China

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Henry Kissinger

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Naturalmente, a pesar de que se renuncie a objetivos de más envergadura, los países de la región —los que habían visto el auge y el declive de los antiguos imperios chinos, algunos de los cuales extendían sus fronteras más allá de la actual República Popular de China— consideran que es difícil reconciliar tales renuncias con el poder en aumento de China y su historia. ¿Acaso un país que, durante la mayor parte de su historia moderna —que en China se inició hace dos mil años—, se ha considerado en la cumbre de la civilización y que durante casi dos siglos ha visto que las voraces potencias coloniales occidentales y japonesa le usurpaban su liderazgo moral puede contentarse con limitar sus objetivos estratégicos para «crear una sociedad moderadamente próspera en todos los aspectos»?³³

Debe hacerlo, responde Dai. China «no está en la mejor posición para mostrarse arrogante y presuntuosa», porque sigue enfrentándose a unos terribles desafíos internos. El producto interior bruto de China, independientemente de sus valores absolutos, tiene que extenderse a una población de 1.300 millones de habitantes, 150 millones de los cuales viven por debajo del umbral de la pobreza; así pues: «Los problemas económicos y sociales con los que nos encontramos puede decirse que son los más importantes y espinosos del mundo; de ahí que no estemos en posición de mostrarnos arrogantes y presuntuosos».34

Dai rechaza las afirmaciones de que China intentará dominar Asia o desplazar a Estados Unidos como potencia predominante en el mundo, tachándolas de «puros mitos» que contradicen la historia china y su política actual. Cita al mismo tiempo una sorprendente invitación de Deng Xiaoping —totalmente contraria a la usual insistencia de China en su independencia—, según la cual se permitirá al mundo «supervisar» a China para confirmar que nunca se marcará el objetivo de la hegemonía: «El camarada Deng Xiaoping dijo en una ocasión: Si algún día China se marca el objetivo de la hegemonía en el mundo, la población mundial tendrá que denunciarlo, oponerse y luchar contra ello.

En este sentido, la comunidad internacional puede supervisarnos».35

La declaración de Dai es impactante y de una gran elocuencia. Yo, que durante más de diez años he pasado horas y horas con este reflexivo y responsable dirigente, no pongo en cuestión su sinceridad ni su intención. Aun así, dando por supuesto que Hu, Dai y sus colaboradores manifiestan con toda franqueza su perspectiva sobre el siguiente estadio de la política china, es difícil imaginar que esta sea la última palabra acerca del papel de China en el mundo o que no va a discutirse. En 2012 llegará al poder una nueva generación de jóvenes chinos y de élites del partido y del Ejército Popular de Liberación: la primera generación desde principios del siglo XIX que se ha criado en una China que ha vivido en paz, unificada políticamente, que no ha vivido la experiencia de la Revolución Cultural y cuyos resultados económicos superan los de la mayoría en el resto del mundo. Esta quinta generación de líderes chinos desde la creación de la República Popular extraerán, como hicieron sus predecesores, sus experiencias de su visión del mundo y de la grandeza nacional. Es en el diálogo con esta generación que tiene que centrarse la estrategia estadounidense.

Cuando tomó posesión del cargo la administración de Obama, las relaciones habían tomado un cariz distinto. Los dos presidentes manifestaron su compromiso de cara a las consultas, incluso a la colaboración. Sin embargo, los medios de comunicación y buena parte de la opinión de las élites de sus países expresaron puntos de vista distintos.

Durante la visita de Estado que realizó Hu Jintao en enero de 2011, se reforzaron los procedimientos consultivos. Estos van a permitir un mayor diálogo entre Estados Unidos y China sobre las cuestiones que surjan, como el problema de Corea, y la superación de asuntos pendientes, como el tipo de cambio y las diferentes perspectivas sobre la definición de libertad de navegación en el mar de la China meridional.

Lo que queda pendiente es pasar de la gestión de la crisis a una descripción de los objetivos comunes, de la solución de las controversias estratégicas a la forma de evitarlas. ¿Puede crearse una asociación genuina y un orden mundial basados en la colaboración? ¿Pueden desarrollar China y Estados Unidos una confianza estratégica real?

Epílogo

¿La historia se repite?

El informe Crowe

Una serie de comentaristas, entre los que se cuentan algunos chinos, han revisado el ejemplo de la rivalidad anglo-alemana del siglo XX como augurio de lo que puede esperarles a Estados Unidos y China durante el siglo XXI. Sin duda, pueden hacerse comparaciones estratégicas. Al nivel más superficial, China es, como fue la Alemania imperial, un poder continental que resurge; Estados Unidos, al igual que Gran Bretaña, es básicamente un poder naval con profundos vínculos políticos y económicos con el continente. China, a lo largo de su historia, ha sido más poderosa que todos sus vecinos, aunque estos, unidos, podían —y, en realidad, pudieron— amenazar la seguridad del imperio. Como en el caso de la unificación de Alemania en el siglo XIX, los cálculos de todos estos países están influidos de manera inevitable por el resurgimiento de China como Estado fuerte y unido. Es un sistema que ha evolucionado históricamente en un equilibrio de poder basado en la compensación de las amenazas.

¿Puede la confianza estratégica sustituir un sistema de amenazas estratégicas? Muchos consideran que la confianza estratégica es una contradicción. Los estrategas confían solo hasta cierto punto en las intenciones del presunto adversario. En realidad, las intenciones están sujetas a cambio. Por otra parte, la base de la soberanía es el derecho a tomar decisiones que no estén sujetas a otras autoridades. Por ello determinadas amenazas basadas en la capacidad no pueden desligarse de las relaciones entre los estados soberanos.

