China

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Henry Kissinger

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El tiempo no es algo neutral. Habría que confrontar los beneficios obtenidos a través de las sutiles maniobras de Wei Yuan con la capacidad de China de armarse utilizando «las técnicas superiores de los bárbaros». China, advirtió Wei Yuan, tenía que «llevar especialistas occidentales a Cantón» desde Francia o desde Estados Unidos, «para hacerse cargo de la construcción de barcos y la fabricación de armas». Wei Yuan resumió la nueva estrategia con la siguiente propuesta: «Antes de establecer la paz, a nosotros nos corresponde utilizar a los bárbaros contra los bárbaros. Una vez establecida, aprenderemos sus técnicas superiores con el objetivo de controlarlos».5

A pesar de desdeñar al principio las llamadas a la modernización tecnológica, la Corte Celestial adoptó la estrategia de cumplir al pie de la letra los tratados de la guerra del opio, a fin de poner límite a las demandas occidentales. Según escribió más tarde un dirigente: «Se actuará siguiendo los tratados y no se tolerará que los extranjeros se excedan lo más mínimo»; así pues, seguía diciendo que los funcionarios chinos tenían que «mostrarse sinceros y cordiales, pero intentar con cautela mantenerlos a raya».6

EL DETERIORO DE LA AUTORIDAD: LA AGITACIÓN INTERNA Y EL DESAFÍO DE LAS INVASIONES EXTRANJERAS

Las potencias del tratado occidental no tenían por supuesto ninguna intención de permitir que nadie las mantuviera a raya, y tras las negociaciones entre Qiying y Pottinger empezó a surgir una nueva brecha en las expectativas. Para la corte china, los tratados constituían una concesión temporal a las fuerzas bárbaras, que había que seguir hasta donde fuera necesario, pero nunca ampliar de forma voluntaria. Para Occidente, los tratados iniciaban un proceso a largo plazo con el que China se iría acercando paulatinamente a las normas occidentales de intercambio político y económico. Ahora bien, lo que Occidente consideró un proceso de progreso, China lo vio como un ataque filosófico.

Por esta razón los chinos se negaron a acceder a las demandas de los extranjeros de ampliar los tratados para incluir en ellos el libre comercio en todo el territorio chino y la representación permanente en la capital del país. Pekín comprendió —a pesar de sus limitados conocimientos sobre Occidente— que la combinación entre la fuerza superior de los extranjeros, la ilimitada actividad de estos en el interior de China y las múltiples misiones occidentales en Pekín iban a socavar los postulados sobre el orden mundial chino. Cuando China se convirtiera un Estado «normal» perdería su autoridad moral histórica única; pasaría a ser otro país débil acosado por los invasores. En este contexto, unas disputas sobre prerrogativas diplomáticas y económicas aparentemente secundarias se convirtieron en un enfrentamiento fundamental.

Todo ello tuvo lugar con el telón de fondo de una importante agitación interior, encubierta en gran medida por la imperturbable confianza que proyectaron las autoridades chinas encargadas de los contactos con los extranjeros, una característica que se mantuvo inalterable en la era moderna. Macartney ya había hablado en 1793 de la complicada adaptación entre la clase dominante de los manchúes Qing, la élite burocrática china han y la población general, mayoritariamente han. «Apenas pasa un año —precisaba— sin que surja una insurrección en alguna de las provincias.»7

Después de haberse cuestionado el Mandato Celestial de la dinastía, los adversarios internos intensificaron su desafío. La confrontación era religiosa y étnica y sentaba los cimientos para unos conflictos de una brutalidad que todo lo abarcaba. En los extremos occidentales del imperio se produjeron rebeliones musulmanas y la declaración separatista de los kanatos, de corta duración, que se reprimieron, pero a un coste económico y en vidas humanas desorbitado. En la parte central de China, un levantamiento conocido como la rebelión de Nian atrajo un considerable apoyo de las clases trabajadoras chinas han; se inició en 1851 y duró cerca de veinte años.

