China

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Henry Kissinger

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En parte, la razón que explica la determinación estadounidense es que, durante la década de 1950, la mayor parte de los expertos sobre China habían abandonado el Departamento de Estado durante las distintas investigaciones sobre quién «había perdido» China. Por ello, un grupo de expertos sobre la Unión Soviética realmente extraordinarios —entre los que cabe citar a George Kennan, Charles «Chip» Bohlen, Llewellyn Thompson y Foy Kohler— dominaron el pensamiento del Departamento de Estado sin contrapeso alguno, y todos se mostraron convencidos de que un acercamiento a China podía traducirse en una guerra con la Unión Soviética.

De todas formas, aunque se hubieran formulado las preguntas adecuadas, no habría habido oportunidad de comprobar las respuestas. Determinados políticos chinos instaron a Mao a adaptar la política a la nueva situación. En febrero de 1962, Wang Jiaxiang, jefe del Departamento de Contactos Internacionales del Comité Central del Partido Comunista, entregó un informe a Zhou en el que insistía en que un ambiente internacional pacífico ayudaría más a China a crear un Estado socialista más fuerte y una economía de crecimiento más rápido que la postura imperante de confrontación en todas direcciones.34

Mao no quiso oír hablar de ello y respondió:

En nuestro Partido algunos propugnan «las tres moderaciones y una reducción». Dicen que tenemos que ser más moderados frente al imperialismo, más moderados frente a los reaccionarios y más moderados frente a los revisionistas, mientras que deberíamos reducir la ayuda a la lucha de los pueblos de Asia, África y América Latina. Esta es una postura revisionista.35

Mao insistió en la política de desafiar simultáneamente a todos los posibles adversarios. Replicó: «China tiene que luchar contra los imperialistas, los revisionistas y los reaccionarios de todos los países». Y añadió: «Hay que proporcionar más ayuda a los partidos políticos y a los grupos antiimperialistas, revolucionarios y marxista-leninistas».36

Por fin, en el transcurso de la década de 1960, incluso Mao empezó a darse cuenta de que se multiplicaban los posibles peligros para China. A lo largo de sus vastas fronteras, este país se enfrentaba a la Unión Soviética, un enemigo potencial; tenía también en la India a un adversario humillado; debía tener en cuenta el masivo despliegue estadounidense y la guerra de Vietnam, en plena escalada; los autoproclamados gobiernos en el exilio de Taipei y el enclave tibetano del norte de la India; Japón era su adversario histórico; y al otro lado del Pacífico, Estados Unidos, que veía en China a un enemigo implacable. Hasta entonces, las rivalidades entre todos estos países habían evitado un desafío conjunto. Pero ningún estadista prudente podía apostar por la duración de ese comedimiento, sobre todo teniendo en cuenta que la Unión Soviética parecía prepararse para acabar con la intensificación de los retos de Pekín. El presidente pronto tendría que demostrar que sabía ser prudente y al mismo tiempo audaz.

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El camino hacia la reconciliación

Cuando la inusitada pareja formada por Richard Nixon y Mao Zedong decidió optar por el acercamiento, sus dos países estaban sumidos en la agitación. China se consumía en el caos de la Revolución Cultural; el consenso político estadounidense sufría la tensión de un creciente movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam. China se enfrentaba a la perspectiva de la guerra en todas sus fronteras, sobre todo en la septentrional, donde se producían enfrentamientos entre fuerzas soviéticas y chinas. Nixon había heredado una guerra en Vietnam y el imperativo nacional de acabar con ella, aparte de que llegó a la Casa Blanca al final de una década marcada por los asesinatos y los conflictos raciales.

Mao intentó abordar el peligro que corría China recurriendo a una estratagema clásica en su país: enfrentar a los bárbaros entre sí y obtener respaldo de los enemigos situados más lejos para actuar contra los más cercanos. Nixon, fiel a los valores de su sociedad, invocó los principios wilsonianos para proponer que se invitara a China a entrar de nuevo en la comunidad de naciones: «No nos podemos permitir —escribió en un artículo en Foreign Affairs en octubre de 1967— dejar eternamente a China fuera de la comunidad de naciones, alimentando sus fantasías, manteniendo sus odios y amenazando a sus vecinos. Este pequeño planeta no puede tolerar que mil millones de sus habitantes, con posibilidades de ser los más capaces, vivan en un aislamiento cargado de odio».¹

Nixon pasó de una petición de acuerdo diplomático a un llamamiento a la reconciliación. Comparó el desafío diplomático con el problema de la reforma social en las zonas urbanas deprimidas de Estados Unidos: «En un caso y otro, hay que abrir el diálogo; en un caso y otro, hay que contener la agresión y avanzar en la educación; y, algo muy importante, en ninguno de los dos casos nos podemos permitir que los que en la actualidad se han autoexiliado de la sociedad sigan eternamente exiliados».²

La necesidad puede proporcionar el impulso para la estrategia, pero no define automáticamente los medios. Y tanto Mao como Nixon se enfrentaban a enormes obstáculos para iniciar el diálogo, por no hablar de la reconciliación entre Estados Unidos y China. Sus dos países se habían considerado durante veinte años enemigos implacables. China había calificado Estados Unidos de país «capitalista-imperialista», lo que en términos marxistas equivale a la forma última del capitalismo, que, en teoría, solo podía superar sus «contradicciones» mediante la guerra. El conflicto con Estados Unidos era inevitable; la guerra, probable.

La percepción que tenía Estados Unidos era el reflejo de la de China. Diez años de conflictos y semiconflictos militares parecían confirmar la idea nacional de que China, en su función de fuente de la revolución mundial, había decidido expulsar a Estados Unidos de la parte occidental del Pacífico. Los estadounidenses veían a Mao más implacable que los dirigentes soviéticos.

