China

China


Henry Kissinger

Página 22 de 31

Uno de los obstáculos que tuvo que afrontar la continuidad en la política exterior estadounidense fue la extraordinaria naturaleza de sus periódicos cambios de gobierno. A raíz de los límites del mandato, cada ocho años se sustituye como mínimo hasta el último cargo en el entorno del presidente, un cambio de personal que afecta hasta el nivel de subsecretario adjunto y puede llegar a implicar a cinco mil puestos clave. Con el relevo ya hecho, los sucesores tienen que pasar por unos largos procesos de investigación. En la práctica, durante los primeros nueve meses de cada nueva administración se produce un vacío durante el cual es imprescindible improvisar o actuar bajo recomendación del personal restante mientras el recién incorporado se prepara para ejercer su propia autoridad. El período inevitable de aprendizaje se complica por el deseo de la nueva administración de legitimar su subida al poder alegando que todos los problemas heredados son consecuencia de los errores políticos de su predecesor y no dificultades inherentes; se considera que tienen fácil solución y, además, en un período finito. La continuidad de la política se convierte en una consideración secundaria, cuando no en una molesta reivindicación. Teniendo en cuenta que los nuevos presidentes acaban de resultar vencedores en una campaña electoral, es natural que sobrestimen el grado de flexibilidad que permiten las circunstancias objetivas o que cuenten excesivamente con su poder de persuasión. Los países que confían en la política estadounidense sufren el perpetuo psicodrama de las transiciones democráticas en forma de una invitación constante a minimizar los riesgos.

Todas estas tendencias constituían entonces un desafío especial para las relaciones con China. Como demuestran estas páginas, en los primeros años de acercamiento entre Estados Unidos y la República Popular de China se dio un período de descubrimiento mutuo. Las últimas décadas, sin embargo, dependieron mucho de la capacidad de ambos países de confluir en las posturas sobre la situación internacional.

Armonizar los imponderables es tarea harto difícil cuando se produce un movimiento constante en el liderazgo. En este caso, tanto China como Estados Unidos vivieron cambios espectaculares en la dirección de sus países durante la década de 1970. En los capítulos anteriores se han descrito las transiciones chinas. En Estados Unidos, el presidente que abrió la puerta a las relaciones con China dimitió al cabo de dieciocho meses, si bien el grueso de la política exterior siguió su curso.

La administración de Carter representó el primer cambio de partidos políticos para la dirección china. Habían oído declaraciones de Carter como candidato en las que prometía una transformación de la política exterior estadounidense y la vía de una nueva apertura, así como un énfasis mayor en la cuestión de los derechos humanos. Sobre China, en cambio, había hablado poco. Hubo cierta inquietud en Pekín sobre si Carter mantendría el carácter «antihegemónico» de la relación establecida.

Carter y sus principales asesores, sin embargo, reafirmaron los principios básicos de la relación, incluyendo los que hacían referencia a Taiwan, que había dado por sentados Nixon en su visita a Pekín. Por otra parte, la llegada de Deng y el fin de la Banda de los Cuatro confirió una nueva dimensión pragmática al diálogo entre China y Estados Unidos.

Aún no se había establecido el diálogo estratégico más laborioso entre los dos países cuando otro cambio en las administraciones llevó al poder por victoria abrumadora a un presidente republicano. Para China, la nueva presidencia representó una perspectiva preocupante. Ronald Reagan era un personaje difícil de analizar, incluso para los meticulosos investigadores chinos. No encajaba en ninguna de las categorías establecidas. Aquel célebre actor y presidente del Screen Actors Guild que quiso destacar en política representaba un tipo de conservadurismo estadounidense diametralmente opuesto al del retraído y cerebral Nixon o al del sereno Ford del Medio Oeste. Ronald Reagan, empedernidamente optimista sobre las posibilidades de Estados Unidos en una época de crisis, atacó el comunismo, como no había hecho ningún alto mando estadounidense desde John Foster Dulles, tildándolo de mal a erradicar en un período finito de tiempo, en lugar de verlo como una amenaza que había que contener de generación en generación. Centró, sin embargo, su crítica al comunismo casi solo en la Unión Soviética y sus satélites. En 1976, Reagan había hecho campaña contra Gerald Ford por la nominación a la presidencia republicana atacando la política de distensión con la Unión Soviética, pero en general se dejó en el tintero la crítica al acercamiento a China. La censura de Reagan de las intenciones soviéticas —que reemprendió con redoblado vigor en la campaña de 1980— tenía mucho en común con los discursos de Deng ante las autoridades de Estados Unidos desde su vuelta del exilio. En el caso de Reagan, no obstante, la crítica iba emparejada al sólido compromiso personal respecto al orden político imperante en Taiwan.

En octubre de 1971, Nixon había animado a Reagan, entonces gobernador de California, para que visitara Taiwan como emisario especial para dejar claro que la mejora de las relaciones entre Washington y Pekín no había alterado el interés básico estadounidense por la seguridad de Taiwan. Reagan abandonó la isla con unas cálidas muestras de afecto ante los dirigentes y un compromiso profundo sobre las relaciones de los pueblos estadounidense y taiwanés. Posteriormente, mientras dejaba de pronto de poner en cuestión la actitud de desafiar el entendimiento con Pekín, empezó a mostrarse muy crítico con la iniciativa de la administración de Carter de cortar los vínculos diplomáticos formales con Taipei y degradar la embajada estadounidense en Taiwan, reduciéndola a una «organización estadounidense» extraoficial. En su campaña presidencial de 1980 contra Carter, afirmó que en la administración de Reagan no habría «más Vietnams», «más Taiwans» y «más traiciones».

