China

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Henry Kissinger

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Lo más significativo en cuanto al enfoque chino de los asuntos internacionales no era tanto sus importantes pretensiones formales como la sagacidad y longevidad subyacentes. Durante la mayor parte de la historia de China, el gran número de pueblos «inferiores» situados al otro lado de sus vastas y cambiantes fronteras contaban en general con una mayor movilidad que la del propio país. En la parte septentrional y occidental se encontraban los pueblos seminómadas —manchúes, mongoles, uigures, tibetanos y, finalmente, el expansionista Imperio ruso—, cuyas caballerías eran capaces de organizar incursiones a través de las extensas fronteras en el centro de China, eminentemente agrícola, con relativa impunidad. Las expediciones de castigo se encontraban con terrenos inhóspitos y líneas de abastecimiento de grandes extensiones. En la parte meridional y oriental de China había unos pueblos que, pese a vivir subordinados teóricamente a la cosmología china, contaban con importantes tradiciones marciales y con sus propias identidades nacionales. Los más tenaces entre ellos, los vietnamitas, se habían opuesto con uñas y dientes a las pretensiones de superioridad de los chinos y podían enorgullecerse de haberlos vencido en el campo de batalla.

China no estaba en condiciones de conquistar a todos sus países vecinos, cuya población estaba formada sobre todo por campesinos vinculados a sus tierras ancestrales. Los mandarines no habían alcanzado su posición por medio de exhibiciones marciales, sino mediante el dominio de las clásicas y refinadas artes confucianas, como la caligrafía y la poesía. A escala individual, los pueblos limítrofes podían entrañar terribles amenazas; con un mínimo de unidad resultaban arrolladores. El historiador Owen Lattimore escribió: «Así pues, la invasión bárbara se cernía sobre China como una amenaza permanente. [...] Cualquier nación bárbara capaz de proteger su retaguardia y sus flancos contra el resto de los bárbaros podía emprender sin tropiezos la invasión de China».24 La tan alardeada centralidad y riqueza material del país iban a volverse en su contra, y China se convertiría en pasto de invasión por todos sus flancos.

La Gran Muralla, tan importante en la iconografía china occidental, era un reflejo de desamparo, si bien en pocas ocasiones sirvió como solución. Los dirigentes chinos confiaron sobre todo en un amplio despliegue de medios diplomáticos y económicos para conseguir que los extranjeros que podían mostrarse hostiles entablaran unas relaciones que ellos pudieran dominar. No tenían tanto la aspiración de conquistar (aunque en ocasiones China organizó importantes campañas militares) como la de impedir la invasión y evitar que se formaran coaliciones entre los bárbaros.

Sirviéndose de incentivos comerciales y utilizando unas hábiles tácticas políticas, China convenció a los pueblos de los alrededores para que siguieran las normas de centralidad de su país al tiempo que proyectaba una imagen de temible majestad que disuadía a los posibles invasores de poner a prueba su fuerza. China no se planteó como meta conquistar y subyugar a los bárbaros, sino más bien «gobernar[los] sin tensar las riendas» (ji mi). Para quienes se negaban a obedecer, China tenía el recurso de explotar las divisiones que surgían entre ellos, lo que se ha venido en llamar «utilizar a los bárbaros para controlar a los bárbaros», y, en caso de que fuera necesario, «utilizar a los bárbaros para atacar a los bárbaros».25 Como escribió una autoridad de la dinastía Ming sobre las tribus que podían entrañar algún peligro en la frontera nororiental de China:

Si las tribus están divididas entre ellas [seguirán siendo] débiles y [resultará] fácil mantenerlas sometidas; si las tribus permanecen separadas, se desprecian entre sí y obedecen fácilmente. Nosotros apoyamos a uno u otro [de sus jefes] y dejamos que luchen entre ellos. Es un principio de acción política que afirma: «Las guerras entre los “bárbaros” resultan prometedoras para China».26

El objetivo de este sistema era básicamente defensivo: evitar la formación de coaliciones en las fronteras con China. Los principios de la actuación de los bárbaros estaban tan enraizados en el pensamiento oficial chino que cuando los «bárbaros» europeos llegaron con empuje a las costas de China, en el siglo XIX, las autoridades de este país describieron el desafío con las mismas frases que habían utilizado sus predecesores dinásticos: era cuestión de «utilizar a los bárbaros contra los bárbaros» hasta conseguir calmarlos y dominarlos. También aplicaron una estrategia tradicional en respuesta al primer ataque británico. Reclamaron la presencia de otros países europeos a fin de estimular y posteriormente manipular la rivalidad existente entre ellos.

