China

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Henry Kissinger

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Todo ello tuvo lugar con el telón de fondo de una importante agitación interior, encubierta en gran medida por la imperturbable confianza que proyectaron las autoridades chinas encargadas de los contactos con los extranjeros, una característica que se mantuvo inalterable en la era moderna. Macartney ya había hablado en 1793 de la complicada adaptación entre la clase dominante de los manchúes Qing, la élite burocrática china han y la población general, mayoritariamente han. «Apenas pasa un año —precisaba— sin que surja una insurrección en alguna de las provincias.»7

Después de haberse cuestionado el Mandato Celestial de la dinastía, los adversarios internos intensificaron su desafío. La confrontación era religiosa y étnica y sentaba los cimientos para unos conflictos de una brutalidad que todo lo abarcaba. En los extremos occidentales del imperio se produjeron rebeliones musulmanas y la declaración separatista de los kanatos, de corta duración, que se reprimieron, pero a un coste económico y en vidas humanas desorbitado. En la parte central de China, un levantamiento conocido como la rebelión de Nian atrajo un considerable apoyo de las clases trabajadoras chinas han; se inició en 1851 y duró cerca de veinte años.

El mayor desafío lo presentó la rebelión Taiping (1850-1864), organizada en el sur por una secta cristiana china. Los misioneros llevaban siglos allí, pero vivían en un estricto confinamiento. Empezaron a introducirse en el país de una forma más masiva después de la guerra del opio. Con un carismático místico chino al frente, que afirmaba ser el hermano pequeño de Jesucristo, y un socio suyo, que pretendía tener poderes telepáticos, la rebelión Taiping tuvo como objetivo sustituir el mandato Qing por un nuevo «Reino celestial de gran paz» dirigido por la singular interpretación que hacían sus dirigentes de unos textos misioneros importados. Las fuerzas Taiping consiguieron arrancar a los Qing el control de Nankín, de gran parte del sur y del centro de China y gobernaron como una dinastía incipiente. Si bien la historiografía occidental dispone de pocos detalles sobre el conflicto entre los Taiping y los Qing, este conflicto fue uno de los más devastadores y sus víctimas se calculan en decenas de millones. No existen cifras oficiales al respecto, pero se estima que durante las sublevaciones Taiping, las musulmanas y las de Nian la población de China pasó de unos 410 millones de habitantes en 1850 a aproximadamente 350 millones en 1873.8

Se renegociaron los tratados de Nankín y sus equivalentes francés y estadounidense en la década de 1850, cuando China se encontraba dividida por estos conflictos civiles. Las potencias de dichos tratados insistieron en que se permitiera a sus diplomáticos residir todo el año en la capital china, lo que iba a significar que pasarían de ser enviados tributarios a representantes de estados con la misma soberanía.

Los chinos recurrieron a su amplia gama de tácticas dilatorias con el incentivo añadido de que, dada la suerte de los negociadores anteriores, ninguna autoridad Qing podía desear conceder el punto de la representación diplomática permanente.

En 1856, una inoportuna inspección china al Arrow, un barco de su país, registrado como británico, y la supuesta profanación de la bandera de Gran Bretaña, dieron pie a la reanudación de las hostilidades. Al igual que en el conflicto de 1840, el casus belli no fue exactamente heroico (el registro del barco, como se descubrió después, había caducado técnicamente); aun así, ambos bandos eran conscientes de que jugaban fuerte. Con las defensas chinas aún en mantillas, las fuerzas británicas se apoderaron de los fuertes de Cantón y de Dagu, en el norte de China, desde donde podían dirigirse con facilidad hacia Pekín.

Durante las negociaciones que siguieron, se acentuaron más que nunca las diferencias entre las percepciones de uno y otro bando. Los británicos siguieron insistiendo en lo de la misión, presentando su postura como un servicio público que finalmente situaría a China a la altura del mundo moderno. Así, el negociador adjunto de Londres, Horatio Lay, resumía la perspectiva occidental imperante con estas palabras: «La representación diplomática se hará en beneficio vuestro lo mismo que en el nuestro, como habréis comprendido ya. Puede que el remedio resulte desagradable, pero las repercusiones serán extraordinarias».9

Las autoridades Qing no se mostraron ni de lejos tan entusiastas. Suscribieron las estipulaciones del tratado después de un sinfín de angustiosas comunicaciones internas entre la corte imperial y su negociador y de otra amenaza británica de llegar a Pekín.10

El punto clave del Tratado de Tianjin de 1858 era la concesión que Londres había buscado en vano durante más de sesenta años: el derecho a una embajada permanente en Pekín. Además, el documento permitía el desplazamiento de extranjeros por el Yangtsé, la apertura de otros «puertos de tratado» al comercio occidental y protegía a los chinos cristianos conversos y a los occidentales que hacían proselitismo en China (perspectiva especialmente complicada para los Qing, teniendo en cuenta la rebelión Taiping). Los franceses y los estadounidenses cerraron sus propios tratados en términos similares bajo sus cláusulas de «nación más favorecida».

Las potencias del tratado centraron luego la atención en el establecimiento de embajadas permanentes en una capital claramente hostil. En mayo de 1859, el nuevo enviado británico, Frederick Bruce, llegó a China para intercambiar las ratificaciones del tratado que había de concederle el derecho a establecerse en Pekín. Puesto que encontró la principal ruta fluvial que llevaba a la capital bloqueada con cadenas y pinchos, ordenó a un contingente de infantería de marina británico que despejara los obstáculos. Pero las fuerzas chinas sorprendieron a las de Bruce abriendo fuego desde los fuertes de Dagu, recientemente reforzados. La batalla que se desencadenó se saldó con 519 soldados británicos muertos y 456 heridos.¹¹

Fue la primera victoria china en el campo de batalla contra las fuerzas occidentales modernas, algo que consiguió hacer añicos, al menos por un tiempo, la imagen de la impotencia militar de China. No obstante, solo pudo frenar temporalmente los avances del embajador británico. Palmerston envió a lord Elgin a dirigir una marcha conjunta de británicos y franceses hacia Pekín, con órdenes de ocupar la capital y «hacer entrar en razón al emperador». Como represalia por la «derrota de Dagu» y como muestra simbólica del poder occidental, Elgin mandó quemar el palacio de verano del emperador, y en el incendio se destruyeron obras de arte de incalculable valor, algo de lo que ciento cincuenta años después China aún se resiente.