Técnicamente, la embajada de Taipei había sido la embajada estadounidense en China; la decisión de Estados Unidos, que cristalizó durante la administración de Carter, de trasladar dicha embajada a Pekín, constituyó un reconocimiento tardío de que los nacionalistas ya no estaban en condiciones de «recuperar el continente». Las palabras de Reagan llevaban implícita la crítica de que los estadounidenses tenían que haber mantenido la embajada en Taipei como parte de la solución de las dos Chinas, en la que se reconocieran uno y otro lado del estrecho de Taiwan como estados aparte e independientes. Sin embargo, esto fue lo único que Pekín, en sus negociaciones con las administraciones de Nixon, Ford y Carter (y con todos los demás gobiernos que negociaron los términos de reconocimiento diplomático), se negó firme y sistemáticamente a tener en cuenta.

Así pues, Ronald Reagan encarnó la ambigüedad estadounidense imperante. En su mandato coexistieron el firme compromiso respecto a la nueva relación y un claro remanente de apoyo emocional a Taiwan.

Uno de los puntos básicos de Reagan fue la defensa de las «relaciones oficiales» con Taiwan, a pesar de que nunca explicó públicamente lo que significaba aquello. Durante la campaña presidencial de 1980, Reagan optó ir por la cuadratura del círculo. Mandó a George H.W. Bush, su candidato a la vicepresidencia, a Pekín, donde se había distinguido como jefe de la Oficina de Enlace de Estados Unidos, que funcionaba en lugar de la embajada. Bush dijo a Deng que Reagan no pretendía dar a entender que aprobaba las relaciones diplomáticas con Taiwan, ni tenía intención de avanzar hacia la solución a dos Chinas.¹ La gélida respuesta de Deng —sin duda, influenciada por el hecho de que Reagan repitiera su defensa de las relaciones formales con Taiwan mientras Bush se encontraba en Pekín— llevó a Reagan a plantearme, en septiembre de 1980, que actuara como intermediario para transmitir de su parte un mensaje similar, algo más detallado, al embajador chino, Chai Zemin. Una ingente tarea.

En una reunión con Chai en Washington, afirmé que, a pesar de la oratoria de su campaña, el candidato Reagan pretendía mantener los principios generales de colaboración estratégica entre Estados Unidos y China establecidos durante las administraciones de Nixon, Ford y Carter, resumidos en el comunicado de Shanghai y en el de 1979, que anunciaba la normalización de las relaciones diplomáticas. En concreto, Reagan me pidió que le transmitiera que no iba a seguir con la política de las dos Chinas, ni con la de «una China, un Taiwan». Añadí que estaba convencido de que el embajador y su gobierno habían estudiado la carrera del gobernador Reagan, y de que con ello sabrían que contaba con muy buenos amigos en Taiwan. Intenté poner la información en un contexto humano y aduje que Reagan no podía abandonar a los amigos personales, que los dirigentes chinos le perderían el respeto si lo hacía. Ahora bien, como presidente, Reagan seguiría con el compromiso del marco de relaciones existentes entre Estados Unidos y la República Popular, que constituía la base de la acción entre ambos países para evitar la «hegemonía» (es decir, el dominio soviético). Dicho de otra forma, Reagan, como presidente, apoyaría a sus amigos, pero también respaldaría los compromisos estadounidenses.

No puede decirse que el embajador chino acogiera mis palabras con desbordante entusiasmo. Consciente de los sondeos que pronosticaban la victoria de Reagan en noviembre, no se arriesgó a expresar su opinión.

LA VENTA DE ARMAS A TAIWAN Y EL TERCER COMUNICADO

La primera fase de la administración de Reagan quedó marcada por su fe en que la persuasión iba a salvar el abismo existente entre dos posturas aparentemente incompatibles. En la práctica, sin embargo, ambas posturas se llevaron adelante de forma simultánea. La cuestión reclamaba cierta urgencia, pues la normalización primaba sobre la resolución definitiva de la situación legal de Taiwan. Carter había declarado que Estados Unidos pretendía seguir suministrando armas a Taiwan. Deng, impaciente por completar el proceso de normalización y poder así enfrentarse a Vietnam como mínimo con la apariencia de contar con el apoyo de Estados Unidos, avanzó en el campo de la normalización, dejando a un lado, en efecto, la declaración unilateral de Carter sobre suministro de armas. Entretanto, en 1979 el Congreso estadounidense respondió al abandono paulatino de la presencia diplomática oficial estadounidense en Taipei aprobando la Ley de Relaciones con Taiwan. Con ella se perfiló un marco para los vínculos económicos, culturales y de seguridad firmes y continuos entre Estados Unidos y Taiwan y se declaró que «Estados Unidos pondría al alcance de Taiwan los elementos y servicios de defensa que hicieran falta para mantener una capacidad de autodefensa suficiente».² En cuanto la administración de Reagan tomó posesión del cargo, los dirigentes chinos plantearon de nuevo la cuestión del suministro de armas a Taiwan, que consideraron un aspecto inconcluso de la normalización, y señalaron las contradicciones internas estadounidenses. Reagan no disimuló sus deseos de seguir con la venta de armamento a Taiwan, aunque su secretario de Estado, Alexander Haig, estaba en contra. Haig había sido mi ayudante en la Casa Blanca de Nixon cuando se planificaba la visita secreta de 1971. Él fue quien dirigió el equipo técnico que propuso la visita de Nixon, durante la cual tuvo una importante conversación con Zhou. Haig, como miembro de la generación que había vivido el comienzo de la guerra fría, era plenamente consciente de hasta qué punto la entrada de China en la órbita antisoviética modificaba el equilibrio estratégico. Haig consideró que había que dar la máxima prioridad, como avance importantísimo, al posible papel de China como aliado estadounidense de facto. Así pues, buscó la fórmula para llegar a un entendimiento con Pekín de manera que Estados Unidos pudiera suministrar armas tanto a China como a Taiwan.