La corte china se mantuvo muy pragmática respecto a los medios utilizados para alcanzar estas metas. Los chinos sobornaron a los bárbaros o utilizaron la superioridad demográfica de los han para reducir su empuje; una vez vencidos, quedaron sometidos, al igual que en los inicios de las dinastías Yuan y Qing, como preludio de su «sinización». La corte china practicó constantemente lo que en otros contextos se habría considerado el apaciguamiento, si bien a través de un elaborado filtro de protocolo que permitía a las élites del país reivindicar que se trataba de una afirmación de su benévola superioridad. Así describía un ministro de la dinastía Han los «cinco cebos» con los que pensaba recibir a las tribus xiongnu que habían ascendido hacia la frontera noroccidental de China:

Ofrecerles [...] vestimenta y carruajes con grandes ornamentos para enviciar sus ojos; ofrecerles finos manjares para enviciar sus bocas; ofrecerles música y mujeres para enviciar sus oídos; ofrecerles elevados edificios, graneros y esclavos para enviciar sus barrigas [...] y, para los que iban a rendirse, el emperador [debería] favorecerlos haciéndoles los honores con una recepción imperial en la que el propio emperador les sirviera vino y comida para enviciar su mente. Estos son los que podrían denominarse los cinco cebos.27

En períodos de pujanza, la diplomacia del Reino Medio constituía una racionalización ideológica del poder imperial. En épocas de decadencia, servía para encubrir debilidades y ayudaba a China a manipular a las fuerzas en conflicto.

Si se compara con otros que aspiraron más recientemente al poder en la región, China era un imperio sin grandes afanes, con una ambición territorial limitada. Como expresaba un erudito durante el dominio de la dinastía Han: «El emperador no gobierna a los bárbaros. Los que acudan a él no serán rechazados y quienes se marchen no serán perseguidos».28 La meta era conseguir una periferia dócil, dividida, y que no estuviera bajo el control directo de China.

La expresión más clara del pragmatismo fundamental chino era su reacción frente a los conquistadores. Cuando vencían en la batalla las dinastías de fuera, la élite burocrática china ofrecía sus servicios y se dirigía a sus conquistadores sobre la base de que una tierra tan vasta y única como la que acababan de invadir solo podía gobernarse siguiendo los métodos chinos, con la lengua china y la burocracia existente en el país. De generación en generación, los conquistadores iban sintiéndose más integrados en el orden que habían pretendido alterar. Con el tiempo, sus propios territorios —los puntos desde donde habían iniciado las invasiones— pasaban a formar parte de China. Sin darse cuenta se encontraban luchando por los intereses nacionales chinos de siempre, tras haber abandonado efectivamente los proyectos de conquista.29

LA REALPOLITIK CHINA Y EL ARTE DE LA GUERRA DE SUN TZU

Los chinos han sido siempre hábiles practicantes de la realpolitik y estudiosos de una doctrina estratégica claramente distinta de la estrategia y la diplomacia predominante en Occidente. Una historia turbulenta enseñó a los dirigentes chinos que no todos los problemas tenían solución y que un énfasis excesivo en el dominio total de los acontecimientos específicos podía alterar la armonía del universo. China siempre tuvo demasiados enemigos del imperio para vivir en una seguridad absoluta; su destino era el de una seguridad relativa, lo que implicaba también una relativa inseguridad: la necesidad de aprender las normas básicas de más de una docena de estados limítrofes con historias y aspiraciones significativamente distintas. En muy pocas ocasiones los dirigentes chinos se arriesgaron a resolver un conflicto en una confrontación de todo o nada; su estilo era más el de elaboradas maniobras que duraban años. Mientras la tradición occidental valoraba el choque de fuerzas decisivo que ponía de relieve las gestas heroicas, el ideal chino hacía hincapié en la sutileza, la acción indirecta y la paciente acumulación de ventajas relativas.

Este contraste se ve reflejado en los respectivos juegos intelectuales por los que se ha inclinado cada civilización. El juego que más ha durado en China es el del wei qui, conocido también en Occidente por una variación de su nombre en japonés, go. Wei qi significa «juego de piezas circundantes» y lleva implícita la idea de cerco estratégico. El juego empieza con el tablero, una cuadrícula de diecinueve por diecinueve líneas, vacío. Cada jugador tiene a su disposición 180 piezas, o piedras, todas de igual valor. Los jugadores colocan por turnos las piedras en cualquier punto de la cuadrícula, creando posiciones de fuerza y trabajando a un tiempo por circundar y capturar las piedras del adversario. En las distintas zonas del tablero tienen lugar múltiples contiendas simultáneas. A cada movimiento cambia gradualmente el equilibrio de fuerzas, a medida que los jugadores aplican estrategias y reaccionan frente a la iniciativa del adversario. Cuando termina una partida jugada correctamente, el tablero se llena de zonas de fuerza que se entrelazan parcialmente. El margen de ventaja suele ser mínimo y quien no esté acostumbrado al juego no siempre verá claro quién resulta vencedor.30

En el ajedrez, en cambio, se juega para la victoria total; su objetivo es el jaque mate, colocar al rey adversario en una posición en la que no pueda moverse sin ser destruido. La inmensa mayoría de los juegos acaban con una victoria total conseguida por el desgaste o, en poquísimas ocasiones, con una maniobra hábil, espectacular. Otro resultado serían las tablas, o el abandono por ambas partes de la esperanza de vencer.

RESULTADO DE UNA PARTIDA DE WEI QI ENTRE DOS JUGADORES EXPERTOS. HAN GANADO LAS NEGRAS POR UN LIGERO MARGEN.

FUENTE: David Lai, «Learning from the Stones: A Go Approach to Mastering China’s Strategic Concept, Shi» (U.S. Army War College Strategic Studies Institute, Carlisle, PA, 2004).

En el ajedrez se busca la batalla decisiva y en el wei qi, la batalla prolongada. El ajedrecista tiene como meta la victoria total. El que juega al wei qi pretende conseguir una ventaja relativa. En el ajedrez, el jugador siempre tiene ante sí las posibilidades del adversario; siempre están desplegadas todas las piezas.

