China

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Henry Kissinger

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Resulta instructivo estudiar con cierto detalle la misión de Macartney. El diario del enviado ilustra la idea que tenían los chinos respecto a su función, así como el abismo existente entre Occidente y la China en la percepción de la diplomacia. Macartney era un distinguido funcionario que había acumulado años de experiencia en el extranjero y poseía un agudo sentido de la diplomacia «oriental». Contaba, además, con una notable cultura. Vivió tres años como enviado especial en la corte de Catalina la Grande de San Petersburgo, donde negoció un tratado de amistad y comercio. De vuelta a su país, publicó un libro que recogía sus observaciones sobre la historia y la cultura rusas que tuvo muy buena acogida. Más tarde fue destinado a Madrás como gobernador. Poseía el mismo bagaje que cualquier contemporáneo suyo para poner en marcha una nueva diplomacia entre civilizaciones.

Cualquier británico culto de la época podía haber considerado modestos los objetivos de la misión Macartney en China, sobre todo en comparación con el dominio que acababa de establecer Gran Bretaña sobre la India, el gigante de al lado. Henry Dundas, ministro del Interior británico, explicaba las instrucciones de Macartney como un intento de conseguir «una comunicación libre con un pueblo, tal vez el más singular del mundo». Tenían como objetivos básicos el establecimiento de embajadas recíprocas en Pekín y Londres y el acceso comercial a otros puertos de la costa china. En cuanto al segundo punto, Dundas acusó a Macartney de desviar la atención del «desalentador» y «arbitrario» sistema de normas de Cantón que impedía que los mercaderes británicos entraran en «la justa competencia del mercado» (idea que no tenía equivalente directo en la China confuciana). Iba a negar, recalcó Dundas, cualquier ambición territorial en China, una declaración que el interlocutor tenía que considerar a la fuerza injuriosa, pues implicaba que Gran Bretaña tenía derecho a tales aspiraciones.³

El gobierno británico se dirigió a la corte china en pie de igualdad, lo que para el grupo dirigente británico era permitirse un grado de dignidad poco corriente como país occidental, pero para China se trataba de un acto de contumaz insubordinación. Dundas dio instrucciones a Macartney de que aprovechara la «primera oportunidad» para subrayar ante la corte china que el rey Jorge III consideraba la misión de Macartney como «una embajada en la nación más civilizada, así como la más antigua y populosa del mundo, con el objeto de observar sus célebres instituciones y transmitir y recibir los beneficios resultantes de una relación amistosa y sin reservas entre dicho país y el suyo». Dundas recomendaba a Macartney que cumpliera con «todos los ceremoniales de la corte». Y seguía: «Los que tal vez no comprometan el honor de vuestro soberano, o rebajen vuestra dignidad, hasta el punto de poner en peligro vuestra negociación». Dundas subrayaba, para el éxito de la misión: «Que ningún detalle nimio de protocolo obstaculice la consecución de los importantes beneficios que pueden obtenerse».4

Para asegurar sus objetivos, Macartney llevó consigo un gran número de pruebas que demostraban la maestría científica e industrial británica. Incluyó en su séquito a un cirujano, un médico, un mecánico, un experto en metalurgia, un relojero, un creador de instrumentos matemáticos y «cinco músicos alemanes», que iban a actuar todas las noches. (Estos espectáculos constituían uno de los aspectos más exitosos de la embajada.) Entre los obsequios que llevaba para el emperador destacaban productos pensados al menos en parte para demostrar los fabulosos beneficios que podía obtener China del comercio con Gran Bretaña: piezas de artillería, un carro, relojes con diamantes incrustados, porcelana británica (copiada de la expresión artística china, como apuntaron en señal de aprobación los funcionarios Qing) y retratos del rey y la reina pintados por Joshua Reynolds. Macartney les obsequió incluso con un globo aerostático, y había planificado, aunque sin éxito, que unos miembros de su misión volaran sobre Pekín a modo de demostración.

