China

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Henry Kissinger

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A lo largo de las décadas se había producido un cambio gradual. Deng había pasado a definir de nuevo los criterios de la buena gobernanza en términos de bienestar y desarrollo del pueblo llano. Esta entrega al desarrollo rápido incluía una considerable dosis de nacionalismo, a pesar de que ello conllevara adoptar métodos extendidos en el antes denostado mundo capitalista. Como comentó más tarde un hijo de Deng a David Lampton, erudito estadounidense, jefe del Comité Nacional de Relaciones entre Estados Unidos y China:

A mediados de la década de 1970, mi padre observaba la periferia de China; las economías del pequeño dragón [Singapur, Hong Kong, Taiwan y Corea del Sur] experimentaban un crecimiento de entre un 8 y un 10 por ciento anual e iban bastante por delante de China en el ámbito tecnológico. Si había que superarlas y recuperar el puesto que les correspondía en la región, y en definitiva en el mundo, China tendría que crecer con más rapidez que ellas.8

Con esta perspectiva en mente, Deng defendía una serie de principios económicos y sociales como parte de su programa de reforma. No obstante, lo que él denominaba democracia socialista distaba mucho de la democracia pluralista. Seguía convencido de que, en China, los principios políticos occidentales llevarían al caos y serían un estorbo para el desarrollo.

De todas formas, a pesar de que se declarara partidario de la necesidad de un gobierno autoritario, creyó que su última misión era la de traspasar el poder a otra generación que, si triunfaba su plan de desarrollo, crearía su propio orden político. Deng esperaba que el triunfo en su programa de reforma eliminara el incentivo de la evolución democrática. Pero tenía que haber comprendido que el cambio que estaba consiguiendo entrañaría unas consecuencias políticas de unas dimensiones que aún eran imprevisibles. Y estos son los desafíos a los que se enfrentan actualmente sus sucesores.

Para el futuro inmediato, en 1992 Deng estableció unos objetivos relativamente modestos:

Seguiremos adelante por la vía del socialismo al estilo chino. El capitalismo se ha desarrollado durante unos cuantos siglos. ¿Cuánto tiempo llevamos nosotros construyendo el socialismo? Por otra parte, desperdiciamos veinte años. Si conseguimos que, al cabo de cien años de la fundación de la República Popular, China sea un país moderadamente desarrollado, habremos logrado algo extraordinario.9

Esto tendría que ocurrir en 2049. En realidad, en una sola generación, China ha avanzado mucho más.

Más de diez años después de la muerte de Mao, aparecía de nuevo su perspectiva de la revolución permanente. Era, en todo caso, otro tipo de revolución permanente: se basaba en la iniciativa personal y no en la exaltación ideológica; en la relación con el mundo exterior y no en la autarquía. Y tenía que cambiar el país de una forma tan radical como había pensado el Gran Timonel, aunque en la dirección contraria de la que él había concebido. Precisamente por ello, al concluir la gira meridional, Deng esbozó su esperanza de la llegada de una nueva generación de dirigentes con sus propios puntos de vista innovadores. La actual dirección del Partido Comunista, dijo, era demasiado vieja. Pasados los sesenta, valían más para la conversación que para la toma de decisiones. La gente de su edad tenía que hacerse a un lado: una dolorosa confesión para un activista de siempre.

Insistí en retirarme porque en la vejez no quería cometer errores. La gente mayor tiene fuerza, pero también importantes debilidades —tienden, por ejemplo, a mostrarse tercos—, y deberían ser conscientes de ello. Cuanto mayor es una persona, más modestia tiene que demostrar y más cuidadosa debe ser para no equivocarse en sus últimos años. Tendríamos que seguir seleccionando camaradas jóvenes para su promoción y echar una mano en su formación. No confiemos solo en los mayores. [...] Cuando lleguen a la madurez podremos descansar tranquilamente. Ahora mismo aún tenemos nuestras preocupaciones.10

Por más frías que fueran las fórmulas de Deng, encerraban la melancolía de la vejez, la consciencia de que no llegaría a disfrutar de lo que defendía y planificaba. Había visto —y, en ocasiones, generado— tanta convulsión que necesitaba que su legado trajera un período de estabilidad. Por mucha seguridad que demostrara, le hacía falta una nueva generación para poder, como decía él, «dormir tranquilo».

La gira meridional fue el último servicio público de Deng. Correspondió a Jiang Zemin y a sus colaboradores la puesta en marcha de estos principios. Entonces, Deng se retiró y cada día costó más acceder a él. Murió en 1997, cuando Jiang había consolidado ya su puesto. Con la ayuda del extraordinario primer ministro Zhu Rongji, Jiang se ocupó del legado de la gira meridional de Deng con tanta habilidad que, cuando acabó el mandato en 2002, el debate ya no se planteaba sobre si aquel era el camino correcto, sino más bien sobre el impacto de una China emergente y dinámica en el orden y la economía mundiales.

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Los altibajos en el camino hacia otra reconciliación

La era Jiang Zemin

Después de Tiananmen, las relaciones chino-estadounidenses volvieron prácticamente a su punto de partida. En 1971-1972, Estados Unidos quiso acercarse a China; luego, en las fases finales de la Revolución Cultural, se convenció de que la relación con este país era básica para el establecimiento de un orden internacional pacífico y superó las reservas sobre el gobierno radical chino. Llegó el momento en que Estados Unidos había impuesto sanciones a China y en el que el disidente Fang Lizhi se había refugiado en la embajada estadounidense de Pekín. En todo el mundo se estaban imponiendo las instituciones democráticas liberales y la reforma de la estructura interior china se convirtió en un destacado objetivo político para Estados Unidos.