El mayor desafío lo presentó la rebelión Taiping (1850-1864), organizada en el sur por una secta cristiana china. Los misioneros llevaban siglos allí, pero vivían en un estricto confinamiento. Empezaron a introducirse en el país de una forma más masiva después de la guerra del opio. Con un carismático místico chino al frente, que afirmaba ser el hermano pequeño de Jesucristo, y un socio suyo, que pretendía tener poderes telepáticos, la rebelión Taiping tuvo como objetivo sustituir el mandato Qing por un nuevo «Reino celestial de gran paz» dirigido por la singular interpretación que hacían sus dirigentes de unos textos misioneros importados. Las fuerzas Taiping consiguieron arrancar a los Qing el control de Nankín, de gran parte del sur y del centro de China y gobernaron como una dinastía incipiente. Si bien la historiografía occidental dispone de pocos detalles sobre el conflicto entre los Taiping y los Qing, este conflicto fue uno de los más devastadores y sus víctimas se calculan en decenas de millones. No existen cifras oficiales al respecto, pero se estima que durante las sublevaciones Taiping, las musulmanas y las de Nian la población de China pasó de unos 410 millones de habitantes en 1850 a aproximadamente 350 millones en 1873.8

Se renegociaron los tratados de Nankín y sus equivalentes francés y estadounidense en la década de 1850, cuando China se encontraba dividida por estos conflictos civiles. Las potencias de dichos tratados insistieron en que se permitiera a sus diplomáticos residir todo el año en la capital china, lo que iba a significar que pasarían de ser enviados tributarios a representantes de estados con la misma soberanía. Los chinos recurrieron a su amplia gama de tácticas dilatorias con el incentivo añadido de que, dada la suerte de los negociadores anteriores, ninguna autoridad Qing podía desear conceder el punto de la representación diplomática permanente.

En 1856, una inoportuna inspección china al

Arrow, un barco de su país, registrado como británico, y la supuesta profanación de la bandera de Gran Bretaña, dieron pie a la reanudación de las hostilidades. Al igual que en el conflicto de 1840, el

casus belli no fue exactamente heroico (el registro del barco, como se descubrió después, había caducado técnicamente); aun así, ambos bandos eran conscientes de que jugaban fuerte. Con las defensas chinas aún en mantillas, las fuerzas británicas se apoderaron de los fuertes de Cantón y de Dagu, en el norte de China, desde donde podían dirigirse con facilidad hacia Pekín.

Durante las negociaciones que siguieron, se acentuaron más que nunca las diferencias entre las percepciones de uno y otro bando. Los británicos siguieron insistiendo en lo de la misión, presentando su postura como un servicio público que finalmente situaría a China a la altura del mundo moderno. Así, el negociador adjunto de Londres, Horatio Lay, resumía la perspectiva occidental imperante con estas palabras: «La representación diplomática se hará en beneficio vuestro lo mismo que en el nuestro, como habréis comprendido ya. Puede que el remedio resulte desagradable, pero las repercusiones serán extraordinarias».9

Las autoridades Qing no se mostraron ni de lejos tan entusiastas. Suscribieron las estipulaciones del tratado después de un sinfín de angustiosas comunicaciones internas entre la corte imperial y su negociador y de otra amenaza británica de llegar a Pekín.10

El punto clave del Tratado de Tianjin de 1858 era la concesión que Londres había buscado en vano durante más de sesenta años: el derecho a una embajada permanente en Pekín. Además, el documento permitía el desplazamiento de extranjeros por el Yangtsé, la apertura de otros «puertos de tratado» al comercio occidental y protegía a los chinos cristianos conversos y a los occidentales que hacían proselitismo en China (perspectiva especialmente complicada para los Qing, teniendo en cuenta la rebelión Taiping). Los franceses y los estadounidenses cerraron sus propios tratados en términos similares bajo sus cláusulas de «nación más favorecida».