Puede darse el caso —aunque no es frecuente— de que las relaciones se estrechen tanto que las amenazas estratégicas queden excluidas. En las relaciones entre estados ribereños del Atlántico Norte son inconcebibles las confrontaciones estratégicas. Los estamentos militares no se enfrentan. Se conciben las amenazas estratégicas como algo que surge fuera de la región atlántica y que debe resolverse en el marco de una alianza; las disputas entre los estados del Atlántico Norte suelen centrarse en valoraciones distintas sobre cuestiones internacionales y en la forma de resolverlas; de todos modos, incluso en los casos más duros mantienen el carácter de una disputa familiar. El poder blando y la diplomacia multilateral constituyen las principales herramientas de la política exterior, y en muchos estados de Europa occidental prácticamente está excluida la acción militar como instrumento legítimo en la política estatal.

En Asia, en cambio, los estados consideran que se encuentran en una posible confrontación con sus vecinos. Ello no implica necesariamente que planifiquen la guerra; simplemente, no la excluyen. Si se consideran demasiado débiles para defenderse por su cuenta, intentan entrar a formar parte de una alianza que les proporcione protección adicional, como en el caso de la ASEAN, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático. La soberanía, en muchos casos recuperada hace poco tras períodos de colonización extranjera, tiene un carácter absoluto. Imperan los principios del sistema de Westfalia, mucho más que en su continente de origen. El concepto de soberanía se considera fundamental. La agresión se define como el movimiento a través de las fronteras de unidades militares organizadas. La no interferencia en asuntos internos se considera el principio fundamental de las relaciones entre estados. En un sistema estatal organizado de esta forma, la diplomacia pretende conservar los elementos clave del equilibrio de poder.

Un sistema internacional es relativamente estable si el nivel de seguridad que exigen sus miembros puede conseguirse por medio de la diplomacia. Cuando esta ya no funciona, las relaciones se van centrando cada vez más en la estrategia militar, de entrada en forma de carreras de armamento y luego como maniobras de cara a la ventaja estratégica, incluso a riesgo de llegar a la confrontación, y, por último, a la propia guerra.

Un ejemplo clásico de mecanismo internacional autopropulsado es el de la diplomacia europea de antes de la Primera Guerra Mundial, una época en la que la política del mundo era la política europea, ya que gran parte del planeta estaba bajo el dominio colonial. Durante la segunda mitad del siglo XIX, en Europa no se libró ninguna guerra importante desde que terminó el período napoleónico en 1815. Los estados europeos vivían un relativo equilibrio estratégico; los conflictos entre ellos no afectaban a su existencia. Ningún Estado consideraba a otro enemigo irreconciliable. De esta forma, era viable el cambio de alianzas. Ningún Estado se consideraba lo suficientemente poderoso para establecer la hegemonía ante los demás. Una iniciativa de este tipo desencadenaba la creación de una coalición en contra.

La unificación de Alemania en 1871 causó un cambio estructural. Hasta entonces, Europa Central incluía —hoy en día es difícil de imaginar— treinta y nueve estados soberanos de distintos tamaños. Únicamente Prusia y Austria podían considerarse potencias importantes en el equilibrio europeo. Los múltiples pequeños estados estaban organizados dentro de Alemania en una institución que funcionaba como la ONU en el mundo actual, la denominada Confederación Germánica. Así como a la ONU, a la Confederación Germánica le costaba tomar iniciativas, pero de vez en cuando lograba la unidad de acción contra lo que se consideraba un importante peligro. La Confederación Germánica estaba demasiado dividida para plantearse la agresión, pero era suficientemente fuerte para la defensa y por ello contribuyó de manera importante en el equilibrio de Europa.

No fue el equilibrio, sin embargo, lo que motivó los cambios que se produjeron en Europa en el siglo XIX: los desencadenó el nacionalismo. La unificación de Alemania reflejó las aspiraciones de un siglo. Pero llevó también con el tiempo a un clima de crisis. El auge de Alemania debilitó la flexibilidad del proceso democrático y aumentó la amenaza contra el sistema. Donde había habido treinta y siete pequeños estados y dos de relativa envergadura, nació una única entidad política que unió a treinta y ocho de ellos. Donde la anterior diplomacia europea había logrado una cierta flexibilidad a través de cambios en las alineaciones de aquel gran número de estados, la unificación de Alemania redujo las posibles combinaciones y llevó a la creación de un Estado más fuerte que cualquiera de sus vecinos. Por ello el primer ministro británico Benjamin Disraeli dijo que la unificación de Alemania había sido un acontecimiento más significativo que la Revolución francesa.

Alemania era entonces tan poderosa que podía derrotar a cada uno de los estados europeos por separado, pero podía encontrarse en grave peligro si los principales estados de este continente se aliaban contra ella. Dado que el número de estados importantes se había reducido solo a cinco, las combinaciones eran limitadas. Los vecinos de Alemania tenían el aliciente de crear una coalición entre ellos —sobre todo Francia y Rusia, que lo hicieron en 1892— y Alemania, el de romper las alianzas.