La campaña china de resistencia contra la normativa occidental sobre las relaciones interestatales había llegado, tras setenta años de historia, a una crisis innegable. Las tareas encaminadas a la demora diplomática habían seguido su curso; la fuerza topó con otra superior. Las peticiones sobre igualdad soberana formuladas por los bárbaros, que en otra época Pekín había rechazado tildándolas de ridículas, quedaron eclipsadas ante las temibles demostraciones de dominio militar. Los ejércitos extranjeros ocuparon la capital de China y obligaron a aplicar la interpretación occidental relativa a la igualdad política y los privilegios diplomáticos.

Fue entonces cuando saltó a la palestra otro pretendiente al patrimonio chino. En 1860, los rusos llevaban más de ciento cincuenta años con representación en Pekín; a través de su misión eclesiástica, era el único país europeo al que se había permitido establecer residencia allí. En cierto modo, los intereses rusos habían seguido el camino de otras potencias europeas; habían conseguido todas las ventajas de las potencias del tratado sin aliarse con los británicos en las demostraciones periódicas de fuerza. Por otra parte, sus objetivos globales superaban el proselitismo religioso o el comercio costero. Veían en la decadencia de los Qing la oportunidad de desmembrar el Imperio chino y de unir de nuevo sus «dominios exteriores» a Rusia. Moscú tenía en su punto de mira sobre todo las extensiones mal administradas y poco delimitadas de Manchuria (el centro manchú de la zona noroccidental de China) y Xinjiang (la zona montañosa y desértica de la parte más occidental, poblada entonces básicamente por musulmanes). Con este objetivo, Rusia se había dedicado de forma gradual y deliberada a ampliar su presencia en las fronteras interiores y a ganarse la lealtad de algunos príncipes, ofreciéndoles un rango superior y beneficios materiales, todo ello con el apoyo de una caballería amenazadora.¹²

En el momento en que China corría el máximo peligro, surgió Rusia como potencia colonial y se ofreció como mediadora en el conflicto de 1860, lo que en realidad fue una forma de amenazar con la intervención. Aquella diplomacia astuta —algunos podían calificarla de falsa— se apoyaba en la conminación por medio de la fuerza. El conde Nikolái Ignátiev, el joven inteligente y artero que el zar había enviado como plenipotenciario a Pekín, consiguió convencer a la corte china de que únicamente Rusia era capaz de asegurar la evacuación de las potencias occidentales ocupantes de la capital china y convencerlas de que solo Rusia podía garantizar el cumplimiento de los tratados. Después de facilitar la marcha anglo-francesa hacia Pekín con mapas detallados y servicio de información, Ignátiev se retiró y convenció a las fuerzas ocupantes de que con la llegada del invierno, el Beihe, la ruta fluvial de entrada y salida de Pekín, iba a helarse, y los dejó en medio de la población china hostil.¹³

Con este tipo de servicios, Ignátiev obtuvo unas exorbitantes compensaciones en forma de territorios: una amplia franja de la zona denominada Manchuria Exterior, en la costa del Pacífico, que incluía la ciudad portuaria llamada actualmente Vladivostok.14 De golpe, Rusia había ganado una importante base naval, un punto de apoyo en el mar del Japón y 900.000 kilómetros cuadrados de territorio que en otra época se había considerado chino. Ignátiev negoció asimismo una disposición por la que se abría al comercio ruso y a los consulados Urga (actualmente, Ulan Bator), en Mongolia, y la ciudad del extremo occidental de Kashgar. Para agravar la humillación, Elgin obtuvo para Gran Bretaña una ampliación de su colonia de Hong Kong hacia Kowloon, el territorio adyacente. China había conseguido el apoyo de Rusia para impedir lo que consideraba otro asalto por parte de las potencias del tratado que dominaban la capital y su costa; pero en tiempos de debilidad para China, lo de «utilizar a los bárbaros contra los bárbaros» tenía su precio.

LA INTERVENCIÓN EN LA DECADENCIA

China no sobrevivió cuatro mil años como civilización única y dos milenios como Estado unido manteniéndose pasiva a unas invasiones extranjeras casi incesantes. Durante todo este período, los conquistadores se vieron obligados o bien a adoptar la cultura china, o a quedar poco a poco absorbidos por sus súbditos, que actuaron a base de paciencia. Llegaba otro período de prueba.