Las potencias del tratado centraron luego la atención en el establecimiento de embajadas permanentes en una capital claramente hostil. En mayo de 1859, el nuevo enviado británico, Frederick Bruce, llegó a China para intercambiar las ratificaciones del tratado que había de concederle el derecho a establecerse en Pekín. Puesto que encontró la principal ruta fluvial que llevaba a la capital bloqueada con cadenas y pinchos, ordenó a un contingente de infantería de marina británico que despejara los obstáculos. Pero las fuerzas chinas sorprendieron a las de Bruce abriendo fuego desde los fuertes de Dagu, recientemente reforzados. La batalla que se desencadenó se saldó con 519 soldados británicos muertos y 456 heridos.¹¹

Fue la primera victoria china en el campo de batalla contra las fuerzas occidentales modernas, algo que consiguió hacer añicos, al menos por un tiempo, la imagen de la impotencia militar de China. No obstante, solo pudo frenar temporalmente los avances del embajador británico. Palmerston envió a lord Elgin a dirigir una marcha conjunta de británicos y franceses hacia Pekín, con órdenes de ocupar la capital y «hacer entrar en razón al emperador». Como represalia por la «derrota de Dagu» y como muestra simbólica del poder occidental, Elgin mandó quemar el palacio de verano del emperador, y en el incendio se destruyeron obras de arte de incalculable valor, algo de lo que ciento cincuenta años después China aún se resiente.

La campaña china de resistencia contra la normativa occidental sobre las relaciones interestatales había llegado, tras setenta años de historia, a una crisis innegable. Las tareas encaminadas a la demora diplomática habían seguido su curso; la fuerza topó con otra superior. Las peticiones sobre igualdad soberana formuladas por los bárbaros, que en otra época Pekín había rechazado tildándolas de ridículas, quedaron eclipsadas ante las temibles demostraciones de dominio militar. Los ejércitos extranjeros ocuparon la capital de China y obligaron a aplicar la interpretación occidental relativa a la igualdad política y los privilegios diplomáticos.

Fue entonces cuando saltó a la palestra otro pretendiente al patrimonio chino. En 1860, los rusos llevaban más de ciento cincuenta años con representación en Pekín; a través de su misión eclesiástica, era el único país europeo al que se había permitido establecer residencia allí. En cierto modo, los intereses rusos habían seguido el camino de otras potencias europeas; habían conseguido todas las ventajas de las potencias del tratado sin aliarse con los británicos en las demostraciones periódicas de fuerza. Por otra parte, sus objetivos globales superaban el proselitismo religioso o el comercio costero. Veían en la decadencia de los Qing la oportunidad de desmembrar el Imperio chino y de unir de nuevo sus «dominios exteriores» a Rusia. Moscú tenía en su punto de mira sobre todo las extensiones mal administradas y poco delimitadas de Manchuria (el centro manchú de la zona noroccidental de China) y Xinjiang (la zona montañosa y desértica de la parte más occidental, poblada entonces básicamente por musulmanes). Con este objetivo, Rusia se había dedicado de forma gradual y deliberada a ampliar su presencia en las fronteras interiores y a ganarse la lealtad de algunos príncipes, ofreciéndoles un rango superior y beneficios materiales, todo ello con el apoyo de una caballería amenazadora.¹²

En el momento en que China corría el máximo peligro, surgió Rusia como potencia colonial y se ofreció como mediadora en el conflicto de 1860, lo que en realidad fue una forma de amenazar con la intervención. Aquella diplomacia astuta —algunos podían calificarla de falsa— se apoyaba en la conminación por medio de la fuerza. El conde Nikolái Ignátiev, el joven inteligente y artero que el zar había enviado como plenipotenciario a Pekín, consiguió convencer a la corte china de que únicamente Rusia era capaz de asegurar la evacuación de las potencias occidentales ocupantes de la capital china y convencerlas de que solo Rusia podía garantizar el cumplimiento de los tratados. Después de facilitar la marcha anglo-francesa hacia Pekín con mapas detallados y servicio de información, Ignátiev se retiró y convenció a las fuerzas ocupantes de que con la llegada del invierno, el Beihe, la ruta fluvial de entrada y salida de Pekín, iba a helarse, y los dejó en medio de la población china hostil.¹³

