China

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Henry Kissinger

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Así pues, cuando asumieron su liderazgo a nivel nacional en 2002-2003, Hu y Wen contaban con una clara perspectiva sobre la recuperación de China. Curtidos en las accidentadas e inestables fronteras del país y con un tiempo de servicio en una categoría intermedia durante los hechos de Tiananmen, los dos eran conscientes de la complejidad de las tareas internas que tenía que afrontar China. Llegaron al poder durante un largo período de crecimiento sostenido tras la entrada de su país en el orden económico internacional y tomaron el timón cuando su patria se iba situando como potencia mundial, con intereses en todos los rincones del planeta.

Deng había establecido una tregua en la guerra maoísta sobre la tradición china y había permitido a sus compatriotas que recuperaran sus puntos fuertes históricos.

Pero, como apuntaron en alguna ocasión otros líderes chinos, la era de Deng fue un intento de recuperación del tiempo perdido. En su época se respiraba el esfuerzo especial, que tenía como trasfondo una cierta e inocente vergüenza frente a los errores cometidos por China. Jiang rezumaba una confianza inquebrantable y una extraordinaria cordialidad, pero se puso al timón cuando su país aún se recuperaba de la crisis interna y se empeñaba en recuperar su prestigio internacional.

A finales de siglo empezaron a dar frutos las tareas llevadas a cabo en las épocas de Deng y de Jiang. Hu y Wen presidieron un país que ya no se sentía limitado por la idea de encontrarse en una fase de aprendizaje respecto a la tecnología y las instituciones occidentales. La China que ellos gobernaron tenía suficiente importancia en sí misma para rechazar las lecciones de los estadounidenses sobre la reforma, y en ocasiones incluso para mofarse sutilmente de ellas. Se encontraba en la posición ideal para seguir con la política exterior sin tener que basarse en sus posibilidades a largo plazo o en su función estratégica definitiva, sino en su poder real.

¿Poder para qué? El primer planteamiento de Pekín frente a la nueva era fue básicamente gradual y moderado. Jiang y Zhu habían negociado la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio y su plena participación en el orden económico internacional. La China de Hu y Wen aspiraba en principio a la normalidad y a la estabilidad. Formulaba sus objetivos en estos términos: «sociedad armoniosa» y «mundo armonioso». Su planificación interna se centraba en el desarrollo económico continuo y en la preservación de la armonía social en el seno de una vasta población que vivía unos niveles insólitos de prosperidad y al mismo tiempo unas tasas de desigualdad poco habituales. En su política exterior evitaba iniciativas espectaculares y sus dirigentes respondían con prudencia a las peticiones de fuera de que asumiera un papel de liderazgo internacional más visible. La política exterior china tenía como meta principal un marco internacional pacífico (en lo que se incluían las buenas relaciones con Estados Unidos) y el acceso a las materias primas para garantizar el crecimiento económico continuo. Mostraba además un interés especial por el mundo en desarrollo —legado de la teoría de los tres mundos de Mao—, a pesar de que se iba situando en la categoría de las superpotencias económicas.

Como temía Mao, se reafirmó el ADN chino. Enfrentados a los nuevos retos del siglo XXI y a un mundo en el que se había venido abajo el leninismo, Hu y Wen recurrieron a la sabiduría tradicional. En lugar de describir sus aspiraciones sobre la reforma como las visiones utópicas de la revolución permanente de Mao, las consideraron el objetivo de crear una sociedad xiaokang («moderadamente acomodada»), término con unas claras connotaciones confucianas.³ Supervisaron el restablecimiento del estudio de Confucio en las escuelas chinas y ensalzaron su legado en la cultura popular. Recurrieron a Confucio como una fuerza del poder inmaterial chino en la escena mundial, en los Institutos Confucio oficiales que se crearon en todo el mundo, y en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008, en la que ocuparon un lugar destacado los eruditos confucianos tradicionales. En una espectacular iniciativa simbólica, en enero de 2011 China estableció la rehabilitación del antiguo filósofo moral al instalar una estatua de Confucio en el centro de la capital china, en la plaza Tiananmen, a la vista desde el mausoleo de Mao, el único personaje además de este al que se rinden honores.4

La nueva administración estadounidense conllevó un cambio generacional comparable. Hu y Bush habían sido los primeros presidentes que habían actuado como espectadores en las traumáticas experiencias de sus países durante la década de 1960: para China, la Revolución Cultural; para Estados Unidos, la guerra de Vietnam. Hu sacó la conclusión de que la armonía social tenía que ser la referencia de su mandato. Bush accedió al poder después de la desmembración de la Unión Soviética, inmerso en el triunfalismo estadounidense según el cual América era capaz de remodelar el mundo a su imagen; no vaciló en dirigir la política exterior enarbolando la bandera de los más profundos valores estadounidenses. Habló con pasión de las libertades individuales y de la libertad religiosa, incluso en sus visitas a China.

La planificación de Bush en materia de libertad transmitía lo que parecía una evolución increíblemente rápida para las sociedades no occidentales. A pesar de todo, al poner en práctica su diplomacia, Bush superó la ambigüedad histórica entre los planteamientos estadounidenses del misionero y del pragmático. No lo llevó a cabo por medio de una creación teórica, sino de un razonable equilibrio de prioridades estratégicas. Dejó perfectamente establecido el compromiso de Estados Unidos respecto a las instituciones democráticas y los derechos humanos. Prestó atención al mismo tiempo a la cuestión de la seguridad nacional, sin la cual el objetivo moral funciona en el vacío. A pesar de que fue criticado en su país por su supuesta adhesión al unilateralismo, en su relación simultánea con China, Japón y la India —países que basaban su política en el cálculo de intereses nacionales—, Bush se las ingenió para mejorar el trato con cada uno de estos países, un modelo de política asiática constructiva para Estados Unidos. Durante la presidencia de Bush, las relaciones de Estados Unidos y China fueron acuerdos prácticos entre dos importantes potencias. Ninguna de las partes presuponía que la otra compartía todos sus objetivos. En algunas cuestiones, como en la de la gobernanza interna, sus metas eran incompatibles. Con todo, encontraron suficientes intereses que coincidían en una serie de campos para confirmar la incipiente idea de colaboración.