La misión de Macartney no consiguió ninguno de sus objetivos específicos; las diferencias de percepción eran abismales. Macartney había intentado demostrar las ventajas de la industrialización, pero el emperador consideró sus obsequios como tributos. El enviado especial británico esperaba que sus anfitriones reconocieran que habían quedado totalmente rezagados en la vía del progreso de la civilización tecnológica y que buscaran una relación especial con Gran Bretaña para poner remedio al atraso. En realidad, los chinos trataron a los británicos como a una tribu bárbara arrogante y desinformada en busca del favor del Hijo del Cielo. China seguía apegada a su sistema básicamente agrario, con una población que iba en aumento y hacía más urgente que nunca la producción de alimentos, y una burocracia confuciana, que no estaba al corriente de los elementos fundamentales de la industrialización: la máquina de vapor, el crédito y el capital, la propiedad privada y la educación pública.

La primera nota discordante surgió cuando Macartney y su séquito se dirigieron hacia Jehol, la capital de verano del país, situada al nordeste de Pekín, ascendiendo por la costa en veleros chinos cargados con abundantes regalos y todo tipo de manjares, pero que exhibían unos escritos en chino que rezaban: «El embajador inglés rinde tributo al emperador de China». Macartney, ciñéndose a las instrucciones de Dundas, decidió: «No voy a quejarme, me limitaré a darme por enterado cuando surja la ocasión oportuna».5 Sin embargo, al acercarse a Pekín, los mandarines responsables de dirigir la misión abrieron una negociación que puso más de relieve las diferencias de percepción. La cuestión era comprobar si Macartney realizaría el kowtow ante el emperador o si, por el contrario, como insistía, seguiría la costumbre británica de hincar la rodilla.

La parte china abrió las conversaciones de forma indirecta haciendo un comentario, como recordó Macartney en su diario, sobre «los distintos modos de vestir dominantes en una y otra nación». Los mandarines llegaron a la conclusión de que, en definitiva, la vestimenta china era superior, pues permitía a quien la llevaba efectuar con mayor comodidad «las genuflexiones y postraciones que —según precisaron— tenían que llevar a cabo todas las personas siempre que el emperador apareciera en público». ¿No les parecía mejor a los delegados británicos quitarse de encima aquellas hebillas de las rodillas y aquellas ligas tan incómodas antes de presentarse ante la augusta presencia del emperador? Macartney respondió con la sugerencia de que probablemente el emperador agradecería que le mostrara la misma obediencia que demostraba a su propio soberano.6

Las conversaciones sobre la «cuestión del kowtow» siguieron sin mucha continuidad durante unas semanas. Los mandarines sugirieron que una de dos, o Macartney realizaría el kowtow, o volvía a su país con las manos vacías; él se resistió. Por fin se acordó de que podía seguir la costumbre europea de hincar la rodilla. Se demostró que había sido el único punto en que pudo vencer (al menos en la conducta propiamente dicha; el informe oficial chino afirmaba que Macartney, abrumado por la imponente majestad del emperador, al final había realizado el kowtow).7

Todo esto tuvo lugar en el intrincado marco del protocolo chino, que demostró a Macartney un trato sumamente considerado al obstaculizar y rechazar sus propuestas. Se vio envuelto en aquel protocolo que lo englobaba todo y se le insistió en que cada aspecto de este tenía un objetivo establecido cósmicamente e inalterable, de tal forma que casi se vio incapaz de iniciar las conversaciones. También se dio cuenta, con una mezcla de respeto y desasosiego, de la eficiencia de la gran burocracia china. Tal como le dijeron: «Cada una de las circunstancias que nos incumbe y cada palabra que sale de nuestros labios se comunica y se recuerda con toda minuciosidad».8

Para consternación de Macartney, las maravillas tecnológicas de Europa al parecer no impresionaron a sus anfitriones. Según escribió él mismo, hablando de cuando el grupo mostró los cañones montados: «Nuestro maestro guía simuló reflexionar un momento y luego nos habló como si aquello no fuera una novedad para China».9 Hizo caso omiso con cortés condescendencia de las lentes, del carro bélico y del globo aerostático.