La crisis del sistema era inherente a su estructura. Ningún país podía evitarla, y mucho menos la potencia en auge: Alemania. Podían, no obstante, evitar políticas que exacerbaran las tensiones latentes, pero fue algo que no hizo ningún país, y menos, de nuevo, el Imperio alemán. Las tácticas elegidas por Alemania para destruir las coaliciones enemigas resultaron tan imprudentes como desafortunadas. Quiso utilizar las conferencias internacionales para imponer abiertamente su voluntad a los participantes. Según la teoría alemana, una humillante presión haría que se sintieran abandonados por sus aliados, obligados a abandonar la alianza y a buscar la seguridad en la órbita de Alemania. Los resultados demostraron que se había conseguido todo lo contrario. Los países humillados (Francia, en la crisis marroquí en 1905, y Rusia, a raíz de Bosnia-Herzegovina en 1908) renovaron su determinación de no aceptar la subyugación y con ello reforzaron la alianza que Alemania pretendía debilitar. En 1904 se unió (de forma oficiosa) a la alianza franco-rusa Gran Bretaña, país al que Alemania había ofendido al inclinarse por sus adversarios, los colonos holandeses, en la guerra de los bóers (1899-1902). Por otro lado, Alemania desafió el dominio británico sobre los mares al crear una gran armada, que complementaba al que ya era el ejército de tierra más poderoso del continente. Europa se había ido precipitando, en efecto, hacia un sistema bipolar sin flexibilidad diplomática. Su política exterior se había convertido en un juego en el que uno gana porque el otro pierde.

¿Se repetirá la historia? Sin duda, en el caso de que Estados Unidos y China entraran en un conflicto estratégico, en Asia podría crearse una situación comparable a la de la estructura europea de antes de la Primera Guerra Mundial, con la creación de bloques enfrentados entre sí, cada cual buscando la forma de minar o al menos de limitar la influencia y el alcance del otro. Pero antes de rendirnos al supuesto mecanismo de la historia vamos a reflexionar cómo funcionó la rivalidad entre el Reino Unido y Alemania.

En 1907, una autoridad del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, Eyre Crowe, escribió un excelente análisis sobre la estructura política europea y el auge de Alemania. La cuestión principal que planteó, y que hoy sigue teniendo una importancia clave, es si la crisis que llevó a la Primera Guerra Mundial fue causada por el ascenso de Alemania, lo que provocó una especie de resistencia orgánica ante la aparición de una nueva y poderosa fuerza, o tuvo como causa la política específica y, por tanto, evitable, alemana.¹ ¿Fue la capacidad alemana o el comportamiento de este país lo que provocó la crisis?

En el citado informe, presentado el día de Año Nuevo de 1907, Crowe defendía que el conflicto era inherente a la relación. Definió la cuestión como sigue:

Para Inglaterra, en particular, la afinidad intelectual y moral crea comprensión y valoración de lo que es mejor según el punto de vista alemán, lo que ha predispuesto de forma natural al país a aprobar, en interés del progreso general de la humanidad, todo lo que tienda a favorecer tal poder e influencia, con una condición: deben respetarse las individualidades de las demás naciones, asistentes igualmente útiles, a su manera, en la tarea del progreso de la humanidad, con el mismo derecho a un margen para contribuir, con libertad, a la evolución de una civilización superior.²

Pero ¿cuál era el objetivo real de Alemania? ¿La evolución natural de los intereses culturales y económicos de Alemania en Europa y en el mundo, a los que la diplomacia de ese país apoyaba de siempre? ¿O es que Alemania buscaba «una hegemonía política general y una supremacía marítima, que ponía en peligro la independencia de los países vecinos y, en definitiva, la existencia de Inglaterra»?³

Crowe concluía que no tenía importancia el objetivo que declarara Alemania. Fuese cual fuese su rumbo, «Alemania tendría el acierto de crear una armada tan poderosa como podía permitirse». Y en cuanto el país lograra la supremacía naval, mantenía Crowe, la supremacía en sí —independientemente de las intenciones de Alemania— se convertiría en una amenaza objetiva para Gran Bretaña, algo «incompatible con la existencia del Imperio británico».4

En estas condiciones, no tenían ningún sentido las garantías formales. Hicieran las declaraciones gubernamentales que hiciesen, el resultado sería «una amenaza tan terrible para el resto del mundo como la que plantearía cualquier conquista deliberada de una posición similar con “premeditación y alevosía”».5 Incluso en el caso de que los estadistas alemanes moderados mostraran su buena fe, la política exterior moderada alemana podría «en cualquier estadio integrarse en» un plan consciente con miras a la hegemonía.

Por consiguiente, los elementos estructurales, en el análisis de Crowe, excluían la colaboración e incluso la confianza. Como observaba él mismo con ironía: «No sería descabellado afirmar que por lo general no se anuncian abiertamente los planes ambiciosos contra un país vecino y que, por tanto, la ausencia de tal anuncio, incluso la declaración de buena voluntad política ilimitada y universal, no son en sí pruebas concluyentes a favor o en contra de la existencia de intenciones no hechas públicas».6Y puesto que había tanto en juego, seguía: «No es una cuestión en la que Inglaterra pueda correr ningún riesgo con seguridad».7 Londres se veía obligada a dar por sentado lo peor y a actuar sobre la base de sus supuestos, al menos mientras Alemania estuviera creando una gran y desafiante armada.

Por lo tanto, ya en 1907 se veía que no existía margen para la diplomacia; la cuestión se había reducido a quién iba a ceder en una crisis, y cuando esta condición no fuera satisfecha, la guerra sería prácticamente inevitable. Pasaron siete años antes de que se llegara al punto de la guerra mundial.

Si Crowe tuviera que analizar el panorama actual, probablemente expondría una opinión parecida a la que presentó en su informe de 1907. Voy a esbozar esta interpretación, a pesar de que difiera sustancialmente de la mía, porque se acerca a la opinión mantenida en general a ambos lados del Pacífico. Estados Unidos y China no han sido tanto estados-nación como expresiones continentales de identidades culturales. Las dos se han visto históricamente empujadas hacia ideas de universalidad por sus logros económicos y políticos y por la energía y la autoconfianza incontenibles de sus pueblos. Los gobiernos chinos y estadounidenses han asumido con frecuencia que existía una identidad coherente entre sus políticas nacionales y el interés general de la humanidad. Crowe tal vez advertiría de que cuando coinciden dos entidades de este calibre en la arena mundial, lo más probable es que se produzcan tensiones importantes.