Washington y Pekín fueron acercando lentamente posiciones sobre Taiwan en 2003 después de que su presidente, Chen Shuibian propusiera un referéndum para solicitar representación en la ONU bajo el nombre de «Taiwan». Dado que tal iniciativa habría constituido una violación de los compromisos adoptados en los tres comunicados, los responsables de la administración de Bush expresaron su oposición a Taipei. Durante la visita a Washington de Wen Jiabao, de diciembre de 2003, Bush reafirmó el contenido de los tres comunicados y añadió: «Washington se opone a cualquier decisión unilateral tomada por China o Taiwan para cambiar el statu quo»; apuntó que Estados Unidos no apoyaría un referéndum para cambiar la situación política de Taiwan. Wen respondió con una clara formulación del deseo de una reunificación pacífica: «Nuestra política básica para la resolución del problema de Taiwan es la de la reunificación pacífica y la de un país, dos sistemas. Haremos todo lo que esté en nuestra mano, con la máxima honestidad, para facilitar la unidad nacional y la reunificación pacífica a través de medios también pacíficos».5

Una de las razones que movieron a renovar la colaboración fueron los atentados del 11 de septiembre, que desviaron el foco estratégico principal de Asia oriental a Oriente Próximo y al sudeste asiático, con las guerras de Irak y Afganistán y un programa para combatir las redes terroristas. China, que había dejado de ser un contrincante revolucionario en el orden internacional y sentía inquietud por las consecuencias del terrorismo mundial en sus propias regiones habitadas por minorías étnicas, en especial Xinjiang, no tardó en condenar los atentados del 11 de septiembre ni en ofrecer su apoyo en inteligencia y diplomacia. Antes de la guerra de Irak, se mostró mucho menos hostil hacia Estados Unidos en la ONU que algunos de los aliados de Europa.

A un nivel quizá más fundamental, no obstante, el período inició un proceso de divergencia entre la opinión china y estadounidense de cómo abordar el terrorismo. China se mantuvo como espectador agnóstico ante el despliegue de poder estadounidense en el mundo musulmán y sobre todo ante las declaraciones de la administración de Bush sobre ambiciosos objetivos de transformación democrática. Pekín mantuvo su característica disposición a ajustarse a los cambios en las alineaciones de poder y la composición de gobiernos extranjeros sin emitir juicios morales. Su principal interés continuaba residiendo en el acceso al petróleo de Oriente Próximo y (tras la caída de los talibanes) la protección de las inversiones chinas en los recursos minerales de Afganistán. Con estos intereses en general satisfechos, China no discutió las campañas estadounidenses en Irak y Afganistán (y, probablemente, las vio con buenos ojos en parte porque representaban un desvío de la capacidad militar de Estados Unidos, centrada hasta entonces en Asia oriental).

El nivel de interacción entre China y Estados Unidos marcó el restablecimiento de un papel clave de China en las cuestiones regionales y mundiales. La búsqueda por parte de China de una colaboración entre iguales ya no tenía nada que ver con la exagerada demanda de un país desprotegido; era antes bien una realidad respaldada por la capacidad financiera y económica del país. Por otra parte, obligados por los nuevos retos que planteaban la seguridad y la cambiante realidad económica, además de una nueva alineación de una relativa influencia política y económica entre ambos, los dos países se comprometieron a discutir sus objetivos internos, su papel en el mundo y, finalmente, la relación existente entre ellos.

DIFERENCIAS DE PERSPECTIVA

En el curso del nuevo siglo surgieron dos tendencias, en algunos aspectos encontradas. En la mayoría de las cuestiones, las relaciones chino-estadounidenses evolucionaron en general en el sentido de la colaboración, pero al mismo tiempo empezaron a ponerse de manifiesto unas diferencias históricamente enraizadas y una orientación geopolítica. Buen ejemplo de ello son los temas económicos y la proliferación de armas de destrucción masiva.

Temas económicos: Cuando China tenía asignado un papel secundario en la economía mundial, el tipo de cambio de su moneda no tenía más importancia; en las décadas de 1980 y 1990, a nadie se le hubiera ocurrido que el valor del yuan pudiera convertirse en tema de discusión en el debate político estadounidense y en los análisis de los medios de comunicación, pero el auge económico de China y el aumento de la interdependencia económica entre Estados Unidos y China convirtieron una cuestión en otra época oscura en un tema de controversia diaria, y con ello las frustraciones estadounidenses —y el recelo chino sobre las intenciones de Estados Unidos— fueron expresándose en un lenguaje cada vez más insistente.