El jugador de wei qi no solo tiene que calcular las piezas de la cuadrícula, sino los refuerzos que puede desplegar el adversario. El ajedrez enseña los conceptos de Clausewitz del «centro de gravedad» y del «punto decisivo»: el juego suele empezar como lucha por el centro del tablero. El wei qi enseña el arte del rodeo estratégico. Donde el hábil ajedrecista apunta a eliminar las piezas del adversario en una serie de choques frontales, el diestro jugador de wei qi se sitúa en espacios vacíos de la cuadrícula y va debilitando poco a poco el potencial estratégico de las piezas del adversario. El ajedrez crea resolución; el wei qi desarrolla flexibilidad estratégica.

En el caso de la teoría militar distintiva china se produce un contraste parecido. Se pusieron sus cimientos durante un período de agitación, cuando estallaron unas sangrientas luchas entre reinos rivales que llevaron a una disminución de la población china. Como reacción a estas matanzas (y en su búsqueda por encontrar un fin victorioso para ellas), los pensadores chinos crearon un discurso que hacía hincapié en la victoria conseguida por medio del conocimiento psicológico y abogaba por evitar el conflicto directo.

El pionero de esta tradición ha pasado a la historia con el nombre de Sun Tzu (o «maestro Sun»), autor del célebre tratado El arte de la guerra. Curiosamente, nadie sabe con exactitud quién fue Sun Tzu. Desde tiempos inmemoriales, los estudiosos se han planteado la identidad del autor de El arte de la guerra y la fecha de su redacción. El libro se presenta como una recopilación de máximas de un tal Sun Wu, un general viajero, asesor militar, que vivió en el período de la Primavera y el Otoño de la historia china (770-476 a.C.), como dejaron constancia sus discípulos. Algunos chinos, y posteriormente también eruditos occidentales, cuestionaron la existencia del tal maestro Sun, y se preguntaron si, en caso de haber existido, el contenido de El arte de la guerra había sido obra suya.³¹

Más de dos mil años después de su redacción, esta obra basada en observaciones epigramáticas sobre estrategia, diplomacia y guerra —escrita en chino clásico, a medio camino entre la poesía y la prosa— continúa siendo un texto básico para el pensamiento militar. Sus máximas encontraron su más vivida expresión en la guerra civil china del siglo XX en manos de Mao Zedong, estudiante de Sun Tzu, y en las guerras de Vietnam, puesto que Ho Chi Minh y Vo Nguyen Giap utilizaron los principios de Sun Tzu de ataque directo y guerra psicológica contra Francia y posteriormente contra Estados Unidos. (Podría decirse que Sun Tzu también hizo carrera en Occidente, cuyas ediciones populares de El arte de la guerra lo sitúan como moderno gurú de la gestión empresarial.) Todavía hoy se leen los textos de Sun Tzu como un ejemplo de claridad y perspicacia, lo que sitúa a este autor entre los creadores de estrategias más destacados del mundo. Podría argumentarse que el menosprecio de sus preceptos contribuyó en buena medida al fracaso de Estados Unidos en sus guerras en Asia. Lo que distingue a Sun Tzu de los escritos sobre estrategia occidental es el énfasis en los elementos psicológicos y políticos en relación con lo meramente militar. Los grandes teóricos militares europeos, Carl von Clausewitz y Antoine-Henri Jomini, abordan la estrategia como una actividad a título propio, aparte de la política. Incluso la célebre máxima de Clausewitz según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios implica que, con la guerra, el estadista entra en una nueva fase diferenciada.

Sun Tzu une los dos campos. Donde los estrategas occidentales reflexionan sobre la forma de reunir más poder en el punto decisivo, Sun Tzu aborda los medios para crear una posición política y psicológica dominante, de forma que el resultado del conflicto pase a ser una conclusión previsible. Los estrategas occidentales ponen a prueba sus máximas con las victorias en las batallas; Sun Tzu demuestra con victorias los casos en que no ha sido necesario librar batallas.

El texto de Sun Tzu sobre la guerra no posee el punto de exaltación de determinadas obras europeas sobre este tema, ni apela al heroísmo personal. Su punto sombrío se refleja en el comienzo solemne de El arte de la guerra:

La guerra es

un grave asunto de Estado;

es un lugar

de vida y muerte,

una vía

hacia la supervivencia y la extinción,

una cuestión

que hay que reflexionar detenidamente.³²

Puesto que las consecuencias de la guerra son tan graves, la prudencia es el valor que más debe apreciarse.

Un gobernante

nunca debe

movilizar a sus hombres

por ira;

un general nunca debe

entablar batalla movido por el rencor...

La ira

puede convertirse en

placer;

el rencor

puede convertirse en

alegría.

Pero una nación destruida

no puede

volver a su estado anterior;

un hombre muerto

no puede

volver a la vida.

Así, el gobernante inteligente

es prudente;

el general efectivo

es cauteloso.

