China

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Henry Kissinger

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A finales del siglo XIX, el orden mundial chino se había descoyuntado del todo; la corte de Pekín ya no constituía un factor importante en la protección de la cultura o la autonomía de China. La frustración popular se desbordó en 1898 en el denominado levantamiento de los bóxers. Estos —que recibían tal nombre por sus tradicionales ejercicios de artes marciales— practicaban una forma de misticismo antiguo y afirmaban poseer una inmunidad mágica frente a las balas foráneas y organizaron una campaña de agitación violenta contra los extranjeros y los símbolos del nuevo orden que habían impuesto. Atacaron a diplomáticos, a chinos cristianos, las líneas de ferrocarril y de telégrafo y muchas escuelas occidentales. La emperatriz viuda, tal vez con el temor de que la corte manchú (también imposición «extranjera» y ya muy poco efectiva) se convirtiera en el próximo objetivo, se unió a los bóxers, alabando sus acciones. De nuevo el epicentro del conflicto se situó en las embajadas extranjeras de Pekín, tanto tiempo disputadas, que los bóxers asediaron durante la primavera de 1900. Tras un siglo de fluctuaciones entre el arrogante desprecio, el desafío y la atribulada conciliación, China se vio envuelta en un estado de guerra contra todas las potencias extranjeras a la vez.45

La consecuencia fue otro duro golpe. En agosto de 1900 llegó a Pekín una fuerza expedicionaria formada por ocho potencias aliadas —Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón, Rusia, Alemania, el Imperio austrohúngaro e Italia— para liberar las embajadas. Después de reducir a los bóxers y a las tropas aliadas de Qing (y de devastar gran parte de la capital en el proceso) establecieron otro «tratado desigual», que imponía una indemnización en efectivo y garantizaba más derechos de ocupación a las potencias extranjeras.46

Una dinastía incapaz de evitar continuas marchas hacia la capital de China o de impedir exacciones extranjeras en el territorio chino había perdido claramente el Mandato Celestial. La dinastía Qing, que había prolongado su existencia setenta años desde el enfrentamiento inicial con Occidente, se vino abajo en 1912.

La autoridad central china volvió a fracturarse y se inició un nuevo período de los Reinos Combatientes. En un entorno internacional marcado por la inseguridad, surgió una República china profundamente dividida desde sus inicios. Nunca tuvo oportunidad de poner en práctica los principios democráticos. En enero de 1912, Sun Yat-sen fue proclamado presidente de la nueva república. Como si una misteriosa ley dirigiera la unidad imperial, después de seis semanas en el cargo, Sun cedió el mando a Yuan Shikai, comandante de la única fuerza militar capaz de unificar el país. Tras el fracaso de la frustrada declaración de Yuan de instaurar una nueva dinastía imperial en 1916, el poder político pasó a manos de gobernadores regionales y comandantes militares. Entretanto, en el corazón del país, el nuevo Partido Comunista de China, creado en 1921, administraba una especie de gobierno a la sombra y un orden social paralelo más o menos próximo al movimiento comunista mundial. Cada uno de estos aspirantes exigía el derecho a gobernar, pero ninguno tenía suficiente fuerza para imponerse al resto.

Despojada de la autoridad central universalmente reconocida, China carecía del instrumento que podía permitirle aplicar su diplomacia tradicional. A finales de la década de 1920, el Partido Nacionalista, dirigido por Chiang Kai-shek, ejerció el control nominal en todo el antiguo imperio Qing. En la práctica, sin embargo, cada vez fueron poniéndose más en cuestión las prerrogativas territoriales tradicionales.

Las potencias occidentales, exhaustas por los esfuerzos llevados a cabo en la guerra, y en un mundo influido por los principios wilsonianos de autodeterminación, no estaban ya en posición de ampliar sus esferas de influencia en China, y apenas se veían capaces de mantenerlas.

Rusia consolidaba su revolución interna y no podía plantearse un proceso de expansión. Alemania había perdido todas sus colonias.

De los que habían luchado por el dominio en China solo quedaba uno, pero era el más peligroso para la independencia de este país: Japón. China no tenía fuerza suficiente para defenderse. Por otra parte, no existía otro país capaz de mantener el pulso con Japón. Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, Japón ocupó las antiguas concesiones alemanas en Shandong. En 1932, Tokio orquestó la creación del Estado títere de Manchukuo en Manchuria. En 1937 abordó un plan de conquista de gran parte de la región oriental de China.

Japón se encontró entonces en la situación de los anteriores conquistadores. Era difícil hacerse dueño de un país tan grande; resultaba imposible administrarlo sin confiar en algunos de sus preceptos culturales, que Japón, convencido de la singularidad de sus propias instituciones, nunca estuvo preparado para adoptar. Poco a poco, sus antiguos asociados —las potencias europeas con el apoyo de Estados Unidos— empezaron a oponerse a Japón, de entrada en el ámbito político y más adelante en el militar. Fue una especie de culminación de la estrategia diplomática del autofortalecimiento, en la que los antiguos colonialistas colaboraban entonces para reivindicar la integridad de China.

A la cabeza de esta iniciativa se encontraba Estados Unidos, con su estrategia de política de puertas abiertas anunciada en 1899 por su secretario de Estado John Hay. Un sistema nacido para reclamar para Estados Unidos las ventajas del imperialismo de otros países se convirtió, en la década de 1930, en una vía para mantener la independencia de China. Las potencias occidentales se sumaron al plan. China superaría la fase imperialista si era capaz de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y volvía a forjar su unidad.