Conocí a Jiang Zemin en su cargo de alcalde de Shanghai. No habría imaginado que aquel hombre pudiera convertirse un el líder capaz de llevar a su país —como en realidad hizo— de la catástrofe a la deslumbrante explosión de energía y creatividad que marcó el ascenso de China. Aunque en un principio vaciló, Jiang controló uno de los mayores aumentos del PIB per cápita de la historia de la humanidad, culminó la vuelta de Hong Kong, reconstituyó las relaciones de China con Estados Unidos y con el resto del mundo y lanzó a su país hacia la vía correcta para convertirse en el motor de la economía mundial.

Poco después del ascenso de Jiang, en noviembre de 1989, Deng intentó por todos los medios transmitirme la gran estima en que tenía al nuevo secretario general:

DENG: Ha conocido al secretario general Jiang Zemin y en el futuro tendrá otras ocasiones de verlo. Es una persona con ideas propias y de una gran valía.

KISSINGER: Realmente me ha impresionado.

DENG: Es un auténtico intelectual.

Pocos observadores extranjeros habían imaginado que Jiang triunfaría. Como secretario del Partido en Shanghai, había recibido merecidos elogios por su comedimiento en la resolución de las protestas en la ciudad: al principio de la crisis mandó cerrar un influyente periódico liberal, pero se negó a imponer la ley marcial y consiguió apaciguar las manifestaciones de su ciudad sin derramamiento de sangre. Como secretario general, no obstante, se le consideraba una figura de transición, podía decirse que un candidato de compromiso a medio camino entre los relativamente liberales (entre los que se encontraba Li Ruihuan, ideólogo del Partido) y el grupo conservador (como Li Peng, el primer ministro). No contaba con una clara base de poder propia y, a diferencia de sus predecesores, no irradiaba autoridad. Por otra parte, era el primer líder comunista chino sin credenciales revolucionarias o militares. Su autoridad, al igual que las de sus sucesores, procedía de los resultados burocráticos y económicos. No estaba en mayoría y le hizo falta el consenso en el Politburó. No llegó a establecer, por ejemplo, su dominio en política exterior hasta 1997, ocho años después de haberse convertido en secretario general.¹

Los anteriores dirigentes del Partido se habían comportado con aquella distancia característica de una élite que mezclaba el nuevo materialismo marxista con vestigios de la tradición confuciana china. Jiang estableció otro modelo. A diferencia de Mao, el rey filósofo, de Zhou, el mandarín, o de Deng, el aguerrido guardián de los intereses nacionales, Jiang se comportaba más como un afable miembro de la familia. Era una persona afectuosa y poco amante de la ceremonia. Mao se relacionaba con sus interlocutores desde las alturas del Olimpo, como si se tratara de universitarios ante un examen sobre la idoneidad de sus percepciones filosóficas. Zhou llevaba las conversaciones con la naturalidad, la gracia y la sublime inteligencia del sabio confuciano. Deng tomaba el atajo en las discusiones para pasar a los aspectos prácticos y consideraba las digresiones como una pérdida de tiempo.

Jiang no reivindicaba la preeminencia filosófica. Era un hombre que sonreía, reía, contaba anécdotas y tocaba a sus interlocutores para establecer con ellos un vínculo. Se enorgullecía, a veces de forma desbordante, de su capacidad de expresarse en otras lenguas y de sus conocimientos sobre música occidental. Con las visitas de fuera, tenía por costumbre introducir alguna expresión inglesa, rusa o incluso rumana para dar más énfasis a algún punto, y pasaba sin avisar de un amplio abanico de frases clásicas chinas a coloquialismos ingleses, como el de It takes two to tango («Dos no se pelean si uno no quiere»). Cuando la ocasión se lo permitía, interrumpía alguna reunión social —y, a veces, incluso oficial— lanzándose a cantar, ya fuera con la idea de desviar la atención de un punto conflictivo o de reforzar el compañerismo.

Las conversaciones entre los dirigentes chinos y las visitas extranjeras suelen celebrarse en presencia de un séquito formado por asesores y secretarios que no se manifiestan y en contadas ocasiones pasan notas a sus superiores. No así Jiang, que solía convertir a su camarilla en un coro griego; podía empezar un razonamiento y pasarlo a uno de los asesores para que lo concluyera, de una forma tan espontánea que a uno le daba la sensación de que trataba con un equipo cuyo capitán era Jiang. Había leído mucho, tenía una gran cultura y siempre llevaba al interlocutor a una atmósfera de buena voluntad que lo envolvía, al menos en su trato con la gente de fuera. Organizaba el diálogo de forma que los puntos de vista de sus adversarios, e incluso de sus colegas, parecían tener la misma importancia que reclamaba para los suyos. En este sentido, Jiang fue el personaje menos del estilo Reino Medio que conocí entre los dirigentes chinos.

En el momento en que Jiang pasó a las altas esferas del gobierno chino, un informe interno del Departamento de Estado lo definía como un hombre «cortés, lleno de energía y en ocasiones exuberante» y relataba «un incidente de 1987, cuando se levantó en la tribuna de autoridades en los festejos del día Nacional de Shanghai para dirigir una orquesta sinfónica, que interpretó una emotiva versión de la Internacional con acompañamiento de luces intermitentes y nubes de humo».² Durante una visita privada que hizo Nixon a Pekín en 1989, Jiang se levantó sin previo aviso y empezó a recitar el discurso de Gettysburg en inglés.

Pocos precedentes ha habido de este tipo de comportamiento informal entre los líderes chinos o soviéticos. Muchos extranjeros han subestimado a Jiang al confundir su amistoso estilo con falta de seriedad. Y era todo lo contrario. La afabilidad de la que hacía gala Jiang tenía como objetivo establecer cuando le interesaba una línea más clara sobre dónde quería llegar con su interlocutor. Cuando consideraba que estaban implicados los intereses más vitales de su país, mostraba la misma determinación que sus titánicos predecesores.