Con este tipo de servicios, Ignátiev obtuvo unas exorbitantes compensaciones en forma de territorios: una amplia franja de la zona denominada Manchuria Exterior, en la costa del Pacífico, que incluía la ciudad portuaria llamada actualmente Vladivostok.14 De golpe, Rusia había ganado una importante base naval, un punto de apoyo en el mar del Japón y 900.000 kilómetros cuadrados de territorio que en otra época se había considerado chino. Ignátiev negoció asimismo una disposición por la que se abría al comercio ruso y a los consulados Urga (actualmente, Ulan Bator), en Mongolia, y la ciudad del extremo occidental de Kashgar. Para agravar la humillación, Elgin obtuvo para Gran Bretaña una ampliación de su colonia de Hong Kong hacia Kowloon, el territorio adyacente. China había conseguido el apoyo de Rusia para impedir lo que consideraba otro asalto por parte de las potencias del tratado que dominaban la capital y su costa; pero en tiempos de debilidad para China, lo de «utilizar a los bárbaros contra los bárbaros» tenía su precio.

LA INTERVENCIÓN EN LA DECADENCIA

China no sobrevivió cuatro mil años como civilización única y dos milenios como Estado unido manteniéndose pasiva a unas invasiones extranjeras casi incesantes. Durante todo este período, los conquistadores se vieron obligados o bien a adoptar la cultura china, o a quedar poco a poco absorbidos por sus súbditos, que actuaron a base de paciencia. Llegaba otro período de prueba.

Después del conflicto de 1860, el emperador y la facción de la corte que había exhortado a la resistencia contra la misión británica abandonaron la capital. Quien asumió

de facto la función gubernamental fue el príncipe Gong, hermanastro del emperador. Tras negociar el fin de las hostilidades, el príncipe Gong resumió, en un memorial dirigido al emperador en 1861, las terribles opciones estratégicas:

Ahora mismo están en su apogeo la rebelión de Nian en el norte y la de Taiping en el sur, nuestras provisiones militares se han agotado y nuestros soldados están exhaustos. Los bárbaros se aprovechan de nuestra debilidad e intentan controlarnos. Si no moderamos la cólera y seguimos con las hostilidades, lo más probable es que estalle súbitamente la catástrofe. De todas formas, si pasamos por alto la forma en que nos han perjudicado y no nos preparamos contra ello, no legaremos más que motivos de dolor a nuestros hijos y nietos.15

Aquel era el clásico dilema de los derrotados: ¿puede mantener la cohesión una sociedad mientras simula que se adapta al conquistador?, y ¿cómo crear capacidad para invertir el equilibrio de fuerzas desfavorable? El príncipe Gong echó mano de un antiguo dicho chino: «Recurre a la paz y a la amistad cuando te veas temporalmente obligado a ello; utiliza la guerra y la defensa como política real».16

Puesto que no existía una solución extraordinaria al alcance, el memorial de Gong estableció una prioridad entre los peligros, basada en el principio de derrotar a los bárbaros más próximos con la ayuda de los bárbaros más lejanos: la clásica estrategia china a la que recurriría Mao unos cien años después. El memorial de Gong demostraba una gran visión geopolítica en su valoración del tipo de amenaza que planteaba cada uno de los invasores. A pesar del peligro inminente y real que presentaba Gran Bretaña, el memorial de Gong situaba a esta potencia como la última en la lista de amenazas a largo plazo a la cohesión del Estado chino, y a Rusia en primer lugar:

Taiping y Nian están cosechando victorias y constituyen un mal orgánico. Rusia, con su territorio contiguo al nuestro, dispuesta a ir royendo nuestras tierras como un gusano de seda, podría considerarse una amenaza contra nuestras entrañas. Por lo que se refiere a Inglaterra, su objetivo es el comercio, pero se comporta de forma violenta, sin consideración alguna por la honradez humana. Si no la mantenemos a raya, no podremos seguir de pie. De ahí que pueda compararse con una dolencia en las extremidades. Así pues, primero hay que sofocar las rebeliones de Taiping y Nian, luego controlar a los rusos y finalmente ocuparnos de los británicos.17

Para conseguir estos objetivos a largo plazo respecto a las potencias extranjeras, el príncipe Gong proponía establecer un nuevo cuerpo de gobierno —un embrionario Ministerio de Exteriores— que gestionara los asuntos con las potencias occidentales y analizara la prensa extranjera para conseguir información sobre lo que sucedía más allá de las fronteras chinas. Esperaba que aquella fuera una necesidad temporal, que pudiera abolirse, tal como precisaba: «En cuanto hayan concluido las campañas militares y se hayan simplificado los asuntos de los distintos países».18 El nuevo departamento no figuró en los archivos oficiales de secciones metropolitanas y estatales hasta 1890. Sus funcionarios solían recibir apoyo de otros departamentos más importantes a modo de asignación temporal. Se turnaban con frecuencia. Si bien algunas de sus ciudades estaban ocupadas por fuerzas extranjeras, China trataba la política exterior como algo temporal y no como una característica del futuro del país.19 El nuevo ministerio se llamó Zongli Geguo Shiwu Yamen («Departamento de Gestión General de los Asuntos de Todas las Naciones»), una expresión ambigua abierta a la interpretación de que China no se lanzaba a la diplomacia con los extranjeros, sino más bien ordenaba los asuntos de estos como parte de su imperio universal.20

La puesta en práctica de la política del príncipe Gong recayó en Li Hongzhang, un importante mandarín que había destacado al mando de las fuerzas militares en las campañas de los Qing contra la rebelión Taiping. Li, hombre ambicioso, cortés, impasible ante la humillación, muy versado en la tradición clásica china y a la vez curiosamente conocedor de los peligros que entrañaba, fue durante casi cuarenta años el rostro que China mostró al mundo exterior. Proyectó su imagen como intermediario entre las insistentes demandas de concesiones territoriales y económicas de las potencias extranjeras y las reivindicaciones de superioridad política de la corte china. Evidentemente, sus políticas nunca tuvieron la aprobación total de una parte u otra. Sobre todo en China, Li dejó un legado polémico, básicamente entre los que insistían en una vía de más confrontación. No obstante, su tarea —mucho más compleja por la beligerancia de la facción tradicionalista de la corte china, que insistía periódicamente en presentar batalla a las potencias extranjeras con una preparación mínima— demuestra su gran capacidad de maniobra entre las alternativas poco seductoras de la última época de la dinastía Qing y en general para moderarlas.

Li se hizo famoso en las crisis y destacó como experto en asuntos militares y en «control de los bárbaros» durante las rebeliones de mediados de siglo en China. En 1862, Li fue enviado a administrar la próspera provincia oriental de Jiangsu, donde encontró las principales ciudades sitiadas por los rebeldes Taiping, aunque protegidas por los ejércitos occidentales, decididos a defender sus nuevos privilegios comerciales. En aplicación de las máximas del memorándum de Gong, Li se alió con las fuerzas occidentales —y se erigió en autoridad por encima de ellas— para destruir al enemigo común. En lo que fue en efecto una campaña conjunta de contrainsurgencia entre China y Occidente, Li forjó una relación de trabajo con Charles Gordon, el Chino, el célebre aventurero británico que murió posteriormente en manos de los mahdi en el asedio de Jartum, en Sudán. (Li y Gordon se enemistaron cuando el primero ordenó la ejecución de los cabecillas rebeldes apresados a los que Gordon había prometido clemencia.) Cuando en 1864 finalizó la amenaza Taiping, Li asumió distintos cargos destacados y pasó a ser el primer ministro de Asuntos Exteriores

de facto de China y el primer negociador en sus frecuentes crisis que se desataron con países extranjeros.²¹

