China

China


Henry Kissinger

Página 21 de 31

Me invitó a visitar de nuevo China. Dije que lo haría cuando su país se hubiera repuesto de la Revolución Cultural. Eso, dijo, llevará mucho tiempo. Comenté que no tendrían muchos problemas en tomar la delantera y sacar mejores resultados que Singapur, pues nosotros éramos los descendientes de los campesinos analfabetos y sin tierra de Fujian y Cantón, mientras que ellos procedían de eruditos, mandarines y personas cultas que se habían quedado en su país. Él permaneció en silencio.30

Lee rindió homenaje al pragmatismo de Deng y a su voluntad de aprender a partir de la experiencia; también aprovechó la oportunidad para expresar algunas de las inquietudes del sudeste asiático que tal vez no se filtrarían a través de la criba burocrática y diplomática de China:

China pretendía que los países del sudeste asiático se unieran a su país para aislar al «oso ruso»; en realidad, nuestros vecinos querían que nos uniéramos para poder aislar al «dragón chino». No existían «rusos extranjeros» en el sudeste asiático que dirigieran insurrecciones comunistas con el apoyo de la Unión Soviética y, en cambio, sí había «chinos extranjeros» alentados y apoyados por el Partido Comunista de China y por su gobierno que representaban una amenaza para Tailandia, Malaisia, Filipinas y, en menor medida, para Indonesia. Por otro lado, China declaraba abiertamente su relación especial con los chinos extranjeros por razón de vínculos de sangre y apelaba directamente a su patriotismo por encima de los gobernantes de los países de los que eran ciudadanos. [...] Le sugerí que habláramos de cómo resolver este problema.³¹

Resultó que Lee tenía razón. Los países del sudeste asiático, a excepción de Singapur, se comportaron con gran precaución a la hora de enfrentarse a la Unión Soviética o a Vietnam. No obstante, Deng consiguió sus objetivos básicos: sus múltiples declaraciones públicas constituyeron una advertencia sobre una posible iniciativa china para poner remedio a la situación. Algo pensado para que no pasara desapercibido a Estados Unidos, la pieza básica del plan de Deng. Esta estrategia exigía una definición mejor perfilada de la relación con Estados Unidos.

LA VISITA DE DENG A ESTADOS UNIDOS Y LA NUEVA DEFINICIÓN DE LA ALIANZA

Se anunció la visita de Deng a Estados Unidos como la celebración de la normalización de relaciones entre ambos países y para inaugurar una estrategia común que, partiendo del comunicado de Shanghai, afectaba básicamente a la Unión Soviética.

Demostró asimismo la habilidad especial de la diplomacia china: la de crear la impresión de apoyo por parte de unos países que en realidad no habían aceptado ese papel o ni siquiera se les había pedido que lo representaran. El modelo había surgido veinte años antes, durante la crisis de las islas costeras. Mao empezó a bombardear Quemoy y Mazu en 1958, tres semanas después de la tensa visita de Jruschov a Pekín, con lo que creó la impresión de que Moscú había aceptado de antemano la actuación de Pekín, y no era así. Eisenhower había llegado al punto de acusar a Jruschov de colaborar en el fomento de la crisis.

Siguiendo la misma táctica, antes de iniciar la guerra con Vietnam, Deng efectuó una importante visita a Estados Unidos. Ni en un caso ni en otro, China pidió colaboración para su inminente esfuerzo militar. Al parecer, no se había informado a Jruschov sobre la operación de 1958 y el dirigente soviético se irritó al encontrarse ante el peligro de una guerra nuclear; Washington recibió información sobre la invasión de 1979 después de la llegada de Deng a Estados Unidos, pero no le proporcionó apoyo explícito y limitó su función a la de compartir tareas de inteligencia y coordinación diplomática. En las dos ocasiones, Pekín consiguió crear la impresión de que sus iniciativas contaban con el beneplácito de una de las superpotencias, lo que frenaba la intervención de la otra. En el marco de esta sutil y audaz estrategia, en 1958 la Unión Soviética se había visto incapaz de evitar el ataque chino en las islas de la costa; en cuanto a Vietnam, no sabía lo que se había acordado durante la visita de Deng y probablemente daba por sentado lo peor.

En este sentido, la visita de Deng a Estados Unidos fue una especie de espectáculo de sombras chinescas, uno de cuyos objetivos fue intimidar a la Unión Soviética. La semana que pasó el mandatario chino en Estados Unidos constituyó una cumbre diplomática, combinada con un viaje de negocios, la gira de una campaña política y la guerra psicológica de cara a la tercera guerra de Vietnam. En aquellos días estuvo en Washington, Atlanta, Houston y Seattle y se produjeron escenas inimaginables en la época de Mao. En una cena oficial en la Casa Blanca, el 29 de enero, el mandatario de la «China Roja» compartió mantel con los dirigentes de Coca-Cola, PepsiCo y General Motors. En una gala organizada en el Centro John F. Kennedy, el menudo viceprimer ministro estrechó la mano a los miembros del equipo de baloncesto de los Harlem Globetrotters.³² Deng, tocado con un Stetson y a bordo de una diligencia, se exhibió ante los asistentes a un rodeo y una barbacoa en Simonton, Texas.

Durante toda la visita, Deng insistió en la necesidad de conseguir tecnología extranjera y desarrollar la economía del país. A petición de él, sus anfitriones le organizaron un recorrido por fábricas e instalaciones tecnológicas, entre las que destacaba la planta de montaje de la Ford en Hapeville, Georgia, la Hughes Tool Company, de Houston (donde Deng inspeccionó las barrenas de perforación para prospecciones petrolíferas cerca del litoral) y la planta de fabricación de Boeing en Seattle. Al llegar a Houston, Deng manifestó su deseo de «aprender de la avanzada experiencia del país en el sector del petróleo y otros».³³ Deng hizo unas declaraciones optimistas respecto a las relaciones chino-estadounidenses. Insistió: «Quiero conocerlo todo sobre la vida de Estados Unidos» y «absorber todo lo que pueda beneficiarnos».34 En el Centro Espacial Lyndon B. Johnson de Houston, Deng pasó mucho tiempo en el simulador de vuelo de una lanzadera espacial. Uno de los informativos difundió las imágenes.