Esta es la forma

de mantener una nación

en paz

y un ejército

intacto.³³

¿En qué debe tener prudencia el estadista? Para Sun Tzu, la victoria no es tan solo el triunfo de las fuerzas armadas, antes bien es la consecución de los objetivos políticos fundamentales que pretendía asegurar el conflicto militar. En lugar de retar al enemigo en el campo de batalla es mucho mejor minar su moral o llevarle a una situación desfavorable de la que no pueda escapar de ninguna forma. Ya que la guerra es una empresa desesperada y compleja, es crucial el conocimiento de uno mismo. En la lucha psicológica, la estrategia es la que decide:

La superioridad definitiva

no estriba en ganar

cada una de las batallas,

sino en derrotar al enemigo

sin luchar siquiera.

La forma más elevada de la guerra

es el ataque

a la estrategia [del enemigo] en sí;

la siguiente,

el ataque

a [sus]alianzas.

La siguiente,

el ataque

a los ejércitos;

la forma inferior de la guerra

es el ataque

a las ciudades,

la guerra por medio del sitio

es el último recurso...

El estratega hábil

derrota al enemigo

sin librar batalla,

captura la ciudad

sin sitiarla,

derroca el Estado

sin guerra prolongada.34

Lo ideal sería que el alto mando alcanzara una posición de dominio tal que pudiera prescindir del todo de la batalla. O bien que utilizara las armas para dar el golpe de gracia después de un amplio análisis y de una preparación logística, diplomática y psicológica. Por consiguiente, Sun Tzu aconseja:

El ejército victorioso

es victorioso de entrada

y busca la batalla después;

el ejército derrotado

lucha de entrada

y busca la victoria después.35

Puesto que el ataque a la estrategia del adversario y a sus alianzas implica psicología y percepción, Sun Tzu hace especial hincapié en la utilización del subterfugio y de la información errónea. «Siempre que sea posible», aconseja:

Simular incapacidad;

cuando se despliegan las tropas

aparentar que no hay movimiento.

Cuando se está cerca,

aparentar que se está lejos;

cuando se está lejos,

aparentar que se está cerca.36

Para el oficial al mando que sigue los preceptos de Sun Tzu, la victoria alcanzada de forma indirecta por medio del engaño o la manipulación es más humana (y, desde luego, más económica) que el triunfo conseguido mediante una fuerza superior. En El arte de la guerra se advierte al alto mando que induzca al adversario a llevar a cabo sus propios objetivos o que le obligue a situarse en una posición tan complicada que tenga que optar por entregar su ejército o su Estado intactos.

Tal vez el punto más importante de Sun Tzu es que en una contienda militar o estratégica todo tiene su importancia y todo está relacionado: el tiempo atmosférico, el terreno, la diplomacia, los informes de espías y agentes dobles, las provisiones y la logística, el equilibrio de fuerzas, las percepciones históricas, los intangibles de la sorpresa y la moral. Cada factor influye en los demás y crea cambios sutiles en impulso y ventaja relativa. Los acontecimientos aislados no existen.

De ahí que la tarea del estratega no se centre tanto en analizar una situación específica como en determinar su relación con el contexto en el que se produce. Ninguna disposición es estática; cualquier pauta es temporal y se encuentra en estado de evolución. El estratega debe captar hacia dónde se dirige esta evolución y conseguir que sirva a sus objetivos. Para esto, Sun Tzu utiliza el término shi, un concepto que no tiene equivalente en Occidente.37 En un contexto militar, shi connota la tendencia estratégica y la «posible energía» de una situación en proceso de desarrollo, «el poder inherente en la disposición específica de los elementos y... su tendencia de desarrollo».38 En El arte de la guerra, el término connota la configuración en constante cambio de las fuerzas, así como su tendencia general.

Para Sun Tzu, el estratega que domina el shi se asemeja al agua que circula pendiente abajo, que enseguida encuentra el curso más rápido y fácil. Un alto mando victorioso espera antes de lanzarse precipitadamente a la batalla. Rehúye la fuerza del enemigo; se dedica a observar y a organizar cambios en el campo estratégico. Estudia los preparativos y la moral del enemigo, dosifica los recursos, los limita con tiento y juega con la debilidad psicológica del adversario, hasta que por fin encuentra el momento oportuno de atacarlo en su punto más vulnerable. Seguidamente, despliega sus recursos con rapidez de manera brusca, se precipita «cuesta abajo» por la vía de la menor resistencia, en una afirmación de superioridad que el ritmo y la preparación han convertido en un hecho consumado.39 El arte de la guerra articula una doctrina más de dominio psicológico que de conquista territorial; es la forma en que los norvietnamitas lucharon contra Estados Unidos (si bien Hanoi tradujo en general sus victorias psicológicas también en conquistas territoriales).

En general, el arte de gobernar de los chinos muestra una tendencia a contemplar el paisaje estratégico como parte de un todo: el bien y el mal, lo cercano y lo lejano, la fuerza y la debilidad, el pasado y el futuro, todo tiene su interrelación. En oposición al planteamiento occidental de considerar la historia como un proceso de modernidad en el que se alcanzan una serie de victorias absolutas contra el mal y contra el atraso, la perspectiva tradicional china de la historia pone el acento en un proceso cíclico de desintegración y rectificación, en el que la naturaleza y el mundo pueden comprenderse, pero no dominarse del todo.