El representante de una sociedad asediada por países mucho más poderosos y de culturas significativamente distintas tenía dos alternativas. Podía intentar cerrar la brecha cultural, aplicar sistemas militarmente más duros y reducir así la presión del intento de discriminación contra el que culturalmente era forastero. O bien tenía la opción de insistir en la validez de su propia cultura haciendo alarde de sus características especiales y ganándose el respeto por la solidez de sus convicciones.

Durante el siglo XIX, los dirigentes japoneses optaron por la primera alternativa, contando con que cuando se enfrentaron a Occidente su país estaba ya metido de lleno en la vía de la industrialización y había demostrado su cohesión social. Li, representante de un país convulso por las rebeliones que le habían exigido ayuda extranjera, no poseía esta opción. Tampoco habría abandonado sus orígenes confucianos por más ventajas que le hubiera reportado aquella vía.

Un relato de los viajes de Li Hongzhang por el interior de China nos proporciona un sombrío documento sobre la confusión reinante en China: durante un período de dos años bastante representativo, entre 1869-1871, pasó del sudoeste de China, donde los representantes franceses habían iniciado una protesta sobre los tumultos anticristianos, al norte, donde habían estallado otros disturbios; de allí se desplazó al extremo sudoccidental, donde una tribu minoritaria iniciaba su rebelión en la frontera vietnamita; siguió hacia la zona noroccidental para hacer frente a una importante revuelta musulmana; llegó luego al puerto de Tianjin, en el nordeste, donde a raíz de una matanza de cristianos habían arribado barcos de guerra franceses y la zona corría el peligro de una intervención militar; por último, viajó al sudeste, donde se fraguaba una nueva crisis en la isla de Taiwan (conocida a la sazón en Occidente como Formosa).²²

Li descolló en la escena diplomática dominada por unos códigos de conducta definidos por Occidente. Vestía las largas y holgadas túnicas de mandarín confuciano y lucía con orgullo antiguos distintivos de rango, como la «Pluma de pavo real de doble ojo» y la «Chaqueta amarilla», que sus homólogos occidentales contemplaban asombrados. Llevaba la cabeza rapada —al estilo de los Qing— a excepción de la larga cola trenzada, y se la cubría con una gorra oblonga de oficial. Usaba un lenguaje epigramático que pocos extranjeros comprendían. Rezumaba una serenidad mística que en una ocasión un coetáneo suyo de Gran Bretaña comparó, presa de un temor reverencial y también de incomprensión, con la de un visitante de otro planeta. Su actitud parecía apuntar que las penalidades y las concesiones de China no eran más que obstáculos temporales en el camino del triunfo definitivo de la civilización china. Su mentor, Zeng Guofan, erudito confuciano de primer orden y comandante veterano de las campañas Taiping, había aconsejado a Li en 1862 cómo debía utilizar la virtud básica del confucianismo del autocontrol como herramienta diplomática: «En el trato con los extranjeros, la actitud y el porte no deben ser excesivamente altivos y uno debe mostrarse ligeramente informal. Debe darse a entender que las injurias, las falsedades y el desprecio respecto a todo se han comprendido y al mismo tiempo no se han comprendido, pues uno debe mostrar un aire algo estúpido».²³