Dejando a un lado las intenciones de China, la escuela de opinión de Crowe consideraría que el «auge» chino es incompatible con la posición de Estados Unidos en el Pacífico y, por extensión, en el mundo. Juzgaría que cualquier forma de colaboración acabaría proporcionando margen a China para aumentar su capacidad ante una crisis. Así pues, todo debate chino tratado en el capítulo 18, así como la cuestión de si China debería «disimular su esplendor», resultarían irrelevantes a efectos de un análisis del estilo del de Crowe: algún día actuará así (plantearía el análisis), de modo que Estados Unidos debería comportarse como si ya lo hubiera hecho.

El debate estadounidense añade un desafío ideológico al planteamiento sobre el equilibrio de poder de Crowe. Los neoconservadores y demás militantes mantendrían que las instituciones democráticas son el requisito previo para unas relaciones de franqueza y confianza. Visto desde este prisma, las sociedades no democráticas son por su propia naturaleza precarias y proclives a la utilización de la fuerza. Por lo tanto, Estados Unidos tiene que ejercer su máxima influencia (en la expresión cortés) o la máxima presión para conseguir que se creen instituciones pluralistas allí donde no existan, en especial en países que puedan poner en peligro la seguridad de Estados Unidos. En casos así, el cambio de régimen es la meta definitiva de la política exterior de Estados Unidos en sus relaciones con sociedades no democráticas; la paz con China no es tanto una cuestión de estrategia como de cambio en la gobernanza china.

El análisis que interpreta los asuntos internacionales como la lucha inevitable por la preeminencia estratégica tampoco se limita a los estrategas occidentales. Los «triunfalistas» chinos aplican casi el mismo razonamiento. La principal diferencia estriba en que su perspectiva es la de la potencia en auge, mientras que Crowe representaba al Reino Unido y defendía su patrimonio como país consolidado. Tenemos un ejemplo de ello en China Dream del coronel Liu Mingfu, del que se ha hablado en el capítulo 18. Desde la perspectiva de Liu, por mucho que China se comprometa a un «auge pacífico», en las relaciones entre Estados Unidos y China el conflicto es inherente: son unas relaciones que se convertirán en un «maratón» y en el «duelo del siglo».8 Por otra parte, la competición es de las que uno gana porque el otro pierde; la única alternativa al éxito total es el humillante fracaso: «Si China no puede convertirse en el siglo XXI en el número uno, en la potencia suprema, pasará inevitablemente a la condición de rezagado y quedará en la cuneta».9

Ni un gobierno ni otro ha aprobado la versión estadounidense del informe Crowe, ni el análisis chino, más triunfalista, si bien proporcionan una especie de metáfora de un pensamiento más actual. Si las dos partes aplicaran los supuestos de estas perspectivas —una sola de ellas lo haría inevitable—, China y Estados Unidos podrían derivar hacia la escalada de la tensión descrita al principio del epílogo. China intentaría apartar de sus fronteras a Estados Unidos, limitar el alcance de su poder naval y reducir su peso en el ámbito de la diplomacia internacional. Estados Unidos procuraría organizar a todos los países vecinos de China que pudiera como contrapeso frente al dominio de esta potencia. La interacción incluso podría complicarse más porque las ideas de disuasión y prevención no coinciden del todo en las dos partes. Estados Unidos se centra más en el arrollador poder militar; China, en el impacto psicológico decisivo. Tarde o temprano, unos u otros errarían en el cálculo.

En cuanto el modelo ha cuajado se hace cada vez más difícil superarlo. Las partes en liza consiguen su identidad por definición propia. La esencia de lo que describió Crowe (y lo que aceptan los triunfalistas chinos y algunos neoconservadores estadounidenses) es su aparente automaticidad. En cuanto se creó el modelo y se formaron las alianzas, no hubo escapatoria posible de las exigencias autoimpues tas y, sobre todo, de los supuestos internos.

Quien lea el informe Crowe a la fuerza se dará cuenta de que los ejemplos específicos de hostilidad mutua que se citan son relativamente triviales si se comparan con las conclusiones que se extraen de ellos: incidentes de rivalidad colonial en el sur de África, conflictos sobre el comportamiento de los funcionarios. Lo que llevó a la rivalidad no fue lo que habían hecho una parte u otra, sino lo que podían hacer. Los acontecimientos se han convertido en símbolos; los símbolos crearon su propia dinámica. No quedó nada por resolver, pues el sistema de alianzas que los enfrentaba no tenía margen de maniobra.

Esto no tiene que ocurrir en las relaciones entre Estados Unidos y China, pues la política estadounidense puede evitarlo. Evidentemente, si la política china insistiera en seguir las reglas establecidas por el informe Crowe, Estados Unidos se vería obligado a oponer resistencia. Este sería un lamentable resultado.

Si me he extendido tanto en la descripción de la posible evolución es para demostrar que soy consciente de los obstáculos reales que existen en la relación de colaboración entre Estados Unidos y China, que considero básica para la estabilidad y la paz del mundo. Una guerra fría entre los dos países detendría el progreso durante una generación a uno y otro lado del Pacífico. Propagaría conflictos en política interna de cada una de las regiones en un momento en el que las cuestiones que afectan a todo el planeta, como la proliferación de armas nucleares, el medio ambiente, la seguridad en el campo de la energía y el cambio climático, exigen una colaboración de ámbito mundial.