Aquel plan no benefició a ninguna de las partes. Reagan no iba a admitir formalmente la venta de armas a China y Pekín no contemplaría un canje de principios por equipo militar. La situación amenazaba con descontrolarse. Tras arduas negociaciones en el seno del gobierno de Estados Unidos y con sus homólogos en Pekín, Haig logró un acuerdo que permitía a ambas partes aplazar la resolución final y establecer mientras tanto un rumbo para el futuro. El hecho de que Deng diera el visto bueno a algo tan indefinido y parcial demuestra la importancia que tenía para él el mantenimiento de unas relaciones estrechas con Estados Unidos (así como su confianza en Haig).

El llamado tercer comunicado, del 17 de agosto de 1982, se ha convertido en una pieza de la estructura básica de la relación entre Estados Unidos y China, corroborada con regularidad como parte del santificado lenguaje de las conversaciones y comunicados conjuntos subsiguientes al más alto nivel. Es curioso que el tercer comunicado adquiriera tal categoría, junto con el comunicado de Shanghai de la visita de Nixon y el acuerdo de normalización del período de Carter. Cabe decir que se trata de un documento bastante ambiguo y, por consiguiente, una complicada guía para el futuro. Cada una de las partes, igual que antes, reafirmó sus principios básicos: China dejó constancia de su postura de que Taiwan era una cuestión interna de su país en la que los extranjeros no podían intervenir legítimamente; Estados Unidos reiteró su preocupación respecto a una resolución pacífica y llegó a afirmar: «Valoramos la política china de batallar por una resolución pacífica». Con esta fórmula eludía la afirmación sistemática y repetida con frecuencia por China de que se reservaba la libertad de acción para emplear la fuerza en caso de que se demostrara inviable una resolución pacífica. El párrafo clave significativo referente a la venta de armas a Taiwan establecía:

El gobierno de Estados Unidos declara que no pretende seguir con una política de venta de armas a Taiwan a largo plazo, que dicha venta de armas no superará, en términos cualitativos ni cuantitativos, el nivel de las suministradas en los últimos años, desde el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y China, y que tiene intención de reducir de forma gradual las citadas ventas de armas, hasta llegar, en un período de tiempo, a una resolución final. Con esta declaración, Estados Unidos reconoce la clara postura de China sobre el acuerdo total en esta cuestión.³

No se definía con precisión ninguno de estos términos; mejor dicho, en realidad ni con precisión ni sin ella. Quedaba abierta la interpretación de la expresión «de forma gradual»; tampoco se especificaba el «nivel» al que se había llegado durante el período de Carter, que tenía que ser el punto de referencia. Si bien Estados Unidos renunciaba a una política a largo plazo sobre la venta de armas, no precisaba qué entendía por «largo plazo». Y China, a pesar de que volvía a insistir en un arreglo definitivo, ni establecía un tiempo límite ni presentaba amenaza alguna. En el ámbito de cada país, lo urgente era lo que dictaba los límites: China no iba a aceptar el principio de un suministrador de armas extranjero sobre lo que consideraba su propio territorio. La política estadounidense, que había adquirido más relieve tras la aprobación de la Ley de Relaciones con Taiwan por un amplio margen en el Congreso, no permitía ningún recorte en el envío de armas a Taiwan.

El hecho de que esta situación siguiera durante cerca de treinta años a partir de los acontecimientos tratados en estas páginas constituye un homenaje al arte de gobernar de uno y otro país.

Inmediatamente después del tercer comunicado se hizo patente que su significado no era tan obvio para el presidente de Estados Unidos. Él mismo le comentó al editor de la National Review: «Diga usted a sus amigos que ni por asomo he cambiado de parecer acerca de Taiwan. Las armas que precisen para defenderse contra los ataques o las invasiones de la China Roja las conseguirán de Estados Unidos».4 Reagan estaba tan convencido de ello que se puso en contacto con Dan Rather, a la sazón presentador de Evening News de la CBS, para desmentir unas informaciones según las cuales ya no apoyaba a Taiwan, y declaró: «Yo no he dado marcha atrás. [...] Seguiremos proporcionando armas a Taiwan».5

Para llevar adelante lo que creía firmemente el presidente, la Casa Blanca negoció en secreto con Taiwan las llamadas seis garantías para limitar la puesta en práctica del comunicado que acababa de firmar con China. En estas garantías se afirmaba que Estados Unidos no había establecido una fecha específica para poner fin a la venta de armas a Taiwan, que no se había comprometido a consultar con Pekín tales ventas, que no había dado palabra de enmendar la Ley de Relaciones con Taiwan, que no había cambiado de postura en relación con la situación política de Taiwan y que tampoco presionaría a Taipei para que negociara con Pekín, ni se erigiría en mediador.6 Las garantías se aseguraban con un informe depositado en los archivos del Consejo de Seguridad Nacional, que vinculaba el cumplimiento de las disposiciones del comunicado con la solución pacífica de las diferencias entre la República Popular y Taiwan. La administración interpretó también libremente las estipulaciones de «reducir» y «ventas de armas» a Taiwan incluidas en el tercer comunicado. A través de transferencias tecnológicas (técnicamente, no «ventas de armas») y de una ingeniosa interpretación del «nivel» de distintos programas de armamento, Washington amplió un programa de apoyo militar a Taiwan cuya duración y esencia al parecer Pekín no había previsto.