Jiang era suficientemente cosmopolita para comprender que China tenía que funcionar dentro del sistema internacional y no en la lejanía o el dominio del Reino Medio. Zhou también lo había entendido así, al igual que lo había hecho Deng. Pero Zhou solo podía poner en práctica su idea de forma fragmentada, por la presencia asfixiante de Mao, y Deng se encontró coartado por los hechos de Tiananmen. La afabilidad de Jiang era la expresión del intento serio y calculado de colocar a China en un nuevo orden internacional y restablecer la confianza del extranjero, por un lado para sanar las heridas internas del país y, por otro, para suavizar su imagen internacional. Jiang desarmaba a la crítica con su estilo ocasionalmente deslumbrante y presentaba el rostro positivo de un gobierno que trabajaba para romper el aislamiento internacional y evitar para su sistema el destino de los soviéticos.

En sus objetivos internacionales, Jiang tuvo la suerte de contar con uno de los ministros de Asuntos Exteriores más hábiles que he conocido, con Qian Qichen, y con un jefe de política económica de gran inteligencia y tenacidad, el viceprimer ministro (y, posteriormente, primer ministro) Zhu Rongji. Ambos eran entusiastas defensores de la idea de que las instituciones políticas que imperaban en China eran las que mejor servían a sus intereses. Los dos también consideraban que el desarrollo permanente de China exigía la profundización de sus vínculos con instituciones internacionales y con la economía mundial, donde se incluía el mundo occidental, a menudo insistente en sus críticas sobre la práctica política interior de China. Siguiendo la vía de desafiante optimismo de Jiang, Qian y Zhu iniciaron sus periplos por el extranjero, asistieron a conferencias internacionales, concedieron entrevistas y participaron en diálogos sobre diplomacia y economía, con lo que a veces tuvieron que enfrentarse con determinación y buen humor a un público escéptico y crítico. No a todos los observadores chinos les entusiasmó la idea de comprometerse con un mundo occidental que veían displicente para con su país; y no todos los observadores occidentales aprobaron el esfuerzo de establecer un compromiso con una China que no satisfacía las expectativas políticas occidentales. El arte de gobernar debe juzgarse por la forma de abordar las ambigüedades y no los absolutos. Jiang, Qian, Zhu y sus colaboradores consiguieron que su país saliera del aislamiento y se restablecieran los frágiles vínculos entre China y el mundo occidental, que se mostraba escéptico.

Poco después de su nombramiento en 1989, Jiang me citó para hablar conmigo y me presentó los acontecimientos bajo el prisma de la vuelta a la diplomacia tradicional. No comprendía por qué la reacción china a un desafío interior había provocado la ruptura de relaciones con Estados Unidos. «No existen grandes problemas entre los dos países, a excepción de Taiwan —insistió—. No tenemos litigios fronterizos; en cuanto a la cuestión de Taiwan, el comunicado de Shanghai estableció una buena solución.» China, abundó, nunca había pedido que sus principios se aplicaran fuera del país: «Nosotros no exportamos la revolución. Cada país debe escoger su sistema social. El sistema socialista de China procede de nuestra propia posición histórica».

En todo caso, China seguiría con sus reformas económicas: «Si de nosotros depende, la puerta siempre está abierta. Estamos dispuestos a reaccionar ante cualquier gesto positivo de Estados Unidos. Tenemos muchos intereses en común». La reforma, no obstante, tenía que ser voluntaria; no podía dictarse desde fuera:

La historia china demuestra que una mayor presión lleva siempre a una mayor resistencia. Como estudioso de las ciencias naturales, procuro interpretar las cosas según las leyes de estas. China tiene 1.100 millones de habitantes. Es un país grande y posee un gran ímpetu. No es fácil hacerlo. Como viejo amigo, le hablo con franqueza.

Jiang me transmitió sus reflexiones sobre la crisis de Tiananmen. Según él, el gobierno chino no estaba «preparado mentalmente para aquellos acontecimientos», y el Politburó estuvo dividido desde el principio. En su versión de los hechos, hubo pocos héroes, y no lo fueron ni los líderes estudiantiles, ni el Partido, a quienes describió con pesar como personas poco efectivas y divididas ante un desafío sin precedentes.

Cuando volví a ver a Jiang casi un año después, en septiembre de 1990, la tensión seguía marcando las relaciones con Estados Unidos. Se puso en marcha con gran lentitud el acuerdo global que condicionaba el levantamiento de las sanciones a la liberación de Fang Lizhi. En cierto modo, dada la definición del problema, los desengaños no constituían ninguna sorpresa. Los estadounidenses defensores de los derechos humanos insistían en unos valores que ellos consideraban universales. Los líderes chinos hacían ajustes sobre la base de sus propios intereses. Los activistas de Estados Unidos, en especial algunas ONG (organizaciones no gubernamentales), no consideraban satisfechos sus objetivos con medidas parciales. Para ellos, lo que Pekín veía como concesiones implicaba que los objetivos eran moneda de cambio y, por lo tanto, no eran universales. Los activistas ponían el acento en las metas morales y no en las políticas; los dirigentes se centraban en un proceso político continuo: por encima de todo, en poner punto final a las tensiones del momento y volver a la relación «normal». Esta vuelta a la normalidad era precisamente lo que rechazaban o condicionaban los activistas.