Con la capitulación de Japón en 1945, China quedó devastada y dividida. Nacionalistas y comunistas aspiraban a conseguir la autoridad central. Dos millones de soldados japoneses seguían en territorio chino a la espera de la repatriación; la Unión Soviética reconoció al gobierno nacionalista, pero mantuvo abiertas sus opciones proporcionando armas al Partido Comunista; al mismo tiempo envió con urgencia una fuerza militar soviética que nadie había pedido al nordeste de China, para exigir algunas reivindicaciones coloniales de otra época. El débil control que ejercía Pekín sobre Xinjiang se había deteriorado aún más. El Tíbet y Mongolia gravitaban en un estado de cuasiautonomía bajo la influencia de las respectivas órbitas del Imperio británico y la Unión Soviética.

La opinión pública de Estados Unidos simpatizaba con Chiang Kai-shek como aliado en la guerra. Pero Chiang Kai-shek gobernaba una parte del país ya dividido por la ocupación extranjera. China formaba parte de los «cinco grandes» que iban a organizar el mundo de la posguerra y poseían derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. De los cinco, solo Estados Unidos y la Unión Soviética tenían poder para llevar adelante la misión.

A partir de aquí empezó una nueva guerra civil china. Washington intentó aplicar su solución estándar a este tipo de conflictos, que fue fracasando sistemáticamente entonces y también en las décadas posteriores. Promocionó una coalición entre nacionalistas y comunistas, que llevaban veinte años luchando. El embajador de Estados Unidos, Patrick Hurley, convocó una reunión entre Chiang Kai-shek y el dirigente del Partido Comunista, Mao Zedong, en septiembre de 1945 en la capital de Chiang, Chongqing. Ambos dirigentes cumplieron con su deber y asistieron a ella mientras se preparaban para la confrontación definitiva.

En cuanto hubo terminado la reunión de Hurley, se reanudaron las hostilidades en los dos bandos. Las fuerzas nacionalistas de Chiang optaron por la estrategia del mantenimiento de las ciudades, mientras que el ejército guerrillero de Mao tenía su base en el campo; cada cual intentaba rodear al otro por medio de las tácticas de cerco del wei qi.47 En medio del clamor por una intervención estadounidense de ayuda a los nacionalistas, el presidente Harry Truman envió al general George Marshall a China en una misión que duró un año para animar a los dos bandos a trabajar conjuntamente. Durante este tiempo se fue derrumbando la posición militar nacionalista.

Las tropas nacionalistas, derrotadas por los comunistas del continente, se batieron en retirada hacia la isla de Taiwan en 1949, llevándose consigo su aparato militar, el estamento político y lo que quedaba de la autoridad nacional (incluyendo los tesoros artísticos y culturales chinos de la colección del palacio imperial).48 Anunciaron el traslado de la capital de la República china a Taipei y afirmaron que dosificarían sus fuerzas y que algún día volverían al continente, mientras seguían conservando la representación de China en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Entretanto, China se unía de nuevo bajo la recientemente proclamada República Popular de China. La China comunista se lanzó hacia un nuevo mundo: en estructura, una nueva dinastía; en esencia, una nueva ideología por primera vez en la historia del país. En el ámbito estratégico, lindaba con doce vecinos, con fronteras abiertas y medios precarios para enfrentarse simultáneamente a cada una de las posibles amenazas: el mismo desafío al que se habían enfrentado todos los gobiernos chinos a lo largo de la historia. Y por encima de todos estos problemas, los nuevos dirigentes del país toparon con la implicación en los asuntos asiáticos de Estados Unidos, que había salido de la Segunda Guerra Mundial convertida en una superpotencia, que se replanteaba lo de la pasividad ante la victoria comunista en la guerra civil china. Todos los estadistas tienen que sopesar la experiencia del pasado y las reivindicaciones del futuro. En ninguna parte se veía esto tan claro como en la China que empezaban a controlar Mao y el Partido Comunista.

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La revolución permanente de Mao

La llegada de una nueva dinastía en China siempre había creado, a lo largo de los milenios, un ritmo diferenciado. Llegaba el momento en que empezaba a percibirse que la antigua no cumplía con su misión de proteger la seguridad de la población china o de satisfacer sus aspiraciones fundamentales. Para el pueblo, en raras ocasiones la pérdida del Mandato Celestial se debía a una catástrofe en concreto, al contrario, solía achacarse a los efectos acumulativos de una serie de desastres. Se consideraba que la nueva dinastía traía la solución, en parte por el mero hecho de haberse establecido.

En la dramática historia de China se habían vivido muchos episodios traumáticos, pero jamás un nuevo gobernante había propuesto derribar el sistema de valores de toda la sociedad. Quienes antes habían pretendido asumir el Mandato Celestial —incluso, o tal vez sobre todo, los conquistadores extranjeros— se habían legitimado ratificando los antiguos valores de la sociedad que empezaban a controlar y gobernaban siguiendo sus máximas. Mantenían la burocracia heredada, aunque solo fuera porque tenían que dirigir el país más populoso y rico del mundo. Esta tradición era el mecanismo del proceso de sinificación, la que establecía el confucianismo como doctrina de gobierno en China.

A la cabeza de la nueva dinastía que en 1949 irrumpió desde el campo para hacerse con las ciudades destacaba un coloso: Mao Zedong. Dominante, con una influencia arrolladora, inflexible y distante, poeta y guerrero, profeta y destructor, Mao unificó China y llevó al país por un camino que estuvo a punto de hundir a su sociedad civil. Al final de este virulento proceso, China se mantuvo como una de las principales potencias mundiales y como el único país comunista, a excepción de Cuba, Corea del Norte y Vietnam, con una estructura política capaz de superar el fracaso del comunismo en los demás países.

MAO Y LA GRAN ARMONÍA

Los revolucionarios son, por naturaleza, personas de un carácter fuerte y decidido. Prácticamente siempre parten de una postura de debilidad respecto al marco político y para triunfar confían en el carisma y en la capacidad de aprovechar la indignación y capitalizar la flaqueza psicológica de un adversario en decadencia.