Deng Xiaoping, que utiliza su viaje a Estados Unidos para exagerar el entusiasmo de su país respecto al avance de la tecnología, hoy ha montado en la cabina de un simulador de vuelo para descubrir la sensación de aterrizar en la nave espacial estadounidense más avanzada desde una altura de 30.000 metros.

El viceprimer ministro chino [Deng] parecía tan fascinado con la experiencia que hizo un segundo aterrizaje y ni siquiera entonces parecía dispuesto a abandonar el simulador.35

Aquello quedaba a miles de leguas de la estudiada indiferencia del emperador de la dinastía Qing ante los regalos y las promesas comerciales de Macartney o de la estricta insistencia de Mao sobre la autarquía económica. En la reunión que mantuvo con el presidente Carter el 29 de enero, Deng explicó la política de las cuatro modernizaciones de China, presentada por Zhou en su última aparición en público, en la que prometía poner al día los sectores agrícola, industrial, científico y tecnológico y de defensa nacional. Todo aquello quedaba subordinado al objetivo primordial de la visita de Deng: crear una alianza de facto entre Estados Unidos y China. Este fue su resumen:

Señor presidente, usted nos pidió que esbozáramos nuestra estrategia. Para llevar adelante nuestras cuatro modernizaciones necesitamos un largo período de paz en nuestro entorno. Pero ahora mismo estamos convencidos de que la Unión Soviética iniciará una guerra. Ahora bien, si actuamos de forma correcta y adecuada, tal vez podamos posponerla. China espera postergar la guerra por un espacio de veintidós años.36

Partiendo de esta base, no recomendamos la creación de una alianza formal; al contrario, cada cual debe actuar desde su punto de vista, coordinar las actividades y adoptar las medidas necesarias. Es una meta que puede alcanzarse. Si resulta que nuestros esfuerzos son inútiles, la situación será cada vez más vacía de contenido.37

Aquello de actuar como aliados sin constituir una alianza era empujar el realismo al extremo. Si todos los dirigentes eran estrategas competentes y reflexionaban de manera profunda y sistemática sobre logística, iban a llegar a las mismas conclusiones. No hacían falta las alianzas; la lógica de sus análisis conduciría a direcciones semejantes.

Pero dejando a un lado las diferencias sobre historia y geografía, ni siquiera los dirigentes que defienden posturas similares llegan necesariamente a unas conclusiones idénticas, sobre todo si se encuentran bajo tensión. El análisis depende de la interpretación; existen diferencias de criterio sobre lo que constituye un hecho, y mucho más sobre su significado. Así pues, los países han establecido alianzas, instrumentos formales que protegen los intereses comunes en la medida de lo posible, respecto a circunstancias externas o presiones internas; con ello crean una obligación adicional de llevar a cabo cálculos sobre el interés nacional. Al mismo tiempo proporcionan la obligación legal de justificar la defensa común, a la que puede apelarse en un momento de crisis. Por fin, las alianzas reducen —siempre que se aborden con seriedad— el peligro del error de cálculo por parte del posible adversario y, por consiguiente, añaden un elemento de cuantificación en la gestión de la política exterior.

Deng —así como la mayoría de los dirigentes chinos— consideraba que no hacía falta una alianza formal en las relaciones entre Estados Unidos y China y que, en definitiva, no iba a suponer ventaja alguna para su política exterior. Estaban preparados para confiar en los acuerdos tácitos. De todas formas, en la última frase de Deng insinuaba un aviso. Si no podían definirse ni convertirse en realidad unos intereses similares, la relación se convertiría en algo «vacío», es decir, se iría marchitando, y probablemente China volvería a la idea de los tres mundos de Mao —que seguía siendo la política oficial— a fin de que el país pudiera moverse entre las superpotencias.

Los intereses similares, en la perspectiva de Deng, iban a expresarse en un acuerdo informal a escala mundial en el que la Unión Soviética entraría en Asia mediante la colaboración político-militar con objetivos análogos a los de la OTAN en Europa. Sería algo menos estructurado, que dependería en buena parte de la relación bilateral entre China y Estados Unidos. También se basaría en una doctrina geopolítica distinta. La OTAN pretendía unir a sus asociados, sobre todo en la resistencia contra la agresión soviética; evitaba claramente cualquier alusión a la anticipación militar. La doctrina estratégica de la OTAN, centrada en evitar la confrontación diplomática, era exclusivamente defensiva.

Lo que proponía Deng era en definitiva una política de prevención; se trataba de un aspecto de la doctrina disuasoria ofensiva de China. Había que ejercer presión contra la Unión Soviética en toda su periferia y en especial en las regiones en las que últimamente había extendido su presencia, en particular el sudeste asiático e incluso África. Si hacía falta, China estaba preparada para poner en marcha la acción militar encaminada a frustrar los designios soviéticos, sobre todo en el sudeste asiático.