En los últimos tiempos había entrado en el debate político un adjetivo peyorativo que desestimaba la diplomacia tradicional tachándola de «transaccional». Desde esta perspectiva, una relación constructiva a largo plazo con un Estado no democrático es insostenible casi por naturaleza. Quienes abogan por esta vía parten de la premisa de que la paz auténtica y duradera da por supuesta una comunidad de estados democráticos. Esto explica que veinte años más tarde, la administración de Ford y la administración de Clinton no llegaran a un acuerdo sobre la ejecución de la Enmienda Jackson-Vanik en el Congreso, a pesar de que la Unión Soviética y China parecieran dispuestas a hacer concesiones. Los activistas rechazaron los pasos parciales y alegaron que, con persistencia, se lograrían los objetivos finales. Jiang me planteó este tema en 1990. Últimamente, China «había adoptado una serie de medidas» motivadas básicamente por el deseo de mejorar las relaciones con Estados Unidos:

Algunas de estas son cuestiones que atañen únicamente a la política interior china, como el levantamiento de la ley marcial en Pekín y el Tíbet. Seguimos con ello a partir de dos consideraciones: en primer lugar, que dan testimonio de la estabilidad interior china; en segundo lugar, no ocultamos que utilizamos estas medidas para proporcionar una mejor comprensión de las relaciones entre Estados Unidos y China.

Estas iniciativas, según Jiang, no habían tenido una respuesta equivalente. Pekín había cumplido con su parte del acuerdo global propuesto por Deng, pero se había encontrado con un aumento de las exigencias por parte del Congreso.

Los valores democráticos y los derechos humanos constituyen la base de la confianza de Estados Unidos en su sistema. Pero, al igual que todos los valores, poseen un carácter absoluto, algo que pone en tela de juicio los matices a través de los cuales normalmente funciona la política exterior. Cuando la condición básica para el avance en el resto de los campos de la relación es la adopción de los principios de gobierno de Estados Unidos, el bloqueo se hace inevitable. En este punto, las dos partes se ven obligadas a poner en equilibrio las cuestiones de seguridad nacional y los imperativos de sus principios de gobierno. La administración de Clinton, ante el firme rechazo del principio en Pekín, decidió modificar su postura, como veremos más adelante en este capítulo. Entonces, el problema volvió al ajuste de prioridades entre Estados Unidos y su interlocutor, es decir, a la diplomacia tradicional «transaccional». O esto, o el enfrentamiento.

Se trata de una opción que hay que asumir, que no puede evadirse. Respeto a aquellos que están dispuestos a luchar por la defensa de su punto de vista sobre los principios de extender los valores estadounidenses. Ahora bien, la política exterior tiene que definir medios y objetivos, y cuando los medios empleados superan el límite de la tolerancia del marco internacional o de una relación considerada esencial para la seguridad nacional, hay que tomar una decisión. Lo que no se puede hacer es minimizar la naturaleza de la opción. El mejor resultado que podría lograrse en el debate estadounidense sería la combinación de dos enfoques: para los idealistas, el reconocimiento que los principios tienen que ponerse en práctica con el tiempo y, por tanto, deben ajustarse a las circunstancias; y para los «realistas», la aceptación de que los valores poseen su propia realidad y tienen que formar parte integral de las políticas operativas. Un planteamiento de este tipo reconoce el sinfín de matices que existen en cada campo, con los que hay que hacer un esfuerzo para que queden difuminados entre sí. En la práctica, este objetivo a menudo ha quedado desbordado por las pasiones que surgen en la controversia.

Durante la década de 1990, los debates internos estadounidenses tuvieron su réplica en las discusiones con los dirigentes chinos. Cuarenta años después de la victoria del comunismo en su país, los líderes chinos defendían un orden internacional que rechazaba proyectar los valores a través de las fronteras (un principio consagrado de la política comunista), mientras que Estados Unidos insistía en la aplicación universal de sus valores mediante la presión y los incentivos, o, lo que es lo mismo, la intervención en la política interna de otro país. Resulta curioso que el heredero de Mao me diera lecciones sobre la naturaleza de un sistema internacional basado en estados soberanos, sobre el que, en definitiva, yo había escrito hacía unas décadas.

Precisamente, Jiang habló de ello en mi visita de 1990. Él y otros dirigentes chinos siguieron insistiendo en lo que habría sido lo más lógico cinco años antes: que China y Estados Unidos debían trabajar juntos en un nuevo orden internacional, basado en unos principios parecidos a los del sistema tradicional de estados europeos que se aplicaba desde 1648. Es decir, las disposiciones interiores superaban el ámbito de la política exterior. Las relaciones entre estados se regían por principios de interés nacional.

Esta propuesta era exactamente lo que rechazaba la nueva orientación política en Occidente. La nueva idea insistía en que el mundo entraba en una era «postsoberanista», en la que las normas internacionales sobre derechos humanos se situarían por encima de las prerrogativas de los gobiernos soberanos. Por el contrario, Jiang y sus colaboradores buscaban un mundo multipolar que aceptara el estilo de socialismo híbrido y de «democracia popular» de China, y en el que Estados Unidos tratara a China en igualdad de condiciones, como gran potencia.

Durante mi siguiente visita a Pekín, en septiembre de 1991, Jiang volvió a la cuestión de las máximas de la democracia tradicional. El interés nacional se antepuso a la reacción ante la conducta china en el ámbito interior:

No existe un conflicto básico de intereses entre nuestros dos países. Ninguna razón nos impide volver a la normalidad en las relaciones. Si somos capaces de respetarnos mutuamente, de frenar la interferencia en los asuntos internos, si nuestras relaciones se basan en la igualdad y el beneficio mutuo, encontraremos un interés común.

Con la disminución de las rivalidades de la guerra fría, Jiang apuntó: «En la situación actual, los factores ideológicos no tienen importancia en las relaciones entre estados».