Después del conflicto de 1860, el emperador y la facción de la corte que había exhortado a la resistencia contra la misión británica abandonaron la capital. Quien asumió de facto la función gubernamental fue el príncipe Gong, hermanastro del emperador. Tras negociar el fin de las hostilidades, el príncipe Gong resumió, en un memorial dirigido al emperador en 1861, las terribles opciones estratégicas:

Ahora mismo están en su apogeo la rebelión de Nian en el norte y la de Taiping en el sur, nuestras provisiones militares se han agotado y nuestros soldados están exhaustos. Los bárbaros se aprovechan de nuestra debilidad e intentan controlarnos. Si no moderamos la cólera y seguimos con las hostilidades, lo más probable es que estalle súbitamente la catástrofe. De todas formas, si pasamos por alto la forma en que nos han perjudicado y no nos preparamos contra ello, no legaremos más que motivos de dolor a nuestros hijos y nietos.15

Aquel era el clásico dilema de los derrotados: ¿puede mantener la cohesión una sociedad mientras simula que se adapta al conquistador?, y ¿cómo crear capacidad para invertir el equilibrio de fuerzas desfavorable? El príncipe Gong echó mano de un antiguo dicho chino: «Recurre a la paz y a la amistad cuando te veas temporalmente obligado a ello; utiliza la guerra y la defensa como política real».16

Puesto que no existía una solución extraordinaria al alcance, el memorial de Gong estableció una prioridad entre los peligros, basada en el principio de derrotar a los bárbaros más próximos con la ayuda de los bárbaros más lejanos: la clásica estrategia china a la que recurriría Mao unos cien años después. El memorial de Gong demostraba una gran visión geopolítica en su valoración del tipo de amenaza que planteaba cada uno de los invasores. A pesar del peligro inminente y real que presentaba Gran Bretaña, el memorial de Gong situaba a esta potencia como la última en la lista de amenazas a largo plazo a la cohesión del Estado chino, y a Rusia en primer lugar:

Taiping y Nian están cosechando victorias y constituyen un mal orgánico. Rusia, con su territorio contiguo al nuestro, dispuesta a ir royendo nuestras tierras como un gusano de seda, podría considerarse una amenaza contra nuestras entrañas. Por lo que se refiere a Inglaterra, su objetivo es el comercio, pero se comporta de forma violenta, sin consideración alguna por la honradez humana. Si no la mantenemos a raya, no podremos seguir de pie. De ahí que pueda compararse con una dolencia en las extremidades. Así pues, primero hay que sofocar las rebeliones de Taiping y Nian, luego controlar a los rusos y finalmente ocuparnos de los británicos.17

Para conseguir estos objetivos a largo plazo respecto a las potencias extranjeras, el príncipe Gong proponía establecer un nuevo cuerpo de gobierno —un embrionario Ministerio de Exteriores— que gestionara los asuntos con las potencias occidentales y analizara la prensa extranjera para conseguir información sobre lo que sucedía más allá de las fronteras chinas. Esperaba que aquella fuera una necesidad temporal, que pudiera abolirse, tal como precisaba: «En cuanto hayan concluido las campañas militares y se hayan simplificado los asuntos de los distintos países».18 El nuevo departamento no figuró en los archivos oficiales de secciones metropolitanas y estatales hasta 1890. Sus funcionarios solían recibir apoyo de otros departamentos más importantes a modo de asignación temporal. Se turnaban con frecuencia. Si bien algunas de sus ciudades estaban ocupadas por fuerzas extranjeras, China trataba la política exterior como algo temporal y no como una característica del futuro del país.19 El nuevo ministerio se llamó Zongli Geguo Shiwu Yamen («Departamento de Gestión General de los Asuntos de Todas las Naciones»), una expresión ambigua abierta a la interpretación de que China no se lanzaba a la diplomacia con los extranjeros, sino más bien ordenaba los asuntos de estos como parte de su imperio universal.20

La puesta en práctica de la política del príncipe Gong recayó en Li Hongzhang, un importante mandarín que había destacado al mando de las fuerzas militares en las campañas de los Qing contra la rebelión Taiping. Li, hombre ambicioso, cortés, impasible ante la humillación, muy versado en la tradición clásica china y a la vez curiosamente conocedor de los peligros que entrañaba, fue durante casi cuarenta años el rostro que China mostró al mundo exterior. Proyectó su imagen como intermediario entre las insistentes demandas de concesiones territoriales y económicas de las potencias extranjeras y las reivindicaciones de superioridad política de la corte china. Evidentemente, sus políticas nunca tuvieron la aprobación total de una parte u otra. Sobre todo en China, Li dejó un legado polémico, básicamente entre los que insistían en una vía de más confrontación. No obstante, su tarea —mucho más compleja por la beligerancia de la facción tradicionalista de la corte china, que insistía periódicamente en presentar batalla a las potencias extranjeras con una preparación mínima— demuestra su gran capacidad de maniobra entre las alternativas poco seductoras de la última época de la dinastía Qing y en general para moderarlas.

Li se hizo famoso en las crisis y destacó como experto en asuntos militares y en «control de los bárbaros» durante las rebeliones de mediados de siglo en China. En 1862, Li fue enviado a administrar la próspera provincia oriental de Jiangsu, donde encontró las principales ciudades sitiadas por los rebeldes Taiping, aunque protegidas por los ejércitos occidentales, decididos a defender sus nuevos privilegios comerciales. En aplicación de las máximas del memorándum de Gong, Li se alió con las fuerzas occidentales —y se erigió en autoridad por encima de ellas— para destruir al enemigo común. En lo que fue en efecto una campaña conjunta de contrainsurgencia entre China y Occidente, Li forjó una relación de trabajo con Charles Gordon, el Chino, el célebre aventurero británico que murió posteriormente en manos de los mahdi en el asedio de Jartum, en Sudán. (Li y Gordon se enemistaron cuando el primero ordenó la ejecución de los cabecillas rebeldes apresados a los que Gordon había prometido clemencia.) Cuando en 1864 finalizó la amenaza Taiping, Li asumió distintos cargos destacados y pasó a ser el primer ministro de Asuntos Exteriores de facto de China y el primer negociador en sus frecuentes crisis que se desataron con países extranjeros.²¹

El representante de una sociedad asediada por países mucho más poderosos y de culturas significativamente distintas tenía dos alternativas. Podía intentar cerrar la brecha cultural, aplicar sistemas militarmente más duros y reducir así la presión del intento de discriminación contra el que culturalmente era forastero. O bien tenía la opción de insistir en la validez de su propia cultura haciendo alarde de sus características especiales y ganándose el respeto por la solidez de sus convicciones.