Por todas estas razones, Mao y Nixon tenían que avanzar con cautela. Los primeros pasos podían herir a los compatriotas y exasperar a los aliados. Era un reto especial para Mao en plena Revolución Cultural.

LA ESTRATEGIA CHINA

Si bien en aquellos momentos pocos observadores se dieron cuenta, a partir de 1965 Mao empezó a cambiar ligeramente el tono al hablar de Estados Unidos, y teniendo en cuenta su prestigio, que rayaba en lo divino, un solo matiz podía tener implicaciones de gran alcance. Mao poseía el mejor medio para transmitir sus ideas a Estados Unidos: las entrevistas con el periodista Edgar Snow. Ambos se habían conocido en la década de 1930 en la cuna comunista de Yan’an. Snow había resumido su experiencia en un libro titulado Red Star Over China, que presentaba a Mao como una especie de guerrillero campesino romántico.

En 1965, durante los inicios de la Revolución Cultural, Mao invitó a Snow a Pekín, donde hizo unos comentarios sorprendentes; mejor dicho, lo habrían sido si alguien de Washington les hubiera prestado atención. Mao dijo a Snow: «Lógicamente, me sabe mal que las fuerzas de la historia hayan dividido y separado los pueblos estadounidense y chino de prácticamente todo tipo de comunicación durante los últimos quince años. Hoy en día, el abismo parece más grande que nunca. De todas formas, no creo que esto vaya a acabar en guerra y en una de las peores tragedias de la historia».³

Aquello lo decía el dirigente que durante quince años se había mostrado dispuesto a entablar una guerra nuclear con Estados Unidos y lo había planteado de una forma tan gráfica que tanto la Unión Soviética como sus aliados europeos se habían desvinculado de China. Ahora bien, con la Unión Soviética en una posición amenazadora, Mao estaba más preparado de lo que nadie imaginaba para acercarse a su lejano adversario, Estados Unidos.

En el momento en que Snow realizó la entrevista, se estaba reuniendo el ejército estadounidense en Vietnam, en las proximidades de China. A pesar de que el reto era comparable al que había tenido que enfrentarse Mao en Corea quince años antes, en esta ocasión el dirigente comunista optó por la contención. China se limitó al apoyo fuera del combate, proporcionó material, un gran apoyo moral y unos cien mil soldados para tareas de comunicaciones e infraestructuras en Vietnam del Norte.4 Según Snow, Mao había dejado claro que China solo lucharía contra Estados Unidos en su territorio, en China, y no en Vietnam: «No vamos a iniciar la guerra desde nuestro lado; solo cuando Estados Unidos ataque nos defenderemos. [...] Como ya he dicho antes, que todo el mundo tenga por seguro que no vamos a atacar a los estadounidenses».5

Para que Estados Unidos no se equivocara, Mao repitió que China opinaba que los vietnamitas tenían que hacer frente «a su situación» con su propio esfuerzo: «Los chinos estaban muy ocupados con sus asuntos internos. Luchar más allá de las propias fronteras era una acción criminal. ¿Por qué tenían que hacer aquello los chinos? Vietnam podía asumir su propia situación».6

Mao especuló sobre los posibles resultados de la guerra de Vietnam de la forma en que un científico analiza un hecho natural, no como un dirigente que se plantea un conflicto militar en su frontera. El contraste con las reflexiones de Mao durante la guerra de Corea —cuando vinculó sistemáticamente las cuestiones de seguridad coreanas y chinas— no podía ser más marcado. Entre los posibles resultados que el presidente consideraba aceptables estaba «la celebración de una conferencia, aunque los soldados estadounidenses debían quedarse en Saigón, como en el caso de Corea del Sur», es decir, abogaba por la continuación de dos estados vietnamitas.7 Cualquier presidente estadounidense ante la guerra de Vietnam habría firmado un resultado así.

No existen pruebas de que la entrevista de Snow hubiera sido tema de discusión de alto nivel político en la administración de Johnson, ni de que ninguna otra administración (incluida la de Nixon) que prosiguió con la guerra de Vietnam hubiera considerado importantes las tensiones históricas entre China y Vietnam. Washington siguió considerando a China una amenaza mayor si cabe que la Unión Soviética. En 1965, McGeorge Bundy, asesor de Seguridad Nacional del presidente Johnson, hizo unas declaraciones que plasmaban la opinión de Estados Unidos sobre China en la década de 1960: «La China comunista es un problema bastante distinto [al de la Unión Soviética] y tanto su explosión nuclear [en referencia a la primera prueba nuclear de China, realizada en octubre de 1964] como su actitud agresiva respecto a sus vecinos la convierten en un problema grave para todos los pueblos pacíficos».8

El 7 de abril de 1965, Johnson justificó la intervención estadounidense en Vietnam básicamente alegando resistencia a un plan de coalición entre Pekín y Hanoi: «Sobre esta guerra —y sobre todo el continente asiático— se cierne otra realidad: la prolongada sombra de la China comunista. Pekín espolea a los mandatarios de Hanoi. [...] La contienda de Vietnam forma parte de unas pautas más amplias con objetivos de agresión».9 El secretario de Estado, Dean Rusk, repitió estas reflexiones un año después ante la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara.10

Lo que Mao había explicado a Snow era una especie de renuncia a la revolución mundial de la doctrina tradicional comunista: «Donde haya revolución, haremos declaraciones públicas y organizaremos actos de apoyo a ella. Esto es exactamente lo que molesta a los imperialistas. Es probable que pronunciemos palabras vacías, que disparemos cañones vacíos, pero no enviaremos soldados allí».¹¹

Analizando en retrospectiva las palabras de Mao, uno se pregunta si habrían afectado a la estrategia de la administración de Johnson en Vietnam en caso de haberse tomado en serio. Por otra parte, Mao nunca las tradujo en política oficial formal, pues habría implicado dar marcha atrás a diez años de adoctrinamiento ideológico en un momento en que la pureza ideológica era su grito de batalla en el interior del país y el conflicto con la Unión Soviética se basaba en el rechazo de la política de coexistencia pacífica de Jruschov. Sin embargo, Snow no era el mejor vehículo para una incursión de aquel tipo. En Pekín se confiaba en él, como mínimo hasta el punto en que se confiaba en un estadounidense. Pero en Washington consideraban a Snow un propagandista de Pekín. Para Washington, lo normal habría sido —como lo fue cinco años más tarde— esperar alguna demostración más concreta del cambio de política en China.