La Unión Soviética, advirtió Deng, nunca se comprometerá con acuerdos; su país, según él, solo entendía el lenguaje de la fuerza compensatoria. El estadista romano Catón el Viejo se hizo famoso por acabar siempre sus discursos con un claro llamamiento: Carthago delenda est («Hay que destruir Cartago»). Deng tenía su propia exhortación: Hay que oponer resistencia a la Unión Soviética. En todas sus alocuciones se encontraba siempre alguna variación de la admonición en la que especificaba que la naturaleza inalterable de Moscú llevaría a esta potencia a «intentar meterse donde encontrara una brecha».38 Como dijo Deng al presidente Carter: «En cuanto la Unión Soviética introduzca un dedo en ella, hay que cortárselo de raíz».39

El análisis de Deng sobre la situación estratégica incluía una declaración dirigida a la Casa Blanca en la que se precisaba que China pretendía entrar en guerra con Vietnam porque había deducido que este país no iba a detenerse en Camboya. «La denominada federación indochina ha de incluir más de tres estados —advirtió Deng—. Es una idea que acariciaba Ho Chi Minh. Los tres estados no son más que el primer paso. Después habrá que incorporar Tailandia.»40 Deng declaró que China tenía la obligación de pasar a la acción. No podía quedarse esperando los acontecimientos; en cuanto se hubieran producido ya sería demasiado tarde.

Deng dijo a Carter que se había planteado la «peor posibilidad», una intervención soviética masiva, como parecía exigir el nuevo tratado de defensa entre Moscú y Hanoi. En efecto, los informes indicaban que Pekín había evacuado unos 300.000 civiles de sus territorios fronterizos septentrionales y había situado sus fuerzas a lo largo de la línea divisoria chino-soviética en estado de máxima alerta.41 Pero, siguió contando Deng a Carter, Pekín consideraba que una guerra breve y limitada no proporcionaría a Moscú tiempo para «una reacción de envergadura» y que las condiciones del invierno dificultarían un ataque soviético a gran escala en el norte de China. Deng insistió en que China «no tenía miedo», pero necesitaba «el apoyo moral de Washington»,42 y eso añadía una ambigüedad suficiente sobre los planes estadounidenses para proporcionar tiempo de reflexión a la Unión Soviética.

Un mes después de la guerra, Hua Guofeng me explicaba el minucioso análisis estratégico que la había precedido:

Nos planteamos incluso la posibilidad de una reacción soviética. La primera era la de un importante ataque contra nosotros. La consideramos una posibilidad mínima. A lo largo de la frontera hay un millón de soldados, pero no es una cantidad suficiente para un ataque importante contra China. Si hubieran retirado una parte de las tropas de Europa, habría transcurrido un tiempo y Europa les inquietaría. Saben que una batalla contra China sería una cuestión de envergadura, que no podría resolverse en un corto período de tiempo.

Deng planteó a Carter un reto tanto respecto a los principios como a la actitud pública. De entrada, Carter no aprobaba las estrategias preventivas, sobre todo porque implicaban movimientos militares a través de fronteras de estados soberanos. Por otra parte, se tomaba en serio, a pesar de no compartirlo del todo, el punto de vista de Zbigniew Brzezinski, asesor de Seguridad Nacional, sobre las implicaciones estratégicas de la ocupación vietnamita de Camboya, análogo al de Deng. Carter resolvió el dilema invocando los principios, pero dejando margen para el ajuste a las circunstancias. Un cierto desacuerdo dio paso a un vago respaldo tácito. Puso de relieve la posición moral favorable que iba a perder Pekín si atacaba Vietnam. China, considerada a la sazón un país pacífico, correría el peligro de verse acusada por agresión:

Es una cuestión grave. Aparte de enfrentarse a una amenaza militar del Norte, deberán sufrir un cambio en la actitud internacional. Actualmente, China se considera un país pacífico, contrario a la agresión. Los países de la ASEAN, así como la ONU, han condenado a la Unión Soviética, a Vietnam y a Cuba. No hace falta saber qué acción punitiva tienen en mente, pero podría producirse un aumento de la violencia y un cambio en la postura de los demás países: en lugar de ir contra Vietnam, apoyarían parcialmente a este país.

Para nosotros sería complicado alentar la violencia. Podemos proporcionarles información en el ámbito de los servicios secretos. No tenemos noticias sobre movimientos recientes de las tropas soviéticas hacia sus fronteras.

No tengo más respuesta que darle. Nos hemos unido a la condena de Vietnam, pero la invasión de este país podría convertirse en una grave acción desestabilizadora.43

Lo de rechazar la aprobación de la violencia pero ofrecer información sobre los movimientos de las tropas soviéticas era añadir una nueva dimensión a la ambigüedad. Podía significar que Carter no compartía la opinión de Deng sobre una amenaza soviética subyacente. O bien, si se reducía el temor chino sobre una posible reacción soviética, había la interpretación de que se fomentaba la invasión.

Al día siguiente, Carter y Deng se reunieron en privado, y aquel entregó a este una nota (hasta hoy inédita) en la que resumía la postura estadounidense. Según Brzezinski: «El propio presidente escribió a mano una carta a Deng, en tono moderado, de contenido grave, en la que subrayaba la importancia de la contención y resumía las posibles consecuencias adversas a escala internacional. Consideré que aquel era el planteamiento correcto, pues no podíamos actuar formalmente en connivencia con los chinos patrocinando algo que iba a suponer una clara agresión militar».44 El acuerdo informal era otra cuestión.

Según un informe en el que se recogía la conversación de los dos mandatarios (a la que solo había asistido un intérprete), Deng insistió en que el análisis estratégico invalidaba el comentario de Carter respecto a la opinión mundial. Lo más importante era que no se considerara a China como un país acomodaticio: «China aún tiene que dar una lección a Vietnam. La Unión Soviética puede utilizar a Cuba, a Vietnam y, posteriormente, Afganistán puede convertirse en agente suyo [de la Unión Soviética]. La República Popular de China aborda la cuestión desde una posición de fuerza. La acción será muy limitada. Si Vietnam viera cierta debilidad en la República Popular de China, la situación empeoraría».45

Deng abandonó Estados Unidos el 4 de febrero de 1979. En su viaje de regreso, colocó la última pieza en el tablero de wei qi. Se detuvo en Tokio por segunda vez en seis meses para afianzar el apoyo japonés a la inminente actuación militar y aislar un poco más a la Unión Soviética. Ante el primer ministro nipón, Masayoshi Ohira, Deng reiteró la opinión china de que había que «castigar» a Vietnam por la invasión de Camboya y expresó su compromiso: «Mantendremos las perspectivas de paz y estabilidad internacional a largo plazo... [El pueblo chino] cumplirá con firmeza sus obligaciones en el ámbito internacional y no dudará en, llegado el momento, hacer los sacrificios que sean necesarios».46

Tras visitar Birmania, Nepal, Tailandia, Malaisia, Singapur, dos veces Japón y Estados Unidos, Deng había cumplido con su objetivo de situar a China en el mundo y de aislar a Hanoi. No volvió a salir de su país, y en sus últimos años mostró el aire distante e inaccesible de los dirigentes históricos chinos.