Lo máximo que puede conseguirse es establecer la armonía con ellos. La estrategia y el arte de gobernar se convierten en «coexistencia combativa» con el adversario. El objetivo radica en ingeniárselas para debilitarlo y simultáneamente crear nuestro propio shi, o posición estratégica.40

Este planteamiento de «ingenio» es sin duda el ideal, aunque no siempre llega a hacerse realidad. A lo largo de su historia, los chinos han escrito muchas páginas sobre brutales conflictos, sobre conflictos muy «poco sutiles», tanto en el interior del país como, en ocasiones, fuera de él. Al estallar un conflicto, por ejemplo el que se produjo durante la unificación de China mientras dominaba la dinastía Qin, en los choques del período de los Tres Reinos, con dominio de la rebelión Taiping, y al estallar la guerra civil de siglo XX, el país registró una mortandad comparable a la de las guerras mundiales europeas. Los conflictos más sangrientos se produjeron a consecuencia de la desarticulación del sistema interno del país, es decir, como un aspecto de los ajustes internos de un Estado al que le preocupaba en la misma medida la estabilidad interna y la protección contra la invasión extranjera, siempre al acecho.

Según los sabios clásicos chinos, el mundo jamás podrá conquistarse; los gobernantes inteligentes solo pueden aspirar a vivir en armonía con su ideario. Nunca ha existido un Nuevo Mundo que poblar, una salvación para la humanidad en tierras lejanas. La tierra prometida siempre ha sido China, y los chinos no tenían que desplazarse: ya estaban allí. Teóricamente, podían difundirse los beneficios de la cultura del Reino Medio, a través del ejemplo superior de China, a los extranjeros que se hallaban en la periferia del imperio. Pero consideraban que no había gloria que buscar aventurándose allende los mares para convertir a los «paganos» a su modo de vida; las costumbres de la Dinastía Celestial estaban totalmente fuera del alcance de los lejanos bárbaros.

En realidad, esto podría explicar por qué China abandonó su tradición naval. En 1820, el filósofo alemán Hegel, en una conferencia sobre su filosofía de la historia, describía la tendencia de los chinos a ver como algo inhóspito y estéril el océano Pacífico que tenían en su parte oriental. Apuntaba que China, por lo general, no se aventuró hacia los mares y que, por el contrario, dependía de sus vastas tierras continentales. La tierra imponía «una infinita multitud de dependencias», mientras que el mar impulsaba a las personas «más allá de estos limitados círculos de pensamiento y acción»: «Lo que se echa de menos en las espléndidas construcciones de que hacen gala los estados asiáticos es la manifestación del mar más allá de donde llega físicamente, pese a que algunos edificios se encuentren incluso en la misma orilla, como ocurre en China. Para estos, el mar no es más que el límite, el término de la tierra; no establecen con él relaciones positivas». Occidente se hizo a la mar para extender su comercio y sus valores por todo el mundo. En este sentido, exponía Hegel, China, limitada a la tierra firme, pese a haber sido en otra época la mayor potencia naval del mundo, había quedado «apartada del desarrollo histórico general».41

Con estas tradiciones específicas y sus hábitos milenarios de superioridad, China entró en la era moderna con un tipo de imperio singular: un Estado que reivindicaba su trascendencia universal por su cultura y sus instituciones, pero que no hacía esfuerzos para ganar prosélitos; era el país más rico del mundo, y sin embargo, se mostraba indiferente al comercio exterior y a la innovación tecnológica; una cultura del cosmopolitismo supervisada por una élite política ajena al nacimiento de la era de la exploración occidental; y una unidad política de una extensión geográfica sin precedentes que ignoraba las corrientes tecnológicas e históricas que pronto habían de constituir una amenaza para su existencia.

2

La cuestión del kowtow y la guerra del opio

Cuando el siglo XVIII tocaba a su fin, China se encontraba en la cúspide de su grandeza imperial. La dinastía Qing, fundada en 1644 por las tribus manchúes que penetraron en el país desde el nordeste, convirtió a China en una importante potencia militar. Con la fusión de la destreza militar manchú y mongol y la habilidad en el campo de la cultura y el gobierno de los han chinos, el país se lanzó a la expansión territorial hacia su parte septentrional y occidental y creó una profunda esfera de influencia china en Mongolia, el Tíbet y la actual Xinjiang. China alcanzó el predominio en Asia; y podía considerarse rival de cualquier imperio de la tierra.¹

Sin embargo, el momento culminante de la dinastía Qing fue también crucial en su destino. La riqueza y la importancia de China atrajo la atención de los imperios occidentales y de las empresas comerciales que operaban lejos de los límites del sistema conceptual del orden tradicional del mundo chino. Por primera vez en su historia, China se enfrentó a unos «bárbaros» que ya no pretendían desplazar a la dinastía china y hacerse con el Mandato Celestial; lo que proponían, en cambio, era cambiar el sistema sinocéntrico por una visión completamente distinta del orden mundial, con libre comercio en lugar de tributo, embajadas permanentes en la capital de China y un sistema de intercambio diplomático en el que no se hiciera referencia a los jefes de Estado que no fueran chinos llamándoles «bárbaros honorables» que tuvieran que jurar lealtad a su emperador en Pekín.