Cualquier cálculo estratégico sensato habría indicado que Mao llevaba a China hacia un considerable peligro. Si una de las potencias, Estados Unidos o la Unión Soviética, hubiera atacado a China, la otra se habría hecho a un lado. La logística estaba a favor de la India en el conflicto fronterizo de los dos países, ya que el Himalaya quedaba lejos de los centros de poder de China. Estados Unidos estaba afianzando su presencia militar en Vietnam. Japón, con todo su bagaje histórico, permanecía hostil y se estaba recuperando económicamente.

Fue uno de los pocos períodos en que Mao parecía no estar muy seguro de las opciones que tenía en política exterior. En una reunión en noviembre de 1968 con el dirigente comunista australiano E. F. Hill, se mostró perplejo, en lugar de hablar con su habitual temple a modo de homilía. (Teniendo en cuenta que las maniobras de Mao eran siempre complejas, es posible que también tuviera como objetivo el resto de los dirigentes que iban a leer la transcripción y quisiera comunicarles que estaba estudiando nuevas opciones.) Al parecer, a Mao le inquietaba el hecho de que el período transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial fuera más largo que el de entreguerras, y por ello pensaba que podía avecinarse una catástrofe mundial: «Con todo, actualmente no hay guerra ni revolución. Estamos en una situación que no puede durar».¹² Entonces planteó una pregunta: «¿Sabes qué harán los imperialistas? ¿Iniciarán una guerra mundial? ¿O tal vez no la iniciarán en este momento, sino dentro de poco? ¿Cómo ves la situación con la experiencia que posees en tu propio país y en otros?».¹³ Es decir, ¿China tenía que decidir en aquellos momentos o esperar una vía más prudente?

Sobre todo, lo que Mao quería saber era el significado de lo que posteriormente él mismo denominó «el caos bajo la capa del cielo».

Hay que tener en cuenta la conciencia del pueblo. Cuando Estados Unidos dejó de bombardear Vietnam del Norte, los soldados estadounidenses desplazados en Vietnam se pusieron muy contentos y empezaron a vitorear. Esto indica que no tienen la moral muy alta. ¿Realmente tienen la moral alta los soldados de Estados Unidos? ¿Y los soldados soviéticos? ¿Y los soldados franceses, británicos, alemanes y japoneses? La huelga de estudiantes constituye un nuevo fenómeno en la historia de Europa. Los estudiantes de los países capitalistas no suelen hacer huelga. Pero ahora todo es caos bajo la capa del cielo.14

¿Cuál era, en definitiva, el equilibrio de fuerzas entre China y sus posibles adversarios? ¿Las preguntas sobre la moral de los soldados estadounidenses y europeos implicaban dudas acerca de su capacidad de llevar a cabo la función que les designaba la estrategia china —paradójicamente, muy parecida a la que les atribuía la estrategia de Estados Unidos— para contener el expansionismo soviético? Pero si las tropas de Estados Unidos estaban desmoralizadas y las huelgas de los estudiantes eran un síntoma de una caída en picado de la determinación política general, la Unión Soviética podría erigirse como la potencia mundial dominante. Algunos dirigentes soviéticos hablaban de acuerdo con Moscú.15 Independientemente del resultado de la guerra fría, tal vez la poca moral de Occidente demostraba que por fin se imponía la ideología revolucionaria. ¿Tenía que confiar China en una oleada revolucionaria que derrocara al capitalismo o concentrarse en manipular la rivalidad entre los capitalistas?

No era normal que Mao se planteara preguntas que no implicaran un tanteo al interlocutor o cuya respuesta él mismo conocía aunque hubiera decidido no revelarla aún. Después de alargar un poco más la conversación, acabó la entrevista con la cuestión que le inquietaba más:

Permíteme que te formule una pregunta, que yo intentaré responder y tú harás lo propio. Yo reflexionaré sobre ella y te pediré que lo hagas tú también. Se trata de un tema que tiene una importancia mundial. Una cuestión sobre la guerra. Una cuestión sobre la guerra y la paz. ¿Veremos una guerra o veremos una revolución? ¿La guerra dará paso a la revolución o la revolución evitará la guerra?16

Si la guerra era inminente, Mao tenía que tomar partido: en efecto, él podía ser el primer blanco. Pero si la revolución se extendía por el mundo, Mao tendría que poner en práctica sus convicciones de siempre: la revolución. Mao acabó sus días sin haber decidido del todo cuál era su opción.