LA TERCERA GUERRA DE VIETNAM

El 17 de febrero, China organizó una invasión con distintos frentes contra Vietnam del Norte desde las provincias meridionales chinas de Guangxi y Yunnan. El volumen de los efectivos chinos reflejaba la importancia que daba el país a la operación; se ha calculado que destinó a ella más de 200.000 soldados del Ejército Popular de Liberación, y es probable que el número ascendiera a 400.000.47 Un historiador determinaba que las fuerzas invasoras, en las que se incluían «las de tierra, las milicias y unidades navales y aéreas [...] tenían una envergadura similar a las que asignó China a la guerra de Corea, en noviembre de 1950, de consecuencias tan importantes».48 La prensa oficial china dio a la operación el nombre de «Contraataque autodefensivo frente a Vietnam» o bien «Contraataque de autodefensa en la frontera chino-vietnamita». Representaba la versión china de la disuasión, una invasión anunciada de antemano para impedir la siguiente iniciativa por parte de Vietnam.

El objetivo militar de China era un país comunista, correligionario, aliado hasta hacía poco, que se había beneficiado mucho tiempo de su apoyo económico y militar. Desde la perspectiva china, había que mantener el equilibrio estratégico en Asia. China emprendió la campaña con el respaldo moral, la ayuda diplomática y la colaboración de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, la «potencia imperialista» que Pekín había ayudado a expulsar de Indochina cinco años antes.

China declaraba que la iniciativa estaba encaminada a «frenar las disparatadas ambiciones de los vietnamitas y darles una oportuna y limitada lección».49 «Oportuna» implicaba infligir suficiente daño al país para afectar a sus opciones y perspectivas de cara al futuro; «limitada» suponía que finalizaría antes de que la intervención exterior u otros factores pudieran hacerle perder el control. Constituía además un desafío directo a la Unión Soviética.

Se confirmó la predicción de Deng de que la Unión Soviética no iba a atacar a China. El día que los chinos se lanzaron al ataque, el gobierno soviético publicó un escéptico comunicado que, a la vez que condenaba el «criminal» asalto chino, subrayaba: «El heroico pueblo vietnamita [...] es capaz de ponerse de pie otra vez».50

Los soviéticos, a modo de respuesta militar, se limitaron a enviar un destacamento naval al mar de la China meridional, se encargaron de un puente aéreo de armamento limitado hacia Hanoi y reforzaron las patrullas aéreas a lo largo de la frontera chino-soviética. El puente aéreo estuvo limitado por la cuestión geográfica, pero también por vacilaciones internas. Por fin, la Unión Soviética ofreció en 1979 a su nuevo aliado, Vietnam, el mismo apoyo que había brindado veinte años antes a su antiguo aliado, China, en las crisis del estrecho de Taiwan. En ambos casos, los soviéticos no quisieron correr el riesgo de participar en una guerra de mayor envergadura.

Poco después de la guerra, Hua Guofeng resumió las consecuencias en una sucinta frase desdeñosa en alusión a los dirigentes soviéticos: «Como amenaza, llevaron a cabo maniobras cerca de la frontera y enviaron barcos al mar de la China meridional. Pero no se atrevieron a avanzar. De modo que, en definitiva, pudimos seguir tocando el trasero del tigre».

Deng rechazó con sarcasmo el consejo estadounidense de actuar con prudencia. En una visita que hizo a Pekín a finales de febrero de 1979, el secretario del Tesoro, Michael Blumenthal, pidió que se retiraran «cuanto antes» de Vietnam las tropas chinas, puesto que Pekín, dijo textualmente: «corre un peligro injustificado».51 Deng puso objeciones a ello. En una conversación con periodistas estadounidenses poco antes de reunirse con Blumenthal, el dirigente chino mostró su menosprecio por la indeterminación, mofándose de «algunos» que tenían «miedo de ofender» a la «Cuba de Oriente».52

Al igual que en la guerra chino-india, China llevó a cabo un ataque limitado, «punitivo», y pasó inmediatamente a la retirada. La cuestión se liquidó en veintinueve días. Poco después de que el Ejército Popular de Liberación capturara (y afirmara haber arrasado) las capitales de las tres provincias vietnamitas situadas a lo largo de la frontera, Pekín admitió que los efectivos chinos se retirarían de Vietnam, salvo en alguna parte del territorio en liza. Pekín no hizo intento alguno de derrocar el gobierno de Hanoi, ni de entrar en Camboya de forma manifiesta.

Un mes después de que se hubieran retirado las tropas chinas, en una visita que efectué a Pekín, Deng me explicó la estrategia china:

DENG: Cuando volví [de Estados Unidos], pasamos inmediatamente a librar una guerra. Pero antes queríamos saber su opinión. Hablé de ello con el presidente Carter y él me respondió de un modo formal y solemne. Me leyó un texto. Yo le dije: China se ocupará por su cuenta de la cuestión y, si surge algún riesgo, China lo afrontará en solitario. Viéndolo en retrospectiva, pensamos que incluso habría sido mejor penetrar más hacia el interior de Vietnam en nuestra acción punitiva.

KISSINGER: Tal vez.