Sin el conocimiento de las élites chinas, estas sociedades extranjeras crearon unos nuevos métodos industriales y científicos que, por primera vez en siglos —o tal vez en la historia—, superaron los del propio país. La máquina de vapor, el ferrocarril y los nuevos métodos de fabricación y formación de capital permitieron dar pasos de gigante en la productividad en Occidente. Las potencias occidentales, movidas por el impulso conquistador que las llevó hacia la esfera de dominio tradicional china, consideraron ridículo que China aspirara al mando supremo de Europa y de Asia. Habían decidido imponer a China sus propias pautas de conducta en el ámbito internacional, por la fuerza si era necesario. La confrontación que se derivó de ello hizo tambalear la cosmología básica china y dejó unas heridas que todavía seguían abiertas un siglo después, en la época de la recuperación del prestigio chino.

A principios del siglo XVII, las autoridades chinas habían observado el incremento del número de comerciantes europeos en su costa sudeste. Pocos detalles les llevaban a diferenciar a los europeos de otros extranjeros que circulaban en la periferia del imperio, aparte tal vez de su especialmente flagrante carencia de conocimientos culturales sobre China. Desde el punto de vista chino, estos «bárbaros de los mares occidentales» pertenecían al grupo de los «enviados de tributo» o «mercaderes bárbaros». En contadas ocasiones se permitía a alguno llegar hasta Pekín, donde —en caso de ser admitido en presencia del emperador— los que alcanzaban tal privilegio tenían que realizar el kowtow: el acto de postración en el que la frente toca tres veces el suelo.

Los visitantes extranjeros tenían rigurosamente restringidos los puntos de entrada en China y las rutas hacia la capital. El acceso al mercado chino estaba estrictamente limitado a un comercio de temporada en Cantón (Guangzhou). Cada invierno se obligaba a los mercaderes de fuera a volver a su país. No se les permitía emprender viaje hacia el interior de China. Las normas los mantenían a raya. Era ilegal enseñar la lengua china a aquellos bárbaros o venderles libros sobre la historia y la cultura chinas. Las comunicaciones tenían que llevarse a cabo a través de unos mercaderes de la zona que contaban con autorización especial.²

En China, el libre comercio, las embajadas permanentes y la igualdad soberana —en aquellos momentos, los derechos mínimos de los que disfrutaban los europeos prácticamente en todos los rincones del mundo— eran prácticas inauditas. Se había hecho una excepción táctica con Rusia. La rápida expansión de este país hacia Oriente (por aquel entonces, los dominios del zar lindaban con los territorios Qing de Xinjiang, Mongolia y Manchuria) lo situaba en una posición excepcional para amenazar a China. En 1715, la dinastía Qing permitió el establecimiento de una misión ortodoxa rusa en Pekín, que, con el tiempo, adoptó la función de embajada de facto, la única delegación extranjera de este tipo que hubo en China durante más de un siglo.

Los contactos que se facilitaban a los comerciantes europeos occidentales, a pesar de ser muy limitados, eran considerados por los Qing como un importante favor. Desde la perspectiva china, el Hijo del Cielo mostraba su benevolencia al permitirles participar en el comercio chino, en especial el del té, la seda, la artesanía lacada y el ruibarbo, por el que los bárbaros de los mares occidentales sentían un voraz apetito. Europa quedó siempre demasiado lejos del Reino Medio para sinizarse a lo largo de las fronteras coreana o vietnamita.

De entrada, los europeos aceptaron el papel de suplicantes en el orden tributario chino, en el que se les catalogaba como «bárbaros» y su comercio recibía el nombre de «tributo». Pero a medida que las potencias occidentales fueron adquiriendo más riqueza y seguridad, esta situación se hizo insostenible.

LA MISIÓN DE MACARTNEY

Lo que el orden mundial chino daba por supuesto resultaba especialmente ofensivo para los británicos (los «bárbaros pelirrojos» en determinados documentos chinos). Como principal potencia comercial y naval de Occidente, a Gran Bretaña le humillaba el papel que se le asignaba en la cosmología del Reino Medio, cuyo ejército, comentaban los británicos, seguía utilizando básicamente arcos y flechas y cuya armada podía decirse que brillaba por su ausencia. A los comerciantes británicos les sentaba mal la cada vez mayor cantidad de «jugo» que les sacaban los mercaderes chinos que les habían asignado en Cantón, a través de los que, siguiendo la normativa china, había que llevar a cabo todo el comercio occidental. Por ello empezaron a buscar acceso al resto del mercado chino más allá de la costa sudoriental.

El primer intento importante que llevaron a cabo los británicos para poner remedio a la situación fue la misión de 1793-1794 de lord George Macartney en China, la tarea más notable, mejor concebida y menos «militarista» de Europa destinada a modificar las relaciones imperantes entre China y Occidente y a conseguir el libre comercio y la representación diplomática en igualdad de condiciones. Sin embargo, fue un fracaso total.

Resulta instructivo estudiar con cierto detalle la misión de Macartney. El diario del enviado ilustra la idea que tenían los chinos respecto a su función, así como el abismo existente entre Occidente y la China en la percepción de la diplomacia. Macartney era un distinguido funcionario que había acumulado años de experiencia en el extranjero y poseía un agudo sentido de la diplomacia «oriental». Contaba, además, con una notable cultura. Vivió tres años como enviado especial en la corte de Catalina la Grande de San Petersburgo, donde negoció un tratado de amistad y comercio. De vuelta a su país, publicó un libro que recogía sus observaciones sobre la historia y la cultura rusas que tuvo muy buena acogida. Más tarde fue destinado a Madrás como gobernador. Poseía el mismo bagaje que cualquier contemporáneo suyo para poner en marcha una nueva diplomacia entre civilizaciones.