Unos meses después, Mao había escogido la vía del futuro inmediato. Su médico informó sobre una conversación que tuvieron en 1969: «Mao me planteó un problema: “Reflexiona sobre esta cuestión”, me dijo un día.“Tenemos a la Unión Soviética en la parte septentrional y occidental, a la India en la meridional y a Japón en la oriental. Si se unieran todos nuestros enemigos y nos atacaran desde el norte, el sur, el este y el oeste, ¿qué opinas que deberíamos hacer?”». Su interlocutor respondió con desconcierto y el presidente siguió: «Reflexiona de nuevo. [...] Más allá de Japón y Estados Unidos. ¿Acaso nuestros antepasados no nos aconsejaron negociar con los países situados más lejos al tiempo que luchábamos con los que teníamos más cerca?».17

Mao retrocedió de puntillas dos décadas de gobernanza comunista con dos salidas: una simbólica y otra práctica. Aprovechó el discurso inaugural de Nixon del 20 de enero de 1969 como una oportunidad para insinuar al pueblo chino que se estaba produciendo una nueva corriente respecto a Estados Unidos. En aquella ocasión, Nixon había hecho una sutil referencia a la apertura hacia China repitiendo el tono de su artículo publicado antes en Foreign Affairs: «Que sepan todas las naciones que durante esta administración mantendremos los canales de diálogo abiertos. Buscamos un mundo abierto: a las ideas, al intercambio de productos y personas, un mundo en el que no haya pueblo, grande o pequeño, que viva en un aislamiento cargado de odio».18

La respuesta china insinuaba que Pekín estaba interesada en acabar con el aislamiento, aunque no tenía prisa por dejar atrás el odio. Los periódicos chinos reprodujeron el discurso de Nixon; desde la toma del poder por parte de los comunistas, ningún discurso de un presidente estadounidense había suscitado tanta atención. De todas formas, no se moderó el tono. En un artículo del 27 de enero, el Diario del Pueblo se mofaba del presidente estadounidense: «Aunque está ya en las últimas, Nixon ha tenido el descaro de hablar de futuro. [...] Un hombre con un pie en la tumba intenta conformarse soñando con el paraíso. Esta es una falsa ilusión y son las últimas convulsiones de una clase moribunda».19

La oferta de Nixon no había pasado desapercibida para Mao; al contrario, se la había tomado tan en serio que la había planteado a su pueblo. A lo que no estaba dispuesto era a solicitar el contacto. Haría falta algo de más peso, sobre todo teniendo en cuenta que un paso adelante de China hacia Estados Unidos podía exacerbar los choques chino-soviéticos en la frontera y convertirlos en algo más peligroso.

Casi al mismo tiempo, Mao empezó a investigar las implicaciones prácticas de su decisión y convocó a cuatro mariscales del Ejército Popular de Liberación —Chen Yi, Nie Rongzhen, Xu Xiang qian y Ye Jianying—, a los que se había purgado durante la Revolución Cultural y asignado a «investigación y estudio» en fábricas de provincias, un eufemismo de trabajo físico.20 Mao pidió a los mariscales un análisis de las opciones estratégicas de China.

Hizo falta que Zhou Enlai convenciera a los mariscales de que no se trataba de una maniobra para hacer que se autoinculparan en la campaña de autorrectificación de la Revolución Cultural. En un mes demostraron lo que China había perdido al prescindir del talento de aquellas personas. Presentaron una reflexiva evaluación de la situación internacional. Tras revisar las posibilidades y las intenciones de los países clave, resumieron así el desafío estratégico de China:

Para los imperialistas estadounidenses y para los revisionistas soviéticos, la amenaza real es la que existe entre ellos. El peligro para los demás países viene de los imperialistas estadounidenses y de los revisionistas soviéticos. Bajo la bandera de oponerse a China, los imperialistas estadounidenses y los revisionistas soviéticos colaboran entre sí y al tiempo luchan entre sí. No obstante, las contradicciones entre ellos no se reducen con la colaboración; al contrario, las hostilidades mutuas son más encarnizadas que nunca.²¹

Esto podría constituir la constatación de la política existente: Mao sería capaz de seguir desafiando al mismo tiempo a las dos superpotencias. Los mariscales mantenían que la Unión Soviética no se atrevería a optar por la invasión por las dificultades a las que tendría que enfrentarse: falta de apoyo popular para una guerra, largas líneas de abastecimiento, inseguridad en las retaguardias y dudas respecto a la actitud de Estados Unidos. Los mariscales resumieron la postura de Estados Unidos con el proverbio chino de «sentarse en lo alto de la montaña a observar una lucha entre dos tigres».²²

Pero unas semanas después, en septiembre, cambiaron de opinión y se inclinaron por otra a la que había llegado Nixon casi simultáneamente. Según el nuevo parecer de los mariscales, en caso de invasión soviética, Estados Unidos no limitaría su papel al de mero espectador. Tendría que tomar partido: «Lo último que querrían los imperialistas estadounidenses es ver la victoria de los revisionistas soviéticos en una guerra entre China y la Unión Soviética, lo que permitiría [a esta] crear un imperio más poderoso que el de Estados Unidos en recursos y personal».²³ Es decir, el contacto con Estados Unidos, por más que se atacara en los medios de comunicación chinos en aquellos momentos, era imprescindible para la defensa del país.

El astuto análisis puede interpretarse básicamente como una conclusión bastante prudente, a pesar de que era audaz respecto a las premisas básicas de la política exterior china durante la Revolución Cultural. Los mariscales animaron al país, en marzo de 1969, a acabar con el aislamiento y a poner freno al aventurismo soviético o estadounidense mediante «la adopción de una estrategia militar de defensa activa y de una estrategia política de ofensiva activa; la puesta en marcha de forma enérgica de actividades diplomáticas, y la ampliación del frente unido internacional antiimperialista y antirrevisionista».24

Se demostró que estas sugerencias generales de que Mao permitiera que China entrara de nuevo en la diplomacia internacional eran insuficientes en una perspectiva más amplia. En mayo de 1969, Mao mandó a sus mariscales a empezar de nuevo con los análisis y las recomendaciones. Por aquel entonces se habían multiplicado ya los choques en la frontera chino-soviética. ¿Cómo iba a responder al peligro que aumentaba día a día? En una explicación posterior, Xiong Xianghui, veterano del servicio de inteligencia y diplomático asignado por Mao como secretario particular de los mariscales, puntualizaba que el grupo se planteó la cuestión de si «desde una perspectiva estratégica, China tenía que jugar la carta estadounidense en caso de producirse un ataque soviético a gran escala en su territorio».25 Después de buscar precedentes sobre un movimiento tan poco ortodoxo, Chen Yi apuntó que el grupo podía estudiar el ejemplo moderno del pacto de no agresión de Stalin con Hitler.