La diferencia fundamental surgió respeto al concepto inherente a las respectivas políticas monetarias de ambos países. Según la perspectiva estadounidense, el reducido valor del yuan se consideraba una manipulación monetaria que favorecía a las empresas chinas y, por extensión, perjudicaba a las estadounidenses que trabajaban en los mismos sectores. Se afirma que el yuan infravalorado contribuye a la pérdida de puestos de trabajo estadounidenses, algo que tiene unas serias consecuencias políticas y emocionales en una época de incipiente austeridad en Estados Unidos. Desde el punto de vista chino, la búsqueda de una política monetaria que favorezca a los fabricantes del país no es tanto una política económica como una expresión de la necesidad de estabilidad política de China. Así, cuando Wen Jiabao explicó a un público estadounidense en septiembre de 2010 por qué China no iba a revalorizar su moneda no utilizó argumentos económicos, sino sociales: «No saben cuántas empresas chinas irán a la quiebra. Pueden producirse importantes disturbios. El único que carga con el peso es el primer ministro chino. Esta es la pura realidad».6

Estados Unidos aborda las cuestiones económicas desde el punto de vista de las necesidades del crecimiento mundial. China considera las implicaciones políticas, tanto internas como internacionales. Cuando Estados Unidos exhorta a China a consumir más y a exportar menos, formula una sentencia económica. Pero para China, la reducción del sector de la exportación significa un aumento importante del desempleo, algo que tiene consecuencias políticas. Curiosamente, desde una perspectiva a largo plazo, si China adoptara el buen juicio convencional estadounidense tal vez reduciría los incentivos que le proporcionan los vínculos con Estados Unidos, pues no dependería tanto de las exportaciones y podría fomentar un bloque asiático, ya que implicaría una mejora de los lazos económicos con sus países vecinos.

Así pues, la cuestión fundamental es política y no económica. Tiene que surgir una idea de beneficio mutuo en lugar de las recriminaciones sobre supuestas conductas indebidas. Esto da realce al desarrollo de la idea de coevolución y de comunidad del pacífico que se expone en el epílogo.

La no proliferación y Corea del Norte: Durante la época de la guerra fría, las armas nucleares estaban sobre todo en manos de Estados Unidos y de la Unión Soviética. Pese a sus diferencias ideológicas y geopolíticas, el cálculo del riesgo de los dos países era básicamente similar, y ambos poseían los medios técnicos adecuados para protegerse contra accidentes, lanzamientos no autorizados y, en gran medida, contra ataques sorpresa. Ahora bien, a medida que se ha ido extendiendo el armamento nuclear, este equilibrio está en peligro: el cálculo del riesgo ya no es simétrico y la seguridad contra lanzamientos accidentales o incluso robos será mucho más complicada, por no decir imposible, de llevar adelante, sobre todo en el caso de países que no cuentan con la experiencia de las superpotencias.

A medida que la proliferación sigue su curso, se hace cada día más abstracto el cálculo de la disuasión. Se hace aún más difícil decidir quién disuade a quién y por medio de qué calculo. Incluso suponiendo que las nuevas potencias nucleares muestren la misma reticencia que las establecidas respecto al inicio de hostilidades con armamento nuclear entre ellas —una aseveración muy dudosa—, podrían utilizar las armas para proteger a terroristas o para perpetrar atentados contra el orden internacional llevados a cabo por estados potencialmente terroristas. Por fin, la experiencia con la red de proliferación «privada» de países aparentemente amigos como Pakistán con Corea del Norte, Libia e Irán demuestra las enormes consecuencias de la difusión de las armas nucleares en el orden internacional, incluso en el caso de que el país que fomenta la proliferación no reúna los criterios formales para ser calificado como Estado delincuente.

La difusión de este armamento en manos de quienes no se ciñen a las consideraciones históricas y políticas de los principales estados augura un mundo de devastación y de pérdidas humanas sin precedentes incluso en la era de matanzas genocidas en la que vivimos.

Resulta irónico que en la agenda de diálogo entre Washington y Pekín surja la proliferación nuclear en Corea del Norte, puesto que a raíz de Corea se habían enfrentado por primera vez en el campo de batalla sesenta años antes Estados Unidos y la República Popular de China. En 1950, la recién creada República Popular declaró la guerra a Estados Unidos a raíz de la presencia militar estadounidense permanente en su frontera con Corea, una amenaza para la seguridad china a largo plazo. Sesenta años después, el empeño de Corea del Norte en un programa nuclear militar ha creado un nuevo desafío y ha puesto sobre la mesa algunas de las mismas cuestiones geopolíticas.

Durante los primeros años del citado programa de Corea del Norte, China dejó claro que era una cuestión que tenían que resolver los dos países entre ellos, Estados Unidos y Corea del Norte. Según el razonamiento chino, ya que Corea del Norte se sentía amenazada básicamente por Estados Unidos, era sobre todo este país el que tenía que proporcionar la seguridad necesaria para sustituir el armamento nuclear. Con el paso del tiempo se hizo patente que la proliferación nuclear de Corea iba a afectar tarde o temprano a la seguridad china. Si se aceptaba Corea como potencia nuclear, lo más probable era que Japón, Corea del Sur y posiblemente otros países asiáticos como Vietnam e Indonesia entraran finalmente en el club nuclear y se alterara con ello el paisaje estratégico de Asia.

Los dirigentes chinos son contrarios a un escenario de este tipo. De todas formas, China teme un hundimiento catastrófico de Corea del Norte, ya que se podría reproducir en sus fronteras la misma situación que luchó por evitar hace sesenta años.

El problema reside en la estructura interna del régimen coreano. Pese a que se presenta como un Estado comunista, actualmente en Corea el poder está en manos de una sola familia. En 2011, en el momento de redactar estas líneas, el jefe de la familia en el poder estaba en proceso de delegar el mando a su hijo de veintisiete años, una persona sin experiencia ni siquiera en la gestión comunista, y mucho menos en relaciones internacionales. Siempre está presente la posibilidad de una implosión a partir de elementos impredecibles o desconocidos. En este caso, los países afectados podrían verse obligados a proteger sus intereses vitales por medio de medidas unilaterales. Podría llegar el momento en que ya fuera tarde para coordinar las actuaciones o la cuestión se complicara excesivamente. Evitar estas consecuencias debería constituir una parte esencial del diálogo chino-estadounidense y de las conversaciones a seis bandas que implican a Estados Unidos, China, Rusia, Japón y las dos Coreas.