Al cabo de un mes y medio, el embajador seguía esperando que le concedieran audiencia con el emperador, y en el intervalo fueron sucediéndose banquetes, espectáculos y conversaciones sobre el protocolo adecuado para una posible audiencia imperial. Por fin, a las cuatro de la mañana, lo llevaron a una «tienda espaciosa y elegante» para que esperara al emperador, quien se presentó allí con gran ceremonia transportado en un palanquín. Macartney quedó maravillado ante la magnificencia del protocolo chino, en el que «cada función de la ceremonia se desempeñaba en medio de un silencio y una solemnidad que en cierta medida le recordaba la celebración de un misterio religioso».10 Tras ofrecer unos obsequios a Macartney y a su séquito, el emperador agasajó al grupo británico. El propio Macartney explicó: «Nos hizo traer distintos platos de su propia mesa y nos sirvió, con sus propias manos, una taza de vino tibio, que nos tomamos en su presencia».¹¹ (Cabe señalar que lo de servir vino a enviados extranjeros se citaba específicamente en los cinco cebos que la dinastía Han aplicaba a los bárbaros.)¹²

Al día siguiente, Macartney y su grupo fueron invitados a la celebración del cumpleaños del emperador. Por fin, el máximo mandatario obsequió a Macartney con una representación teatral, a la que asistió en el palco imperial. Entonces Macartney dio por supuesto que ya podía negociar la cuestión de la embajada. Pero el emperador lo interrumpió con otro regalo: una cajita con piedras preciosas. «Y un librito escrito y pintado por él, que deseaba que presentara al rey, mi señor, como prueba de su amistad, y me dijo que la cajita había permanecido ochocientos años en manos de su familia», según anotó Macartney.¹³

En cuanto le hubo ofrecido aquellas muestras de la prodigalidad imperial, los funcionarios chinos sugirieron que, dado que se acercaba el frío invierno, había llegado el momento de la partida de Macartney. Este alegó que las dos partes aún no habían «entrado en negociaciones» sobre los temas de las instrucciones oficiales recibidas; añadió que «apenas había iniciado su cometido». El rey Jorge deseaba, insistió Macartney, que se le permitiera residir en la corte china como embajador británico permanente.

El 3 de octubre de 1793, a primera hora de la mañana, un mandarín despertó a Macartney y lo convocó, con traje de ceremonial completo, a la Ciudad Prohibida, donde recibiría respuesta a su petición. Después de esperar unas horas, lo condujeron por una escalera hasta una butaca recubierta de seda en la que, en lugar de ver al emperador, encontró una carta de este dirigida al rey Jorge. Los funcionarios chinos realizaron el kowtow ante la carta y Macartney hincó la rodilla. Finalmente, trasladaron la comunicación imperial a las estancias de Macartney con todo el ceremonial. Aquella resultó ser una de las comunicaciones más humillantes registradas en los anales de la diplomacia británica.

El edicto empezaba comentando la «respetuosa humildad» del rey Jorge al enviar una misión de homenaje a China:

Vos, oh rey, aunque vivís más allá de los confines de muchos mares, movido por el humilde deseo de participar en los frutos de nuestra civilización, habéis enviado una misión que lleva con respeto vuestro testimonio.

A partir de aquí, el emperador desestimaba todas las peticiones fundamentales que había formulado Macartney, y entre ellas, la propuesta de que se le permitiera residir en Pekín como diplomático:

En cuanto a vuestra súplica de enviar a uno de vuestros súbditos para acreditarse en mi Corte Celestial y controlar el comercio de vuestro país con China, la petición va en contra de las costumbres de mi dinastía y no puede contemplarse en forma alguna... [No se le] podría permitir libertad de movimiento, ni el privilegio de mantener correspondencia con su propio país; así pues, no os serviría de nada que estableciera residencia entre nosotros.