Ye Jianying propuso un precedente mucho más antiguo, del período de los Tres Reinos de China, cuando, después de venirse abajo la dinastía Han, el imperio se dividió en tres estados que luchaban por la supremacía. Estas contiendas se narraban en una epopeya del siglo XIV, el Romance de los Tres Reinos, a la sazón prohibida en China. Ye citó como modelo la estrategia seguida por uno de sus personajes principales: «Podemos recurrir al ejemplo del principio rector de la estrategia de Zhuge Liang, cuando los tres estados de Wei, Shu y Wu se enfrentaron entre ellos:“aliarse a Wu en el este para luchar contra Wei en el norte”».26 Después de haberse pasado décadas vilipendiando el pasado de China, Mao, a petición de los mariscales que habían sufrido la purga, tuvo que buscar inspiración en los «antepasados» chinos en la estrategia de intercambio de alianzas.

Los mariscales siguieron hablando de las posibles relaciones con Estados Unidos, que consideraban un activo estratégico: «En buena medida, la decisión de los revisionistas soviéticos de lanzarse a una guerra contra China depende de la actitud de los imperialistas estadounidenses».27 Dieron un paso intelectualmente audaz y políticamente peligroso al recomendar la reanudación de las conversaciones entre embajadores con Estados Unidos, bloqueadas desde hacía tiempo. A pesar de que se inclinaron ante la doctrina establecida, que consideraba a las dos superpotencias un peligro idéntico para la paz, la recomendación de los mariscales dejó bastante claro que el principal peligro venía de la Unión Soviética. El mariscal Chen Yi presentó un anexo a la opinión de sus camaradas. Precisó que si bien Estados Unidos había rechazado en el pasado la apertura hacia China, el nuevo presidente, Richard Nixon, parecía impaciente por «ganarse a su país»:28 pasar el diálogo entre embajadores chino-estadounidenses a un nivel superior, como mínimo ministerial y tal vez más alto. Y aún más revolucionaria fue la propuesta de abandonar la condición previa de que de entrada había que resolver la devolución de Taiwan:

En primer lugar, cuando se hayan reanudado las reuniones en Varsovia [las conversaciones entre embajadores], puede abordarse la iniciativa de proponer unas conversaciones chino-estadounidenses de ámbito ministerial o incluso de más alto rango, de forma que puedan resolverse en las relaciones entre los dos países los problemas básicos y los relacionados con ellos. [...] En segundo lugar, una reunión chino-estadounidense al más alto nivel tiene una importancia estratégica. No debemos plantear ningún requisito previo. [...] La cuestión de Taiwan puede resolverse paulatinamente en las conversaciones al más alto nivel. Por otra parte, podemos tratar con Estados Unidos otras cuestiones de importancia estratégica.29

La presión soviética intensificó el pulso. Frente al aumento de las concentraciones de soldados soviéticos y a una seria batalla en la frontera de Xinjiang, el 28 de agosto, el Comité Central del Partido Comunista chino ordenó la movilización de todas las unidades militares chinas a lo largo de las fronteras del país. La reanudación de los contactos con Estados Unidos se había convertido en una necesidad estratégica.

LA ESTRATEGIA ESTADOUNIDENSE

Cuando Richard Nixon juró el cargo, los problemas de China le brindaron una extraordinaria oportunidad estratégica, aunque en un principio no fue algo tan obvio para una administración dividida por la cuestión de Vietnam. Buena parte de la élite política que había tomado la decisión de defender Indochina contra lo que consideraban un ataque conjunto de Moscú y Pekín empezó a dudar. Una parte importante de la clase dirigente —lo suficientemente importante para complicar una política efectiva— había llegado a la conclusión de que la guerra de Vietnam no era tan solo imposible de ganar, sino que además reflejaba un fracaso moral congénito del sistema político estadounidense.

Nixon no creía que podía ponerse punto final a una guerra en la otra parte del mundo, a la que sus predecesores habían enviado a medio millón de soldados, echándose atrás de manera incondicional, como pedían la mayoría de los críticos. El mandatario estadounidense se tomó en serio los compromisos de quienes le habían precedido, de un partido y otro, cuyas decisiones le habían llevado a los dilemas a los que se enfrentaba en aquellos momentos. Nixon era consciente de que, aunque su implicación en Vietnam supusiera un calvario, Estados Unidos seguía siendo el país más fuerte del mundo en la alianza contra la agresión comunista y que la credibilidad de su país era fundamental. La administración de Nixon —en la que colaboré como asesor de Seguridad Nacional y posteriormente como secretario de Estado— buscó, por consiguiente, una retirada gradual de Indochina para proporcionar a los habitantes de la región la oportunidad de configurar su propio futuro y mantener la fe del mundo en el papel desempeñado por Estados Unidos.

Los críticos de Nixon equipararon un nuevo planteamiento en la política exterior a una sola cuestión: la retirada incondicional de la guerra de Vietnam, dejando a un lado a los millones de indochinos que habían confiado en la palabra dada por Estados Unidos y a tantos países que se habían unido al esfuerzo a instancias de este país. Nixon se había comprometido a acabar la guerra, pero con la misma firmeza había contraído la obligación de ofrecer a su país un papel dinámico en la nueva configuración del orden internacional que iba surgiendo paulatinamente. Nixon intentó afianzar la política estadounidense contra las oscilaciones entre los extremos del compromiso y la retirada y cimentar una idea de interés nacional que pudiera mantenerse con el paso de las sucesivas administraciones.