CÓMO DEFINIR LA OPORTUNIDAD ESTRATÉGICA

Durante la primera década de 2000, Pekín y Washington, al tener que afrontar cada vez más cuestiones, buscaron un marco global que definiera su relación. La tarea se concretó con la inauguración del Diálogo Estratégico entre Estados Unidos y China y el Diálogo Económico-Estratégico entre Estados Unidos y China (actualmente fusionados en el Diálogo Estratégico y Económico) durante el segundo mandato de George W. Bush. Este fue en parte un intento de reactivar el espíritu de franco intercambio sobre cuestiones conceptuales que imperaron entre Washington y Pekín durante la década de 1970, como se describe en capítulos anteriores.

En China, la búsqueda de un principio organizativo para la nueva era adquirió la forma de un análisis refrendado por el gobierno según el cual los primeros veinte años del siglo XXI representaban un claro «período de oportunidad estratégica» para China. La idea reflejaba, por una parte, el reconocimiento del avance y de los posibles logros estratégicos del país y, por otra, paradójicamente, el temor a la vulnerabilidad que aún mostraba. Hu Jintao dio voz a esta teoría en una reunión del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de noviembre de 2003, en la que apuntó que una insólita convergencia en las tendencias del país e internacionales situaba a China en la posición ideal para avanzar a «pasos agigantados» en su desarrollo. Según Hu Jintao, la oportunidad iba vinculada al peligro; como les había ocurrido anteriormente a otras potencias en auge, si China «perdía la oportunidad» que se presentaba, «probablemente quedaría rezagada».7

Wen repitió la afirmación en un artículo de 2007 en el que advertía: «Las oportunidades son pocas y fugaces», al tiempo que recordaba que China había perdido antes una oportunidad a causa de «importantes errores, en especial la catástrofe de los diez años de la “gran Revolución Cultural”». Seguía evaluando los cinco primeros años del nuevo siglo diciendo: «Es un período de oportunidades que tenemos que agarrar con firmeza, en el que sumaremos muchos logros». Wen afirmaba que era «de una gran importancia y trascendencia» saber utilizar esta brecha para los objetivos de desarrollo de China.8

¿Qué era lo que China tenía la oportunidad estratégica de lograr? Puede decirse que el debate chino sobre esta cuestión tuvo un inicio formal que se encuentra en una serie de conferencias especiales y de sesiones de estudio convocadas por académicos chinos y altos cargos del país entre 2003 y 2006. El programa hacía referencia al auge y a la caída de los grandes poderes en la historia: los medios utilizados para su ascenso; las causas de sus guerras frecuentes, y la determinación de si una gran potencia moderna podía llegar a descollar sin recurrir al conflicto militar con los actores dominantes en el sistema internacional y de qué modo lo conseguía. Estas conferencias se trabajaron posteriormente y a partir de ellas se creó una serie de doce capítulos titulada El auge de las grandes potencias, que emitió la televisión nacional china en 2006 y vieron centenares de millones de espectadores. Como precisó el politólogo David Shambaugh, probablemente aquel fuera un momento filosófico extraordinario en la historia de la política de las grandes potencias: «Pocas, por no decir ninguna, grandes potencias o aspirantes a esta categoría abordan un discurso tan introspectivo».9

¿Qué lecciones puede extraer China de estos precedentes históricos? En uno de sus primeros y más globales intentos de responder a la pregunta, Pekín quiso disipar los temores sobre su creciente poder y presentar la propuesta del «auge pacífico» de China. Un artículo del influyente político chino Zheng Bijian publicado en 2005 en Foreign Affaires proporcionaba una declaración política casi oficial. Zheng aseguraba que China había optado por una «estrategia [...] para trascender los medios tradicionales de que disponen las grandes potencias para despuntar». Según él, China buscaba un «nuevo orden político y económico internacional», pero «tenía que conseguirse por medio de reformas graduales y de la democratización de las relaciones internacionales». Zheng insistía: «China no seguirá el camino de Alemania, que llevó a este país a la Primera Guerra Mundial, ni el de Alemania y Japón, que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, cuando estos países se dedicaban a expoliar recursos y a luchar por la hegemonía. China tampoco seguirá la vía de las grandes potencias que compitieron por el domino del mundo durante la guerra fría».10

Washington respondió expresando la idea de China como «actor responsable» en el sistema internacional que se atenía a sus propias normas y límites y asumía otras responsabilidades de acuerdo con su mayor capacidad. En el discurso que hizo en 2005 ante el Comité Nacional de Relaciones entre Estados Unidos y China, Robert Zoellick, a la sazón vicesecretario de Estado, adelantó la respuesta estadounidense al artículo de Zheng. Pese a que los dirigentes chinos tal vez habían dudado en reconocer que alguna vez podían haber sido actores «irresponsables», el discurso de Zoellick vino a ser una invitación a China para convertirse en un miembro privilegiado, y en un moldeador, del sistema internacional.