Jiang aprovechó mi visita de septiembre de 1990 para hacer público que había asumido todas las funciones de Deng, algo que aún no estaba claro, puesto que los asuntos internos específicos de la estructura de poder de Pekín siempre han sido impenetrables:

Deng Xiaoping está al corriente de su visita. Le da la bienvenida y desea que le salude. En segundo lugar, ha hablado de la carta que le escribió el presidente Bush y quiere hacer dos puntualizaciones. Primera: me ha pedido a mí, como secretario general, que transmita a través de usted su saludo al presidente Bush. Segunda: después de su jubilación, el año anterior, me ha confiado a mí, como secretario general, toda la administración de estos asuntos. No tengo intención de escribir una carta como respuesta a la que él ha dirigido a Deng Xiaoping, si bien lo que le transmito en palabras mías se ajusta a la idea y al espíritu de lo que quiere transmitir Deng.

Lo que Jiang me pidió que transmitiera era que China había hecho suficientes concesiones y que ahora era responsabilidad de Washington la mejora de las relaciones. «Por lo que respecta a China —dijo Jiang—, siempre he valorado la amistad entre los dos países.» Ahora, siguió diciendo, China ha acabado con las concesiones: «Por parte de China se ha hecho lo suficiente. Ha sido un gran esfuerzo y lo hemos llevado a cabo del mejor modo posible».

Jiang repitió la ya tradicional argumentación de Mao y Deng: que era inútil presionar a China y que iban a seguir con su extraordinaria resistencia ante cualquier indicio de intimidación exterior. Mantuvo que Pekín, al igual que Washington, se enfrentaba a la presión política de su pueblo: «Otra cuestión: esperamos que Estados Unidos tome nota de ello. El pueblo chino no tolerará que su gobierno emprenda iniciativas unilaterales que no se correspondan con las medidas tomadas por Estados Unidos».

CHINA Y LA DESINTEGRACIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

En todas las conversaciones aparecía el trasfondo de la desintegración de la Unión Soviética. Mijaíl Gorbachov estuvo en Pekín al principio de la crisis de Tiananmen, pero a pesar de que China estaba descoyuntada por la controversia interna, los cimientos del dominio soviético se derrumbaban en tiempo real, como a cámara lenta, en las pantallas de televisión de todo el mundo.

Los dilemas de Gorbachov eran aún más desconcertantes que los de Pekín. La controversia china se planteaba sobre la forma en que tenía que gobernar el Partido Comunista. Las disputas soviéticas giraban alrededor de si tenía que gobernar el Partido Comunista. Al conceder a la reforma política (glasnost) prioridad frente a la reestructuración económica (perestroika), Gorbachov había convertido en inevitable la controversia sobre la legitimidad del gobierno comunista. Gorbachov había reconocido el profundo estancamiento, pero carecía de imaginación o capacidad para superar la arraigada rigidez. Los distintos organismos de supervisión del sistema se habían convertido, con el paso del tiempo, en parte del problema. El Partido Comunista, en otra época instrumento de la revolución, en un sistema comunista elaborado no tenía otra función que la de supervisar lo que no comprendía: la gestión de una economía moderna, problema que resolvía en connivencia con lo que supuestamente controlaba. La élite comunista se había convertido en una clase de mandarines privilegiados; en teoría se encargaba de la ortodoxia nacional y se concentraba en la conservación de sus derechos.

La glasnost entró en conflicto con la perestroika. Gorbachov terminó hundiéndose en el sistema que tanto había influido en él y al que debía su prestigio. Pero antes definió de nuevo el concepto de coexistencia pacífica. Lo habían ratificado los dirigentes anteriores y Mao había discutido con Jruschov a raíz de esta cuestión. Los predecesores de Gorbachov, de todas formas, habían defendido la coexistencia pacífica como un respiro temporal en la vía de la confrontación y la victoria definitivas. En el XXVII Congreso del Partido Comunista, en 1986, decidió que se trataba de una parte permanente en la relación entre comunismo y capitalismo. Era su sistema de entrar de nuevo en el sistema internacional en el que Rusia había participado durante el período presoviético.

Durante mis visitas, a los dirigentes chinos les costaba distinguir entre el modelo de China y el de Rusia, en especial el de Gorbachov. En la reunión que tuvimos en septiembre de 1990, Jiang puntualizó:

Será imposible encontrar un Gorbachov chino. Puede deducirlo de las conversaciones que ha mantenido con nosotros. Su amigo Zhou Enlai solía citar nuestros cinco principios sobre la coexistencia pacífica. Pues hoy siguen en pie. No puede existir un solo sistema social en el mundo. No queremos imponer el nuestro a los demás, ni que los demás nos impongan el suyo.

Los dirigentes chinos defendían los mismos principios de coexistencia que Gorbachov. Pero no los utilizaban como conciliación con Occidente, como había hecho Gorbachov, sino para aislarse de este. En Pekín se trataba a Gorbachov como a alguien irrelevante, por no decir como a un hombre que vivía en el error. Se rechazaba su programa de modernización porque se consideraba mal planteado, pues anteponía la reforma política a la reforma económica. Desde el punto de vista chino, con el tiempo haría falta una reforma política, pero tenía que precederla la reforma económica. Li Ruihuan explicó por qué no podía funcionar en la Unión Soviética: cuando prácticamente escasean todos los bienes de consumo, la reforma de los precios lleva a la inflación y al pánico. Cuando Zhu Rongji visitó Estados Unidos en 1990, fue alabado como el «Gorbachov chino»; tuvo que esforzarse en aclarar: «No soy el Gorbachov chino. Soy el Zhu Rongji chino».³

Cuando volví a China en 1992, Qian Qichen describió el hundimiento de la Unión Soviética diciendo que era «como lo que sigue a una explosión: ondas expansivas en todas direcciones». En efecto, la desintegración de la Unión Soviética había creado un contexto geopolítico nuevo. Mientras Pekín y Washington evaluaban el nuevo panorama, descubrieron que sus intereses ya no eran tan parecidos como en los días en que habían estado a punto de forjar una alianza. En aquella época, los desacuerdos se centraban básicamente en las tácticas de contraposición a la hegemonía soviética. Pero después, al irse diluyendo el adversario común, inevitablemente saltaron a un primer plano las diferencias de los dos gobiernos sobre los valores y la visión del mundo.