DENG: Porque contábamos con fuerzas suficientes para llegar hasta Hanoi. Pero no habría sido aconsejable llegar tan lejos.

KISSINGER: No, probablemente habría sido ir más allá de los límites del cálculo.

DENG: Es cierto. Pero podíamos haber penetrado treinta kilómetros más. Ocupamos todas las zonas de fortificación defensivas. No quedó ni una sola línea de defensa en el camino hacia Hanoi.

Entre los historiadores existe la idea preconcebida de que la guerra fue un fracaso que costó muy caro a China.53 Durante la campaña se hicieron evidentes los efectos de la politización del Ejército Popular de Liberación durante la Revolución Cultural: las fuerzas chinas, con los problemas que implicaba contar con un equipo anticuado, las dificultades logísticas, la escasez de personal y las tácticas inflexibles, avanzaron con mucha lentitud y el coste fue extraordinario. Según estimaciones de algunos analistas, el Ejército Popular de Liberación registró en un mes tantas víctimas mortales en la tercera guerra de Vietnam como el de Estados Unidos en los años más duros de la segunda.54

Sin embargo, la idea preconcebida se basa en un malentendido sobre la estrategia china. Independientemente de los defectos en su ejecución, la campaña china reflejó un serio análisis estratégico a largo plazo. En las explicaciones que dieron los dirigentes de Pekín a sus homólogos de Washington, hablaron de la consolidación del poder vietnamita respaldado por los soviéticos en Indochina como de un paso crucial en el «despliegue estratégico» de la Unión Soviética en todo el mundo. Los soviéticos ya habían concentrado tropas en Europa oriental y a lo largo de la frontera septentrional china. En aquellos momentos, advertían los chinos, Moscú «empezaba a conseguir bases» en Indochina, en África y en Oriente Próximo.55 Si llegaba a consolidar su posición en estas zonas, controlaría unos recursos energéticos vitales y sería capaz de bloquear las rutas marítimas, en particular el estrecho de Malaca, que conecta el océano Pacífico con el Índico. Con ello, en un conflicto futuro, Moscú contaría con la iniciativa estratégica. En un sentido más amplio, la guerra fue el resultado del análisis por parte de Pekín de la idea del shi de Sun Tzu: la tendencia y la «energía potencial» del panorama estratégico. Deng tenía como objetivo poner freno y, a ser posible, cambiar radicalmente lo que consideraba una dinámica inaceptable en la estrategia soviética.

China alcanzó la meta en parte por su audacia militar, pero también por haber llevado a Estados Unidos a una estrecha colaboración inaudita hasta entonces. Los líderes chinos habían dirigido la tercera guerra de Vietnam llevando a cabo un meticuloso análisis de sus opciones estratégicas, una ejecución audaz y con una hábil diplomacia. A pesar de contar con todo ello, China, de no haber sido por la colaboración de Estados Unidos, no habría sido capaz de «tocar el trasero del tigre».

La tercera guerra de Vietnam marcó el inicio de la colaboración más estrecha entre China y Estados Unidos durante la guerra fría. Dos desplazamientos a China de emisarios estadounidenses marcaron el extraordinario nivel de actuación conjunta. El vicepresidente Walter «Fritz» Mondale se desplazó a China en agosto de 1979 con el objetivo de establecer la diplomacia posterior a la visita de Deng, en especial con respecto a Indochina. Se trataba de un problema complejo en el que entraban en serio conflicto las consideraciones estratégicas y morales. Estados Unidos y China coincidían en que por el interés de sus países debían evitar la creación de una federación indochina controlada por Hanoi. Ahora bien, la única parte de Indochina que seguía en disputa era Camboya, que había sido gobernada por el abominable Pol Pot, quien había asesinado a millones de compatriotas. Los jemeres rojos constituían la parte mejor organizada de la resistencia antivietnamita de Camboya.

Carter y Mondale demostraron un gran respeto por los derechos humanos en su mandato; en efecto, en su campaña el presidente atacó a Ford por no haber prestado suficiente atención al citado tema.

Deng había hablado de la ayuda a la guerrilla camboyana contra el invasor vietnamita durante una conversación privada que mantuvo con Carter sobre el ataque a Vietnam. Según el informe oficial: «El presidente preguntó si los tailandeses aceptarían transmitir la información a los camboyanos. Deng respondió afirmativamente y dijo que estaba pensando en armamento ligero. Los tailandeses iban a enviar a un alto cargo a la frontera entre Tailandia y Camboya para mantener más seguridad en las comunicaciones».56 La colaboración de facto entre Washington y Pekín respecto a la ayuda a Camboya a través de Tailandia tuvo el efecto práctico de echar una mano de forma indirecta a lo que quedaba de los jemeres rojos. Las autoridades estadounidenses procuraron insistir ante Pekín sobre el hecho de que Estados Unidos «no podía apoyar a Pol Pot» y se tranquilizaron ante la corroboración de que Pol Pot ya no controlaba a los jemeres rojos. Esta forma de acallar la conciencia no cambió la realidad de que Washington proporcionaba apoyo material y diplomático a la «resistencia camboyana» de tal forma que la administración tenía que estar al corriente de que beneficiaba a los jemeres rojos. Los sucesores de Carter de la administración de Reagan siguieron la misma estrategia. Sin duda, los dirigentes estadounidenses contaban que si se imponía la resistencia camboyana, ellos o sus sucesores se opondrían luego a los jemeres rojos que seguían en su interior: en efecto, lo que sucedió tras la retirada de Vietnam diez años más tarde.

Los ideales de Estados Unidos tropezaron con los imperativos de la realidad geopolítica. No fue el cinismo, ni mucho menos la hipocresía, lo que fraguó esta actitud: la administración de Carter tuvo que escoger entre necesidades estratégicas y convicción moral. Decidieron que para llevar adelante finalmente las convicciones morales primero tenían que imponerse en la lucha geopolítica. Los dirigentes de Washington se enfrentaron al dilema del arte de gobernar. Los líderes no pueden escoger las opciones que les ofrece la historia, y mucho menos decidir que sean inequívocas.