Los paralelismos históricos son por naturaleza inexactos. Ni la analogía más precisa obliga a la generación actual a repetir los errores de sus antecesores. En definitiva, las consecuencias fueron catastróficas para todos los implicados, vencedores y vencidos. Debe tenerse especial cuidado para que las dos partes no conviertan sus análisis en profecías, una tarea que no resultará fácil, pues, como demuestra el informe Crowe, las meras garantías no detienen el dinamismo subyacente. Si cualquier nación decidiera conseguir el dominio, ¿no plantearía garantías de que iba a seguir una vía pacífica? Hace falta una seria tarea conjunta que implique la continua atención de los principales dirigentes para crear la idea de una auténtica confianza y de colaboración estratégica.

Las relaciones entre China y Estados Unidos no tienen que convertirse en un juego en el que para que uno gane el otro tenga que perder. Para el líder de Europa de antes de la Primera Guerra Mundial, el reto se planteaba así: la victoria de uno auguraba la derrota del otro, y el compromiso iba en contra de una opinión pública agitada. No es esta la situación de las relaciones chino-estadounidenses. Las cuestiones clave en el plano internacional atañen a todo el planeta. Es probable que el consenso sea difícil, pero el enfrentamiento en estos temas es contraproducente.

La evolución interna de los actores principales tampoco puede compararse con la situación existente antes de la Primera Guerra Mundial. Cuando se prevé el auge de China se da por sentado que el extraordinario impulso de las últimas décadas quedará proyectado indefinidamente y que está sentenciado el relativo estancamiento de Estados Unidos. Pero no hay cuestión que preocupe tanto a los líderes chinos como la conservación de la unidad nacional; es algo que impregna el objetivo de armonía social proclamado con tanta frecuencia, algo difícil en un país cuyas regiones costeras están al nivel de las sociedades avanzadas, pero en cuyo interior encontramos algunas de las zonas más atrasadas del planeta.

Los dirigentes nacionales chinos han presentado al pueblo una lista de tareas para llevar adelante. Entre ellas cabe citar la de combatir la corrupción, que el presidente Hu Jintao ha calificado de «trabajo extraordinariamente penoso», contra la que Hu ha luchado en distintas etapas de su carrera.10 También se incluye la «campaña de desarrollo de la parte occidental», encaminada a impulsar las provincias más pobres del interior, entre ellas tres en las que había vivido Hu. Una de las tareas más importantes es el establecimiento de vínculos adicionales entre la dirección y el campesinado, fomentando elecciones democráticas en las aldeas y una mayor transparencia en el proceso político en el camino de China hacia una sociedad más urbanizada.

Dai Bingguo, en su artículo de diciembre de 2010, citado en el capítulo 18, subrayaba el alcance del desafío interior chino:

Según el nivel de vida establecido por la ONU de 1 dólar al día, actualmente China cuenta aún con 150 millones de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza. Y si nos basamos en el estándar de 1.200 yuanes per cápita, en China todavía hay más de 40 millones de personas que viven en la pobreza. Hoy en día, 10 millones de habitantes de China no tienen acceso a la electricidad y cada año hay que resolver la cuestión de la ocupación para 24 millones de personas. China posee una población considerable y una base débil, el desarrollo entre centros urbanos y campo es desigual, no cuenta con una estructura industrial racional y no ha cambiado de manera radical el estado de las fuerzas de producción, que sigue poco desarrollado.¹¹

El desafío interior de China, según sus dirigentes, es mucho más complejo de lo que pueda comprender la frase «el inexorable auge de China».

Por espectaculares que fueran las reformas de Deng, una parte del formidable crecimiento de China durante las primeras décadas puede atribuirse a la suerte de que se produjo una correspondencia relativamente fácil entre la enorme reserva de jóvenes del país, en su momento en general no cualificados —a los que durante los años de Mao se había apartado de la economía mundial de forma «antinatural»—, y las economías occidentales, en general sanas, optimistas y considerablemente endeudadas por los créditos, que disponían de dinero para adquirir productos fabricados en China. Ahora que la mano de obra china tiene más edad y también más preparación (lo que provoca que los puestos de trabajo no especializados de las fábricas pasen a países con salarios inferiores como Vietnam y Bangladesh) y Occidente ha entrado en un período de austeridad, la panorámica se complica mucho más.

Por otra parte, la demografía agrava la cuestión. Impulsada por el incremento del nivel de vida y la longevidad, junto con los resultados de la política de un solo hijo, China es hoy una de las poblaciones del mundo que envejece con más rapidez. Se calcula que en 2015 el total de la población en edad laboral llegará a su punto álgido.¹² A partir de entonces, un número cada vez más reducido de personas de entre quince y sesenta y cuatro años tendrá que mantener a una población cada vez más mayor. Los cambios demográficos serán marcados: se estima que en 2030 se habrá reducido a la mitad el número de trabajadores rurales de entre veinte y veintinueve años.¹³ En 2050 se prevé que la mitad de la población china superará los cuarenta y cinco años y que un 25 por ciento —aproximadamente, el equivalente de la población actual de Estados Unidos— habrá superado los sesenta y cinco.14

Un país que se enfrenta a unas tareas internas de tanta envergadura no va a lanzarse así como así a una confrontación estratégica, ni a la búsqueda del dominio universal. La principal diferencia entre la actualidad y el período previo a la Primera Guerra Mundial está marcada por la existencia de armas de destrucción masiva y las modernas tecnologías militares de consecuencias desconocidas. Los dirigentes que iniciaron aquella guerra no poseían información sobre el alcance de las armas que tenían a su disposición. Los líderes contemporáneos conocen perfectamente la destrucción que son capaces de desencadenar.