Al igual que cualquier otro oficial de alto rango de su era, Li creía en la superioridad de los valores morales de China y estaba convencido de que las prerrogativas imperiales tradicionales eran justas. No difería tanto en su afirmación sobre la superioridad china como en el análisis que hacía de que, por el momento, al país le faltaba una base material o militar. Después de haber estudiado el armamento occidental durante la rebelión Taiping y buscado información sobre las tendencias económicas de fuera, concluyó que en China existía un peligroso desfase respecto al resto del mundo. En un memorial sobre estrategia dirigido al emperador en 1872 advertía sin rodeos: «Hoy en día, vivir y seguir afirmando que hay que “rechazar a los bárbaros” y “echarlos de nuestro territorio” realmente es algo superficial y absurdo. [...] Ellos producen a diario sus armas para disputarnos la supremacía y vencer, se enfrentan a nuestras deficiencias con sus técnicas superiores».24

Li había llegado a una conclusión parecida a la de Wei Yuan, aunque por aquel entonces la reforma era muchísimo más urgente que en la época de Wei Yuan. Así pues, Li señalaba:

Nos encontramos en una situación en la que, en el ámbito exterior, tenemos que vivir en armonía con los bárbaros, y en el interior hace falta que reformemos nuestras instituciones. Si continuamos siendo conservadores, si no llevamos a cabo ningún cambio, la nación se irá reduciendo y debilitando. [...] En la actualidad, todos los países extranjeros aplican una reforma u otra y van progresando día a día del modo que asciende el vapor. Solo China sigue conservando sus instituciones tradicionales con tanta prudencia que, aunque se derrumbara y extinguiera, los conservadores no lo lamentarían.25

Durante una serie de debates sobre estrategia china que hicieron época en la década de 1860, Li y sus aliados en la administración esbozaron una línea de actuación que bautizaron como «autofortalecimiento». En un memorándum de 1863, Li adoptó como punto de partida (como medio de amortiguar el golpe para sus lectores imperiales) lo siguiente: «En el sistema civil y militar chino todo es muy superior a lo de Occidente. Tan solo en armas de fuego es absolutamente imposible alcanzarlos».26 Pero a la luz de las catástrofes recientes, aconsejaba Li, la élite china ya no podía permitirse mirar por encima del hombro las innovaciones extranjeras. Así lo explicaba: «No puede adoptarse un aire despectivo frente a las incisivas armas de los países extranjeros como si se tratara de extrañas técnicas y manufacturas con truco que se considerara innecesario aprender».27 Lo que necesitaba China eran armas de fuego, barcos de vapor y maquinaria pesada, así como los conocimientos y las técnicas para producirlos.

A fin de aumentar la capacidad de estudio de textos y programas extranjeros y poder conversar con los expertos de fuera, la juventud china tenía que aprender lenguas (tarea hasta entonces descartada como innecesaria, ya que se daba por supuesto que la aspiración de todo forastero era convertirse en chino). Li defendió que China tenía que abrir escuelas en las ciudades más importantes —entre ellas la capital, que había luchado durante tanto tiempo para protegerse de las influencias extranjeras— para enseñar lenguas y técnicas de ingeniería. Li formuló el proyecto como un reto: «¿Acaso el juicio y la inteligencia de los chinos son inferiores a los de los occidentales? Si conseguimos dominar las lenguas occidentales y, a la vez, las vamos enseñando, podremos aprender de forma gradual y completa sus acertadas técnicas sobre buques de vapor y armas de fuego».28

El príncipe Gong propuso una idea similar en un escrito de 1866, en el que instaba al emperador a apoyar el estudio de las innovaciones científicas occidentales:

Lo que deseamos es que nuestros alumnos lleguen al fondo de estas cuestiones [...] puesto que estamos firmemente convencidos de que solo si somos capaces de dominar los misterios del cálculo matemático, la investigación física, la observación astronómica, la construcción de máquinas, la ingeniería de los cursos fluviales aseguraremos la pujanza constante del poder del imperio.29

China necesitaba abrirse al mundo exterior, y aprender de los países hasta entonces considerados vasallos y bárbaros, en primer lugar para fortalecer su estructura tradicional y también para recuperar su preeminencia.

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