Cualquier británico culto de la época podía haber considerado modestos los objetivos de la misión Macartney en China, sobre todo en comparación con el dominio que acababa de establecer Gran Bretaña sobre la India, el gigante de al lado. Henry Dundas, ministro del Interior británico, explicaba las instrucciones de Macartney como un intento de conseguir «una comunicación libre con un pueblo, tal vez el más singular del mundo». Tenían como objetivos básicos el establecimiento de embajadas recíprocas en Pekín y Londres y el acceso comercial a otros puertos de la costa china. En cuanto al segundo punto, Dundas acusó a Macartney de desviar la atención del «desalentador» y «arbitrario» sistema de normas de Cantón que impedía que los mercaderes británicos entraran en «la justa competencia del mercado» (idea que no tenía equivalente directo en la China confuciana). Iba a negar, recalcó Dundas, cualquier ambición territorial en China, una declaración que el interlocutor tenía que considerar a la fuerza injuriosa, pues implicaba que Gran Bretaña tenía derecho a tales aspiraciones.³

El gobierno británico se dirigió a la corte china en pie de igualdad, lo que para el grupo dirigente británico era permitirse un grado de dignidad poco corriente como país occidental, pero para China se trataba de un acto de contumaz insubordinación. Dundas dio instrucciones a Macartney de que aprovechara la «primera oportunidad» para subrayar ante la corte china que el rey Jorge III consideraba la misión de Macartney como «una embajada en la nación más civilizada, así como la más antigua y populosa del mundo, con el objeto de observar sus célebres instituciones y transmitir y recibir los beneficios resultantes de una relación amistosa y sin reservas entre dicho país y el suyo». Dundas recomendaba a Macartney que cumpliera con «todos los ceremoniales de la corte». Y seguía: «Los que tal vez no comprometan el honor de vuestro soberano, o rebajen vuestra dignidad, hasta el punto de poner en peligro vuestra negociación». Dundas subrayaba, para el éxito de la misión: «Que ningún detalle nimio de protocolo obstaculice la consecución de los importantes beneficios que pueden obtenerse».4

Para asegurar sus objetivos, Macartney llevó consigo un gran número de pruebas que demostraban la maestría científica e industrial británica. Incluyó en su séquito a un cirujano, un médico, un mecánico, un experto en metalurgia, un relojero, un creador de instrumentos matemáticos y «cinco músicos alemanes», que iban a actuar todas las noches. (Estos espectáculos constituían uno de los aspectos más exitosos de la embajada.) Entre los obsequios que llevaba para el emperador destacaban productos pensados al menos en parte para demostrar los fabulosos beneficios que podía obtener China del comercio con Gran Bretaña: piezas de artillería, un carro, relojes con diamantes incrustados, porcelana británica (copiada de la expresión artística china, como apuntaron en señal de aprobación los funcionarios Qing) y retratos del rey y la reina pintados por Joshua Reynolds. Macartney les obsequió incluso con un globo aerostático, y había planificado, aunque sin éxito, que unos miembros de su misión volaran sobre Pekín a modo de demostración.

La misión de Macartney no consiguió ninguno de sus objetivos específicos; las diferencias de percepción eran abismales. Macartney había intentado demostrar las ventajas de la industrialización, pero el emperador consideró sus obsequios como tributos. El enviado especial británico esperaba que sus anfitriones reconocieran que habían quedado totalmente rezagados en la vía del progreso de la civilización tecnológica y que buscaran una relación especial con Gran Bretaña para poner remedio al atraso. En realidad, los chinos trataron a los británicos como a una tribu bárbara arrogante y desinformada en busca del favor del Hijo del Cielo. China seguía apegada a su sistema básicamente agrario, con una población que iba en aumento y hacía más urgente que nunca la producción de alimentos, y una burocracia confuciana, que no estaba al corriente de los elementos fundamentales de la industrialización: la máquina de vapor, el crédito y el capital, la propiedad privada y la educación pública.

La primera nota discordante surgió cuando Macartney y su séquito se dirigieron hacia Jehol, la capital de verano del país, situada al nordeste de Pekín, ascendiendo por la costa en veleros chinos cargados con abundantes regalos y todo tipo de manjares, pero que exhibían unos escritos en chino que rezaban: «El embajador inglés rinde tributo al emperador de China». Macartney, ciñéndose a las instrucciones de Dundas, decidió: «No voy a quejarme, me limitaré a darme por enterado cuando surja la ocasión oportuna».5 Sin embargo, al acercarse a Pekín, los mandarines responsables de dirigir la misión abrieron una negociación que puso más de relieve las diferencias de percepción. La cuestión era comprobar si Macartney realizaría el kowtow ante el emperador o si, por el contrario, como insistía, seguiría la costumbre británica de hincar la rodilla.