Casi simultáneamente, Hu Jintao pronunció una conferencia en la Asamblea General de la ONU titulada «Sentar la base para un mundo armonioso con una paz duradera y prosperidad para todos», sobre el tema desarrollado por Zheng Bijian en su artículo. Hu reiteró la importancia de la ONU como marco de seguridad y desarrollo y destacó «lo que China defendía». Al tiempo que insistía en el apoyo de su país a la democratización de las cuestiones mundiales —en la práctica, por supuesto, una disminución relativa del poder estadounidense ante un mundo multipolar—, Hu reiteró que China lucharía por sus objetivos pacíficamente y dentro del marco de la ONU:

China se atendrá, como siempre, a los objetivos y principios de la Carta de la ONU, participará de forma activa en los asuntos internacionales, cumplirá con sus obligaciones internacionales y trabajará junto con otros países para crear un nuevo orden político y económico internacional que sea justo y racional. La nación china ama la paz. El desarrollo chino no va a perjudicar ni amenazar a nadie, antes bien servirá a la causa de la paz, de la estabilidad y de la prosperidad común en el mundo.¹¹

Las teorías del «auge pacífico» y del «mundo armonioso» recordaban los principios de la era clásica que había afianzado la grandeza de China: enfoque gradual; armonización de tendencias y elusión del conflicto abierto; organización tanto alrededor de reivindicaciones morales respecto a un orden mundial armonioso como de dominio real físico o territorial. Describían asimismo una vía hacia una situación de gran potencia que podía resultar atractiva a una generación de dirigentes que habían alcanzado la mayoría de edad en la época del fracaso social de la Revolución Cultural, una generación consciente de que en aquellos momentos su legitimidad dependía en parte de proporcionar al pueblo chino cierto bienestar y comodidad y un respiro respecto a la agitación y a las privaciones del siglo anterior. Y para reflejar una postura incluso más comedida, en las declaraciones oficiales chinas se cambió la expresión «auge pacífico» por «desarrollo pacífico», por lo visto porque se consideró que «auge» era un término excesivamente amenazador y triunfalista.

Durante los tres años que siguieron, en una de las confluencias periódicas de acontecimientos fortuitos en los que cambia el devenir histórico, la peor crisis financiera desde la Gran Depresión coincidió con un período de prolongada ambigüedad y de estancamiento en las guerras de Irak y de Afganistán, con los impresionantes Juegos Olímpicos de Pekín de 2008 y un período ininterrumpido de sólido crecimiento económico en China. Esta confluencia de acontecimientos hizo que determinadas élites de este país, entre las que se contaba una parte de las altas esferas del gobierno chino, volvieran sobre los supuestos que configuraban la base de la postura de avanzar por etapas establecida en 2005 y 2006.

Las causas de la crisis financiera y sus peores efectos se centraban básicamente en Estados Unidos y Europa. Aquello llevó a unos aportes jamás vistos en la historia a países y empresas occidentales y también a los llamamientos de los dirigentes de los citados países a China a fin de que cambiara el valor de su moneda y aumentara su consumo interior para mejorar la salud de la economía mundial.

Desde que Deng proclamó la «reforma y la apertura», China había considerado a Occidente un modelo de habilidad económica y de experiencia financiera. Se daba por supuesto que, fueran cuales fuesen los fallos ideológicos o políticos de Occidente, aquellos países sabían gestionar sus economías y también el sistema financiero del mundo de una forma extraordinariamente productiva. Aunque China se había negado a adquirir tales conocimientos a costa de la tutela política occidental, entre la élite china se daba por sentado que Occidente poseía una información digna de estudio y adaptación.

El hundimiento de los mercados financieros estadounidense y europeo en 2007 y 2008 —y el espectáculo del desorden y los errores de cálculo en Occidente en comparación con el éxito de China— socavó gravemente la idea de la habilidad económica de los occidentales. Aquello puso en marcha una nueva corriente de opinión en China —entre la joven generación de estudiantes y usuarios de internet que manifestaban sus opiniones y probablemente en algún sector de la dirección política y militar— según la cual se estaba produciendo un cambio fundamental en la estructura del sistema internacional.

La culminación simbólica de este período fue el espectáculo de los Juegos Olímpicos de Pekín, que se celebraron en el momento en que la crisis económica empezaba a hacer mella en Occidente. Dichos juegos no fueron un acontecimiento únicamente deportivo, sino que fueron concebidos como expresión del resurgimiento de China. La ceremonia de apertura fue todo un símbolo. Las luces del enorme estadio estaban apagadas. Exactamente a las ocho y ocho minutos (hora china) del octavo día del octavo mes del año, aprovechando el número de buenos auspicios ya escogido para la ceremonia,¹² dos mil tambores rasgaron el silencio con un ensordecedor sonido que siguió durante diez minutos, como queriendo decir: «Hemos llegado. Somos una realidad, ya no pueden dejarnos a un lado ni jugar con nosotros, pues estamos preparados para aportar al mundo nuestra civilización». Luego los espectadores del mundo estuvieron una hora contemplando cuadros sobre temas de la civilización china. El período de debilidad y malos resultados del país —podríamos llamarlo el «largo siglo XIX de China»— oficialmente había concluido. Pekín volvía a ser el centro del mundo, su civilización inspiraba respeto y admiración.