La propuesta de que China mandara su propio embajador a Londres, seguía el edicto, era aún más absurda:

Suponiendo que yo enviara a un embajador a residir a vuestro país, ¿cómo podríais conseguir para él los requerimientos imprescindibles? Europa está formada por muchas otras naciones aparte de la vuestra: si cada una de ellas solicitara representación en nuestra corte, ¿cómo podríamos acceder a ello? Es algo totalmente imposible de llevar a cabo.

Tal vez, precisaba el emperador, el rey Jorge había enviado a Macartney a conocer las maravillas de la civilización de China. Pero aquello tampoco merecía consideración:

Si afirmáis que vuestra veneración respecto a nuestra Dinastía Celestial os llena de deseo de adoptar nuestra civilización, nuestras ceremonias y nuestro código legislativo son tan diferentes de los vuestros que, aunque vuestro enviado consiguiera adquirir los rudimentos de nuestra civilización, no os sería posible traspasar nuestros usos y costumbres a vuestra extraña tierra.

En cuanto a las propuestas de Macartney sobre las ventajas del comercio entre Gran Bretaña y China, la Corte Celestial ya había mostrado una gran deferencia respecto a los británicos al permitirles «total libertad de comercio en Cantón durante muchos años»; más allá de esto, cualquier cosa sería «totalmente irrazonable». Sobre los supuestos beneficios del comercio británico con China, Macartney estaba lamentablemente equivocado:

Los costosos objetos forasteros no me interesan. Si he dado órdenes de que los tributos que me habéis ofrecido, oh rey, se aceptaran ha sido simplemente en consideración al espíritu que os movió a enviarlos desde lejos. [...] Como puede ver vuestro embajador, aquí tenemos de todo.14

Así las cosas, resultaba imposible un comercio que superara lo establecido. Gran Bretaña no podía ofrecer a China nada que fuera del interés de este país, y China ya había presentado a los británicos todo lo que le permitía su legislación divina.

Dado que parecía que no había nada más que hacer, Macartney decidió volver a Inglaterra vía Cantón. Cuando se preparaba para zarpar, se dio cuenta de que después de la negativa radical del emperador a atender las peticiones británicas, los mandarines se mostraban en todo caso más atentos, lo que le llevó a pensar que quizá la corte se lo había pensado mejor. Hizo las preguntas pertinentes a tal efecto, pero los chinos habían acabado con la cortesía diplomática. Puesto que el peticionario bárbaro parecía no comprender la sutileza, se le presentó un edicto imperial que rayaba en la amenaza. El emperador decía al rey Jorge: «Soy consciente del aislamiento y la lejanía de vuestra isla, separada del mundo por una vasta inmensidad de mar». Y seguía: «Pero la capital china es el centro sobre el que giran todas las partes del mundo. [...] A los súbditos de vuestros dominios nunca se les ha permitido abrir comercio en Pekín». Y concluía con una advertencia:

Os he expuesto en consecuencia los hechos detalladamente y vuestro deber ineludible es el de comprender con reverencia mis sentimientos y obedecer estas instrucciones en lo sucesivo y para siempre, a fin de que podáis disfrutar de la gracia de la paz perpetua.15

El emperador, totalmente desconocedor de la capacidad de una posible reacción voraz y violenta de los dirigentes occidentales, jugaba, sin saberlo, con fuego. El juicio de valor con el que Macartney había abandonado China no auguraba nada bueno:

Un par de fragatas inglesas iban a superar a toda la fuerza naval del imperio. [...] En medio verano podían destruir por completo la navegación en las costas y llevar a los habitantes de las provincias marítimas, que subsistían sobre todo a base de pescado, a la hambruna.16

Por más autoritaria que pueda parecer ahora la conducta china, hay que tener presente que durante siglos trabajó en la organización y el mantenimiento de un importante orden internacional. En la época de Macartney, los beneficios del comercio con Occidente no eran ni mucho menos evidentes: teniendo en cuenta que el PIB de China era aproximadamente siete veces superior al de Gran Bretaña, podría comprenderse que el emperador creyera que era Londres la que necesitaba la ayuda de Pekín, y no al revés.17

