento en que se producía la principal revuelta tibetana; Wen, en Pekín, donde, como ayudante de Zhao Ziyang, se encontraba junto al secretario general en el último vano intento de diálogo con los estudiantes de la plaza de Tiananmen.

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