En una conferencia del Foro Mundial sobre Estudios Chinos celebrado en Shanghai después de los Juegos Olímpicos, Zheng Bijian, el autor de la idea de «auge pacífico», comentó a un periodista occidental que China por fin había superado el legado de la guerra del opio y el siglo de luchas contra la intrusión extranjera y había abordado el proceso histórico de la renovación nacional. Las reformas iniciadas por Deng Xiaoping, según Zheng, habían permitido a China resolver el «enigma del siglo», un desarrollo rápido y sacar de la pobreza a millones de personas. Al despuntar como importante potencia, China iba a confiar en la atracción que despertaría su modelo de desarrollo y las relaciones con otros países serían «abiertas, no exclusivas y armoniosas», con el objetivo de «iniciar en conjunto el camino del desarrollo mundial».¹³

El fomento de la armonía no impedía la búsqueda de la ventaja estratégica. En una conferencia de diplomáticos chinos celebrada en julio de 2009, Hu Jintao explicó las nuevas tendencias. Afirmó que los primeros veinte años del siglo XXI seguían siendo para China un «período de oportunidad estratégica»; esto, afirmó, no había cambiado. Ahora bien, tras la crisis financiera y otros cambios radicales, Hu apuntó que en aquellos momentos el shi se encontraba en proceso de evolución. A la luz de los «complejos y profundos cambios» que tenían lugar en aquellos momentos, dijo: «Se han producido variaciones en las oportunidades y en los retos que tenemos que afrontar». Las oportunidades que se entreveían iban a ser «importantes»; los retos, «serios». Si China era capaz de protegerse contra todo tipo de trampas y gestionaba con diligencia sus asuntos podía sacar provecho del período de agitación:

Desde la entrada en el nuevo siglo y en el nuevo estadio, se han producido a escala internacional una serie de importantes acontecimientos de naturaleza global y estratégica, que han tenido una influencia de peso y de gran alcance en todos los aspectos de la situación política y económica internacional. Si observamos el mundo, vemos que la paz y el desarrollo continúan siendo la cuestión principal de nuestros tiempos, aunque la lucha por un amplio poder nacional se hace más intensa; día a día aumenta la demanda de un número cada vez mayor de países en vías de desarrollo para participar en plan de igualdad en los asuntos internacionales, las voces que exigen la democratización de las relaciones internacionales suenan cada vez con más fuerza; con la crisis financiera internacional se ha producido una enorme conmoción en el sistema económico y financiero mundial y actual, así como en la estructura de gobernanza económica del planeta; se ven más claras las perspectivas de una multipluralidad mundial; la situación internacional ha generado nuevos rasgos y tendencias que exigen una minuciosa atención.14

Con las cuestiones mundiales en evolución, China tenía el deber de analizar objetivamente la situación y abrir el camino para una nueva configuración. Con la crisis pueden surgir oportunidades. Pero ¿cuáles eran estas?

EL DEBATE SOBRE EL DESTINO NACIONAL: LA PERSPECTIVA TRIUNFALISTA

El enfrentamiento de China con el sistema internacional moderno, configurado por Occidente, ha generado en las élites de este país una tendencia especial a debatir —con especial meticulosidad y habilidad analítica— su destino nacional y la estrategia general para llegar a él. En efecto, el mundo es testigo de un nuevo estadio en el diálogo nacional sobre la naturaleza del poder, la influencia y las aspiraciones de China, que han sufrido altibajos desde que Occidente le abrió por primera vez sus puertas. Los anteriores debates sobre el destino de la nación se produjeron en períodos de extraordinaria vulnerabilidad de China; el último no lo ha movido el peligro que corre el país, sino su fuerza. Tras un viaje incierto y en ocasiones accidentado, China llega por fin a la perspectiva deseada por reformistas y revolucionarios en los dos últimos siglos: un país próspero que muestra al mundo su capacidad militar al mismo tiempo que conserva sus valores distintivos.

En los estadios anteriores sobre el debate nacional se planteaba si China tenía que mirar hacia el exterior en busca de conocimientos para superar la debilidad o hacia el interior y alejarse de un mundo impuro aunque tecnológicamente más fuerte. El debate actual se basa en el reconocimiento de que se ha hecho realidad el gran proyecto de autofortalecimiento y de que China se ha puesto al día con Occidente. Pretende definir los términos a través de los que China debería interactuar con un mundo que —incluso bajo el punto de vista de muchos de los internacionalistas liberales contemporáneos chinos— juzgó muy injustamente a China y de cuyos estragos aún hoy se está recuperando el país.

Mientras la crisis económica se propagaba por Occidente en la época posterior a los Juegos Olímpicos, nuevas voces —extraoficiales y casi oficiales— empezaron a cuestionar la tesis del «auge pacífico» de China. Desde este punto de vista, el análisis de Hu sobre tendencias estratégicas era correcto, pero Occidente seguía siendo una peligrosa fuerza que jamás permitiría a China un ascenso armonioso. Correspondía, pues, a China consolidar sus logros y hacer valer sus reivindicaciones ante el poder mundial e incluso su estatus de superpotencia.

Dos libros que han tenido una amplia difusión en China simbolizan esta tendencia: una recopilación de ensayos titulada China Is Unhappy:The Great Era, the Grand Goal, and Our internal Anxieties and External Challenges (2009) y China Dream: Great Power Thinking and Strategic Posture in the Post-American Era (2010). Son dos libros profundamente nacionalistas. Ambos parten del supuesto de que Occidente es mucho más débil de lo que se creía anteriormente, pero que «algunos extranjeros no han despertado todavía; no han comprendido realmente que se está produciendo un cambio de poder en las relaciones chino-occidentales».15 En este contexto, es China la que tiene que superar las dudas y la pasividad, dejar lo del trabajo por etapas y recuperar su idea histórica de misión por medio de un «gran objetivo».