Sin duda, la corte imperial se alegró de haber llevado con habilidad el asunto de la misión bárbara, acercamiento que no se repitió en más de veinte años. Cabe decir, de todos modos, que el respiro no se debió tanto a la pericia de los chinos en el campo diplomático como a las guerras napoleónicas, que consumieron los recursos de los estados europeos. En cuanto se hubieron deshecho de Napoleón, una nueva misión británica apareció en las costas de China en 1816, con lord Amherst a la cabeza. En esta ocasión, el enfrentamiento por razones de protocolo se convirtió en una pelea física entre los enviados británicos y los mandarines de la corte, reunidos fuera de la sala del trono. Cuando Amherst se negó a realizar el kowtow ante el emperador, a quien los chinos insistían en llamar «el soberano universal», la misión fue rechazada con brusquedad. Se instó al príncipe regente británico a «obedecer» para «avanzar hacia una transformación civilizada»; mientras tanto, no hacían falta más embajadores para, como se decía textualmente: «demostrar que en realidad sois vasallos nuestros».18

En 1834, el secretario de Asuntos Exteriores británico, lord Palmerston, envió otra misión para intentar una brillante resolución. Palmerston, quien precisamente no dominaba las leyes de la dinastía Qing, envió a lord Napier, oficial de la armada escocesa, con las contradictorias instrucciones de «ajustarse a las leyes y costumbres de China» y al mismo tiempo solicitar relaciones diplomáticas permanentes, embajada británica permanente en Pekín, acceso a más puertos de la costa china y, por si acaso, comercio libre con Japón.19

A la llegada de Napier a Cantón, él mismo y el gobernador de la zona se encontraron en un callejón sin salida: cada cual se negó a recibir la carta del otro con el pretexto de que la aceptación del trato con un personaje de tan poca categoría implicaría rebajarse. Napier, a quien las autoridades de la zona habían puesto un nombre chino que significaba «repugnante a conciencia», se dedicó a repartir por Cantón unos agresivos escritos después de contratar los servicios del traductor de aquella zona. Por fin, el destino resolvió aquel enojoso problema con los bárbaros a favor de los chinos, pues Napier y el traductor contrajeron las fiebres del paludismo y pasaron a mejor vida. De todas formas, antes de exhalar el último suspiro, Napier tuvo noticia de la existencia de Hong Kong, un afloramiento rocoso con poca densidad de población que consideró que podía convertirse en un excelente puerto natural.

Los chinos tuvieron la satisfacción de haber llevado de nuevo al redil a los rebeldes bárbaros. Aun así, fue la última vez que los británicos aceptaron la negativa. De año en año, la insistencia británica fue haciéndose más amenazadora. El historiador francés Alain Peyrefitte resumió así la reacción de Gran Bretaña después de la misión de Macartney: «Si China se mantenía cerrada, habría que derribar a golpes sus puertas».20 Las maniobras diplomáticas chinas y los bruscos rechazos no hicieron más que demorar lo inevitable respecto al sistema internacional moderno, planificado siguiendo las líneas marcadas por europeos y estadounidenses. Con ello iba a desencadenarse una de las mayores y más desgarradoras tensiones sociales, intelectuales y morales de la larga historia de la sociedad china.

EL CHOQUE ENTRE DOS SISTEMAS DE ORDEN MUNDIAL: LA GUERRA DEL OPIO

Las potencias industriales occidentales en auge no podían seguir tolerando un sistema que las llamaba «bárbaras», que pretendía que presentaran «tributo» o las obligaba a ceñirse a un comercio regulado estrictamente por temporadas en una única ciudad portuaria. Por otra parte, los chinos empezaban a mostrarse dispuestos a hacer unas limitadas concesiones a las ansias de «beneficios» (un concepto algo inmoral según el pensamiento confuciano) de los mercaderes occidentales; sin embargo, quedaron consternados cuando los enviados occidentales sugirieron que China podía ser simplemente un Estado entre tantos, o que tendría que vivir en contacto diario y permanente con los enviados bárbaros en la capital de su imperio.