En Pekín, el final de la guerra fría creó un sentimiento en el que se mezclaba el alivio y el miedo. Por una parte, los líderes chinos dieron la bienvenida la desmembración del adversario soviético. Se había impuesto la estrategia de Mao y de Deng, basada en la disuasión activa, incluso ofensiva. Por otra parte, los líderes chinos no podían evitar hacer comparaciones entre el desmoronamiento de la Unión Soviética y su propio desafío interno. Ellos también habían heredado un imperio antiguo y multiétnico, que pretendían administrar como un Estado socialista moderno. Pese a que el porcentaje de población que no pertenecía al grupo étnico de los han era mucho más reducido en China (alrededor de un 10 por ciento) que la proporción de población no rusa en el imperio soviético (alrededor de un 50 por ciento), existían las minorías étnicas con tradiciones diferenciadas. Además, dichas minorías vivían en regiones estratégicamente delicadas, en las fronteras con Vietnam, Rusia y la India.

Ningún presidente estadounidense de la década de 1970 se habría arriesgado a enfrentarse con China mientras el peligro estratégico de la Unión Soviética se cernía en el horizonte. No obstante, desde Estados Unidos, la desintegración de la Unión Soviética se veía como una especie de triunfo permanente y universal de los valores democráticos. Existía un sentimiento bipartidista según el cual había quedado desbancada la «historia» tradicional: aliados y adversarios avanzaban de forma inexorable hacia la democracia parlamentaria multipartidista y hacia los mercados abiertos (instituciones que, según la perspectiva estadounidense, estaban estrechamente vinculadas). Iba a apartarse cualquier obstáculo que se interpusiera en este camino.

Había evolucionado una nueva idea según la cual el Estado-nación perdía importancia y a partir de entonces el sistema internacional se basaría en principios transnacionales. Ya que se daba por supuesto que las democracias eran intrínsecamente pacíficas y las autocracias, por el contrario, se veían más expuestas a la violencia y al terrorismo internacional, la promoción de un cambio de régimen se consideraba una iniciativa de política exterior justificada y no una injerencia en los asuntos internos.

Los dirigentes chinos rechazaban la previsión estadounidense del triunfo universal de la democracia liberal occidental, si bien también comprendían que necesitaban la colaboración de Estados Unidos para llevar adelante su programa de reforma. Así pues, en septiembre de 1990, yo mismo fui quien transmitió un «mensaje oral» al presidente Bush, que terminaba con un llamamiento al alto mandatario de Estados Unidos:

Durante más de un siglo, las potencias extranjeras han sometido al pueblo chino a intimidaciones y humillaciones. No deseamos que se abra de nuevo la herida. Estamos convencidos de que usted, como antiguo amigo de China, señor presidente, comprenderá los sentimientos de nuestro pueblo. China valora las relaciones amistosas y la colaboración entre nuestro país y Estados Unidos, pero valora aún más su independencia, su soberanía y dignidad.

En esta nueva atmósfera, es más importante que nunca que las relaciones chino-estadounidenses vuelvan a la normalidad sin dilación. Estamos seguros de que encontrarán la forma de alcanzar este objetivo. Nosotros daremos cumplida respuesta a cualquier iniciativa positiva que aborden en interés de la mejora de las relaciones entre China y Estados Unidos.

Abundando en lo que Jiang me había transmitido personalmente, las autoridades del Ministerio de Asuntos Exteriores chino me entregaron un mensaje escrito para el presidente Bush. Estaba sin firmar, lo habían llamado comunicación oral transcrita y era algo más formal que una conversación, aunque menos explícito que una nota oficial. Aparte de esto, el subsecretario de Asuntos Exteriores, que me acompañó al aeropuerto, puso en mi mano unos papeles en los que se clarificaban una serie de preguntas formuladas por mí en la reunión con Jiang. Al igual que el mensaje, las respuestas ya se habían dado a entender en el encuentro; lo de ponerlo por escrito era cuestión de énfasis:

PREGUNTA: ¿Qué significa que Deng no haya contestado a la carta del presidente?

RESPUESTA: Deng se jubiló el año pasado. Ya hizo llegar al presidente un mensaje oral en el que precisaba que toda la autoridad administrativa sobre estos asuntos había pasado a Jiang.

PREGUNTA: ¿Por qué la respuesta ha sido oral y no escrita?

RESPUESTA: Deng leyó la carta. Pero ya que encomendó estas cuestiones a Jiang, le pidió que fuera él quien respondiera. Quisimos dar al doctor Kissinger la oportunidad de transmitir un mensaje oral al presidente por el papel desempeñado por el doctor Kissinger a favor de las relaciones entre Estados Unidos y China.

PREGUNTA: ¿Está Deng al corriente del contenido de la respuesta?

RESPUESTA: Por supuesto.

PREGUNTA: Cuando hablaba de que Estados Unidos no tomó las «medidas correspondientes», ¿a qué se refería?

RESPUESTA: El mayor problema es la continuación de las sanciones estadounidenses a China. Lo mejor sería que el presidente las levantara o bien las levantara de facto. Estados Unidos también tiene una opinión decisiva respecto a los préstamos del Banco Mundial. Otro punto se refiere a las visitas de alto nivel, que formaron parte del acuerdo.

[...]

PREGUNTA: ¿Estarían dispuestos a tomar en consideración otro acuerdo global?