Durante el siglo XIX, los dirigentes japoneses optaron por la primera alternativa, contando con que cuando se enfrentaron a Occidente su país estaba ya metido de lleno en la vía de la industrialización y había demostrado su cohesión social. Li, representante de un país convulso por las rebeliones que le habían exigido ayuda extranjera, no poseía esta opción. Tampoco habría abandonado sus orígenes confucianos por más ventajas que le hubiera reportado aquella vía.

Un relato de los viajes de Li Hongzhang por el interior de China nos proporciona un sombrío documento sobre la confusión reinante en China: durante un período de dos años bastante representativo, entre 1869-1871, pasó del sudoeste de China, donde los representantes franceses habían iniciado una protesta sobre los tumultos anticristianos, al norte, donde habían estallado otros disturbios; de allí se desplazó al extremo sudoccidental, donde una tribu minoritaria iniciaba su rebelión en la frontera vietnamita; siguió hacia la zona noroccidental para hacer frente a una importante revuelta musulmana; llegó luego al puerto de Tianjin, en el nordeste, donde a raíz de una matanza de cristianos habían arribado barcos de guerra franceses y la zona corría el peligro de una intervención militar; por último, viajó al sudeste, donde se fraguaba una nueva crisis en la isla de Taiwan (conocida a la sazón en Occidente como Formosa).²²

Li descolló en la escena diplomática dominada por unos códigos de conducta definidos por Occidente. Vestía las largas y holgadas túnicas de mandarín confuciano y lucía con orgullo antiguos distintivos de rango, como la «Pluma de pavo real de doble ojo» y la «Chaqueta amarilla», que sus homólogos occidentales contemplaban asombrados. Llevaba la cabeza rapada —al estilo de los Qing— a excepción de la larga cola trenzada, y se la cubría con una gorra oblonga de oficial. Usaba un lenguaje epigramático que pocos extranjeros comprendían. Rezumaba una serenidad mística que en una ocasión un coetáneo suyo de Gran Bretaña comparó, presa de un temor reverencial y también de incomprensión, con la de un visitante de otro planeta. Su actitud parecía apuntar que las penalidades y las concesiones de China no eran más que obstáculos temporales en el camino del triunfo definitivo de la civilización china. Su mentor, Zeng Guofan, erudito confuciano de primer orden y comandante veterano de las campañas Taiping, había aconsejado a Li en 1862 cómo debía utilizar la virtud básica del confucianismo del autocontrol como herramienta diplomática: «En el trato con los extranjeros, la actitud y el porte no deben ser excesivamente altivos y uno debe mostrarse ligeramente informal. Debe darse a entender que las injurias, las falsedades y el desprecio respecto a todo se han comprendido y al mismo tiempo no se han comprendido, pues uno debe mostrar un aire algo estúpido».²³

Al igual que cualquier otro oficial de alto rango de su era, Li creía en la superioridad de los valores morales de China y estaba convencido de que las prerrogativas imperiales tradicionales eran justas. No difería tanto en su afirmación sobre la superioridad china como en el análisis que hacía de que, por el momento, al país le faltaba una base material o militar. Después de haber estudiado el armamento occidental durante la rebelión Taiping y buscado información sobre las tendencias económicas de fuera, concluyó que en China existía un peligroso desfase respecto al resto del mundo. En un memorial sobre estrategia dirigido al emperador en 1872 advertía sin rodeos: «Hoy en día, vivir y seguir afirmando que hay que “rechazar a los bárbaros” y “echarlos de nuestro territorio” realmente es algo superficial y absurdo. [...] Ellos producen a diario sus armas para disputarnos la supremacía y vencer, se enfrentan a nuestras deficiencias con sus técnicas superiores».24

Li había llegado a una conclusión parecida a la de Wei Yuan, aunque por aquel entonces la reforma era muchísimo más urgente que en la época de Wei Yuan. Así pues, Li señalaba:

Nos encontramos en una situación en la que, en el ámbito exterior, tenemos que vivir en armonía con los bárbaros, y en el interior hace falta que reformemos nuestras instituciones. Si continuamos siendo conservadores, si no llevamos a cabo ningún cambio, la nación se irá reduciendo y debilitando. [...] En la actualidad, todos los países extranjeros aplican una reforma u otra y van progresando día a día del modo que asciende el vapor. Solo China sigue conservando sus instituciones tradicionales con tanta prudencia que, aunque se derrumbara y extinguiera, los conservadores no lo lamentarían.25

Durante una serie de debates sobre estrategia china que hicieron época en la década de 1860, Li y sus aliados en la administración esbozaron una línea de actuación que bautizaron como «autofortalecimiento». En un memorándum de 1863, Li adoptó como punto de partida (como medio de amortiguar el golpe para sus lectores imperiales) lo siguiente: «En el sistema civil y militar chino todo es muy superior a lo de Occidente. Tan solo en armas de fuego es absolutamente imposible alcanzarlos».26 Pero a la luz de las catástrofes recientes, aconsejaba Li, la élite china ya no podía permitirse mirar por encima del hombro las innovaciones extranjeras. Así lo explicaba: «No puede adoptarse un aire despectivo frente a las incisivas armas de los países extranjeros como si se tratara de extrañas técnicas y manufacturas con truco que se considerara innecesario aprender».27 Lo que necesitaba China eran armas de fuego, barcos de vapor y maquinaria pesada, así como los conocimientos y las técnicas para producirlos.