La competición clave entre Estados Unidos y China probablemente será más económica y social que militar. Si aumentan en los dos países las tendencias sobre crecimiento económico, salud fiscal, gasto en infraestructuras y en educación, puede abrirse una brecha en el desarrollo —y en la percepción de terceros en la influencia relativa—, en especial en la región de Asia-Pacífico. Pero se trata de una perspectiva que Estados Unidos puede detener o incluso invertir sus efectos.

Estados Unidos tiene la responsabilidad de mantener su competitividad y su papel en el mundo. Es algo que debería hacer más por sus propias convicciones de siempre que para competir con China. La competitividad es una idea básicamente estadounidense, y no es China quien tiene que hacerse cargo de ella. China, por su parte, sigue su propia interpretación de su destino nacional y con ello desarrollará su economía y alcanzará una serie de objetivos en Asia y más allá del continente. Estas no son las perspectivas que llevaron a las confrontaciones que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. Al contrario, apuntan a una serie de aspectos en los que China y Estados Unidos colaboran y por los que al mismo tiempo compiten.

La cuestión de los derechos humanos encontrará su sitio en el conjunto de la interacción. Estados Unidos no será fiel a sí mismo si no afirma su compromiso por los principios básicos de dignidad humana y participación popular en el gobierno. Teniendo en cuenta la naturaleza de la tecnología moderna, estos principios no van a quedar confinados en las fronteras nacionales. No obstante, la experiencia ha demostrado que intentar imponerlos por medio de la confrontación puede resultar contraproducente, en especial en un país que tiene una visión histórica de sí mismo como China. Una sucesión de administraciones estadounidenses, entre las que se cuentan los dos primeros años de Obama, han equilibrado considerablemente las convicciones morales a largo plazo con adaptaciones caso por caso a las exigencias de seguridad nacional. El planteamiento básico —expuesto en capítulos anteriores— sigue siendo válido; el desafío para la siguiente generación de líderes de las dos partes será el de conseguir el equilibrio necesario.

En definitiva, la cuestión se reduce a qué pueden exigirse mutuamente de manera realista Estados Unidos y China. No es probable que triunfe un proyecto explícito de Estados Unidos con el objetivo de organizar Asia sobre la base de frenar a China o crear un bloque de estados democráticos para una campaña ideológica, y en parte es porque China se ha convertido en un socio comercial indispensable para la mayoría de sus vecinos. De la misma forma, un intento chino de excluir a Estados Unidos de los asuntos económicos y de seguridad asiáticos encontraría también una resistencia importante por parte de casi el resto de los estados de Asia, que temen las consecuencias de una región dominada por una única potencia.

Sería más apropiado definir la relación chino-estadounidense con la palabra «coevolución» que con la de colaboración. Este término implica que los dos países persiguen sus imperativos internos, colaboran en la medida de lo posible y adaptan sus relaciones para reducir al mínimo la posibilidad de conflicto. Ninguna de las dos partes aprueba todos los objetivos de la otra ni da por supuesto que exista una confluencia total de intereses, si bien las dos pretenden establecer y desarrollar intereses complementarios.15

Estados Unidos y China deben el intento a sus pueblos y al bienestar del planeta. Cada una de las partes tiene excesiva envergadura para dominar a la otra. Por consiguiente, ninguna puede definir las condiciones de la victoria en una guerra o en algún tipo de conflicto de guerra fría. Tienen que formularse una pregunta que al parecer nunca se planteó formalmente en la época del informe de Crowe: ¿Adónde nos llevaría un conflicto? ¿Hubo una falta de visión por las dos partes, que convirtió la operación de equilibrio en un proceso mecánico, sin valorar qué sería del mundo si los gigantes en sus operaciones fallaban una maniobra y colisionaban? ¿Cuál de los líderes que destacaron en el sistema internacional que llevó a la Primera Guerra Mundial no habría retrocedido caso de haber intuido el aspecto que iba a ofrecer el mundo al acabar la contienda?

¿HACIA UNA COMUNIDAD DEL PACÍFICO?

La iniciativa de la coevolución tiene que abordar tres niveles en las relaciones. El primero concierne a los problemas que surgen en las interacciones corrientes en los principales centros de poder. El sistema de consulta que ha evolucionado durante treinta años ha demostrado su eficacia en esta tarea. Los intereses comunes —como los vínculos comerciales y la colaboración diplomática en cuestiones específicas— se tratan profesionalmente. Las crisis, cuando aparecen, suelen resolverse a través del diálogo.

El segundo nivel intentaría elevar las discusiones de las crisis corrientes hacia un marco global que eliminara las causas subyacentes en las tensiones. Un buen ejemplo de ello sería abordar el problema de Corea como parte de una idea global del nordeste asiático. Si Corea consigue mantener su capacidad nuclear debido a la incapacidad de las partes negociadoras de llegar al fondo del problema, será más probable la proliferación de armamento nuclear por todo el nordeste asiático y por Oriente Próximo. ¿No habrá llegado el momento de dar el paso siguiente y abordar la cuestión de la proliferación de Corea en el contexto de un orden pacífico acordado para el noreste asiático?

Una perspectiva aún más radical llevaría el mundo al tercer nivel de interacción: un nivel al que no accedieron los dirigentes antes de las catástrofes de la Primera Guerra Mundial.

La argumentación de que China y Estados Unidos están condenados al choque da por supuesto que se relacionan como bloques enfrentados a uno y otro lado del Pacífico. Esta es, sin embargo, la vía que lleva a las dos partes a la catástrofe.