La visita del secretario de Defensa Harold Brown marcó un nuevo hito en la colaboración entre China y Estados Unidos, algo inimaginable unos años antes. Deng le dio la bienvenida con estas palabras: «Su llegada tiene en sí una importancia extraordinaria por el hecho de ser usted el secretario de Defensa».57 Unos cuantos veteranos de la administración de Ford captaron la insinuación sobre la invitación al secretario Schlesinger, que se malogró cuando Ford le destituyó.

El punto principal de la agenda era la definición de las relaciones militares de Estados Unidos con China.

La administración de Carter había llegado a la conclusión de que para el equilibrio mundial y la seguridad nacional de Estados Unidos era importante aumentar la capacidad tecnológica y militar de China. El secretario Brown dijo: «Washington distingue entre la Unión Soviética y China». Y explicó que estaban dispuestos a transferir a China una tecnología militar que no pondrían a disposición de los soviéticos.58 Por otra parte, Estados Unidos estaba dispuesto a vender «equipo militar» a China (como material de vigilancia y vehículos), no así «armas». Tampoco iba a interferir en las decisiones de los aliados de la OTAN sobre la venta de armamento a China. Como explicó el presidente Carter en sus instrucciones a Brzezinski:

Estados Unidos no se opone a la actitud más abierta que adoptan nuestros aliados respecto al comercio con China en campos tecnológicos delicados. Nos interesa una China fuerte y segura y reconocemos y respetamos este interés.59

China finalmente no fue capaz de salvar a los jemeres rojos ni de obligar a Hanoi a retirar sus tropas de Camboya durante diez años más. Tal vez al darse cuenta de ello, Pekín se marcó los objetivos de guerra en unos términos mucho más limitados. A pesar de todo, consiguió que Vietnam lo pagara muy caro. La diplomática China en el sudeste asiático trabajó con gran determinación y habilidad para aislar a Hanoi antes, durante y después de la guerra. China mantuvo una importante presencia militar a lo largo de la frontera, conservó una serie de territorios en pugna y siguió con la amenaza de dar «una segunda lección» a Hanoi. Vietnam se vio obligado durante años a mantener unas fuerzas considerables en la frontera septentrional para defenderse de otro posible ataque de China.60 Tal como dijo Deng a Mondale en agosto de 1979:

¿Dónde va a encontrar suficiente fuerza de trabajo un país de estas dimensiones para mantener una fuerza de intervención permanente de más de un millón? Una fuerza de intervención permanente de un millón requiere mucho apoyo logístico. Actualmente dependen de la Unión Soviética. Según determinadas estimaciones, consiguen dos millones de dólares al día de la Unión Soviética, otras cifran la ayuda en dos millones y medio de dólares. [...] Con ello van a aumentar los problemas y conseguir que la carga de la Unión Soviética se haga cada vez más pesada. Las cosas se irán complicando. Con el tiempo, los vietnamitas se darán cuenta de que la Unión Soviética no puede satisfacer todas sus peticiones. Entonces quizá surja una nueva situación.61

En efecto, esta situación se produjo diez años después, cuando el desmoronamiento de la Unión Soviética y el fin del apoyo económico de este país llevó a la reducción del despliegue vietnamita en Camboya. Por fin, en un período de gran dificultad para las sociedades democráticas, China logró buena parte de sus objetivos estratégicos en el sudeste asiático. Deng tuvo suficiente capacidad de maniobra para frustrar el dominio soviético en esta región y en la del estrecho de Malaca.

La administración de Carter llevó a cabo un número de equilibrismo con el que mantuvo una opción sobre la Unión Soviética a través de las negociaciones sobre limitaciones de armas estratégicas, al mismo tiempo que basaba su política asiática en la afirmación de que Moscú seguía siendo el principal adversario estratégico.

Quien perdió definitivamente en el conflicto fue la Unión Soviética, cuyas ambiciones en el ámbito mundial habían causado alarma en todo el planeta. Un aliado soviético había sido atacado por el enemigo más claro y estratégicamente más definido de esta superpotencia y el agresor estaba orquestando la agitación de cara a una alianza de contención contra Moscú: todo ello al cabo de un mes de haberse establecido la alianza soviético-vietnamita. Visto en retrospectiva, se comprende que la relativa pasividad de Moscú respecto a la tercera guerra de Vietnam podía interpretarse como un síntoma de la decadencia de la Unión Soviética. Uno se pregunta si la decisión que tomó un año después esta superpotencia, la de intervenir en Afganistán, no fue impulsada en parte por un intento de compensar su falta de efectividad en el apoyo a Vietnam contra la ofensiva china. Sea como sea, en las dos situaciones, los soviéticos no fallaron en el cálculo porque no se dieron cuenta de hasta qué punto había cambiado la correlación de fuerzas contra ellos. Así pues, la tercera guerra de Vietnam puede considerarse otro ejemplo en el que los estadistas chinos consiguieron unos objetivos estratégicos generales a largo plazo sin contar con un estamento militar comparable al de sus adversarios. Si bien no puede contarse como victoria moral el respiro proporcionado a lo que quedaba de los jemeres rojos, China logró sus objetivos geopolíticos más amplios respecto a la Unión Soviética y a Vietnam, que contaban con ejércitos mejor preparados y equipados que el de China.