A fin de aumentar la capacidad de estudio de textos y programas extranjeros y poder conversar con los expertos de fuera, la juventud china tenía que aprender lenguas (tarea hasta entonces descartada como innecesaria, ya que se daba por supuesto que la aspiración de todo forastero era convertirse en chino). Li defendió que China tenía que abrir escuelas en las ciudades más importantes —entre ellas la capital, que había luchado durante tanto tiempo para protegerse de las influencias extranjeras— para enseñar lenguas y técnicas de ingeniería. Li formuló el proyecto como un reto: «¿Acaso el juicio y la inteligencia de los chinos son inferiores a los de los occidentales? Si conseguimos dominar las lenguas occidentales y, a la vez, las vamos enseñando, podremos aprender de forma gradual y completa sus acertadas técnicas sobre buques de vapor y armas de fuego».28

El príncipe Gong propuso una idea similar en un escrito de 1866, en el que instaba al emperador a apoyar el estudio de las innovaciones científicas occidentales:

Lo que deseamos es que nuestros alumnos lleguen al fondo de estas cuestiones [...] puesto que estamos firmemente convencidos de que solo si somos capaces de dominar los misterios del cálculo matemático, la investigación física, la observación astronómica, la construcción de máquinas, la ingeniería de los cursos fluviales aseguraremos la pujanza constante del poder del imperio.29

China necesitaba abrirse al mundo exterior, y aprender de los países hasta entonces considerados vasallos y bárbaros, en primer lugar para fortalecer su estructura tradicional y también para recuperar su preeminencia.

Esto habría sido una tarea heroica si la corte china se hubiera unificado siguiendo la idea de política exterior del príncipe Gong y la puesta en práctica de esta a cargo de Li Hongzhang. En realidad, una enorme brecha separaba a estos oficiales con miras hacia el exterior de la facción más tradicionalista insular. Esta defendía la perspectiva clásica de que China no tenía nada que aprender de los extranjeros tal como expresaba el anciano filósofo Mencio en la era de Confucio: «He oído hablar de algunos hombres que se sirvieron de las doctrinas de nuestra gran tierra para cambiar a los bárbaros; lo que no he oído nunca es de nadie a quien los bárbaros hayan cambiado».30 En el mismo sentido, Wo-ren, rector de la prestigiosa Academia Hanlin de erudición confuciana, atacaba los planes del príncipe Gong de contratar a instructores extranjeros en las escuelas chinas:

La base del imperio descansa en la propiedad y en la rectitud, no en ardides y estratagemas. Sus raíces parten del corazón de los hombres y no de las sedas y la artesanía. Ahora, por razón de alguna baratija banal, tenemos que venerar a los bárbaros como si fueran nuestros maestros. [...] El imperio es vasto y en él abunda el talento humano. Si hay que estudiar astronomía y matemáticas, ya encontraremos a los chinos versados en estas materias.³¹

La creencia en la autonomía de China representaba la combinación de la experiencia acumulada durante milenios. De todas formas, no proporcionaba repuesta a la pregunta de cómo había de enfrentarse el país al peligro inmediato, sobre todo a la de cómo ponerse a la altura de la tecnología occidental. Una gran parte de los funcionarios de alto rango de China seguían asumiendo al parecer que la solución a los problemas exteriores de China estribaba en la ejecución o el exilio de los negociadores. Li Hongzhang fue despojado de su cargo las tres veces que cayó en desgracia mientras Pekín se enfrentaba a las potencias extranjeras; pero en cada ocasión fue rehabilitado, pues sus adversarios no encontraron mejor alternativa que la de confiar en sus técnicas diplomáticas para resolver las crisis generadas por ellos.

Con el país descompuesto entre las obsesiones de un Estado débil y las reivindicaciones de un imperio universal, las reformas en China se llevaron a cabo de forma vacilante. Por fin, un golpe de Estado en palacio llevó a la abdicación de un emperador partidario de la reforma y se instalaron de nuevo en una posición predominante los tradicionalistas, encabezados por la emperatriz viuda de Cixi. A falta de una modernización y una reforma interna fundamental, se pidió a los diplomáticos chinos que procuraran reducir los perjuicios causados a la integridad territorial de China y que pusieran freno a la erosión de la soberanía del país sin haberles proporcionado los medios para resolver la debilidad básica que vivía. Tenían que ganar tiempo y no disponían de un plan para sacar partido de él. Además, la tarea nunca había sido tan ardua como cuando entró en juego un nuevo elemento en el equilibrio de poder del nordeste de Asia: Japón, que vivía un rápido proceso de industrialización.

EL RETO DE JAPÓN

A diferencia de la mayoría de los vecinos de China, Japón se resistió durante siglos a incorporarse al orden mundial sinocéntrico. Situado en un archipiélago, a unos cuantos cientos de kilómetros del continente asiático y en su punto más accesible, Japón cultivó durante mucho tiempo sus tradiciones y su cultura particular en aislamiento. Contaba con una considerable homogeneidad étnica y lingüística, con una ideología oficial que ponía énfasis en el origen divino de su pueblo y alimentaba un compromiso casi religioso respecto a su identidad exclusiva.

En la cúspide de la sociedad de este país y de su propio orden mundial se erigía el emperador de Japón, figura concebida, al igual que el Hijo del Cielo chino, como intermediaria entre lo humano y lo divino. La filosofía política tradicional de Japón planteaba literalmente que los emperadores de este país eran divinidades descendientes de la diosa Sol, quien dio a luz al primer emperador y dotó a sus descendientes del derecho eterno al mando. Así pues, Japón, igual que China, se consideraba algo mucho más importante que un Estado corriente.³² El propio título de «emperador» —exhibido de manera insistente en los envíos diplomáticos japoneses a la corte china— constituía un desafío directo al orden mundial chino. Cabe recordar que en la cosmología china la humanidad contaba con un solo emperador, cuyo trono estaba en China.³³