Evidentemente, la Ley de Relaciones con Taiwan compromete al presidente; es algo que nunca han reconocido los dirigentes chinos, quienes no aceptan la premisa de que la legislación estadounidense pueda crear una obligación respecto a la venta de armas a Taiwan o condicionar el reconocimiento diplomático de Estados Unidos a la resolución pacífica en la cuestión de Taiwan. Sería peligroso equiparar la aquiescencia a la circunstancia con el acuerdo de cara a un futuro indefinido. El hecho de que se haya aceptado durante una serie de años un modelo de actuación no evita sus riesgos a largo plazo, como lo demuestra la reacción virulenta de Pekín respecto a la venta de armamento en la primavera de 2010.

La política sobre China y Taiwan del primer mandato de la administración de Reagan fue, por tanto, un estudio de unas contradicciones prácticamente incomprensibles: entre personalidades enfrentadas, objetivos políticos contrapuestos, garantías contradictorias a Pekín y Taipei e imperativos morales y estratégicos inconmensurables. Reagan daba la sensación de apoyarlo todo al mismo tiempo, y todo por cuestión de una profunda convicción.

A los ojos del erudito o del analista político internacional, la primera aproximación de la administración de Reagan a la República Popular y a Taiwan quebrantaba hasta la última norma fundamental de coherencia política. Pero como ocurrió con otras muchas políticas controvertidas y poco convencionales de su mandato, funcionó satisfactoriamente en las décadas siguientes.

Lo más destacable de la presidencia de Reagan fue su capacidad de suavizar la controversia afirmando a la vez sus propias convicciones básicamente inalterables. Fueran cuales fuesen las discrepancias, Reagan nunca las convirtió en confrontaciones personales; tampoco transformó sus firmes convicciones ideológicas en campañas que traspasaran los límites de las palabras. Se encontraba, pues, en una posición ideal para salvar los abismos ideológicos partiendo del sentido práctico e incluso de la buena voluntad, como había de demostrar la importante serie de negociaciones que llevaron a cabo Reagan y su siguiente secretario de Estado, George Shultz, con sus homólogos soviéticos Mijaíl Gorbachov y Eduard Shevardnadze sobre limitaciones en armamento nuclear. Respecto a China, sus dirigentes comprendieron que Reagan había ido tan lejos como le permitían sus convicciones y hasta el límite de lo que podía lograr en el contexto político estadounidense. Y el riguroso análisis de Pekín sobre el contexto internacional le persuadió de que Estados Unidos era aún esencial como contrapeso a la Unión Soviética. Con Reagan controlando una parte significativa del poder militar, los líderes chinos se decantaron por aceptar, o al menos tomar en consideración, algunas de sus posiciones más desafiantes.

Las aparentes contradicciones establecieron por fin dos pasos: lo que tendría que resolverse inmediatamente y lo que podría dejarse para el futuro. Por lo visto, Deng comprendió que el comunicado establecía una dirección general. Podía abordarse en cuanto la situación hubiera cambiado el contexto que se lo impedía en los comienzos de la administración de Reagan.

Cuando Shultz llegó al Departamento de Estado en 1982, a pesar de las incómodas conversaciones y de los sentimientos heridos, Estados Unidos, la República Popular y Taiwan llegaron a la década de 1980 habiendo satisfecho en general sus intereses básicos. Pekín tuvo una decepción al comprobar la interpretación del comunicado que hacía Washington; sin embargo, en líneas generales, la República Popular contó con diez años más de ayuda estadounidense mientras desarrollaba su poder económico y militar y su capacidad para ejercer un papel independiente en los asuntos mundiales. Washington consiguió seguir con sus relaciones amistosas con los dos lados del estrecho de Taiwan y colaborar con China en cuestiones básicas antisoviéticas, como la de compartir información y el apoyo a la insurgencia afgana. Taiwan se situó en una buena posición para negociar con Pekín. Cuando por fin las aguas volvieron a su cauce, el presidente más claramente anticomunista y protaiwanés desde Nixon consiguió establecer una relación de «normalidad» con la República Popular de China sin que se produjera ninguna crisis importante.

CHINA Y LAS SUPERPOTENCIAS: EL NUEVO EQUILIBRIO

El auténtico drama de la década de 1980 no se produjo en las relaciones entre Washington y Pekín, sino en la de cada uno de estos países con Moscú, y su desencadenante fue una serie de cambios significativos en el panorama estratégico.

A la hora de valorar las políticas de China, en general puede excluirse un punto: los dirigentes chinos pasaron por alto una serie de hechos comprobables. Así, cuando China siguió con su lenguaje ambiguo y su interpretación flexible de la cláusula sobre Taiwan del tercer comunicado, lo hizo a buen seguro con la idea de que la colaboración con Estados Unidos iba a satisfacer sus otros objetivos nacionales.

Cuando Ronald Reagan asumió el cargo la ofensiva estratégica iniciada por la Unión Soviética a finales de la década de 1970 aún no había llegado a buen puerto. Durante los años que siguieron al fracaso estadounidense en Indochina, la Unión Soviética y sus aliados habían emprendido una serie de avances sin precedentes (y, prácticamente indiscriminados) en los países en vías de desarrollo: en Angola, Etiopía, Afganistán e Indochina. De todas formas, el acercamiento entre Estados Unidos y China había levantado un importante baluarte contra la expansión. En realidad tomaba cuerpo la línea horizontal que había previsto Mao, impulsada por las convicciones de Deng y su círculo y por la hábil colaboración de las autoridades estadounidenses y de ambos partidos.