En esta composición, el papel de China era clave. Los dirigentes de los dos países veían sus respectivas metas desde perspectivas diferentes. Mao consideraba el acercamiento como un imperativo estratégico; Nixon, como una oportunidad de redefinir el planteamiento estadounidense sobre política exterior y liderazgo internacional. Pretendía utilizar la apertura hacia China para demostrar a su pueblo, incluso en medio de una guerra agotadora, que Estados Unidos estaba en una posición ideal para planear una paz duradera. Él y sus colaboradores más próximos intentaron restablecer el contacto con una quinta parte de la población mundial a fin de situar en su contexto y aliviar el malestar de una retirada inevitablemente imperfecta de un extremo del sudeste asiático.

En este punto es en el que convergieron Mao, el defensor de la revolución permanente, y Nixon, el estratega pesimista. Mao estaba convencido de que con visión y fuerza de voluntad podían superarse todos los obstáculos. Nixon se había consagrado a una esmerada planificación, a pesar de que le atormentaba el temor a que incluso los planes mejor trazados pudieran fracasar a causa del azar. De todas formas, los llevó a la práctica. Mao y Nixon tenían un distintivo común fundamental: la disposición de seguir la lógica general de sus reflexiones e instintos hasta las últimas consecuencias. Nixon tenía tendencia a ser más pragmático. Una de las máximas que repetía con frecuencia era: «Se paga lo mismo por hacer algo a medias que por acabarlo. Por tanto, es mejor acabarlo». Lo que Mao llevaba a cabo con una vitalidad elemental, Nixon lo ejecutaba resignadamente, consciente del funcionamiento y los dictados del destino. Pero cuando emprendía un camino, lo seguía con la misma determinación.

Dadas las necesidades de la época, era inevitable que China y Estados Unidos encontraran el modo de unirse. El acercamiento se habría producido tarde o temprano, independientemente de quién dirigiera ambos países. Sin embargo, se llevó a cabo con tanta decisión y tan pocos rodeos gracias al liderazgo de los dos. No está en la mano de los dirigentes crear el contexto en el que van a operar. Su contribución específica es la de funcionar al límite de lo que permite una situación determinada. Si se exceden los límites, se produce el choque; si uno se queda corto, la política se estanca. Y cuando se trabaja con firmeza pueden crearse nuevas relaciones capaces de aguantar durante todo un período histórico, pues las dos partes lo consideran de interés propio.

LOS PRIMEROS PASOS: ENFRENTAMIENTOS EN EL RÍO USSURI

Si bien al final se produjo la reconciliación, Estados Unidos y China no lo tuvieron fácil para encontrar la vía de un diálogo estratégico. El artículo de Nixon en Foreign Affairs y el estudio llevado a cabo por los cuatro mariscales de Mao tuvieron unas consecuencias paralelas, aunque el avance real de ambas partes pudiera verse frenado por complicaciones internas, por la experiencia histórica y por las distintas percepciones culturales. Los pueblos de ambos países habían vivido veinte años de hostilidad y recelos; tenían que estar preparados para una revolución diplomática.

El problema táctico era más complicado para Nixon que para Mao. En cuanto este tomaba una decisión, podía ponerla en práctica sin detenerse ante nada. Todos sus opositores recordaban el destino de los críticos anteriores. Nixon, en cambio, tenía que superar un legado de veinte años de política exterior estadounidense basada en la premisa de que China utilizaría todas las oportunidades posibles para debilitar a Estados Unidos y expulsarlo de Asia. Una vez que hubo entrado en la Casa Blanca, este punto de vista había cuajado y se había convertido en una doctrina establecida.

Por consiguiente, Nixon tuvo que mostrarse cauteloso ante la posibilidad de que la apertura diplomática hacia China resultara ser propaganda sin un cambio de planteamiento serio por parte de Pekín. En efecto, esta era una posibilidad clara, puesto que el único punto de contacto que habían tenido estadounidenses y chinos en veinte años habían sido las conversaciones entre embajadores en Varsovia, cuyas reuniones se habían caracterizado sobre todo por su ritmo estéril y monótono. Había que informar sobre cada uno de los pasos a veinticuatro miembros del congreso y podían perderse nuevos planteamientos en los apremios contradictorios de la información de unos quince países a los que se mantenía informados sobre las conversaciones de Varsovia y entre los que se incluía Taiwan, que muchos, Estados Unidos entre ellos, reconocían aún como gobierno legítimo de China.

La planificación general de Nixon se convirtió en una oportunidad a raíz del enfrentamiento entre las fuerzas soviéticas y chinas en la isla de Zhenbao (Damanski) en el río Ussuri, donde Siberia linda con China. El conflicto no habría llamado la atención de la Casa Blanca con tanta rapidez si el embajador soviético, Anatoli Dobrinin, no hubiera acudido en repetidas veces a mi despacho a comunicarme la versión soviética de lo sucedido. En aquel gélido período de la guerra fría era algo insólito que la Unión Soviética nos informara de unos hechos que se apartaban tanto del diálogo habitual que manteníamos, en realidad, de cualquier hecho. Sacamos la conclusión de que la Unión Soviética era probablemente el país agresor y que las informaciones, cuando había pasado apenas un año desde la ocupación de Checoslovaquia, encubrían un plan más amplio. Confirmó la sospecha un estudio sobre los enfrentamientos en la frontera llevado a cabo por Allen Whiting, de RAND Corporation.Whiting llegó a la conclusión de que probablemente habían agredido los soviéticos, pues los incidentes se habían producido cerca de las bases de aprovisionamiento de estos y lejos de las chinas, y también de que el siguiente paso podría ser el ataque a las instalaciones nucleares chinas. Si era inminente una guerra chino-soviética, había que establecer una postura gubernamental estadounidense. Como asesor de Seguridad Nacional, pedí un informe interdepartamental.