Si la excepcionalidad china representaba la reivindicación de un imperio universal, la excepcionalidad japonesa nacía de la inseguridad de una isla nación que obtenía mucho de su país vecino pero al mismo tiempo temía que este lo dominara. La idea de singularidad china afirmaba que este país contaba con la única civilización verdadera e invitaba a los bárbaros del Reino Medio a «acercarse para transformarse». En la actitud japonesa se asumía una pureza racial y cultural del país única y se negaba la difusión de sus virtudes, incluso la explicación de la esencia, a aquellos que no hubieran nacido con sus sagrados vínculos ancestrales.34

Durante largos períodos, Japón había permanecido casi totalmente al margen de los asuntos exteriores, como si incluso algún contacto intermitente con los extranjeros pudiera comprometer su excepcional identidad. Participaba en cierta medida en el orden internacional, pero lo hacía por medio de su propio sistema tributario en las islas Ryukyu (actualmente, Okinawa e islas de alrededor) y en distintos reinos de la península de Corea. Con cierta ironía, los dirigentes japoneses, como sistema de reivindicar su independencia respecto a China, optaron por una de las instituciones más chinas.35

Otros pueblos asiáticos aceptaron el protocolo del sistema tributario chino, calificando su comercio de «tributo» para acceder a los mercados de este país. Japón se negó a comerciar con China bajo capa de tributo. Insistía en la igualdad, cuando no en la superioridad, respecto a China. Pese a los vínculos comerciales naturales existentes entre China y Japón, las discusiones del siglo XVII sobre comercio bilateral quedaron estancadas porque ninguna de las partes quiso respetar el protocolo que exigían las pretensiones de ser el centro del mundo de la otra.36

Mientras la esfera de influencia de China tuvo sus altibajos en sus vastas fronteras según el poder del imperio y de las tribus vecinas, los dirigentes japoneses se plantearon su propio dilema de seguridad como una alternativa mucho más directa. Con un sentido de superioridad tan marcado como el de la corte china, pero percibiendo al mismo tiempo el margen de error mucho más reducido, los estadistas japoneses miraban con cautela hacia el oeste —hacia un continente dominado por una sucesión de dinastías chinas, algunas de las cuales extendían su mandato hasta el vecino más cercano de Japón: Corea—, y veían allí un desafío existencial. Así, la política exterior japonesa oscilaba, a veces con inesperada brusquedad, entre una actitud distante respecto al continente asiático y unos audaces intentos de conquista planeados con el objetivo de sustituir el orden sinocéntrico.

Japón, al igual que China, se topó con los navíos occidentales que dominaban una tecnología nueva para ellos y contaban con una fuerza abrumadora a mediados del siglo XIX; en el caso de Japón, el desembarco de los «buques negros» del comodoro estadounidense Matthew Perry. Sin embargo, Japón sacó de este desafío una conclusión opuesta a la de China: abrió sus puertas a la tecnología extranjera y renovó sus instituciones en un intento de reproducir el auge de las potencias occidentales. (En Japón, tal conclusión pudo haberse alcanzado gracias a que no se veían las ideas de fuera como algo relacionado con la adicción al opio, que en general supo evitar.) En 1868, el emperador Meiji, en su carta de juramento, anunciaba la decisión tomada por su país: «Hay que buscar conocimientos en todo el mundo y así fortalecer los cimientos del gobierno imperial».37

La restauración Meiji y la inclinación por el dominio de la tecnología occidental abrió la puerta para que Japón iniciara un impresionante progreso económico. Mientras el país desarrollaba una economía moderna y un extraordinario aparato militar, empezó a incidir en las prerrogativas concedidas a las grandes potencias occidentales. Su élite gobernante concluía, en palabras de Shimazu Nariakira, noble del siglo XIX y principal defensor de la innovación tecnológica: «Si tomamos la iniciativa, dominaremos; si no, nos dominarán».38

Ya en 1863, Li Hongzhang llegó a la conclusión de que Japón iba a convertirse en la principal amenaza para la seguridad de China. Antes de la restauración Meiji, Li hablaba de la respuesta japonesa al desafío occidental. En 1874, después de que Japón sacara partido a un incidente entre miembros de una tribu taiwanesa y unos marineros náufragos de las islas Ryukyu y organizara una expedición punitiva,39 escribió sobre Japón:

Su poder aumenta de día en día y su ambición no queda rezagada. De modo que se atreve a exhibir su fuerza en tierras orientales, desprecia a China y opta por invadir Taiwan. Las potencias europeas poseen vigor, pero siguen a 70.000 líes de nosotros, mientras que Japón está en nuestro propio umbral espiando nuestra desolación y soledad. Sin duda se convertirá en la gran preocupación permanente de China.40

Ante la imagen del torpe gigante del oeste que seguía con sus vacuas pretensiones de supremacía mundial, los japoneses empezaron a plantearse desbancar a China como principal potencia de Asia. El enfrentamiento por dos reivindicaciones encontradas llegó a su punto crítico en un país situado en la confluencia de las mayores ambiciones del país vecino: Corea.

COREA

El Imperio chino era extenso, pero no invasor. Exigía tributo y reconocimiento del protectorado del emperador. No obstante, el tributo era más simbólico que sustancial, y el protectorado se ejercía de una forma que permitía una autonomía que prácticamente no se diferenciaba de la independencia. En el siglo XIX, los encarnizadamente independientes coreanos habían llegado a un acuerdo práctico con el gigante chino que tenían al norte y al oeste. Técnicamente, Corea era un Estado tributario, cuyos reyes mandaban con regularidad el tributo a Pekín. Corea había adoptado los códigos morales confucianos y los caracteres chinos para la correspondencia formal. Pekín, por su parte, tenía claros intereses en la península, cuya situación geográfica la convertía en un posible corredor de invasión de China por mar.