Pero a mediados de la década de 1980, la Unión Soviética tuvo que enfrentarse a una defensa coordinada —y, en muchos casos, a una resistencia activa— en casi todas sus fronteras. En Estados Unidos, Europa occidental y Asia oriental se creó una amplia coalición contra la Unión Soviética en la que participaron prácticamente todos los países industrializados. En el mundo en desarrollo, los únicos aliados con los que seguía contando la Unión Soviética eran los satélites del este de Europa en los que tenía tropas estacionadas. Mientras tanto, el mundo en desarrollo se mostraba escéptico ante las ventajas de la «liberación» popular por medio de las armas soviéticas y cubanas. En África, Asia y América Latina, las iniciativas expansionistas soviéticas se traducían en costosos estancamientos y en fracasos que no llevaban más que al desprestigio. En Afganistán, la Unión Soviética vivió muchas de las vicisitudes que había sufrido Estados Unidos en Vietnam, en este caso, con el apoyo y la coordinación de Estados Unidos, China, los países del Golfo y Pakistán, que financiaron y prepararon a la resistencia armada. En el propio Vietnam, el intento de Moscú de llevar a Indochina unida bajo la batuta de Hanoi a la órbita soviética se encontró con un contundente rechazo por parte de China, facilitado por la cooperación estadounidense. Pekín y Washington —como explicó tan gráficamente Deng a Carter— «cortaban» los dedos de los soviéticos. Al mismo tiempo, el desarrollo estratégico estadounidense, en concreto la iniciativa de defensa estratégica propuesta por Reagan, planteó un desafío tecnológico que la economía soviética, estancada y sobrecargada —que aguantaba una carga defensiva tres veces superior a la de Estados Unidos como porcentaje del PIB respectivo de cada país—, no podía ni pensar en abordar.7

En este momento álgido de la colaboración chino-estadounidense, la Casa Blanca de Reagan y los altos mandos chinos hacían aproximadamente la misma valoración de la debilidad soviética, si bien sacaban conclusiones bastante distintas sobre las implicaciones políticas de la nueva situación. Reagan y sus principales colaboradores consideraban que la desorganización soviética constituía una oportunidad para pasar a la ofensiva. Al contar con una importante estructura militar, secundada por una nueva fuerza ideológica, buscaron presionar financiera y geopolíticamente a la Unión Soviética y lanzarse a la victoria en la guerra fría.

Los líderes chinos, con una idea similar de la debilidad soviética, sacaron una conclusión opuesta: vieron la situación como una invitación al reajuste del equilibrio mundial. A partir de 1969, habían virado hacia Washington con el objetivo de mejorar su precaria situación geopolítica; no tenían interés alguno en el triunfo mundial de los valores estadounidenses y de la democracia liberal occidental que Reagan presentaba como su meta definitiva. Tras haber «tocado el trasero del tigre» en Vietnam, Pekín concluyó que había resistido la peor amenaza soviética. Había llegado el momento de recuperar más capacidad de maniobra.

Durante la década de 1980, por consiguiente, se evaporó la euforia de la apertura original; se estaban superando los problemas que habían imperado en el pasado reciente de la guerra fría. Las relaciones entre chinos y estadounidenses se habían adaptado a aquella especie de interacción entre las principales potencias que era más o menos rutinaria, con menos altibajos. El principio de la decadencia del poder soviético ejerció una función, si bien los actores principales tanto de la parte estadounidense como de la china se habían habituado tanto a las pautas de la guerra fría que les costó un tiempo identificarla. La poca respuesta de la Unión Soviética a la invasión china de Vietnam marcó el comienzo de la citada decadencia soviética, fenómeno gradual en un principio que fue acelerándose luego. Las tres transiciones que vivió Moscú —de Leonid Brézhnev a Yuri Andrópov en 1982, de Andrópov a Konstantín Chernenko en 1984 y de Chernenko a Mijaíl Gorbachov en 1985— significaron como mínimo que la Unión Soviética iba a inquietarse por sus crisis internas. El rearme estadounidense, iniciado en la era de Carter y acelerado en la de Reagan, alteró poco a poco el equilibrio de poder y obligó a la Unión Soviética a prepararse para intervenir en su periferia.

Se dio la vuelta a la mayor parte de victorias soviéticas de la década de 1970, aunque muchas retiradas no se hicieron efectivas hasta la época de la administración de George H.W. Bush. La ocupación vietnamita de Camboya finalizó en 1990, en 1993 se celebraron elecciones y los refugiados se prepararon para volver a su país; en 1991, las tropas cubanas se retiraron de Angola; también en 1991 se vino abajo el gobierno etíope respaldado por los comunistas; en 1990, los sandinistas nicaragüenses tuvieron que aceptar unas elecciones libres, un riesgo para el que nunca se había preparado un partido comunista que no estaba en el poder; aunque tal vez lo más importante fue la retirada del ejército soviético de Afganistán en 1989.

Las retiradas soviéticas proporcionaron a la diplomacia china un nuevo margen de maniobra. Los dirigentes de Pekín ya no hablaban tanto de contención militar y empezaban a explorar las posibilidades de una nueva diplomacia con Moscú. Siguieron enumerando tres condiciones para la mejora de las relaciones con los soviéticos: evacuación de Camboya; finalización de las concentraciones de tropas soviéticas en Siberia y Mongolia, a lo largo de la frontera septentrional china; y evacuación de Afganistán. Estas demandas estaban en proceso de satisfacerse en buena medida gracias a los cambios en el equilibrio de poder que convertían en insostenibles las posiciones avanzadas de los soviéticos y en inevitables las decisiones de retirada. Estados Unidos tuvo garantías de que China no estaba preparada para acercarse a Moscú: los chinos demostraron que dos bandos podían ejercer una diplomacia triangular. En todo caso, las garantías tenían un doble objetivo: afirmaban que se seguía con la estrategia establecida de evitar la expansión soviética, pero servían también para proporcionar a China cada vez más opciones ante Estados Unidos.