Resultó que el análisis sobre las causas inmediatas de los enfrentamientos era erróneo, al menos en lo referente al incidente de Zhenbao. Fue un caso de análisis equivocado que llevó a una evaluación correcta. Los estudios históricos recientes revelan que, en efecto, el incidente de Zhenbao fue provocado por los chinos, como afirmó Dobrinin; habían tendido una trampa y una patrulla fronteriza soviética sufrió en ella un gran número de víctimas.30 Sin embargo, el objetivo chino era de defensa, de acuerdo con el concepto de prevención que se ha explicado en el capítulo anterior. Los chinos planificaron el incidente para conseguir que los mandos soviéticos acabaran con una serie de contiendas a lo largo de la frontera, iniciadas probablemente por los soviéticos, que en Pekín se consideraban hostigamiento. La idea de prevención ofensiva implica una estrategia de anticipación basada no tanto en la derrota militar del adversario como en asestarle un golpe psicológico que le obligue a desistir de su empeño.

En realidad, la acción china tuvo el efecto contrario. Los soviéticos intensificaron el hostigamiento en toda la frontera hasta el punto de acabar con un batallón chino en Xinjiang. En esta tesitura, a partir del verano de 1969 Estados Unidos y China iniciaron un intercambio de gestos encubiertos. Estados Unidos aligeró algunas restricciones comerciales secundarias de China. Zhou Enlai liberó a dos navegantes estadounidenses a los que habían detenido mientras se encontraban perdidos en aguas chinas.

Durante el verano de 1969 se multiplicaron los indicios que presagiaban una guerra entre China y la Unión Soviética. En la frontera china aumentó el contingente militar hasta llegar a cuarenta y dos divisiones, es decir, más de un millón de soldados chinos. Hubo cargos intermedios del funcionariado soviético que iniciaron consultas con homólogos de otros países a fin de sondear cómo reaccionarían sus gobiernos ante un ataque preventivo en instalaciones nucleares chinas.

Los hechos llevaron al gobierno de Estados Unidos a considerar con más premura un posible ataque soviético a gran escala en China. La propia investigación se opuso a la experiencia de los responsables de política exterior durante la guerra fría. Durante toda una generación, China se había considerado el más belicoso de los dos gigantes comunistas. Jamás se había planteado que Estados Unidos pudiera tomar partido en una guerra entre ellos; el hecho de que los dirigentes chinos estudiaran compulsivamente las posibles reacciones de Estados Unidos demostraba hasta qué punto el largo período de aislamiento había influido en su comprensión del proceso de toma de decisiones en Estados Unidos.

No obstante, Nixon había decidido definir la política por medio de consideraciones geopolíticas, y en ese sentido, cualquier cambio fundamental en el equilibrio de poder tenía que referirse cuando menos a una actitud estadounidense, y, en caso de ser importante, a una estrategia. Si decidíamos mantenernos al margen, teníamos que hacerlo a raíz de una decisión consciente y no como último recurso. En una reunión del Consejo de Seguridad Nacional de agosto de 1969, Nixon optó por una actitud, aunque todavía no por una política. Presentó la entonces sorprendente tesis de que, en las circunstancias de aquellos momentos, la Unión Soviética era la parte más peligrosa y que una guerra chino-soviética en la que China quedara «aplastada» iría contra los intereses estadounidenses.³¹ Entonces no se habló de lo que significaba aquello en la práctica. Lo que habría implicado para cualquiera que estuviera familiarizado con el razonamiento de Nixon era que, en la cuestión de China, la geopolítica mandaba sobre otras consideraciones. Con esta política en mente, publiqué una directriz en la que estipulaba que en caso de conflicto entre la Unión Soviética y China, Estados Unidos adoptaría una postura de neutralidad, si bien en este marco se inclinaría al máximo hacia China.³²

Fue un momento revolucionario para la política exterior de Estados Unidos: un presidente del país declaraba que tenía un interés estratégico en la supervivencia de un importante Estado comunista con el que no había tenido contactos significativos durante veinte años y contra el que había librado una guerra y había participado en dos confrontaciones militares. ¿Cómo iba a transmitirse aquella decisión? Hacía meses que no se convocaban las conversaciones de Varsovia entre embajadores y, por otra parte, estas habrían tenido poco nivel para presentar un plan de tal magnitud. Por consiguiente, la administración decidió pasar al otro extremo y hacer pública la decisión de Estados Unidos de considerar el conflicto entre los dos gigantes comunistas como una cuestión que afectaba a los intereses del país.

En medio de un martilleo de belicosas declaraciones soviéticas en distintos foros con la amenaza de la guerra, se dio instrucciones a los responsables estadounidenses de que Estados Unidos no se mostraba indiferente ante el problema ni permanecería pasivo. Se pidió a Richard Helms, director de la Agencia Central de Inteligencia, que elaborara un informe base, y en él reveló que al parecer las autoridades soviéticas sondeaban a otros líderes comunistas sobre su actitud ante un ataque preventivo en instalaciones nucleares chinas. El 5 de septiembre de 1969, el subsecretario de Estado, Elliot Richardson, habló categóricamente en un discurso pronunciado en la American Political Science Association: «No nos incumben las diferencias ideológicas entre los dos gigantes comunistas. Sin embargo, no podemos sino experimentar una profunda preocupación por la intensificación del problema, que puede abrir una enorme brecha en la paz y la seguridad internacionales».³³ En el ámbito de la guerra fría, las declaraciones de Richardson advertían de que fuera cual fuese la opción escogida por Estados Unidos, no sería la vía de la indiferencia, sino que actuaría según sus intereses estratégicos.

Cuando se esbozaron estas medidas, su principal objetivo era crear un marco psicológico para la apertura hacia China. Comoquiera que desde entonces he leído muchos documentos publicados por las principales partes, me inclino a pensar que la Unión Soviética estaba más dispuesta de lo que creíamos a llevar adelante un ataque preventivo y que, si se pospuso el proyecto, en buena medida fue por la incertidumbre sobre la reacción estadounidense. Hoy está claro, por ejemplo, que en octubre de 1969 Mao vio tan inminente el ataque que ordenó a todos los dirigentes (a excepción de Zhou, imprescindible para llevar el timón del gobierno) que se dispersaran por el país y se pusieran en alerta las fuerzas nucleares chinas, por insignificantes que pudieran parecer en aquellos momentos.