Un aspecto de la tensión estratégica en la situación actual del mundo reside en el temor de los chinos de que Estados Unidos quiera controlar a su país, unido a la inquietud estadounidense de si China pretende expulsarlos de Asia. La idea de una comunidad del Pacífico —una región a la que pertenecen Estados Unidos, China y otros estados, en cuyo desarrollo pacífico participan todos— podría aliviar el malestar de ambos. Esta comunidad llevaría a Estados Unidos y a China a una empresa común. Los objetivos compartidos —y su elaboración— eliminarían hasta cierto punto la desazón estratégica. Permitirían, además, a otros importantes países, como Japón, Indonesia, Vietnam, la India y Australia, participar en la construcción de un sistema que se consideraría más conjunto que polarizado entre los bloques «chino» y «estadounidense». Una tarea de este tipo solo podría tener sentido si acaparara la atención, y contara sobre todo con la convicción de los líderes afectados.

Uno de los mayores logros de la generación que puso los cimientos del orden mundial después de la Primera Guerra Mundial fue la creación de la idea de una comunidad atlántica. ¿Podía una idea similar hacer desaparecer o al menos mitigar las posibles tensiones entre Estados Unidos y China? Sería algo que reflejaría la realidad de que Estados Unidos es una potencia asiática y de que muchas potencias asiáticas lo exigen. Además, responde a la aspiración china de ejercer un papel en el mundo.

Una idea política regional común respondería también en buena medida a los temores de China de que Estados Unidos esté siguiendo una política de «control» respecto a ellos. Los países situados en la frontera con China que cuentan con importantes recursos, como la India, Japón, Vietnam y Rusia, constituyen unas realidades que no han sido creadas por la política estadounidense. China ha vivido con esos países a lo largo de toda su historia. Cuando la secretaria de Estado Hillary Clinton rechazó la idea de controlar a China, hablaba de una iniciativa de Estados Unidos encaminada a crear un bloque estratégico sobre una base antichina. En la comunidad del Pacífico, China y Estados Unidos establecerían relaciones constructivas entre ambos países y con los demás participantes, aunque no como parte de bloques enfrentados.

El futuro de Asia quedará muy marcado por la forma en que lo vean China y Estados Unidos y por la medida en que cada uno de los países logre una cierta coherencia con la función regional histórica del otro. A lo largo de su historia, Estados Unidos a menudo se ha visto motivado por la imagen de la importancia universal de sus ideales y por el declarado deber de difundirlos. China ha procedido basándose en su singularidad; se ha extendido por ósmosis cultural, no por medio del fervor misionero.

Puesto que las dos sociedades son excepcionales por méritos propios, la vía hacia la colaboración es forzosamente compleja. No importa tanto el estado de ánimo del momento como la capacidad de desarrollar unas pautas de actuación capaces de sobrevivir a los inevitables cambios de circunstancias. Los líderes de uno y otro lado del Pacífico tienen la obligación de establecer una tradición de consulta y respeto mutuo a fin de que, para sus sucesores, la creación conjunta de un orden mundial se convierta en expresión de unas aspiraciones nacionales semejantes.

Cuando China y Estados Unidos restablecieron por primera vez las relaciones hace cuarenta años, la contribución más significativa de los dirigentes de aquel entonces era su disposición de situar los objetivos más allá de las cuestiones inmediatas del momento. En cierto modo, tuvieron la suerte de que con el largo período de aislamiento mutuo, entre ellos no existían problemas a corto plazo. Esto permitió a los líderes de una generación anterior ocuparse del futuro, y no de las tensiones inmediatas, y establecer las bases para un mundo entonces inimaginable, pero inalcanzable sin la colaboración chino-estadounidense.

Para poder comprender la naturaleza de la paz, desde mi época universitaria, más de medio siglo atrás, he estudiado la creación y el funcionamiento de distintos órdenes internacionales. A partir de estos estudios, soy consciente de que las lagunas en la percepción en los campos cultural, histórico y estratégico descritos anteriormente plantearán extraordinarios retos incluso a los mandatarios mejor intencionados y con mayor visión de futuro de uno y otro lado. Por otra parte, si la historia se limitara a una repetición mecánica del pasado, nunca se habría producido transformación alguna. Todas las grandes consecuciones se han concebido como ideas antes de hacerse realidad. En este sentido, surgieron del compromiso y no de la resignación a lo inevitable.

El filósofo Immanuel Kant en su ensayo La paz perpetua afirma que la paz perpetua llegará por fin al mundo de una de estas dos formas: por medio de la idea humana o de unos conflictos y catástrofes de tal magnitud que dejen a la humanidad sin otra alternativa. Ahora nos encontramos en esta coyuntura.

Cuando el primer ministro Zhou Enlai y yo nos pusimos de acuerdo en el comunicado que anunciaba la visita secreta, él dijo: «Esto hará temblar al mundo». Qué mejor culminación si, cuarenta años después, Estados Unidos y China pudieran aunar esfuerzos, no para hacer temblar al mundo, sino para levantarlo.

Notas

Prólogo

1. John W. Garver, «China’s Decision for War with India in 1962», en Alastair Iaian Johnston y Robert S. Ross, eds., New Directions in the Study of China’s Foreign Policy, Stanford University Press, Stanford, 2006, p. 116, cita de Sun Shao y Chen Zibin, Ximalaya shan de xue: Zhong Yin zhanzheng shilu (Snows of the Himalaya Mountains:The True Record of the China-India War), Bei Yue Wenyi Chubanshe, Taiyuan, 1991, p. 95;Wang Hongwei, Ximalaya shan qingjie: Zhong Yin guanxi yanjiu (The Himalayan Sentiment: A Study of China-India Relations), Zhongguo Zangxue Chubanshe, Pekín, 1998, pp. 228-230.