Corea ejercía en cierto modo el papel de reflejo en la idea que tenía Japón de sus imperativos estratégicos. Japón también veía el dominio extranjero de Corea como un posible peligro. La situación de la península, que apuntaba hacia Japón, había tentado a los mongoles, quienes quisieron utilizarla como punto de partida en dos intentos de invasión del archipiélago japonés. En aquellos momentos en que declinaba la influencia imperial, Japón se planteó afianzar una posición dominante en la península de Corea y empezó a imponer sus propias reivindicaciones económicas y políticas.

Durante las décadas de 1870 y 1880, China y Japón mantuvieron una serie de intrigas cortesanas en Seúl y lucharon por la supremacía entre distintas facciones reales. Cuando Corea se vio acosada por la ambición extranjera, Li Hongzhang aconsejó a los dirigentes coreanos que aprendieran de la experiencia china con los invasores. Iba a organizar una contienda entre los posibles colonizadores atrayéndolos hacia su país. En una carta escrita en octubre de 1879 a un funcionario de alto rango coreano, Li aconsejaba que Corea debería buscar un partidario entre los bárbaros más lejanos, a ser posible Estados Unidos:

Podría decirse que la forma más simple de evitar problemas sería encerrarse en el propio país y permanecer en paz. Pero, ¡ay!, en Oriente esto no es posible. No existe medio humano capaz de acabar con el movimiento expansionista de Japón: ¿acaso vuestro gobierno no se ha visto obligado a inaugurar una nueva era firmando un tratado de comercio con ellos? Tal como están las cosas, pues, lo mejor que podemos hacer ¿no es neutralizar un veneno con otro, poner en marcha una energía contra otra?41

Sobre esta base, Li hacía una propuesta a Corea: «Aprovechad cualquier oportunidad para establecer relaciones de acuerdo con los países occidentales, pues podréis utilizarlas para controlar a Japón». El comercio con Occidente, advertía, trae «influencias perniciosas», como el opio y el cristianismo, precisaba; ahora bien, en contraste con Japón y Rusia, que buscaban agregar territorios, sobre las potencias occidentales decía: «Con vuestro reino, solo comerciarán con objetos». Había que marcarse como objetivo equilibrar el peligro de cada una de las potencias extranjeras y no permitir que ninguna predominara: «Puesto que sois conscientes de la fuerza de cada uno de los adversarios, debéis utilizar todos los medios posibles para dividirlos; actuad con cautela, utilizad la astucia; con ello demostraréis que sois buenos estrategas».42 Li no habló del interés de China por Corea, ya fuera porque dio por supuesto que el mando supremo de este país no implicaba el mismo tipo de peligro que otras influencias extranjeras o porque había llegado a la conclusión de que China no contaba con medios prácticos para apartar a Corea de la influencia extranjera.

Indefectiblemente, las reivindicaciones de chinos y japoneses de establecer una relación especial con Corea se hicieron incompatibles. En 1894, Japón y China enviaron tropas como respuesta a una rebelión coreana. Finalmente, Japón apresó al rey de Corea e instauró un gobierno projaponés. Los nacionalistas de Pekín y Tokio hicieron un llamamiento a la guerra; no obstante, solo Japón disponía de una flota naval moderna, pues los fondos que en un principio se destinaron a la modernización de la armada china fueron requisados para las mejoras del palacio de verano.

Al cabo de unas horas de estallar la guerra, Japón destruyó las fuerzas navales chinas dotadas de muy pocos recursos, el logro más patente de unas cuantas décadas de autofortalecimiento del país. Se reclamó la presencia de Li Hongzhang, que se encontraba en uno de sus retiros periódicos obligatorios, para que acudiera a la ciudad japonesa de Shimonoseki a negociar un tratado de paz, con la misión prácticamente imposible de salvar la dignidad china de la catástrofe militar. El bando que se impone en la guerra suele contar con el incentivo de retrasar un pacto, sobre todo si con el paso de los días mejora su posición negociadora. Por ello, Japón remachó el clavo de la humillación de China rechazando una serie de negociadores propuestos por este país, aduciendo que no poseían suficiente rango protocolario, una injuria intencionada dirigida a un imperio que hasta entonces había presentado a sus diplomáticos como personificaciones de las prerrogativas celestiales y, por consiguiente, con independencia de su rango, jerárquicamente por encima del resto.

Las estipulaciones que se trataron en Shimonoseki constituían un escándalo brutal para la imagen que tenía China de su propia preeminencia, pues se vio obligada a ceder Taiwan a Japón; a abandonar la ceremonia tributaria con Corea y a reconocer su independencia (en la práctica, se abrió más a la influencia japonesa); a pagar una importante indemnización de guerra, y a ceder a Japón la península de Liaodong, en Manchuria, en la que se incluían los puertos estratégicos de Dalian y Lushun (Port Arthur). Fue la bala disparada por un nacionalista japonés la que libró a China de unas consecuencias aún más humillantes. El proyectil rozó el rostro de Li en la escena de las negociaciones y avergonzó al gobierno japonés hasta el punto de que cedió en algunas de sus reivindicaciones más radicales.

Li siguió negociando desde su lecho del hospital para demostrar que la humillación no lo doblegaba. Tal vez influyera en su estoicismo el saber que, con el avance de los acuerdos, los diplomáticos chinos se iban acercando a otras potencias con intereses en China, en especial Rusia, cuya expansión por el Pacífico había tenido que abordar la diplomacia china desde el final de la guerra de 1860. Li había previsto la rivalidad entre Japón y Rusia en Corea y Manchuria y, en 1894, había dado órdenes a sus diplomáticos de que trataran a Rusia con gran tiento. En cuanto Li hubo regresado de Shimonoseki, aseguró el liderazgo de Rusia en una «intervención triple» de Rusia, Francia y Alemania, que obligó a Japón a devolver a China la península de Liaodong.