China no tardó en poner en práctica a escala mundial sus nuevas opciones. En una conversación que tuve con Deng en septiembre de 1987 recurrió al nuevo método de análisis respecto a la guerra de Irán contra Irak, ya en su quinto año. Estados Unidos apoyaba a Irak, al menos lo suficiente para evitar que el régimen revolucionario de Teherán lo derrotara. Deng mantenía que a China le hacía falta «margen» para adoptar una «postura más flexible» respecto a Irán, a fin de poder desempeñar un papel más importante en la diplomacia para acabar con la guerra.

Deng había defendido la idea de la línea horizontal de Mao durante la confrontación con la Unión Soviética. En aquellos momentos volvía al planteamiento de los tres mundos, en el que China se mantenía al margen de la competición entre las superpotencias y en el que la opción de una política exterior independiente iba a permitirle seguir sus preferencias en los tres círculos: el de las superpotencias, el de los países desarrollados y el Tercer Mundo.

Hu Yaobang, protegido de Deng y secretario del Partido, destacó la idea dominante en política exterior china en el XII Congreso Nacional del Partido Comunista en septiembre de 1982. Su principal disposición fue la vuelta al «China ha plantado cara» de Mao: «China nunca se une a una gran potencia, ni a un grupo de potencias y jamás cede ante la presión de cualquiera de estas».8 Hu empezó con una perspectiva general en la que hizo a grandes rasgos una valoración crítica de las políticas exteriores estadounidense y soviética y una relación de peticiones de actuación, mediante las cuales cada potencia pudiera demostrar su buena fe. El fracaso a la hora de resolver la cuestión de Taiwan indicaba que «una nube se había instalado en las relaciones» entre China y Estados Unidos. Las relaciones solo seguirían un curso correcto si Estados Unidos dejaba de inmiscuirse en lo que China consideraba asuntos puramente internos. Mientras tanto, Hu comentó con arrogancia: «Cabe observar que los dirigentes soviéticos han expresado en más de una ocasión el deseo de mejorar las relaciones con China. Pero lo importante son las obras y no las palabras».9

China, por su parte, reforzaba su posición en el Tercer Mundo, manteniéndose al margen y, hasta cierto punto, en contra de las dos superpotencias: «Las principales fuerzas que hacen peligrar hoy en día la coexistencia pacífica entre los países son el imperialismo, la hegemonía y el colonialismo. [...] Los pueblos del mundo tienen la importante tarea de oponerse a la hegemonía y defender la paz mundial».10

En efecto, China reivindicaba una talla moral única como la potencia «neutral» de mayor envergadura y se situaba por encima de las disputas entre las superpotencias:

Siempre nos hemos opuesto con firmeza a la carrera armamentística entre las superpotencias, hemos defendido la prohibición del uso de armas nucleares y su completa destrucción y exigido que las superpotencias sean las primeras en reducir drásticamente los arsenales nucleares y convencionales. [...]

China considera como un deber internacional sagrado la lucha decidida, junto con los demás países del Tercer Mundo, contra el imperialismo, la hegemonía y el colonialismo.¹¹

Aquella era la política exterior china tradicional que se presentaba en un congreso del Partido Comunista: autonomía, distancia moral y superioridad, junto con el compromiso de mantener a raya las aspiraciones de las superpotencias.

Un informe de 1984 del Departamento de Estado enviado al presidente Reagan explicaba la postura de China.

por una parte, de apoyo al despliegue militar [estadounidense] contra el expansionismo soviético y, por otra, de ataque a la rivalidad entre las superpotencias como principal causa de la tensión mundial. Así pues, China puede seguir con sus intereses estratégicos en convergencia con Estados Unidos y al mismo tiempo fortalecer sus relaciones con lo que se perfila como un bloque en alza del Tercer Mundo.¹²

Un informe de 1985 de la CIA decía que China «maniobraba en el triángulo», estableciendo unos vínculos más estrechos con la Unión Soviética a través de una serie de reuniones de alto nivel y de intercambios entre partidos comunistas de nivel y frecuencia protocolarias que no se habían producido desde la ruptura entre chinos y soviéticos. El análisis precisaba que los dirigentes chinos volvían a referirse a sus homólogos soviéticos llamándolos «camaradas» y que calificaban de «socialista» (en oposición a «revisionista») a la Unión Soviética. Los altos mandos chinos y soviéticos celebraban importantes consultas sobre control armamentístico —algo impensable durante los veinte años anteriores— y durante una visita de una semana que efectuó el viceprimer ministro Yao Yilin a Moscú, las dos partes firmaron un acuerdo ejemplar sobre comercio bilateral y cooperación económica.¹³

La idea de los círculos superpuestos era más o menos lo que Mao había ido avanzando hacia el final de su vida. Pero las consecuencias prácticas tenían sus limitaciones. El Tercer Mundo en sí se definía en contraposición a las dos superpotencias. De haberse inclinado definitivamente hacia uno u otro lado, aunque fuera admitiendo en sus filas a una de ellas, habría perdido su situación. A instancias prácticas, China se estaba convirtiendo en una superpotencia, y actuaba como tal ya entonces, cuando sus reformas estaban aún en sus comienzos. En definitiva, el Tercer Mundo solo podía ejercer una influencia importante si se unía a él una de las superpotencias, lo que, por otro lado, habría llevado al fin de la tipificación como Tercer Mundo. Mientras la Unión Soviética fuera una superpotencia nuclear y las relaciones con esta siguieran siendo precarias, China no tenía incentivos para apartarse de Estados Unidos. (Tras el hundimiento de la Unión Soviética, solo quedaban dos círculos y la cuestión que se planteaba era si China pasaría al lugar que había abandonado la Unión Soviética como contendiente, o bien optaría por la colaboración con Estados Unidos.) La relación chino-estadounidense de la década de 1980 fue, en definitiva, una transición entre el modelo de la guerra fría y un orden internacional mundial que presentaba nuevos retos a la sociedad creada entre chinos y estadounidenses. Todo ello dando por supuesto que la Unión Soviética seguía constituyendo la principal amenaza para la seguridad.