La mayoría de las revoluciones se han llevado a cabo por una causa específica. Tras el triunfo, se han institucionalizado en un nuevo sistema de orden. La revolución de Mao no tenía un fin último; el objetivo final de la «Gran Armonía» que proclamaba era una perspectiva imprecisa, más parecida a la exaltación espiritual que a la reconstrucción política. Los cuadros del Partido Comunista eran su sacerdocio, aunque su tarea era la de hacer campaña y no la de cumplir con un programa definido. Con Mao, los cuadros llevaban, por otra parte, una vida al borde de la perdición. Siempre estaban en peligro —con el tiempo ya era más una seguridad que otra cosa— de verse sumidos en la propia agitación que ellos mismos habían potenciado. Entre los dirigentes de la segunda generación (la de Deng Xiaoping) vemos que casi todos sufrieron este destino, que volvieron al poder tan solo después de períodos de importantes tribulaciones personales. Todos los que tuvieron una relación estrecha con Mao durante la época revolucionaria —incluyendo al final a su primer ministro y jefe de la diplomacia Zhou Enlai— fueron purgados.

No es casualidad que el dirigente chino más admirado por Mao fuera el emperador Qin Shi Huang, quien puso fin al período de los Reinos Combatientes al vencer a todos sus adversarios y unificarlos bajo una política única en el año 221 a.C. En general se considera que Qin Shi Huang fundó China como Estado unificado. Sin embargo, la historia china nunca le ha guardado un gran respeto por haber quemado libros y perseguido a los eruditos confucianos tradicionales (quemó vivos a 460 de ellos). Mao comentó en una ocasión que el gobierno de China requería una combinación de los métodos de Marx y de Qin Shi Huang; él mismo ensalzó al emperador en un poema:

Tened la bondad de no difamar al emperador Qin Shi Huang,

pues hay que considerar de nuevo con detención la quema de libros.

Nuestro atávico dragón, aunque muerto, vive en espíritu,

mientras que Confucio, aunque renombrado, en realidad no era nadie.

El orden de Qin ha sobrevivido de era en era

La China de Mao fue, a propósito, un país en crisis permanente; desde los primeros días de gobierno comunista, Mao fue desencadenando el combate por oleadas. Jamás se permitió al pueblo chino darse un respiro en sus logros. El destino que Mao le había adjudicado era el de purificar la sociedad por medio del esfuerzo virtuoso.

Mao fue el primer dirigente desde la unificación de China que impulsó la destrucción de las tradiciones chinas en una acción deliberada de la política estatal. Consideraba que rejuvenecía a China al deshacerse, en ocasiones de forma violenta, de su antiguo patrimonio. Como dijo él mismo en 1965 al escritor francés André Malraux:

El pensamiento, la cultura y las costumbres que llevaron a China al punto en el que la encontramos hoy tienen que desaparecer, y surgir el pensamiento, las costumbres y la cultura de la China proletaria, que no existen todavía. [...] El pensamiento, la cultura y las costumbres deben nacer de la lucha, y la lucha ha de seguir mientras permanezca el peligro de volver al pasado.²

En una ocasión, Mao afirmó que había que «desintegrar» China como un átomo, a fin de destruir el antiguo orden, pero, al mismo tiempo, crear una explosión de energía popular que llevara al país a cotas mucho más elevadas:

Se ha despertado ya nuestro entusiasmo. El nuestro es un país ardiente que se deja llevar por una marea encendida. Existe una metáfora muy adecuada para ello: nuestro país es como un átomo. [...] Cuando se desintegre el núcleo de este átomo, la energía térmica que suelte tendrá una terrible potencia. Seremos capaces de hacer lo que nunca pudimos.³

Como parte de este proceso, Mao organizó un ataque global al pensamiento político tradicional chino: donde la tradición confuciana valoraba la armonía universal, Mao idealizó la rebelión y el choque entre fuerzas opuestas, tanto en los asuntos internos como en los exteriores (y, efectivamente, concibió la conexión entre los dos, emparejando con regularidad las crisis externas con las purgas internas o las campañas ideológicas). La tradición confuciana valoraba la doctrina del término medio y el ejercicio del equilibrio y la moderación; cuando se producía la reforma, se llevaba a cabo de forma gradual y se presentaba como la «restauración» de unos valores mantenidos anteriormente. Mao, en cambio, buscó la transformación radical e inmediata y la ruptura total con el pasado. La teoría política china tradicional mostraba relativamente poco respeto por la fuerza militar e insistía en que los dirigentes chinos tenían que buscar la estabilidad dentro del país e influir en el exterior por medio de la virtud y la comprensión. Mao, guiado por su ideología y por el suplicio del siglo de humillación que había vivido China, organizó una inaudita militarización de la vida del país. Si la China tradicional veneraba el pasado y amaba su valiosa cultura literaria, Mao declaró la guerra al arte, a la cultura y al sistema de pensamiento tradicional chino.

En muchos puntos, no obstante, el dirigente comunista personificó las contradicciones dialécticas que pretendía controlar. Era un apasionado anticonfuciano y lo admitía públicamente, pero leía todos los clásicos chinos y solía citar textos antiguos. Enunció la doctrina de la «revolución permanente», pero cuando los intereses nacionales lo requirieron, supo ser paciente y ver las cosas en perspectiva. Tenía como estrategia declarada la manipulación de las «contradicciones», pero al servicio de un último objetivo extraído de la idea confuciana del da tong o Gran Armonía.

Así pues, el gobierno maoísta se convirtió en una versión a través del espejo de la tradición confuciana al declarar la ruptura total con el pasado y al mismo tiempo confiar en muchas de las instituciones tradicionales chinas, entre las cuales cabe citar: el estilo de gobierno imperial; el Estado como proyecto ético, y la burocracia de los mandarines, que Mao odiaba, destruida periódicamente, para ser creada de nuevo con la misma periodicidad.

