China

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Henry Kissinger

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De todas formas, la Guardia Roja no era más inmune al dilema de las revoluciones que se vuelven contra sí mismas que al de los cuadros que se suponía que tenían que depurar. Más protegidos por la ideología que por la formación, los integrantes de la Guardia Roja se convirtieron en facciones que optaban por sus propias preferencias ideológicas y personales. Las contradicciones entre ellos se exacerbaron tanto que en 1968 Mao disolvió oficialmente la Guardia Roja y asignó a los militantes leales del Partido y a los dirigentes militares la tarea de restablecer los gobiernos provinciales.

Se hizo pública la nueva política de «enviar» a una generación de jóvenes a los lugares más recónditos del país para aprender de los campesinos. Llegados a este punto, los militares eran la última institución china importante que mantenía la estructura y asumía funciones muy alejadas de sus competencias ordinarias. El personal militar organizó los ministerios gubernamentales destrozados, se ocupó de los campos y administró las fábricas, todo ello además de llevar a cabo su función primordial de defender el país contra ataques exteriores.

Las consecuencias inmediatas de la Revolución Cultural fueron catastróficas. Tras la muerte de Mao, la valoración hecha por la segunda y la tercera generación de dirigentes —casi todos víctimas en un momento u otro— fue de condena. Deng Xiaoping, principal dirigente del país entre 1979 y 1991, afirmaba que la Revolución Cultural había estado a punto de destruir el Partido Comunista como institución y que había destruido su credibilidad, como mínimo de forma temporal.26

En los últimos años, al irse desdibujando los recuerdos personales, empieza a surgir con alguna vacilación otra perspectiva en China. Esta reconoce los colosales errores que se cometieron durante la Revolución Cultural, pero también se pregunta con timidez si Mao no habría formulado una pregunta importante, aunque su respuesta se demostrara catastrófica. Se plantea que Mao habría identificado la relación del Estado moderno —especialmente, el Estado comunista— con el pueblo al que gobierna. En sociedades básicamente agrícolas —incluso con una industria incipiente—, la gobernanza engloba cuestiones que el pueblo en general es capaz de comprender. Evidentemente, en las sociedades aristocráticas, la parte relevante de la sociedad es limitada. Pero, con independencia de la legitimidad formal, hace falta un consenso tácito de aquellos que tienen que llevar adelante las directrices, a menos que la gobernanza se aplique totalmente por imposición, algo que suele ser insostenible durante un largo período histórico.

En el período moderno, el problema estriba en que las cuestiones se han hecho tan complejas que cada vez es más impenetrable el marco legal. El sistema político publica directrices, pero deja la responsabilidad de su ejecución, cada vez a un nivel más amplio, a las burocracias apartadas tanto del proceso político como del pueblo, cuyo único control está en las elecciones periódicas, suponiendo que existan. Incluso en Estados Unidos, los instrumentos jurídicos principales suelen estar formados por miles de páginas que han leído en detalle como mucho un reducido grupo de legisladores. En los países comunistas, normalmente las burocracias actúan en grupos cerrados que siguen sus propias normas para llevar a cabo unos procedimientos que suelen definir para sí mismos. Se abren fisuras entre las clases políticas y burocráticas, y entre unas y otras y la población en general. Así, se corre el riesgo de que del ímpetu burocrático salga una nueva clase de mandarines. El intento de Mao por resolver el problema en un asalto de gran envergadura estuvo a punto de destruir la sociedad china. Un libro publicado recientemente por el erudito y asesor gubernamental de China, Hu Angang, mantiene que la Revolución Cultural, a pesar de que fracasó, preparó el terreno para las reformas de Deng de las décadas de 1970 y 1980. Hu propone ahora utilizar la Revolución Cultural como estudio sobre vías en las que los «sistemas de toma de decisiones» en el régimen político existente en China podrían convertirse en «más democráticos, científicos e institucionalizados».27

¿SE PERDIÓ UNA OPORTUNIDAD?

Visto en retrospectiva, nos preguntamos si Estados Unidos estaba en condiciones de iniciar el diálogo con China diez años antes de cuando lo hizo. La agitación vivida en China, ¿podía haber constituido el punto de partida para un diálogo serio? Dicho de otra forma, ¿acaso los años sesenta fueron una oportunidad perdida para el acercamiento entre chinos y estadounidenses? ¿Podía haberse producido antes la apertura de China?

En realidad, el obstáculo fundamental para una política exterior estadounidense más imaginativa fue la idea de Mao de la revolución permanente. Mao había decidido en aquellos momentos impedir que se produjera un instante de calma. Los intentos de reconciliación con el archienemigo capitalista no tenían ninguna posibilidad de prosperar mientras el enfrentamiento a muerte con Moscú era el centro del rechazo del compromiso de la coexistencia pacífica de Jruschov.