Ambos libros han recibido críticas en la prensa china y entradas anónimas en webs chinas, donde se les ha tildado de irresponsables y se ha afirmado que no reflejaban el punto de vista de la gran mayoría en China. Cabe decir, sin embargo, que uno y otro han superado la revisión del gobierno y se han convertido en números uno en ventas en China, de modo que es probable que reflejen las perspectivas de como mínimo una parte de la estructura institucional china. Sobre todo el caso de China Dream, de Liu Mingfu, coronel del Ejército Popular de Liberación y profesor de la Universidad de la Defensa Nacional de China. No presento aquí los libros porque representen la política gubernamental oficial china —en realidad, van en contra de lo que afirmó con énfasis el presidente Hu en su discurso en la ONU y en su visita de Estado a Washington en enero de 2011—, sino porque plasman determinadas acometidas a las que el gobierno se ha visto obligado a responder.

Un ensayo representativo de China Is Unhappy presenta la tesis básica. En su título afirma que «Estados Unidos no es un tigre de papel», como solía decir burlonamente Mao, sino más bien «un pepino granado pintado de verde».16 El autor, Song Xiaojun, parte de la premisa de que incluso en las actuales circunstancias, Estados Unidos y Occidente siguen siendo una fuerza peligrosa, fundamentalmente adversa:

Un gran número de hechos han demostrado que Occidente nunca abandonará su preciada técnica del «comercio a punta de bayoneta», que ha ido refinando a lo largo de los siglos. ¿Quién cree que es posible que «devolviendo las armas al depósito y poniendo de nuevo los caballos de batalla a pacer»17 [Occidente] se convenza, abandone las armas y se disponga a comerciar pacíficamente?18

Después de treinta años de acelerado desarrollo económico en China, insiste Song, el país ha alcanzado una posición de fuerza: «Las masas y la juventud cada día se dan más cuenta de que se está acercando la oportunidad».19 Después de la crisis financiera, continúa, Rusia está más interesada en sus relaciones con China; Europa se mueve en una dirección similar. Actualmente, los controles estadounidenses sobre la exportación son básicamente intrascendentes, ya que China cuenta ya con casi toda la tecnología que necesita para convertirse en una potencia industrializada y pronto poseerá una base económica agrícola, industrial y «postindustrial» propias, es decir, no tendrá que confiar en los productos ni en la buena voluntad de los demás.

El autor hace un llamamiento para que la juventud nacionalista y las masas estén a la altura de las circunstancias y desafía a las élites del momento que se muestran en desacuerdo con ello: «Qué extraordinaria oportunidad de pasar a ser un país globalmente industrializado, que se nos conozca como el país que quiere ascender y cambiar el sistema político y económico injusto e irracional del mundo... ¡Cómo no han pensado en ello las élites!».20

El China Dream de 2010 del coronel del Ejército Popular de Liberación, Liu Mingfu, define un «gran objetivo» nacional: «Convertirse en número uno del mundo», que China recupere su versión moderna del esplendor histórico que vivió. Es algo, dice, que exigirá el desplazamiento de Estados Unidos.²¹

El auge de China, pronostica Liu, marcará el inicio de una edad de oro de prosperidad en Asia, en la que los productos, la cultura y los valores de China marcarán la pauta en el mundo. Este recuperará la armonía porque el liderazgo de China será más sensato y moderado que el de Estados Unidos, y porque China no perseguirá la hegemonía y se limitará a ejercer la función de primus inter pares de las naciones del mundo.²² (En un pasaje aparte, Liu habla favorablemente de la función de los emperadores chinos tradicionales, de los que dice que actuaban a modo de benévolo «hermano mayor» de los reyes de los países más pequeños y débiles.)²³

Liu rechaza la idea de un «auge pacífico», aduciendo que China no puede confiar únicamente en sus tradicionales virtudes armoniosas para garantizar el nuevo orden internacional. Dada la naturaleza competitiva y amoral de la política de las grandes potencias, sigue Liu, el auge de China —y la paz en el mundo— solo pueden protegerse si China alimenta un espíritu marcial y reúne suficiente fuerza militar para disuadir o, llegado el caso, derrotar a sus adversarios. Por consiguiente, Liu aboga por un «auge militar» además del «auge económico».24 El país debe prepararse, militar y psicológicamente, para luchar y vencer en una contienda por la preeminencia estratégica.

La publicación de los dos libros coincidió con una serie de crisis y tensiones en el mar de la China meridional con Japón y a raíz de las fronteras de la India, de una forma tan seguida y con suficiente carácter común que se desató la especulación sobre si los episodios eran el producto de una política deliberada. Si bien en cada caso se presenta una versión de los acontecimientos en la que quien sale perjudicada es China, las propias crisis constituyen una fase del continuo debate chino sobre el papel de este país en su región y en el mundo.

Los libros que nos ocupan, así como las críticas de las «élites» chinas presuntamente pasivas, no habrían salido a la luz ni se habrían convertido en una cuestión célebre en el ámbito nacional si se hubiera prohibido su publicación. ¿Se trataba de un sistema de la administración de influir en la política? ¿Refleja esto las actitudes de una generación tan joven que no había vivido de adulta la Revolución Cultural? ¿Acaso los dirigentes dejaban el debate a la deriva como una especie de táctica psicológica, a fin de que el mundo comprendiera las presiones internas de China y empezara a tenerlas en cuenta? ¿O tal vez no era más que un ejemplo para explicar que China era más pluralista, que permitía que más voces se expresaran, y que los críticos en general eran más tolerantes con las voces nacionalistas?25

DAI BINGGUO: UNA REAFIRMACIÓN DEL AUGE PACÍFICO

Los dirigentes chinos decidieron intervenir en el debate para demostrar que el triunfalismo expresado distaba mucho del estado de ánimo de los altos mandos. En diciembre de 2010, Dai Bingguo, consejero de Estado (el mando superior que supervisaba la política exterior china) saltó a la palestra con una declaración política global.26 El artículo de Dai, titulado «Seguimos optando por la vía del desarrollo pacífico», puede considerarse una respuesta tanto a los observadores extranjeros preocupados por si China albergaba intenciones agresivas como a los que se encontraban en el país —incluyendo a algunos integrantes de la estructura de la dirección de China—, que mantenían que China tenía que optar por una posición de mayor insistencia.