Los objetivos fundamentales de Mao no podían expresarse en una única estructura organizativa, ni satisfacerse con un conjunto específico de tareas políticas. Tenía como meta mantener el propio proceso de la revolución y consideraba que su misión era llevarlo a cabo por medio de convulsiones cada vez más intensas, sin permitir jamás un punto de reposo hasta que el pueblo saliera de la dura prueba purificado y transformado:

Es una experiencia dolorosa e insoportable la de verse vencido, como en el caso de los reaccionarios del Kuomintang [Partido Nacionalista], a los que hemos derrocado ahora, y el del imperialismo japonés, que junto con otros pueblos derrotamos hace un tiempo. Pero la clase obrera, el pueblo trabajador y el Partido Comunista no se plantean la cuestión de verse derrotados, sino la de trabajar duro para crear las condiciones en las que las clases, el poder estatal y los partidos políticos puedan extinguirse y la humanidad entre en el dominio de la Gran Armonía.4

En la China tradicional, el emperador era el eje de la Gran Armonía de todo lo viviente. Por medio de su virtuoso ejemplo, se percibía que él era quien mantenía el orden cósmico existente en su conjunto y mantenía el equilibrio entre el cielo, el hombre y la naturaleza. Desde la perspectiva china, el emperador «transformaba» a los bárbaros rebeldes y los hacía entrar en vereda; él era el pináculo de la jerarquía confuciana, quien asignaba a todos su lugar adecuado en la sociedad.

Es por ello que, hasta la era moderna, China no buscó el ideal del «progreso» en el sentido occidental. El ímpetu chino por el servicio público fue la idea de la rectificación: llevar al orden a una sociedad a la que se había dejado derivar hacia un peligroso desequilibrio. Confucio declaró que su misión era la de recuperar unas verdades profundas que su sociedad había desatendido y, con ello, restaurar la edad de oro.

Mao veía su papel como algo diametralmente opuesto. La Gran Armonía llegaba después de un doloroso proceso en el que prácticamente todos los que habían pasado por él se consideraban víctimas. En la interpretación de la historia que hace Mao, el orden confuciano mantuvo a China en un estado de debilidad; su «armonía» era una forma de subyugación. Consideraba que el progreso llegaría únicamente a través de la serie de pruebas brutales que enfrentarían a las fuerzas opuestas, tanto en el ámbito interior como en el internacional. Unas contradicciones que, si no afloraban por su cuenta, era obligación del Partido Comunista y de su dirigente mantener siempre en marcha la agitación, contra sí mismos si hacía falta.

En 1958, al principio del programa de colectivización económica que abarcó a todo el país, conocido como el Gran Salto Adelante, Mao destacaba su perspectiva de China en constante movimiento. Afirmaba que cada oleada de esfuerzo revolucionario era precursora a escala orgánica de una nueva agitación que había que acelerar si no se quería que los revolucionarios pasaran a una actitud indolente y se durmieran en los laureles:

Nuestras revoluciones son como batallas. Tras una victoria debemos proponer una nueva tarea. En este sentido, los cuadros y las masas no abandonarán nunca el fervor revolucionario, ni se mostrarán petulantes. En efecto, no tendrán tiempo para crecerse, aunque puedan experimentar un sentimiento de este tipo. Con nuevas tareas a las que hacer frente, pensarán únicamente en los problemas que va a implicar llevarlas a cabo.5

Había que plantear también pruebas más difíciles a los cuadros de la revolución, y cada vez a intervalos más cortos. «El desequilibrio es una norma general y objetiva», escribía Mao:

El ciclo, que es interminable, evoluciona pasando del desequilibrio al equilibrio y vuelve de nuevo al desequilibrio. Cada estadio, no obstante, nos lleva a un nivel de desarrollo superior. El desequilibrio es normal y absoluto, mientras que el equilibrio es temporal y relativo.6

Pero ¿cómo puede participar en el sistema internacional un Estado en lucha permanente? Si aplica al pie de la letra la doctrina de la revolución permanente, se verá implicado en la convulsión constante y, probablemente, en la guerra. Los estados que valoran la estabilidad se unirán contra ello. Ahora bien, si intenta configurar un orden internacional abierto al resto, se hará inevitable el choque con los partidarios de la revolución permanente. Se trata de un dilema que acosó a Mao durante toda su vida y que jamás consiguió resolver.

MAO Y LAS RELACIONES INTERNACIONALES: LA ESTRATAGEMA DE LA CIUDAD VACÍA, EL PODER DISUASORIO CHINO Y LA BÚSQUEDA DEL PROGRESO PSICOLÓGICO

Mao expresó su actitud básica sobre los asuntos internacionales en vísperas de asumir el poder. Ante la conferencia consultiva política del pueblo acabada de reunir, resumió la actitud de China ante el orden internacional imperante con esta frase: «El pueblo chino se ha levantado».