RESPUESTA: No es lógico, puesto que el primero nunca se materializó.

El presidente George H. W. Bush consideraba, a partir de su experiencia personal, que no era conveniente llevar a cabo una política de intervención en el país más poblado del mundo y en el Estado que había vivido la autonomía más larga de la historia. Estaba preparado para intervenir en circunstancias especiales y en beneficio de personas o grupos específicos, pero consideraba que un enfrentamiento general a raíz de la estructura interna china podía poner en peligro una relación vital para la seguridad nacional estadounidense.

En respuesta al mensaje oral de Jiang, Bush hizo una excepción a la prohibición de visitas de alto nivel a China y animó a su secretario de Estado, James Baker, a trasladarse a Pekín para celebrar unas consultas. Las relaciones se estabilizaron durante un breve período, pero cuando dieciocho meses después llegó al poder la administración de Clinton, durante buena parte del primer mandato de este presidente volvieron a producirse los altibajos anteriores.

LA ADMINISTRACIÓN DE CLINTON Y LA POLÍTICA DE CHINA

Durante la campaña electoral de septiembre de 1992, Bill Clinton puso en cuestión los principios gubernamentales de China y criticó a la administración de Bush por «consentir» a Pekín después de los acontecimientos de Tiananmen. «China no puede resistir eternamente a las fuerzas del cambio democrático —apuntó Clinton—. Algún día seguirá el camino de los regímenes comunistas de Europa oriental y la antigua Unión Soviética. Estados Unidos debe hacer lo que esté en su mano para estimular este proceso.»4

Después de que Clinton tomara posesión del cargo en 1993, decidió, como principal objetivo en política exterior, la «ampliación» de las democracias. La meta, tal como declaró ante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 1993, era la de «ampliar y fortalecer la comunidad mundial de democracias basadas en el mercado» y «agrandar el círculo de naciones que viven en el marco de estas instituciones libres», hasta que la humanidad consiguiera forjar «un mundo de democracias prósperas que colaboraran entre sí y vivieran en paz».5

La dinámica postura de la nueva administración en materia de derechos humanos no estaba pensada como estrategia para debilitar a China, ni para que Estados Unidos consiguiera una ventaja estratégica. Reflejaba más bien una idea general de orden mundial en el que se esperaba que China participara como miembro respetado. Desde la perspectiva de la administración de Clinton, se trataba de un sincero intento de apoyar unas prácticas que el presidente y sus asesores consideraban que iban a ser útiles a China.

En Pekín, no obstante, las presiones estadounidenses, afianzadas por otras democracias occidentales, se consideraban un plan encaminado a mantener la debilidad de China por medio de la intromisión en sus asuntos internos al estilo de los colonialistas del siglo XIX. Los líderes chinos interpretaron las declaraciones de la nueva administración como un intento capitalista de derrocar los gobiernos comunistas de todo el mundo. Albergaban la profunda sospecha de que, con la desintegración de la Unión Soviética, Estados Unidos haría lo que había pronosticado Mao: pasar de la destrucción de un gigante comunista a «hincar el dedo» en la espalda del otro.

En las sesiones del Senado para su confirmación en el cargo de secretario de Estado, Warren Christopher formuló el objetivo de transformación de China en términos más limitados: defendió que Estados Unidos «intentaría facilitar una evolución pacífica de China del comunismo a la democracia alentando a las fuerzas de liberalización económica y política de este gran país».6 Pero la referencia de Christopher a la «evolución pacífica» resucitó, intencionadamente o no, la expresión utilizada por John Foster Dulles para hablar del hundimiento final de los estados comunistas. En Pekín, no se interpretaba como una orientación esperanzadora, sino que se consideraba como un plan occidental de convertir China en una democracia capitalista sin tener que recurrir a la guerra.7 Ni las declaraciones de Clinton ni las de Christopher se consideraron polémicas en Estados Unidos, mientras que en Pekín produjeron aversión.

La administración de Clinton, después de haber arrojado el guante —tal vez sin reconocer del todo la magnitud del desafío—, declaró que había llegado el momento de «comprometer» a China en una amplia serie de cuestiones. Entre ellas estaban las condiciones de la reforma interna de China y su integración en la economía mundial. Al parecer, no se consideraban un obstáculo insalvable los reparos que pudieran tener los dirigentes chinos ante la apertura del diálogo con los mismos altos mandos estadounidenses que poco antes habían pedido el cambio de su sistema político. El devenir de esta iniciativa demuestra las complejidades y las ambigüedades de este tipo de política.

Los líderes chinos ya no volvieron a afirmar que representaban una verdad revolucionaria única que pudiera exportarse. Al contrario, propugnaron la meta básicamente defensiva de trabajar para conseguir un mundo no del todo hostil a su sistema de gobierno o de integridad territorial y para ganar tiempo a fin de poder desarrollar su economía y solucionar los problemas internos a su ritmo. Se trataba de una política exterior probablemente más próxima a la de Bismarck que a la de Mao: gradual, defensiva y basada en la construcción de diques contra las mareas históricas desfavorables. Pero mientras cambiaban las mareas, los dirigentes chinos transmitían una ardiente idea de independencia. Disimulaban la preocupación aprovechando hasta la última oportunidad para afirmar que se opondrían con todas sus fuerzas a las presiones externas. Como insistió Jiang en una conversación conmigo en 1991: «Nunca nos rendimos ante la presión. This is very important. Es un principio filosófico».