Desde la perspectiva actual, los enviados occidentales no hicieron ninguna propuesta inicial que pudiera considerarse especialmente vergonzosa si nos atenemos a las normas de Occidente: los objetivos del libre comercio, los contactos diplomáticos regulares y las embajadas permanentes hoy en día hieren pocas sensibilidades; al contrario, se consideran un modelo común en la práctica de la diplomacia. No obstante, el enfrentamiento definitivo se produjo a raíz de uno de los aspectos más bochornosos de la intrusión occidental: la insistencia en la importación ilimitada de opio a China.

A mediados del siglo XIX, el opio se toleraba en Gran Bretaña y estaba prohibido en China, si bien cada vez era mayor el número de chinos que lo consumían. La India británica constituía el centro del mayor cultivo de adormidera del mundo, y los mercaderes británicos y estadounidenses, que trabajaban de común acuerdo con los contrabandistas chinos, hacían su agosto. En realidad, el opio fue uno de los pocos productos extranjeros que floreció en el mercado chino; las famosas manufacturas británicas eran rechazadas como baratijas o productos de calidad inferior respecto a los chinos. La buena sociedad occidental veía el comercio del opio como una vergüenza. Los mercaderes, por su parte, no estaban dispuestos a perder un comercio tan lucrativo.

La corte Qing debatió la legalización del opio y la administración de su venta; por fin decidió tomar medidas drásticas y erradicar de una vez por todas este comercio. En 1839, Pekín envió a Lin Zexu, funcionario de probada competencia, a cortar el comercio en Cantón y a obligar a los mercaderes occidentales a acatar la prohibición oficial. Lin, un mandarín confuciano tradicional, abordó el problema como hubiera hecho con cualquier problema bárbaro especialmente pertinaz: combinando la fuerza y la persuasión moral. A su llegada a Cantón, pidió a las misiones comerciales occidentales que entregaran los arcones de opio para su destrucción. Cuando la iniciativa fracasó, encerró a todos los extranjeros —incluyendo a los que no tenían nada que ver con el comercio del opio— en sus factorías y les anunció que no los soltaría hasta que abandonaran el contrabando.

Acto seguido, Lin envió una carta a la reina Victoria elogiando, con la deferencia que le permitía el protocolo tradicional, «la cortesía y la sumisión» de sus predecesores al enviar «tributo» a China. El punto crucial de la carta era la petición de que ella misma se ocupara de la erradicación del opio de los territorios indios de Gran Bretaña:

En determinados puntos de la India bajo vuestro control, como Bengala, Madrás, Bombay, Patna, Benarés y Malwa... [se ha] plantado opio de un lugar a otro y se han construido estanques para su manufactura. [...] El repugnante olor asciende, irrita los cielos y asusta los espíritus. Vos, oh rey, podéis erradicar la planta del opio de estos lugares, mandar pasar la azada por todos los campos y sembrar en ellos los cinco cereales. Quien se atreva a intentar de nuevo la siembra y la manufactura del opio debe recibir un severo castigo.²¹

La demanda era razonable, a pesar de haberse expresado siguiendo la suposición tradicional del supremo dominio chino:

Si un hombre de otro país se va a comerciar a Inglaterra, tiene que acatar las leyes inglesas; mucho más, pues, habrán de acatarse las leyes de la Dinastía Celestial [...] Los mercaderes bárbaros de vuestro país que deseen comerciar durante un período prolongado deben acatar con respeto nuestras prescripciones y cortar de manera permanente la fuente del opio. [...]