Todos tenemos la sensación de que nuestro trabajo pasará a la historia de la humanidad y que demostrará claramente que los chinos, que forman una cuarta parte de la humanidad, han empezado a levantarse. Los chinos han sido siempre personas extraordinarias, valientes y trabajadoras. Fue en los tiempos modernos cuando quedaron rezagados, y ello se debió únicamente a la opresión y a la explotación del imperialismo extranjero y al gobierno reaccionario del país. [...] Nuestros predecesores nos encargaron que finalizáramos la tarea iniciada por ellos. Esto es lo que hacemos. Nos hemos unido, hemos derrotado al opresor extranjero y al de dentro mediante la guerra popular de liberación y la gran revolución del pueblo y hemos proclamado la República Popular de China.7

Levantarse contra el mundo era una tarea de enormes proporciones para la China de 1949. El país estaba subdesarrollado, no poseía la capacidad militar para imponer sus propias orientaciones en un mundo que en general estaba más avanzado en recursos y, sobre todo, en tecnología. Cuando la República Popular se presentó en la escena mundial, Estados Unidos era la principal superpotencia nuclear (la Unión Soviética había hecho explosionar su primera arma nuclear). Estados Unidos había apoyado a Chiang Kai-shek durante la guerra civil china y había transportado a los soldados nacionalistas hacia las ciudades septentrionales de China después de la capitulación japonesa en la Segunda Guerra Mundial para adelantarse a los ejércitos comunistas. La victoria de Mao Zedong fue acogida con consternación en Washington, donde desencadenó un debate sobre quién había «perdido» China. Aquello implicó, al menos en Pekín, un intento de alterar el resultado, convicción que se reafirmó en 1950 cuando, en la invasión de Corea del Sur por parte del Norte, el presidente Truman envió la Séptima Flota al estrecho de Taiwan, impidiendo así que el nuevo gobierno del continente intentara reconquistar esta plaza.

La Unión Soviética constituía un aliado ideológico y en un principio fue necesaria como asociada estratégica para hacer de contrapeso a Estados Unidos. Pero los dirigentes chinos no habían olvidado la serie de «tratados desiguales» arrancados un siglo atrás con el fin de afianzar la posesión rusa de las provincias marítimas del Extremo Oriente y una zona de influencia especial en Manchuria y Xinjiang, aunque la Unión Soviética no reclamara la validez de las concesiones del norte de China conseguidas por Chiang Kai-shek en los acuerdos de guerra de 1945. Stalin dio por sentado el dominio soviético en el mundo comunista, una postura a la larga incompatible con el temible nacionalismo de Mao y la reivindicación de la importancia ideológica de este.

China también se vio implicada en un conflicto fronterizo con la India en el Himalaya a raíz del territorio occidental llamado Aksai Chin y de la llamada línea McMahon de la parte oriental. La región en litigio tenía su envergadura: con unos 125.000 kilómetros cuadrados, el total que se disputaba tenía aproximadamente la extensión del estado de Pensilvania o, como precisó posteriormente Mao a sus mandos superiores, de la provincia china de Fujian.8

Mao dividió estas tareas en dos categorías. En el interior del país, declaró la revolución permanente y fue capaz de llevarla adelante al ir ejerciendo un control cada vez más global. Fuera, la revolución era una consigna, quizá un objetivo a largo plazo, pero los dirigentes chinos fueron lo suficientemente realistas para reconocer que carecían de medios que pudieran poner en cuestión el orden internacional imperante, a no ser que utilizaran las armas ideológicas. En el interior de China, Mao consideró que no existían límites objetivos para su perspectiva filosófica, aparte de las arraigadas actitudes del pueblo chino, que él mismo luchó por barrer. En el dominio de la política exterior, no obstante, se mostró bastante más comedido.

Cuando el Partido Comunista consiguió el poder en 1949, vastas regiones se habían separado del histórico Imperio chino, entre las que pueden citarse el Tíbet, partes de Xinjiang, partes de Mongolia y las zonas fronterizas de Birmania. La Unión Soviética mantuvo una esfera de influencia en el nordeste, con una fuerza de ocupación y una flota en el estratégico puerto de Lushun. Mao, como habían hecho antes que él algunos fundadores de dinastías, reivindicó las fronteras que había establecido el Imperio chino en su extensión histórica máxima. A los que consideró parte de esa China histórica —Taiwan, el Tíbet, Xinjiang, Mongolia y regiones fronterizas del Himalaya en el norte— les aplicó totalmente la política interior: se mostró implacable; intentó imponer el gobierno de China y en general lo consiguió. En cuanto terminó la guerra civil, Mao se propuso ocupar de nuevo las regiones secesionistas como Xinjiang, Mongolia Interior y por fin el Tíbet. En este contexto, Taiwan no era tanto una prueba de ideología comunista como una petición de respeto a la historia de China. Incluso cuando se frenó y no aplicó medidas militares, Mao reivindicó algunos territorios concedidos en los «tratados desiguales» del siglo XIX, como, por ejemplo, el territorio que se había perdido en el Extremo Oriente ruso a raíz de los acuerdos de 1860 y 1895.

En lo que concierne al resto del mundo, Mao introdujo un estilo especial que sustituía la militancia ideológica y la perfección psicológica por la fuerza física. Se basaba en una perspectiva sinocéntrica del mundo, contenía un toque de revolución mundial y una práctica diplomática que recurría a la tradición china en el trato con los bárbaros, poniendo suma atención en la planificación meticulosa y el dominio psicológico del otro bando.

Mao pasó por alto que los diplomáticos occidentales consideraran de sentido común que China se reconciliara con las principales potencias para recuperarse de las décadas de convulsión que había vivido. Se negó a mostrar cualquier tipo de debilidad, optó por el desafío frente al acuerdo y, después de haber establecido la República Popular de China, evitó el contacto con los países occidentales.

Zhou Enlai, el primer ministro de Asuntos Exteriores de la República Popular de China, resumió esta altiva actitud en una serie de aforismos. La nueva China no iba a limitarse a entrar a hurtadillas en las relaciones diplomáticas existentes. Lo que haría sería empezar desde cero. Había que negociar caso a caso las relaciones con el nuevo régimen. La nueva China tenía que hacer «limpieza de la casa antes de invitar a nadie», es decir, eliminaría las influencias coloniales que quedaran antes de establecer relaciones diplomáticas con los países «imperialistas» occidentales. Utilizaría su influencia para «unir a los pueblos del mundo», o sea, fomentaría la revolución en los países en vías de desarrollo.9

Los diplomáticos tradicionalistas habrían rechazado esta actitud de soberbio desafío calificándola de inviable. Sin embargo, Mao creía en las consecuencias objetivas de los factores ideológicos y, sobre todo, de los psicológicos. Se propuso alcanzar la igualdad psicológica con las superpotencias mediante una deliberada indiferencia ante su capacidad militar.