Ya fuera a consecuencia de las advertencias de Estados Unidos o de la propia dinámica interna del mundo comunista, las tensiones entre China y la Unión Soviética aflojaron durante aquel año y fue disminuyendo la amenaza de guerra. El primer ministro soviético, Alexéi Kosiguin, que se había desplazado en septiembre a Hanoi a los funerales de Ho Chi Minh vía la India en lugar de vía China —una ruta mucho más larga—, cambió de pronto su viaje de vuelta cuando ya estaba en el aire para dirigir el avión hacia Pekín, en una de las espectaculares iniciativas que toman los países cuando desean dar un ultimátum o iniciar una nueva fase. En este caso no fue ni lo uno ni lo otro; mejor dicho, profundizando en la perspectiva, ambas cosas. Kosiguin y Zhou estuvieron reunidos durante tres horas en el aeropuerto de Pekín, un recibimiento que no podría calificarse de caluroso para un primer ministro de un país que técnicamente seguía siendo un aliado. Zhou Enlai presentó un proyecto de acuerdo en el que se estipulaban retiradas mutuas en posiciones discutidas de la frontera septentrional, así como otras medidas para calmar las tensiones. Kosiguin tenía que rubricar el documento en su viaje de vuelta a Moscú. No lo hizo. Las tensiones alcanzaron su punto álgido en octubre, cuando Mao ordenó al principal dirigente de China que saliera de Pekín y el ministro de Defensa, Lin Biao, puso a los militares en disposición de «alerta máxima».34

Se había abierto una vía para los contactos chino-estadounidenses. Cada una de las partes hacía lo imposible para que nadie pensara que había dado el primer paso: Estados Unidos, porque carecía de foro en el que situar en una posición formal la estrategia presidencial, y China, porque no quería demostrar debilidad frente a las amenazas. Todo ello se tradujo en un minué tan intrincado que una parte y otra de la pareja siempre podía afirmar que no existía contacto, y tan estilizado que nadie cargaba con la responsabilidad de una iniciativa que podía ser rechazada y con tantas elipsis que podían seguir las relaciones políticas existentes sin necesidad de consultar un guión aún por escribir. Entre noviembre de 1969 y febrero de 1970 hubo como mínimo diez ocasiones en las que los diplomáticos estadounidenses y chinos de distintas capitales del mundo cruzaron unas palabras, algo destacable, pues hasta aquellos momentos siempre se habían evitado. Se rompió el bloqueo cuando transmitimos órdenes a Walter Stoessel, embajador de Estados Unidos en Varsovia, de entrar en contacto con los diplomáticos chinos en la siguiente reunión social que se celebrara para expresarles nuestro deseo de diálogo.

Se estableció como lugar de encuentro un desfile de modelos yugoslavo en la capital polaca. Los diplomáticos chinos allí presentes, que no habían recibido instrucción alguna, huyeron del lugar. El relato que el cónsul hizo del incidente demuestra hasta qué punto estaban restringidas las relaciones. En una entrevista que le hicieron años más tarde, explicó que aquel día había visto a dos estadounidenses que hablaban y señalaban al grupo chino desde la otra parte del salón; aquel detalle hizo que los chinos se levantaran y abandonaran el recinto, por miedo a verse obligados a entablar conversación. Los estadounidenses, decididos a cumplir con las instrucciones recibidas, los siguieron. Los diplomáticos chinos, desesperados, apretaron el paso y los estadounidenses echaron a correr tras ellos, gritando en polaco (la única lengua que comprendían todos): «Somos de la embajada estadounidense. Queremos reunirnos con vuestro embajador. [...] El presidente Nixon ha dicho que quería reanudar las conversaciones con los chinos».35

Quince días después, el embajador chino en Varsovia invitó a Stoessel a una reunión en la embajada china para preparar la reanudación de las conversaciones de Varsovia. Se abrió de nuevo el foro e inevitablemente surgieron cuestiones fundamentales. ¿De qué iban a hablar las dos partes? ¿Con qué finalidad?

Aquello sacó a la luz las diferencias sobre tácticas y estilo de negociación entre los dirigentes chinos y estadounidenses, como mínimo respecto a la clase dirigente diplomática de Estados Unidos que había supervisado las conversaciones de Varsovia durante más de cien reuniones infructuosas. Las diferencias habían quedado disimuladas mientras ambas partes veían el punto muerto como algo positivo para sus objetivos: China iba a reclamar que Taiwan pasara a soberanía china; Estados Unidos propondría renunciar a la fuerza ante lo que presentaba como un conflicto entre dos partes chinas.

En el momento en que unos y otros buscaron la forma de avanzar, la diferencia en el estilo de negociación pasó a convertirse en algo importante. Los negociadores chinos utilizan la diplomacia para enlazar elementos políticos, militares y psicológicos en un plan estratégico. Para ellos, la diplomacia es la elaboración de un principio estratégico. No atribuyen significado específico al proceso de negociación como tal; tampoco consideran que la apertura de una negociación concreta constituya un acontecimiento transformativo. No consideran que las relaciones personales puedan afectar a sus opiniones, aunque pueden recurrir a vínculos personales para facilitar sus tareas. No ven problemas emocionales en los bloqueos; consideran que son mecanismos inevitables en la diplomacia. Valoran la buena voluntad solo cuando sirve para un objetivo o una táctica definibles. Y con toda la paciencia del mundo se plantean la perspectiva de futuro ante interlocutores impacientes, convirtiendo así el tiempo en su aliado.

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