El responsable de la apertura hacia China, Richard Nixon, veía el mundo de la misma forma. En un informe al presidente Reagan después de una visita privada a China a finales de 1982, Nixon escribió:

Considero que es de gran interés para nosotros animar a China para que desempeñe una función más importante en el Tercer Mundo. Cuantos más éxitos cosechen, menos cosechará la Unión Soviética. [...]

Lo que nos unió en principio en 1972 fue la preocupación común por el peligro de la agresión soviética. Dado que la amenaza es mucho mayor hoy que en 1972, el principal punto que ha de acercarnos de nuevo en los próximos diez años probablemente será nuestra interdependencia económica.14

Nixon siguió insistiendo en que, en los diez años siguientes, Estados Unidos, sus aliados occidentales y Japón deberían trabajar conjuntamente para acelerar el desarrollo económico de China. Tenía en la cabeza el nacimiento de un nuevo orden internacional basado esencialmente en la utilización de la influencia de China para convertir el Tercer Mundo en una coalición antisoviética. Pero ni siquiera la clarividencia de Nixon abarcaba un mundo en el que la Unión Soviética había fracasado, donde, en una generación, China iba a situarse en una posición en la que gran parte de la salud económica del mundo dependería de sus resultados económicos. O bien un mundo en que se planteara la cuestión de si el ascenso de China llevaría de nuevo a las relaciones internacionales bipolares.

George Shultz, el temible secretario de Estado de Reagan y economista muy preparado, ideó otra concepción estadounidense de los círculos concéntricos, que situaba las relaciones chino-estadounidenses en un contexto más allá del conflicto entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Shultz defendía que el énfasis desmesurado sobre China como pieza indispensable para abordar la amenaza soviética ofrecía a los chinos una excesiva ventaja para la negociación.15 Las relaciones debían partir de la base de la estricta reciprocidad. En este contexto diplomático, China ejercería su función por sus propias razones nacionales. La buena voluntad de los chinos nacería de los proyectos en común con intereses conjuntos. El objetivo de la política china tendría que ser la cristalización de estos intereses comunes. Al mismo tiempo, Estados Unidos se propondría relanzar su alianza con Japón —país al que Mao, unos años antes, había pretendido que las autoridades estadounidenses «dedicaran más tiempo»—, una democracia cercana, y en aquellos momentos, tras décadas de crecimiento rápido después de la Segunda Guerra Mundial, un importante actor en el campo económico. (Unas cuantas décadas de malestar económico habían encubierto que la capacidad económica de Japón en la década de 1980 no solo superaba con creces la de China, sino que muchos analistas consideraban que se encontraba al borde de sobrepasar la de Estados Unidos.) Esta relación tuvo una nueva base de apoyo en el compañerismo personal que nació entre Reagan y el primer ministro japonés, Yasuhiro Nakasone, o, como se popularizó en los medios de comunicación, «la hora de Ron y Yasu».

Tanto Estados Unidos como China se iban apartando poco a poco de la alineación anterior, en la que se consideraban socios estratégicos enfrentados a una amenaza existencial común. Cuando empezó a desvanecerse la amenaza soviética, China y Estados Unidos pasaron a ser en efecto socios de conveniencia en cuestiones puntuales en las que sus intereses coincidían.

Durante el período de Reagan no surgieron nuevas tensiones claras y las que procedían de otra época, como el tema de Taiwan, se gestionaron sin dramatismos. Reagan hizo alarde de su característica vitalidad en la visita de Estado que hizo a China, durante la que pronunció incluso frases sacadas de la poesía clásica china y del antiguo manual de adivinación, el I Ching o Libro de las mutaciones, para describir la relación de colaboración entre estadounidenses y chinos. Después de aprender más chino mandarín que cualquiera de sus predecesores, Reagan incluso fue capaz de atreverse con las expresiones idiomáticas chinas, tong li he zuo («unir las fuerzas, trabajar conjuntamente») y hu jing hu hui («respeto mutuo, beneficio mutuo»), para describir la relación entre Estados Unidos y China.16 De todas formas, Reagan nunca alimentó con sus homólogos chinos las estrechas relaciones que mantuvo con Nakasone —en realidad, ningún presidente de Estados Unidos lo hizo con sus colegas chinos—, y en sus visitas no tuvo importantes asuntos que resolver, por lo que se limitó a revisar la situación mundial. En una ocasión en la que Reagan criticó a una determinada «gran potencia» sin pronunciar su nombre por acumular tropas en las fronteras chinas y amenazar a sus vecinos, los medios de comunicación chinos omitieron esta parte del discurso.

Hacia el fin de la época de Reagan, Asia vivió la situación más tranquila de su historia en décadas. Medio siglo de guerra y de revolución en China, Japón, Corea, Indochina y el sudeste marítimo del continente había dado paso a un sistema de estados asiáticos que seguían básicamente la configuración del Tratado de Westfalia, es decir, el modelo de estados que nació en Europa después de la guerra de los Treinta Años, en 1648. Dejando a un lado las periódicas provocaciones de la empobrecida y aislada Corea del Norte y la insurgencia contra la ocupación soviética en Afganistán, Asia era por aquel entonces un mundo formado por estados discretos con gobiernos soberanos, fronteras reconocidas y un acuerdo tácito prácticamente universal de reprimir toda injerencia en la política interior ajena y en las alineaciones ideológicas. Había terminado el proyecto de exportar la revolución comunista, adoptado con determinación por chinos, norcoreanos y norvietnamitas. Se había conservado un equilibrio entre los distintos centros de poder, por un lado debido al agotamiento de las partes y, por otro, a los esfuerzos de Estados Unidos (y, posteriormente, de China) por conseguir que los contendientes dieran marcha atrás. En este contexto empezaba a echar raíces una nueva era de reforma y prosperidad económica en Asia, que en el siglo XXI podía conseguir que la región recuperara su papel histórico: convertirse de nuevo en el continente más productivo y próspero.