Una de las narraciones clásicas de la tradición estratégica china es la de la «Estratagema de la ciudad vacía» de Zhuge Liang, en el Romance de los Tres Reinos. En él, un alto mando ve acercarse un ejército muy superior al suyo. Dado que la resistencia es garantía de destrucción y que la rendición conlleva pérdida de control en el futuro, el hombre opta por una estratagema: abre las puertas de la ciudad, se instala allí en postura de reposo, tocando un laúd, y deja entrever tras él cómo transcurre la vida normal, sin señal alguna de temor o preocupación. El general del ejército invasor interpreta la muestra de sangre fría como demostración de unas reservas ocultas, detiene su paso y se retira.

Es probable que la indiferencia de Mao ante la amenaza de la guerra nuclear se debiera a la influencia de esta tradición. Desde el principio, la República Popular de China tuvo que maniobrar en una relación triangular con las dos potencias nucleares, cada una de las cuales podía entrañar por su cuenta un gran peligro y, en conjunción, estaban en condiciones de arrollar a China. Mao se enfrentó a esta situación endémica haciendo como que no existía. Afirmó ser impermeable a las amenazas nucleares; en efecto, en público se mostró dispuesto a asumir centenares de millones de víctimas, incluso confesó que ello podía garantizar una victoria más rápida de la ideología comunista. Nadie puede afirmar si Mao creía sus propias declaraciones sobre la guerra nuclear. Consiguió, no obstante, que el resto del mundo creyera que hablaba en serio: una prueba de credibilidad definitiva. (Por supuesto, en el caso de China, la ciudad no estaba del todo «vacía». A la larga, China desarrolló su propia capacidad para fabricar armas nucleares, aunque a una escala mucho más reducida que la de la Unión Soviética o la de Estados Unidos.)

Mao consiguió inspirarse en la larga tradición del arte de gobierno chino para llevar adelante objetivos a largo plazo partiendo de una posición de relativa debilidad. Durante siglos, los estadistas chinos se habían mezclado con los «bárbaros» en unas relaciones en las que los mantenían a raya, sin abandonar de manera deliberada la ficción política de la superioridad a través de la técnica diplomática. Desde los inicios de la República Popular, China ejerció un papel en el mundo que iba más allá de su fuerza objetiva. A consecuencia de su firme defensa de la definición de patrimonio nacional, la República Popular de China se convirtió en una fuerza influyente en el movimiento de los países no alineados: el grupo de los que acababan de conseguir la independencia y buscaban su posición entre las superpotencias. China se situó como potencia importante con la que nadie podía meterse mientras creaba una nueva definición de su identidad en el ámbito interno y desafiaba diplomáticamente a las potencias nucleares, en algunas ocasiones de forma simultánea y en otras gradual.

En la puesta en práctica de la agenda política exterior, Mao se basó más en Sun Tzu que en Lenin. Se inspiró en las lecturas de los clásicos chinos y en una tradición que de puertas afuera despreciaba. A la hora de trazar iniciativas de política exterior no se refería tanto a la doctrina marxista como a las obras chinas tradicionales: textos confucianos; las fundamentales «Veinticuatro historias dinásticas», en las que se narraba la grandeza y la decadencia de las dinastías imperiales chinas; el Romance de los Tres Reinos y otros textos sobre guerra y estrategia; historias sobre aventuras y rebelión como «Los forajidos del pantano», y la novela romántica y de intrigas cortesanas, El sueño de la estancia roja, que Mao afirmaba haber leído cinco veces.10 A imagen de los funcionarios eruditos confucianos tradicionales, a los que él mismo denunciaba tildándolos de opresores y parásitos, Mao escribió poesía y ensayos filosóficos y se tomó muy en serio su caligrafía poco convencional. Estas actividades literarias y artísticas no constituían un refugio de su labor política, sino una parte integrante de esta. Cuando, después de una ausencia de treinta y dos años, Mao volvió en 1959 a su pueblo natal, el poema que escribió no trataba del marxismo y del materialismo, sino que era un arrebato romántico: «Son los amargos sacrificios los que fortalecen nuestra firme determinación, y los que nos dan valor para que osemos cambiar paraísos y cielos, para cambiar el sol y crear un nuevo mundo».¹¹

Esta tradición literaria estaba tan arraigada que, en 1969, en un momento crucial para la política exterior de Mao, cuatro mariscales asignados por él mismo para trazar sus opciones estratégicas ilustraron sus recomendaciones sobre la necesidad de abrir relaciones con el entonces archienemigo, Estados Unidos, citando el Romance de los Tres Reinos, que, aunque prohibido a la sazón en China, ellos estaban convencidos de que Mao había leído. Así pues, incluso inmerso en los ataques más radicales contra el patrimonio antiguo de China, Mao encuadraba su doctrina política exterior en analogías de los juegos del intelecto tan corrientes en China. Describía las maniobras de inicio en la guerra chino-india denominándolas «el paso de la frontera de Han-chu», una antigua metáfora extraída de la versión china del ajedrez.¹² Mantuvo el juego tradicional del mahjong como escuela de pensamiento estratégico: «Si supiera jugar al mahjong —dijo en una ocasión a su médico—, sin duda comprendería la relación entre el principio de la probabilidad y el principio de la certeza».¹³ Por otra parte, en los conflictos de China con Estados Unidos y con la Unión Soviética, Mao y sus socios más próximos consideraban la amenaza desde el punto de vista de una idea del wei qi, la de evitar el cerco estratégico.