La parte china abrió las conversaciones de forma indirecta haciendo un comentario, como recordó Macartney en su diario, sobre «los distintos modos de vestir dominantes en una y otra nación». Los mandarines llegaron a la conclusión de que, en definitiva, la vestimenta china era superior, pues permitía a quien la llevaba efectuar con mayor comodidad «las genuflexiones y postraciones que —según precisaron— tenían que llevar a cabo todas las personas siempre que el emperador apareciera en público». ¿No les parecía mejor a los delegados británicos quitarse de encima aquellas hebillas de las rodillas y aquellas ligas tan incómodas antes de presentarse ante la augusta presencia del emperador? Macartney respondió con la sugerencia de que probablemente el emperador agradecería que le mostrara la misma obediencia que demostraba a su propio soberano.6

Las conversaciones sobre la «cuestión del kowtow» siguieron sin mucha continuidad durante unas semanas. Los mandarines sugirieron que una de dos, o Macartney realizaría el kowtow, o volvía a su país con las manos vacías; él se resistió. Por fin se acordó de que podía seguir la costumbre europea de hincar la rodilla. Se demostró que había sido el único punto en que pudo vencer (al menos en la conducta propiamente dicha; el informe oficial chino afirmaba que Macartney, abrumado por la imponente majestad del emperador, al final había realizado el kowtow).7

Todo esto tuvo lugar en el intrincado marco del protocolo chino, que demostró a Macartney un trato sumamente considerado al obstaculizar y rechazar sus propuestas. Se vio envuelto en aquel protocolo que lo englobaba todo y se le insistió en que cada aspecto de este tenía un objetivo establecido cósmicamente e inalterable, de tal forma que casi se vio incapaz de iniciar las conversaciones. También se dio cuenta, con una mezcla de respeto y desasosiego, de la eficiencia de la gran burocracia china. Tal como le dijeron: «Cada una de las circunstancias que nos incumbe y cada palabra que sale de nuestros labios se comunica y se recuerda con toda minuciosidad».8

Para consternación de Macartney, las maravillas tecnológicas de Europa al parecer no impresionaron a sus anfitriones. Según escribió él mismo, hablando de cuando el grupo mostró los cañones montados: «Nuestro maestro guía simuló reflexionar un momento y luego nos habló como si aquello no fuera una novedad para China».9 Hizo caso omiso con cortés condescendencia de las lentes, del carro bélico y del globo aerostático.

Al cabo de un mes y medio, el embajador seguía esperando que le concedieran audiencia con el emperador, y en el intervalo fueron sucediéndose banquetes, espectáculos y conversaciones sobre el protocolo adecuado para una posible audiencia imperial. Por fin, a las cuatro de la mañana, lo llevaron a una «tienda espaciosa y elegante» para que esperara al emperador, quien se presentó allí con gran ceremonia transportado en un palanquín. Macartney quedó maravillado ante la magnificencia del protocolo chino, en el que «cada función de la ceremonia se desempeñaba en medio de un silencio y una solemnidad que en cierta medida le recordaba la celebración de un misterio religioso».10 Tras ofrecer unos obsequios a Macartney y a su séquito, el emperador agasajó al grupo británico. El propio Macartney explicó: «Nos hizo traer distintos platos de su propia mesa y nos sirvió, con sus propias manos, una taza de vino tibio, que nos tomamos en su presencia».¹¹ (Cabe señalar que lo de servir vino a enviados extranjeros se citaba específicamente en los cinco cebos que la dinastía Han aplicaba a los bárbaros.)¹²

Al día siguiente, Macartney y su grupo fueron invitados a la celebración del cumpleaños del emperador. Por fin, el máximo mandatario obsequió a Macartney con una representación teatral, a la que asistió en el palco imperial. Entonces Macartney dio por supuesto que ya podía negociar la cuestión de la embajada. Pero el emperador lo interrumpió con otro regalo: una cajita con piedras preciosas. «Y un librito escrito y pintado por él, que deseaba que presentara al rey, mi señor, como prueba de su amistad, y me dijo que la cajita había permanecido ochocientos años en manos de su familia», según anotó Macartney.¹³

En cuanto le hubo ofrecido aquellas muestras de la prodigalidad imperial, los funcionarios chinos sugirieron que, dado que se acercaba el frío invierno, había llegado el momento de la partida de Macartney. Este alegó que las dos partes aún no habían «entrado en negociaciones» sobre los temas de las instrucciones oficiales recibidas; añadió que «apenas había iniciado su cometido». El rey Jorge deseaba, insistió Macartney, que se le permitiera residir en la corte china como embajador británico permanente.

El 3 de octubre de 1793, a primera hora de la mañana, un mandarín despertó a Macartney y lo convocó, con traje de ceremonial completo, a la Ciudad Prohibida, donde recibiría respuesta a su petición. Después de esperar unas horas, lo condujeron por una escalera hasta una butaca recubierta de seda en la que, en lugar de ver al emperador, encontró una carta de este dirigida al rey Jorge. Los funcionarios chinos realizaron el kowtow ante la carta y Macartney hincó la rodilla. Finalmente, trasladaron la comunicación imperial a las estancias de Macartney con todo el ceremonial. Aquella resultó ser una de las comunicaciones más humillantes registradas en los anales de la diplomacia británica.

El edicto empezaba comentando la «respetuosa humildad» del rey Jorge al enviar una misión de homenaje a China:

Vos, oh rey, aunque vivís más allá de los confines de muchos mares, movido por el humilde deseo de participar en los frutos de nuestra civilización, habéis enviado una misión que lleva con respeto vuestro testimonio.

A partir de aquí, el emperador desestimaba todas las peticiones fundamentales que había formulado Macartney, y entre ellas, la propuesta de que se le permitiera residir en Pekín como diplomático:

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