2. Huaxia y Zhonghua, otras denominaciones corrientes de China, no tienen un significado preciso en otras lenguas, si bien transmiten connotaciones similares sobre una civilización importante y central.

1. La singularidad de China

1. «Ssuma Ch’ien’s Historical Records— Introductory Chapter», trad. de Herbert J. Allen, The Journal of the Royal Asiatic Society of Great Britain and Ireland, Royal Asiatic Society, Londres, 1894, pp. 278-280 («Chapter I: Original Records of the Five Gods»).

2. Abbé Régis-Évariste Huc, The Chinese Empire, Longman, Brown, Green & Longmans, Londres, 1855, extraído de Franz Schurmann y Orville Schell, eds., Imperial China:The Decline of the Last Dynasty and the Origins of Modern China—The 18th and 19th Centuries, Vintage, Nueva York, 1967, p. 31.

3. Luo Guanzhong, The Romance of the Three Kingdoms, trad. de Moss Roberts, Foreign Languages Press, Pekín, 1995, p. 1.

4. Mao utilizó este ejemplo para demostrar por qué China podía sobrevivir incluso a una guerra nuclear. Ross Terill, Mao: A Biography, Stanford University Press, Stanford, 2000, p. 268.

5. John King Fairbank y Merle Goldman, China: A New History, 2.ª edición ampliada, Belknap Press, Cambridge, 2006, p. 93 (hay trad. cast.: China, una nueva historia, Andrés Bello, Barcelona, 1997).

6. F. W. Mote, Imperial China: 900-1800, Harvard University Press, Cambridge, 1999, pp. 614-615.

7. Ibid., p. 615.

8. Thomas Meadows, Desultory Notes on the Government and People of China, W. H. Allen & Co., Londres, 1847, extraído de Schurmann y Schell, eds., Imperial China, p. 150.

9. Lucian Pye, «Social Science Theories in Search of Chinese Realities», China Quarterly, 132, 1992, p. 1.162.

10. Adelantándose a sus colegas de Washington, que iban a poner objeciones a la citada proclamación de jurisdicción universal china, el enviado estadounidense en Pekín consiguió otra traducción y una exégesis de un experto británico, que explicó que la expresión ofensiva —literalmente, «apaciguar y controlar el mundo»— era una fórmula estándar y que la carta a Lincoln era en realidad (para la normativa judicial china) un documento especialmente modesto, cuyo redactado indicaba auténtica buena voluntad. Papers Relating to Foreign Affairs Accompanying the Annual Message of the President to the First Session of the Thirty-eighth Congress, vol. 2., U.S. Government Printing Office, Washington, 1864, documento n.º 33, «Mr. Burlingame to Mr. Seward, Pekín, January 29, 1863», pp. 846-848.

11. Véase el extraordinario relato sobre estos logros del estudioso occidental cautivado (tal vez excesivamente) por China, Joseph Needham en la enciclopedia Science and Civilisation in China, Cambridge University Press, Cambridge, 1954.

12. Fairbank y Goldman, China, p. 89.

13. Angus Maddison, The World Economy: A Millennial Perspective, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, París, 2006, Apéndice B, pp. 261-263. Hay que tener en cuenta que, hasta la revolución industrial, el PIB estaba más estrechamente vinculado a la población; así, China y la India toman la delantera a Occidente, en parte por su elevado número de habitantes. He de expresar mi agradecimiento a Michael Cembalest, quien me proporcionó estas cifras.

14. Jean-Baptiste Du Halde, Description géographique, historique, chronologique, politique, et physique de l’empire de la Chine et de la Tartarie chinoise, H. Scheurleer, La Haya, 1736, traducido y extraído de Schurmann y Schell, eds., Imperial China, p. 71.

15. François Quesnay, Le despotisme de la Chine, traducido y extraído de Schurmann y Schell, eds., Imperial China, p. 115.

16. Para un acercamiento a la carrera política de Confucio en la síntesis de relatos chinos clásicos, véase Annping Chin, The Authentic Confucius: A Life of Thought and Politics, Scribner, Nueva York, 2007 (hay trad. cast.: El auténtico Confucio:Vida, pensamiento y política, Península, Barcelona, 2009).

17. Véase Benjamin I. Schwartz, The World of Thought in Ancient China, Belknap Press, Cambridge, 1985, pp. 63-66.

18. Confucio, The Analects, trad. de William Edward Soothill, Dover, Nueva York, 1995, p. 107 (hay trad. cast.: Analectas, Edaf, Madrid, 2005).

19. Véase Mark Mancall, «The Ch’ing Tribute System: An Interpretive Essay», en John King Fairbank, ed., The Chinese World Order, Harvard University Press, Cambridge, 1968, pp. 63-65; Mark Mancall, China at the Center: 300 Years of Foreign Policy, Free Press, Nueva York, 1984, p. 22.

20. Ross Terrill, The New Chinese Empire, Basic Books, Nueva York, 2003, p. 46.

21. Fairbank y Goldman, China, pp. 28 y 68-69.

22. Masataka Banno, China and the West, 1858-1861:The Origins of the Tsungli Yamen, Harvard University Press, Cambridge, 1964, pp. 224-225; Mancall, China at the Center, pp. 16-17.

23. Banno, China and the West, pp. 224-228; Jonathan Spence, The Search for Modern China, W.W. Norton, Nueva York, 1999, p. 197 (hay trad. cast.: En busca de la China moderna, Tusquets, Barcelona, 2011).

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