Fue una maniobra de consecuencias trascendentales. La corte del zar puso de nuevo en práctica su ya clásica interpretación de la amistad chino-rusa. Por sus servicios obtuvo unos derechos especiales en otra importante franja de territorio chino. En esta ocasión actuó con suficiente sutileza para no hacer las cosas de forma abierta. Al contrario, tras la triple intervención, se convocó a Li a Moscú para firmar un acuerdo secreto con una cláusula ingeniosa y claramente interesada en la que se estipulaba que, a fin de garantizar la seguridad de China frente a nuevos ataques japoneses, Rusia se ocuparía de construir una prolongación del ferrocarril transiberiano a través de Manchuria. En el pacto secreto, Rusia dio su palabra de no utilizar dicho ferrocarril como «pretexto para invadir territorio chino o cercenar los derechos legales y privilegios de Su Majestad Imperial el emperador de China»,43 que era en realidad lo que Rusia hacía. Indefectiblemente, una vez construido el ferrocarril, los representantes del zar insistieron en que harían falta fuerzas rusas en el territorio colindante para proteger la inversión. En unos años, Rusia se hizo con el control de la zona a la que Japón había tenido que renunciar y de otra importante extensión de terreno.

Aquel fue el legado más polémico de Li. La intervención había impedido los avances de Japón, al menos temporalmente, pero a costa de asentar a Rusia como influencia dominante en Manchuria. El establecimiento de una esfera de influencia del zar en esta zona precipitó una disputa sobre concesiones parecidas entre todas las potencias establecidas. Cada país fue respondiendo a los progresos de los demás. Alemania ocupó Qingdao en la península de Shandong. Francia obtuvo un enclave en Guangdong y consolidó su control sobre Vietnam. Gran Bretaña amplió su presencia en los Nuevos Territorios al otro lado de Hong Kong y se hizo con una base naval frente a Port Arthur.

La estrategia de mantener el equilibrio con los bárbaros había funcionado hasta cierto punto. Ningún país gozaba de un predominio absoluto en China, y con este margen pudo funcionar el gobierno de Pekín. De todas formas, la hábil maniobra de salvar la esencia china recurriendo a las potencias extranjeras para conseguir el equilibrio de poder en el territorio solo podía funcionar si China se mantenía lo suficientemente fuerte para que la tomaran en serio. Por otra parte, el control central que reivindicaba el país ya se estaba desintegrando.

En la década de 1930, las democracias occidentales contemporizaban con Hitler. Solo puede recurrirse a la confrontación cuando el débil está en situación de convertir su derrota en algo difícil de aguantar para el fuerte. De lo contrario, la solución prudente pasa por la reconciliación. Por desgracia, las democracias lo ponían en práctica cuando poseían la fuerza militar. De todas formas, la contemporización tiene también sus riesgos políticos y pone en juego la cohesión social. En efecto, exige que el pueblo mantenga la confianza en sus dirigentes incluso cuando parece que estos ceden ante las exigencias del vencedor.

Este era el dilema que se planteaba Li durante las décadas en las que intentó pilotar la nave de China entre la voracidad europea, rusa y japonesa y el desacierto y la intransigencia de su corte. Las últimas generaciones chinas habían reconocido la habilidad de Li Hongzhang, pero a la vez tenían sentimientos encontrados o se mostraban claramente hostiles en cuanto a las concesiones que había refrendado con su firma, sobre todo respecto a Rusia y Japón, así como por la cesión de Taiwan a este último Estado. Esta política ofendía la dignidad de una sociedad que mantenía su orgullo, aunque por otra parte permitía a China mantener los elementos de su soberanía, algo rebajados, todo hay que decirlo, a lo largo de un siglo de expansión colonial en el que casi todos los países que vivieron esta situación perdieron su independencia. Superaron la humillación simulando adaptarse a ello.

Li resumió el ímpetu de su diplomacia en un sombrío memorial enviado en 1901 a la emperatriz viuda poco antes de que muriera:

Ni que decir tiene que me alegraría mucho que China pudiera entablar una gloriosa y triunfal guerra; sería la satisfacción de mis últimos días ver a las naciones bárbaras subyugadas por fin en sumisa lealtad, obedeciendo con respeto los dictados del trono del Dragón. Por desgracia, no obstante, solo puedo reconocer con pesadumbre que China no está en condiciones de llevar a cabo una empresa de este orden, y que nuestras fuerzas no están capacitadas para abordarla. Planteándonos la cuestión como algo que afecta básicamente a la integridad de nuestro imperio, ¿encontraríamos a alguien tan insensato como para lanzar proyectiles a una rata cerca de una valiosa pieza de porcelana?44

La estrategia de enfrentar a Rusia y Japón en Manchuria creó una rivalidad que llevó a ambas potencias a medirse poco a poco mutuamente. Rusia, en su implacable expansión, acabó con el acuerdo tácito que existía entre quienes explotaban China de mantener un cierto equilibrio entre sus respectivas reivindicaciones y algún remanente de la soberanía china.

Las reivindicaciones encontradas de Japón y Rusia en la zona nororiental de China desencadenaron en 1904 una guerra por la preeminencia, que terminó con la victoria nipona. El Tratado de Portsmouth de 1905 concedió a Japón la posición dominante en Corea y ciertas posibilidades en Manchuria, aunque no tantas como las que hubiera posibilitado una victoria, a raíz de la intervención del presidente estadounidense Theodore Roosevelt. Su mediación al final de la guerra ruso-japonesa sobre la base del principio del poder, insólita en la diplomacia de Estados Unidos, impidió que Japón se apoderara de Manchuria y mantuvo un equilibrio en Asia. Rusia, con problemas en Asia, desplazó de nuevo sus prioridades estratégicas a Europa, un proceso que aceleró el estallido de la Primera Guerra Mundial.

EL LEVANTAMIENTO DE LOS BÓXERS Y EL NUEVO PERÍODO DE LOS REINOS COMBATIENTES

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