El desarrollo pacífico, sostiene Dai, no es una estratagema mediante la cual China «disimula su esplendor y gana tiempo» (como sospechan actualmente algunos de fuera de China), ni un delirio ingenuo que renuncia a las ventajas de China (como aducen algunos desde dentro del país). Es la auténtica y duradera política china, ya que es la que mejor sirve a los intereses de su pueblo y concuerda con la situación estratégica internacional:

La insistencia en adoptar la vía del desarrollo pacífico no es algo que sea producto de una imaginación subjetiva o de algún tipo de cálculo concreto, sino más bien el resultado del reconocimiento de que tanto el mundo actual como la China de hoy en día han vivido unos cambios terribles y de que las relaciones de este país con el mundo también han experimentado cambios importantes; así pues, hace falta aprovechar la situación al máximo y adaptarse a las modificaciones.27

El mundo, observa Dai, ha empequeñecido, y hoy las cuestiones importantes exigen un considerable grado de interacción global. La cooperación mundial, por consiguiente, es algo que interesa a China; no se trata de una estrategia para llevar adelante una política puramente nacional. Dai sigue con lo que podría interpretarse como una afirmación estándar de la reivindicación de los habitantes del mundo de paz y cooperación, si bien, en este contexto, es más una advertencia sobre los obstáculos a los que debe enfrentarse una China militante (es probable que vaya dirigida a los dos públicos):

Por razón de la globalización económica y del profundo desarrollo de la informatización, así como de los rápidos progresos en ciencia y tecnología, el mundo se ha hecho cada vez «más pequeño» y se ha convertido en una «aldea global». Con la interacción y la interdependencia de todos los países, así como la conjunción de intereses que alcanza unos niveles sin precedentes, lo que incumbe a todos ha tomado más vuelo, los problemas que exigen aunar esfuerzos se han multiplicado y las aspiraciones de cara a una colaboración mutuamente beneficiosa son más intensas.28

China, sigue Dai, puede prosperar en una situación de este tipo porque está totalmente integrada en el mundo. Durante los últimos treinta años ha crecido al incorporar sus talentos y recursos a un sistema internacional más amplio, no como mecanismo táctico, sino como medio de satisfacer las necesidades del período contemporáneo:

La China contemporánea vive cambios grandes y profundos. A lo largo de más de treinta años de reforma y apertura, hemos pasado de «la lucha de clases como clave» a la construcción económica como tarea central, al tiempo que avanzábamos en la causa de la modernización socialista. Hemos dejado la economía planificada para promocionar la reforma en todos los aspectos al construir un sistema económico de mercado socialista. Hemos dejado atrás el aislamiento de Estado y el énfasis unilateral en la autoconfianza para lanzarnos hacia el mundo exterior y hacia el desarrollo de la colaboración internacional.29

Estos cambios espectaculares exigen que China abandone los últimos vestigios de la doctrina de Mao de independencia absoluta, que aislaría a China. Suponiendo que este país no analice correctamente la situación y, como insiste Dai, «no gestione satisfactoriamente las relaciones con el mundo exterior», las posibilidades que le ha ofrecido el período de oportunidad estratégica «podrían perderse». China, subraya Dai, «forma parte de la gran familia internacional». Las políticas de armonización y colaboración de China, además de representar unas simples aspiraciones morales, son, en palabras de Dai, «lo más compatible con nuestros intereses y los de otros países».30 En este análisis subyace el reconocimiento, nunca manifestado de forma directa, de que China está rodeada de vecinos con importante capacidad militar y económica, y de que las relaciones de este país con la mayoría se han deteriorado en los dos últimos años, una tendencia que los dirigentes chinos pretenden cambiar.

En la descripción de las estrategias de los líderes de cada país nunca puede excluirse el elemento táctico, como en el caso de la enmienda de la frase «auge pacífico», que se cambió por algo más descafeinado: «desarrollo pacífico». Dai, en su artículo, aborda específicamente el escepticismo extranjero según el cual sus argumentos tendrían que ser en general tácticos:

En el ámbito internacional, algunos dicen: China tiene un proverbio: «Disimula tu capacidad, gana tiempo y empéñate en lograr algo». Por tanto, especulan sobre el hecho de que la declaración de China de optar por una vía de desarrollo pacífico pueda ser una conspiración secreta llevada a cabo bajo unas circunstancias en las que sigue sin gran poder.

Pero esto, como afirma Dai, son «sospechas infundadas»:

Hizo esta declaración el camarada Deng Xiaoping a finales de la década de 1980, principios de la de 1990. Tiene como principal connotación que China debe permanecer humilde y cautelosa, así como evitar situarse delante, hacer ondear la bandera, buscar la expansión y reivindicar la hegemonía; esto es acorde con la idea de tomar el camino del desarrollo pacífico.³¹

El desarrollo pacífico, recalca Dai, es una tarea para muchas generaciones. La importancia de esta se pone de relieve con el sufrimiento del pasado. China no quiere la revolución; no quiere guerra ni venganza; desea simplemente que su pueblo «diga adiós a la pobreza y disfrute de una vida mejor» y que el país se convierta —en contraposición al negacionismo socarrón de Mao— «en el miembro más responsable, más civilizado, más respetuoso con la ley y el orden de la comunidad internacional».³²

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