La ecuanimidad frente a unas fuerzas materialmente superiores es una idea arraigada en el pensamiento estratégico chino, como se demuestra en la decisión de Pekín de intervenir en la guerra de Corea. En uno y otro caso, las decisiones chinas apuntaban a lo que sus dirigentes percibían como un peligro reciente: la consolidación de las bases de una potencia hostil en distintos puntos de la periferia del país. Tanto en el caso de Corea como en el de Vietnam, en Pekín estaban convencidos de que la potencia hostil llevaría a cabo su plan, de que China quedaría cercada y en un estado de desprotección permanente. De esta forma, el adversario podría emprender la guerra en el momento que decidiera, y la conciencia de la ventaja le permitiría actuar, como dijo Hua Guofeng al presidente Carter en su reunión en Tokio, «sin escrúpulos».62 Por consiguiente, una cuestión aparentemente regional —en el primer caso, el rechazo de Estados Unidos por parte de Corea del Norte; en el segundo, la ocupación vietnamita de Camboya— se consideró «el foco de las luchas del mundo» (como Zhou describió Corea).63

Ambas intervenciones situaron a China contra una potencia más fuerte que puso en peligro su seguridad; cada una de ellas, no obstante, lo hizo en el terreno y en el momento que decidió Pekín. El viceprimer ministro Geng Biao dijo posteriormente a Brzezinski: «El apoyo de la Unión Soviética a Vietnam es un elemento de su estrategia mundial. No va dirigido tan solo a Tailandia, sino también a Malaisia, Singapur, Indonesia y a los estrechos de Malaca. Si triunfaran, la ASEAN recibiría un golpe mortal e incluso se destruirían las vías de Japón y Estados Unidos. Nosotros tenemos la obligación de hacer algo en este sentido. Puede que no contemos con suficiente capacidad para hacer frente a la Unión Soviética, pero sí a Vietnam».64

No eran cuestiones sencillas: China lanzaba sus tropas hacia una de las batallas más costosas y sufría un número de bajas que no habría podido soportar el mundo occidental. En la guerra chino-vietnamita, el Ejército Popular de Liberación parece que llevó adelante sus tareas con muchas deficiencias, lo que incrementó el número de víctimas en su bando. Así y todo, en ambas intervenciones se consiguieron notables metas estratégicas. En dos momentos cruciales de la guerra fría, Pekín supo aplicar con éxito la doctrina de prevención disuasiva. En Vietnam consiguió poner al descubierto los límites del compromiso soviético de defensa con Hanoi y, lo más importante, todo su alcance estratégico. China estaba dispuesta a arriesgarse a librar una guerra con la Unión Soviética para demostrar que no le intimidaba la presencia de este país en su flanco meridional.

Lee Kuan Yew, primer ministro de Singapur, resumió el resultado de la guerra: «La prensa occidental consideró un fracaso la acción punitiva de los chinos. Yo considero que cambió la historia de Asia oriental».65

14

Reagan y la llegada de la normalidad

Uno de los obstáculos que tuvo que afrontar la continuidad en la política exterior estadounidense fue la extraordinaria naturaleza de sus periódicos cambios de gobierno. A raíz de los límites del mandato, cada ocho años se sustituye como mínimo hasta el último cargo en el entorno del presidente, un cambio de personal que afecta hasta el nivel de subsecretario adjunto y puede llegar a implicar a cinco mil puestos clave. Con el relevo ya hecho, los sucesores tienen que pasar por unos largos procesos de investigación. En la práctica, durante los primeros nueve meses de cada nueva administración se produce un vacío durante el cual es imprescindible improvisar o actuar bajo recomendación del personal restante mientras el recién incorporado se prepara para ejercer su propia autoridad. El período inevitable de aprendizaje se complica por el deseo de la nueva administración de legitimar su subida al poder alegando que todos los problemas heredados son consecuencia de los errores políticos de su predecesor y no dificultades inherentes; se considera que tienen fácil solución y, además, en un período finito. La continuidad de la política se convierte en una consideración secundaria, cuando no en una molesta reivindicación. Teniendo en cuenta que los nuevos presidentes acaban de resultar vencedores en una campaña electoral, es natural que sobrestimen el grado de flexibilidad que permiten las circunstancias objetivas o que cuenten excesivamente con su poder de persuasión. Los países que confían en la política estadounidense sufren el perpetuo psicodrama de las transiciones democráticas en forma de una invitación constante a minimizar los riesgos.

Todas estas tendencias constituían entonces un desafío especial para las relaciones con China. Como demuestran estas páginas, en los primeros años de acercamiento entre Estados Unidos y la República Popular de China se dio un período de descubrimiento mutuo. Las últimas décadas, sin embargo, dependieron mucho de la capacidad de ambos países de confluir en las posturas sobre la situación internacional.

Armonizar los imponderables es tarea harto difícil cuando se produce un movimiento constante en el liderazgo. En este caso, tanto China como Estados Unidos vivieron cambios espectaculares en la dirección de sus países durante la década de 1970. En los capítulos anteriores se han descrito las transiciones chinas. En Estados Unidos, el presidente que abrió la puerta a las relaciones con China dimitió al cabo de dieciocho meses, si bien el grueso de la política exterior siguió su curso.

La administración de Carter representó el primer cambio de partidos políticos para la dirección china. Habían oído declaraciones de Carter como candidato en las que prometía una transformación de la política exterior estadounidense y la vía de una nueva apertura, así como un énfasis mayor en la cuestión de los derechos humanos. Sobre China, en cambio, había hablado poco. Hubo cierta inquietud en Pekín sobre si Carter mantendría el carácter «antihegemónico» de la relación establecida.

Carter y sus principales asesores, sin embargo, reafirmaron los principios básicos de la relación, incluyendo los que hacían referencia a Taiwan, que había dado por sentados Nixon en su visita a Pekín. Por otra parte, la llegada de Deng y el fin de la Banda de los Cuatro confirió una nueva dimensión pragmática al diálogo entre China y Estados Unidos.