Controlad, oh rey, a los malvados y cribad a vuestros peligrosos súbditos antes de que lleguen a China, a fin de garantizar la paz de vuestra nación, de mostrar claramente la sinceridad de vuestra cortesía y sumisión y de dejar que los dos países disfruten del don de la paz. ¡Qué fortuna, qué gran fortuna! Al recibo de este mensaje respondednos inmediatamente sobre los detalles y circunstancias del cese del tráfico de opio. Procurad no posponerlo.²²

Exagerando la importancia de la influencia de China, en su ultimátum, Lin amenazaba con cortar las exportaciones de productos chinos, que veía como necesidades vitales para los bárbaros occidentales: «Si China corta con estos beneficios sin compasión alguna por aquellos que van a sufrir, ¿con qué pueden contar los bárbaros para subsistir?». China no tenía nada que temer de las represalias: «Los artículos que vienen de fuera de China no pueden usarse más que como juguetes. Podemos aceptarlos o pasar sin ellos».²³

Al parecer, la carta de Lin nunca llegó a manos de la reina Victoria. Mientras tanto, los británicos consideraron el asedio de Lin a la comunidad británica de Cantón como una ofensa intolerable. Los que ejercían presión por el «comercio con China» pidieron al Parlamento una declaración de guerra. Palmerston mandó una carta a Pekín en la que pedía «satisfacción y reparación de los daños infligidos por las autoridades chinas a los súbditos británicos residentes en China y por las afrentas de estas mismas autoridades a la Corona británica», así como la cesión permanente de «una o más de las islas de considerable extensión situadas en la costa de China» como depósito para el comercio británico.24

En su carta, Palmerston reconocía que, según la ley china, el opio era «contrabando», pero se rebajaba haciendo una defensa legalista del comercio, aduciendo que, en el marco de los principios legales occidentales, la prohibición china había perdido vigor a causa de la complicidad de los funcionarios corruptos. Esta casuística no iba a convencer a nadie, y Palmerston no estaba dispuesto a retrasar su decisión de llevar las cosas a un punto crítico: ante la «importancia urgente» de la cuestión y la enorme distancia que separaba Inglaterra de China, el gobierno británico ordenaba que saliera inmediatamente una flota a «bloquear los principales puertos chinos», a apoderarse de «todas las naves chinas que [esta] pudiera encontrar» y hacerse con «una parte accesible del territorio chino» hasta que Londres obtuviera una satisfacción.25 Había empezado la guerra del opio.

En una primera reacción, China consideró como una amenaza infundada la posibilidad de una ofensiva británica. Uno de los funcionarios expuso al emperador que la gran distancia entre China e Inglaterra debilitaría a los ingleses: «Los bárbaros ingleses constituyen una raza insignificante y detestable, que confía únicamente en sus potentes barcos y sus aplastantes armas, pero la inmensa distancia que habrán recorrido hará imposible la llegada de oportunas provisiones, y sus soldados, a la primera derrota, desprovistos de abastecimiento, se desanimarán y se encontrarán perdidos».26 Después de que los británicos bloquearan el río Perla y se apoderaran de unas cuantas islas situadas frente a la ciudad portuaria de Ningbo, como demostración de fuerza, Lin escribió indignado a la reina Victoria: «Vosotros, salvajes de los mares lejanos, al parecer os habéis crecido hasta el punto de desafiar e injuriar a nuestro poderoso imperio. En verdad que ha llegado la hora de que “os desolléis el rostro y os limpiéis el corazón” y enmendéis vuestra conducta. Si os sometéis con humildad a la Dinastía Celestial y le presentáis vuestra fidelidad, podría daros la oportunidad de expiar vuestras faltas del pasado».27

Unos cuantos siglos de predominio habían distorsionado el sentido de la realidad de la Corte Celestial. La pretensión de superioridad no hacía más que acentuar la inevitable humillación. Los navíos británicos sorteaban veloces las defensas costeras chinas y bloqueaban los principales puertos de este país. Los cañones que en otra época habían menospreciado los mandarines que habían recibido a Macartney surtían un brutal efecto.

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