Precisamente en estos aspectos más tradicionales, las superpotencias tuvieron más dificultades a la hora de comprender los objetivos estratégicos de Mao. Desde la perspectiva del análisis estratégico occidental, la mayoría de las iniciativas militares de Pekín llevadas a cabo durante los treinta primeros años de la guerra fría eran asuntos poco convincentes y, al menos sobre el papel, inconcebibles. Estas intervenciones y ofensivas, que solían enfrentar a China con potencias de mayor calado y se producían en territorios considerados anteriormente de importancia estratégica secundaria —Corea del Norte, las islas situadas frente al estrecho de Taiwan, las extensiones con baja densidad de población del Himalaya, las franjas heladas de la zona del río Ussuri—, cogían desprevenidos casi a todos los observadores extranjeros y también a cada uno de sus adversarios. Mao estaba decidido a evitar el cerco que pudiera establecer cualquier potencia o grupo de potencias, independientemente de su ideología —lo que él percibía como un exceso de «piedras» del wei qi alrededor de China—, mediante el desbaratamiento de sus cálculos.

Este fue el elemento catalizador que llevó a China, a pesar de su debilidad relativa, a la guerra de Corea y también el que, después de la muerte de Mao, llevó a Pekín a enfrentarse con Vietnam, un aliado reciente, haciendo caso omiso del tratado de defensa existente entre Hanoi y Moscú y mientras la Unión Soviética mantenía un millón de soldados en las fronteras septentrionales de China. Los cálculos a largo plazo sobre la configuración de las fuerzas alrededor de la periferia china se consideraron más significativos que la evaluación objetiva del equilibrio de poder inmediato. La combinación entre lo que se veía a largo plazo y lo psicológico surge de nuevo en el planteamiento de Mao para evitar las amenazas militares percibidas.

Por mucho que asimilara Mao la historia de China, ningún dirigente de este país conjugó jamás los elementos tradicionales con su combinación de autoridad y crueldad: arrojo ante el reto y hábil diplomacia cuando las circunstancias no le permitían optar por las iniciativas arrolladoras y drásticas por las que solía inclinarse. Llevó adelante sus importantes y audaces iniciativas en política exterior, aunque con tácticas tradicionales, en medio de una violenta agitación de la sociedad china. Prometió que todo el mundo iba a transformarse y que las cosas se convertirían en lo contrario de lo que habían sido:

De todas las clases que existen en el mundo, el proletariado es la que más desea cambiar su situación, y en segundo lugar está el semiproletariado, puesto que aquel no posee nada y este tampoco disfruta de una posición mejor. Actualmente, Estados Unidos controla a la mayoría en la ONU y domina muchas partes del mundo: una situación temporal que ha de cambiar en breve. También debe cambiar la situación de China como país pobre al que se han negado los derechos en los asuntos internacionales: el país pobre pasará a ser rico, y aquel al que se le han negado los derechos será el que gozará de ellos; las cosas se transformarán en lo contrario de lo que han sido.14

Mao era demasiado realista, sin embargo, para reivindicar la revolución mundial como un objetivo práctico. Por consiguiente, las consecuencias concretas de China en la revolución mundial fueron sobre todo ideológicas y se basaron en el apoyo de los servicios de inteligencia a los partidos comunistas de los diferentes puntos del mundo. Mao explicaba esta actitud en una entrevista concedida a Edgar Snow, el primer periodista estadounidense que describió la base comunista china de Yan’an durante la guerra civil en 1965: «China ha apoyado a los movimientos revolucionarios, aunque no a fuerza de invadir países. Evidentemente, cuando se produce una lucha de liberación, China publica comunicados y hace llamamientos a manifestarse en su apoyo».15

En el mismo sentido, el panfleto de 1965 «Viva la victoria de la guerra popular» escrito por Lin Biao, el entonces supuesto sucesor de Mao, afirmaba que el campo del mundo (es decir, los países en vías de desarrollo) iba a derrotar a las ciudades del mundo (es decir, los países avanzados) de la misma forma que el Ejército Popular de Liberación había vencido a Chiang Kai-shek. La administración de Lyndon Johnson interpretaba estas líneas como un programa chino de apoyo a la subversión comunista en todo el mundo y especialmente en Indochina, y probablemente de clara participación en este movimiento. El panfleto de Lin fue un factor que contribuyó en la decisión de enviar tropas estadounidenses a Vietnam. No obstante, los eruditos contemporáneos ven el documento como una declaración de los límites del apoyo militar chino a Vietnam y a otros movimientos revolucionarios. En efecto, Lin afirmaba: «Son las propias masas las que consiguen su liberación: este es el principio básico del marxismo-leninismo. La revolución o la guerra popular en cualquier país incumbe a las masas de este, y ellas la han de llevar a cabo básicamente con sus propios esfuerzos: no existe otro camino».16

Esta limitación reflejaba una valoración realista del equilibrio de fuerzas existente. No sabemos qué habría decidido Mao si el equilibrio se hubiera inclinado a favor del poder comunista. Ahora bien, ya sea como reflejo del realismo o como motivación filosófica, la ideología revolucionaria constituía un medio para transformar el mundo, más a través de la actuación que de la guerra, más o menos como los emperadores tradicionales habían percibido su función.