La dirección china tampoco aceptó la interpretación del fin de la guerra fría como la entrada en un período en el que Estados Unidos se convertiría en una superpotencia. En otra conversación de 1991, Qian Qichen advirtió de que el nuevo orden internacional no podía mantenerse indefinidamente unipolar y de que China iba a trabajar por un mundo multipolar, lo que significaba que sus esfuerzos se centrarían en contrarrestar la supremacía estadounidense. Habló de realidades demográficas —y, entre ellas, hizo una referencia amenazadora respecto a la ventaja de la población china, por sus enormes dimensiones— para respaldar su punto de vista:

Creemos que es imposible que llegue a hacerse realidad este mundo unipolar. Algunos parecen estar convencidos de que tras el fin de la guerra del Golfo y de la guerra fría, Estados Unidos puede hacer lo que sea. Pienso que no es verdad. [...] El mundo musulmán supera los 1.000 millones de habitantes. La población de China se sitúa en 1.100 millones. La del sur de Asia también suma más de 1.000 millones. Los habitantes de China superan la suma de la población de Estados Unidos, la Unión Soviética, Europa y Japón. De modo que este sigue siendo un mundo diversificado.

Puede que el primer ministro Li Peng expresara el comentario más sincero sobre la cuestión de los derechos humanos. En respuesta a mi definición sobre los tres campos políticos que había que mejorar —derechos humanos, traspaso de tecnología armamentística y comercio—, en diciembre de 1992 declaraba:

Respecto a los tres campos que ha mencionado, podemos hablar sobre derechos humanos. De todas formas, dadas las importantes diferencias que existen entre nosotros, dudo que podamos avanzar mucho. El concepto de derechos humanos engloba tradiciones, así como valores morales y filosóficos. En China, estos son distintos de los de Occidente. Creemos que el pueblo chino tiene que disfrutar de más derechos democráticos y ejercer una función más importante en la política interior. Pero todo ello tiene que llevarse a cabo de la forma que el pueblo chino considere aceptable.

Esta afirmación sobre la necesidad de avanzar hacia los derechos democráticos era insólita si se tiene en cuenta que Li Peng era un representante del ala conservadora del gobierno chino. Pero tampoco existían precedentes respecto a la sinceridad con la que establecía los límites de la flexibilidad china: «Naturalmente, en cuestiones como la de los derechos humanos podemos hacer algo. Podemos discutir y, sin comprometer nuestros principios, adoptar medidas flexibles. Lo que no podemos hacer es llegar a un acuerdo total con Occidente, pues sería algo que agitaría los cimientos de nuestra sociedad».

Durante el primer mandato del presidente Clinton las relaciones con China atravesaron un punto crítico: el intento de la administración de dicho presidente de condicionar la situación comercial de China, como «nación más favorecida», al historial de mejoras de los derechos humanos en China. El de «nación más favorecida» es en cierto modo un título engañoso: dado que una importante mayoría de los países disfrutan de esta categoría, no es tanto un indicador de favor como una afirmación de que un país cuenta con unos privilegios comerciales normales.8 La idea de condicionalidad de «nación más favorecida» presentaba su objetivo moral en forma del típico concepto pragmático estadounidense de la recompensa y el castigo (o la «zanahoria» y el «palo»). Como explicó el asesor de Seguridad Nacional de la administración de Clinton, Anthony Lake, Estados Unidos retendría un beneficio hasta obtener resultados, «al propocionar castigos que incrementan los costes de la represión y de la conducta agresiva» hasta que la dirección de China estableciera un cálculo racional basado en el interés encaminado a liberalizar sus instituciones internas.9

En mayo de 1993, Winston Lord, a la sazón secretario de Estado adjunto para asuntos de Asia oriental y del Pacífico, y durante la década de 1970 mi socio indispensable en la apertura hacia China, se desplazó a Pekín para poner al corriente a las autoridades chinas sobre los puntos de vista de la nueva administración. Al final del viaje, Lord advirtió de que era imprescindible un «progreso espectacular» en materia de derechos humanos, en la no proliferación y otras cuestiones si China quería mantener su situación de «nación más favorecida».10 Lord, atrapado entre un gobierno chino que rechazaba como ilegal cualquier condicionamiento y unos políticos estadounidenses que exigían unas condiciones cada vez más estrictas, no hizo ningún progreso.

Visité Pekín poco después del viaje de Lord y allí encontré a los mandatarios chinos esforzándose por trazar un plan que les sacara del callejón sin salida de la condicionalidad del estatus de «nación más favorecida». Jiang presentó una «sugerencia amistosa»:

China y Estados Unidos, como países de envergadura, tendrían que plantearse los problemas con una perspectiva a largo plazo. El desarrollo económico y la estabilidad social de China sirve a los intereses de este país, pero a su vez lo convierte en una importante fuerza de cara a la paz y la estabilidad, en Asia y en los demás lugares. Creo que, al observar al resto de los países, Estados Unidos debe tomar en consideración su autoestima y su soberanía. Esta es una sugerencia amistosa.

Jiang intentaba de nuevo impedir que Estados Unidos viera a China como una posible amenaza o como un adversario, y con ello reducir cualquier tentativa de mantener controlado a su país:

Ayer, en un simposio, abordé este tema. También mencioné un artículo publicado en The Times que apuntaba que un día China se convertiría en una superpotencia. He dicho por activa y por pasiva que China jamás representará una amenaza para otro país.

En el contexto de las duras palabras de Clinton y de la actitud beligerante del Congreso, Lord negoció un compromiso con el dirigente de la mayoría del Senado, George Mitchell, y con la miembro de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, que ampliaba un año más el estatus de China como «nación más favorecida». Se expresaba en una orden ejecutiva flexible y no en una ley vinculante. Limitaba la condicionalidad a los derechos humanos en lugar de incluir otros campos de democratización en los que insistían muchos miembros del Congreso. Para los chinos, sin embargo, la condicionalidad era una cuestión de principios, como lo había sido para la Unión Soviética cuando rechazó la Enmienda Jackson-Vanik.

Pekín se opuso a las condiciones, pero no a su contenido.

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