Aún no se había establecido el diálogo estratégico más laborioso entre los dos países cuando otro cambio en las administraciones llevó al poder por victoria abrumadora a un presidente republicano. Para China, la nueva presidencia representó una perspectiva preocupante. Ronald Reagan era un personaje difícil de analizar, incluso para los meticulosos investigadores chinos. No encajaba en ninguna de las categorías establecidas. Aquel célebre actor y presidente del Screen Actors Guild que quiso destacar en política representaba un tipo de conservadurismo estadounidense diametralmente opuesto al del retraído y cerebral Nixon o al del sereno Ford del Medio Oeste. Ronald Reagan, empedernidamente optimista sobre las posibilidades de Estados Unidos en una época de crisis, atacó el comunismo, como no había hecho ningún alto mando estadounidense desde John Foster Dulles, tildándolo de mal a erradicar en un período finito de tiempo, en lugar de verlo como una amenaza que había que contener de generación en generación. Centró, sin embargo, su crítica al comunismo casi solo en la Unión Soviética y sus satélites. En 1976, Reagan había hecho campaña contra Gerald Ford por la nominación a la presidencia republicana atacando la política de distensión con la Unión Soviética, pero en general se dejó en el tintero la crítica al acercamiento a China. La censura de Reagan de las intenciones soviéticas —que reemprendió con redoblado vigor en la campaña de 1980— tenía mucho en común con los discursos de Deng ante las autoridades de Estados Unidos desde su vuelta del exilio. En el caso de Reagan, no obstante, la crítica iba emparejada al sólido compromiso personal respecto al orden político imperante en Taiwan.

En octubre de 1971, Nixon había animado a Reagan, entonces gobernador de California, para que visitara Taiwan como emisario especial para dejar claro que la mejora de las relaciones entre Washington y Pekín no había alterado el interés básico estadounidense por la seguridad de Taiwan. Reagan abandonó la isla con unas cálidas muestras de afecto ante los dirigentes y un compromiso profundo sobre las relaciones de los pueblos estadounidense y taiwanés. Posteriormente, mientras dejaba de pronto de poner en cuestión la actitud de desafiar el entendimiento con Pekín, empezó a mostrarse muy crítico con la iniciativa de la administración de Carter de cortar los vínculos diplomáticos formales con Taipei y degradar la embajada estadounidense en Taiwan, reduciéndola a una «organización estadounidense» extraoficial. En su campaña presidencial de 1980 contra Carter, afirmó que en la administración de Reagan no habría «más Vietnams», «más Taiwans» y «más traiciones».

Técnicamente, la embajada de Taipei había sido la embajada estadounidense en China; la decisión de Estados Unidos, que cristalizó durante la administración de Carter, de trasladar dicha embajada a Pekín, constituyó un reconocimiento tardío de que los nacionalistas ya no estaban en condiciones de «recuperar el continente». Las palabras de Reagan llevaban implícita la crítica de que los estadounidenses tenían que haber mantenido la embajada en Taipei como parte de la solución de las dos Chinas, en la que se reconocieran uno y otro lado del estrecho de Taiwan como estados aparte e independientes. Sin embargo, esto fue lo único que Pekín, en sus negociaciones con las administraciones de Nixon, Ford y Carter (y con todos los demás gobiernos que negociaron los términos de reconocimiento diplomático), se negó firme y sistemáticamente a tener en cuenta.

Así pues, Ronald Reagan encarnó la ambigüedad estadounidense imperante. En su mandato coexistieron el firme compromiso respecto a la nueva relación y un claro remanente de apoyo emocional a Taiwan.

Uno de los puntos básicos de Reagan fue la defensa de las «relaciones oficiales» con Taiwan, a pesar de que nunca explicó públicamente lo que significaba aquello. Durante la campaña presidencial de 1980, Reagan optó ir por la cuadratura del círculo. Mandó a George H.W. Bush, su candidato a la vicepresidencia, a Pekín, donde se había distinguido como jefe de la Oficina de Enlace de Estados Unidos, que funcionaba en lugar de la embajada. Bush dijo a Deng que Reagan no pretendía dar a entender que aprobaba las relaciones diplomáticas con Taiwan, ni tenía intención de avanzar hacia la solución a dos Chinas.¹ La gélida respuesta de Deng —sin duda, influenciada por el hecho de que Reagan repitiera su defensa de las relaciones formales con Taiwan mientras Bush se encontraba en Pekín— llevó a Reagan a plantearme, en septiembre de 1980, que actuara como intermediario para transmitir de su parte un mensaje similar, algo más detallado, al embajador chino, Chai Zemin. Una ingente tarea.

En una reunión con Chai en Washington, afirmé que, a pesar de la oratoria de su campaña, el candidato Reagan pretendía mantener los principios generales de colaboración estratégica entre Estados Unidos y China establecidos durante las administraciones de Nixon, Ford y Carter, resumidos en el comunicado de Shanghai y en el de 1979, que anunciaba la normalización de las relaciones diplomáticas. En concreto, Reagan me pidió que le transmitiera que no iba a seguir con la política de las dos Chinas, ni con la de «una China, un Taiwan». Añadí que estaba convencido de que el embajador y su gobierno habían estudiado la carrera del gobernador Reagan, y de que con ello sabrían que contaba con muy buenos amigos en Taiwan. Intenté poner la información en un contexto humano y aduje que Reagan no podía abandonar a los amigos personales, que los dirigentes chinos le perderían el respeto si lo hacía. Ahora bien, como presidente, Reagan seguiría con el compromiso del marco de relaciones existentes entre Estados Unidos y la República Popular, que constituía la base de la acción entre ambos países para evitar la «hegemonía» (es decir, el dominio soviético). Dicho de otra forma, Reagan, como presidente, apoyaría a sus amigos, pero también respaldaría los compromisos estadounidenses.

No puede decirse que el embajador chino acogiera mis palabras con desbordante entusiasmo. Consciente de los sondeos que pronosticaban la victoria de Reagan en noviembre, no se arriesgó a expresar su opinión.

LA VENTA DE ARMAS A TAIWAN Y EL TERCER COMUNICADO

Ir a la siguiente página

Report Page