Un equipo de eruditos chinos con acceso a los archivos centrales de Pekín redactó un extraordinario documento sobre la ambigüedad de Mao: dedicado a la revolución mundial, dispuesto a fomentarla siempre que fuera posible y al mismo tiempo protector de las necesidades de China para su supervivencia.17 Dicha ambigüedad se hizo patente en una conversación con el líder del Partido Comunista australiano, E. F. Hill, en 1969, cuando Mao se planteaba la apertura hacia Estados Unidos, país con el que China había mantenido una relación marcada por los enfrentamientos durante veinte años. Él formuló una pregunta a su interlocutor: ¿Vamos hacia una revolución que evitará la guerra? ¿O hacia una guerra que llevará a la revolución?18 Si se trataba de lo primero, el acercamiento a Estados Unidos indicaría falta de previsión; si, por el contrario, era lo segundo, sería fundamental evitar un ataque a China. Por fin, tras cierta vacilación, Mao optó por el acercamiento a Estados Unidos. Era más importante evitar la guerra (que en aquellos momentos probablemente implicaría un ataque soviético a China) que fomentar la revolución mundial.

LA REVOLUCIÓN PERMANENTE Y EL PUEBLO CHINO

La apertura de Mao hacia Estados Unidos constituyó una importante decisión ideológica y estratégica. De todas formas, no cambió su compromiso con la idea de la revolución permanente en su país. En 1972, por ejemplo, año en que el presidente Richard Nixon visitó China, mandó distribuir a lo largo y ancho del país una carta que había mandado seis años antes a su esposa, Jiang Qing, al principio de la Revolución Cultural:

La situación experimenta cada siete u ocho años un cambio: pasa de una gran agitación a una gran paz. Los fantasmas y los monstruos se descuelgan por su cuenta. [...] Nuestra tarea actual es la de echar a los derechistas del partido y de todo el país. Dentro de siete u ocho años pondremos en marcha otro movimiento para barrer a fantasmas y monstruos, y más adelante, otros.19

Esta llamada al compromiso ideológico constituía también el paradigma del dilema de Mao, como el de cualquier otra revolución victoriosa: en cuanto los revolucionarios se hacen con el poder, se ven obligados a gobernar de forma jerárquica si quieren evitar la parálisis o el caos. Cuanto más radical es el desmantelamiento, más jerarquía tiene que sustituir el consenso que mantiene unida a una sociedad en funcionamiento. Cuanto más complicada es la jerarquía, más probable también es que se convierta en una versión aún más intrincada de la opresiva clase dirigente a la que ha reemplazado.

Así pues, Mao se dedicó desde el comienzo a una búsqueda cuyo fin lógico no podía ser otro que el ataque a las propias instituciones comunistas, incluso las que él mismo había creado. Si bien el leninismo había garantizado que con la llegada del comunismo se resolverían las «contradicciones» de la sociedad, la filosofía de Mao no encontró descanso posible. No bastaba con industrializar el país como había hecho la Unión Soviética. En la búsqueda de la singularidad histórica china, el orden social tenía que permanecer en movimiento constante para evitar el pecado del «revisionismo», del que Mao acusaba cada vez más a la Rusia postestalinista. Un Estado comunista, según Mao, no debía convertirse en una sociedad burocrática; la fuerza motriz tenía que ser la ideología y no la jerarquía.

Con ello Mao hizo aflorar una serie de contradicciones inherentes. En su lucha por alcanzar la Gran Armonía, puso en marcha: en 1956, la Campaña de las Cien Flores, para fomentar el debate público, que sirvió más tarde para atacar a los intelectuales que lo ponían en práctica; en 1958, el Gran Salto Adelante, pensado para ponerse a la altura de la industrialización occidental en un período de tres años, que llevó a una de las hambrunas más importantes de la historia moderna y creó una escisión en el Partido Comunista, y en 1966, la Revolución Cultural, durante la cual se mandó a toda una generación de dirigentes, profesores, diplomáticos y expertos muy preparados al campo, a trabajar en las explotaciones agrícolas para aprender de las masas.

Millones de personas murieron en el intento de poner en práctica la idea del igualitarismo de su presidente. Ahora bien, en su rebelión contra la omnipresente burocracia china, Mao tropezó siempre con un dilema: la campaña para salvar a su pueblo de sí mismo creaba una burocracia aún más importante. Al final, la empresa de mayor envergadura del presidente fue la destrucción de sus propios seguidores.

La fe de Mao en el éxito definitivo de su revolución permanente se basaba en tres pilares: la ideología, la tradición y el nacionalismo chino. Lo más importante era su confianza en la resistencia, la capacidad y la cohesión del pueblo chino. En realidad, sería imposible encontrar a otro pueblo capaz de aguantar la incesante agitación que Mao impuso en su sociedad. O cuyo dirigente hubiera podido hacer creer la tan repetida amenaza de Mao de que el pueblo chino iba a imponerse, aunque tuviera que replegarse de todas las ciudades ante un invasor extranjero o registrara decenas de millones de víctimas en una guerra nuclear. Mao lo conseguía gracias a una profunda fe en la capacidad del pueblo chino de mantener su esencia en cualquier tipo de vicisitud.

Esta era una diferencia fundamental respecto a la Revolución rusa de la generación anterior. Lenin y Trotski consideraban que su revolución constituiría el desencadenante de la revolución mundial. Convencidos de que esta era inminente, consintieron en ceder una tercera parte de la Rusia europea a Alemania en el Tratado de Brest-Litovsk de 1918. Lo que pudiera suceder en Rusia quedaría integrado en la revolución inminente del resto de Europa, que, como daban por supuesto Lenin y Trotski, eliminaría de un plumazo el orden político existente.

Para Mao habría sido impensable un planteamiento de este tipo, pues su revolución era básicamente sinocéntrica. La revolución china podía tener cierto impacto en la revolución mundial, pero, en caso de producirse, sería a través del esfuerzo, el sacrificio y el ejemplo del pueblo chino. Para Mao, el principio organizador era siempre la grandeza del pueblo chino. En uno de sus primeros ensayos de 1919, hacía hincapié en las extraordinarias cualidades de dicho pueblo:

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