EL PROGRAMA DE REFORMA DE DENG

Lo que Deng denominó «reforma y apertura» no fue solo un empeño económico, sino también espiritual. Implicó, en primer lugar, la estabilización de una sociedad a punto de derrumbarse y, posteriormente, la búsqueda de la fuerza interna para avanzar con nuevos métodos, de los que no existían precedentes ni en el comunismo ni en la historia de China.

Deng heredó una situación económica casi desesperada. La estructura agrícola colectivizada del país no podía satisfacer siquiera las necesidades de su elevado número de habitantes. El consumo de alimentos per cápita era más o menos el mismo de la primera época de Mao. Un dirigente chino había admitido que cien millones de campesinos chinos —cifra equivalente a cerca de la mitad de los habitantes de Estados Unidos en 1980— no contaban con alimento suficiente.17 El cierre del sistema educativo durante la Revolución Cultural había tenido unas consecuencias desastrosas. En 1982, un 34 por ciento de los trabajadores chinos habían recibido solo educación primaria y un 28 por ciento se consideraban «analfabetos o semianalfabetos»; tan solo un 0,87 por ciento de la fuerza de trabajo china poseía formación universitaria.18 Deng había propuesto un período de rápido crecimiento económico; se encontraba, sin embargo, con la ingente tarea de transformar una población inculta, aislada y en general empobrecida en mano de obra capaz de asumir un papel productivo y competitivo en la economía mundial y resistir las tensiones ocasionales.

El reto acababa de redondearse con los medios tradicionales con los que contaban quienes emprendían la reforma. El esfuerzo de modernización de China en el que insistía Deng con el objetivo de abrir el país al mundo exterior era parecido al que había llevado al fracaso a los reformadores en su primer intento durante la segunda mitad del siglo XIX. En aquella época, el obstáculo era la poca disposición a abandonar un sistema de vida que los chinos asociaban a lo que definía la identidad específica de su país. En aquellos momentos, la dificultad estribaba en dar la vuelta a las prácticas con las que habían funcionado todas las sociedades comunistas y mantener al mismo tiempo los principios filosóficos en los que se había basado la cohesión de la sociedad desde la época de Mao.

A principios de la década de 1980, la planificación central seguía siendo el modus operandi de todas las sociedades comunistas. Sus fallos estaban claros, pero las soluciones se habían demostrado escurridizas. En un estadio avanzado, los incentivos del comunismo eran contraproductivos, retribuían el estancamiento y desincentivaban la iniciativa. En una economía planificada centralmente, los bienes y servicios se asignan por decisión burocrática. En un período de tiempo, los precios establecidos por decreto de la administración pierden su relación con los costes. El sistema de fijación de precios se convierte en un medio de arrancar recursos a la población y establecer prioridades políticas. A medida que disminuye el terror por medio del que se estableció la autoridad, los precios se convierten en subvenciones que se transforman en un sistema de ganar apoyo público para el Partido Comunista.

El comunismo reformado fue incapaz de acabar con las leyes de la economía. Alguien tenía que pagar los costes reales. La planificación central y los precios subvencionados tuvieron como nefasta consecuencia un mantenimiento deficiente, la falta de innovación y el sobreempleo, es decir, el estancamiento y la caída de la renta per cápita.

La planificación central, por otra parte, proporcionaba pocos incentivos que pudieran poner el acento en la calidad o en la innovación. La calidad no se tenía en cuenta, puesto que todo lo que producía un encargado iba a pasar a manos de un ministerio importante. Y la innovación en realidad se desincentivaba por temor a que desbaratara toda la estructura de planificación.

A falta de mercados que equilibraran las prioridades, quien planificaba se veía obligado a imponer criterios más o menos arbitrarios. Así pues, los bienes de consumo deseados no se producían, y los que se producían no interesaban a nadie.

Y lo más importante: el Estado planificado centralmente, en lugar de crear una sociedad sin clases, acababa consagrando la estratificación de clases. Cuando los bienes de consumo se asignaban en lugar de venderse, las recompensas reales se convertían en gratificaciones del cargo: economatos especiales, hospitales, oportunidades educativas para los cuadros.

La enorme discreción en manos de los funcionarios tenía que llevar inevitablemente a la corrupción. Los puestos de trabajo, la educación y la mayor parte de las gratificaciones dependían de algún tipo de relación personal. He aquí una de las ironías de la historia: el comunismo, anunciado como el camino que conducía a la sociedad sin clases, tendía a crear una clase privilegiada de proporciones feudales. Resultó imposible llevar una economía moderna con una planificación central, pero el caso es que un Estado comunista nunca ha funcionado sin planificación central.

La reforma y la apertura de Deng estaban pensadas para superar este estancamiento inherente. Él y su equipo entraron en la economía de mercado, descentralizaron la toma de decisiones y abrieron el país al mundo exterior: unos cambios sin precedentes. Basaron su revolución en la liberación del talento del pueblo chino, al que la guerra, el dogma ideológico y las graves restricciones en la inversión privada habían limitado la vitalidad económica natural y el espíritu emprendedor.

Deng contó con dos colaboradores importantes en las reformas —Hu Yaobang y Zhao Ziyang—, si bien el último los abandonó cuando intentaban proseguir con los principios de reforma económica en el terreno político.

Ir a la siguiente página

Report Page