Estados Unidos dio algún paso vacilante hacia una percepción de China algo más flexible. En octubre de 1957, el senador John F. Kennedy publicó un artículo en

Foreign Affairs en el que subrayaba «la fragmentación de la autoridad dentro de la órbita soviética» y afirmaba que la política estadounidense en Asia era «probablemente demasiado rígida». Defendía la continuación de la política de no reconocer a la República Popular, aunque aconsejaba estar alerta para revisar la «frágil concepción de una China totalitaria e inamovible» a medida que fueran cambiando las circunstancias. Su consejo era: «Tenemos que andar con tiento y no encorsetar nuestra política a consecuencia de la ignorancia, pues podría impedirnos detectar un cambio en la situación objetiva cuando se produjera».28

La percepción de Kennedy era sutil, pero cuando llegó a la presidencia, el cambio que se produjo en la dialéctica de Mao fue en sentido opuesto: hacia una mayor hostilidad y no menor; y también en el sentido de la eliminación violenta de los adversarios del país y del apuntalamiento de las estructuras institucionales, en lugar de inclinarse por la reforma moderada.

En los años que siguieron al artículo de Kennedy, Mao lanzó una Campaña Antiderechista en 1957, se produjo una segunda crisis en el estrecho de Taiwan en 1958 (que él mismo describió como un intento de «dar una lección a los estadounidenses»)29 y se llevó a cabo el Gran Salto Adelante. Cuando Kennedy llegó a la presidencia, China emprendió un ataque militar en la frontera contra la India, país que la administración de Kennedy había considerado una alternativa al comunismo en Asia. No eran aquellas las señales de conciliación y cambio para las que Kennedy había advertido a los estadounidenses que se mantuvieran receptivos.

El gobierno de Kennedy hizo un gesto humanitario para paliar la precaria situación agrícola de China durante la hambruna desatada por el Gran Salto Adelante. La oferta, descrita como una iniciativa para asegurar «comida para la paz», sin embargo, exigía una petición específica de China en la que reconociera su «deseo serio» de asistencia. El compromiso de Mao de autosuficiencia excluía cualquier tipo de dependencia de la ayuda extranjera. China, según respondió su representante en las conversaciones entre embajadores de Varsovia, «superaba los problemas con su propio esfuerzo».30

Durante los últimos años de la presidencia de Lyndon Johnson, los altos funcionarios y finalmente el propio presidente empezaron a plantearse avanzar hacia una vía de menor confrontación. En 1966, el Departamento de Estado dio instrucciones a sus negociadores para que adoptaran una actitud más accesible en las conversaciones de embajadores de Varsovia y les dio autorización para que iniciaran contactos sociales informales al margen de las negociaciones. En marzo de 1966, el representante estadounidense en las conversaciones presentó la rama de olivo al declarar que «el gobierno de Estados Unidos estaba dispuesto a progresar en las relaciones con la República Popular de China». Era la primera vez que una autoridad estadounidense utilizaba la denominación oficial de China de después de 1949 en una comunicación formal.

Por fin, Johnson presentó una opción pacífica en un discurso de julio de 1966 sobre política asiática. «La paz duradera —apuntó— no llegará a Asia mientras 700 millones de habitantes de la China continental sigan aislados del mundo exterior por sus dirigentes.» Mientras prometía oponer resistencia a la «política de agresión indirecta» de China en el sudeste asiático dijo desear la llegada de una era de «colaboración pacífica» y de «reconciliación entre naciones que en estos momentos se consideran enemigas», dijo textualmente.³¹

Se plantearon estas perspectivas a modo de deseos abstractos orientados hacia un cambio no definido en la actitud china. No surgió de ello ninguna conclusión práctica. Era imposible que saliera. Las declaraciones coincidieron con los inicios de la Revolución Cultural, cuando China volvió a su postura de desafiante hostilidad.³²

La política de China durante este período hizo poco para propiciar —probablemente se concibió para disuadir— un planteamiento conciliador con Estados Unidos. Washington, por su parte, mostró una gran habilidad táctica al oponer resistencia a los desafíos militares, como en las dos crisis del estrecho de Taiwan, si bien no demostró tanta imaginación al configurar la política exterior en un marco político fluido y en evolución.

Un texto de 1960 de la

National Intelligence Estimate expresaba, y quizá ayudaba a configurar, la valoración subyacente:

Hay un principio básico de la política exterior de la China comunista —el establecimiento de la hegemonía de este país en Extremo Oriente— que es casi seguro que no va a cambiar de manera apreciable durante el período de la estimación. El régimen seguirá siendo violentamente antiestadounidense y atacará los intereses de Estados Unidos donde y cuando pueda si ello no implica pagar un precio desmesurado. [...] Su arrogante confianza en sí misma, su fervor revolucionario y la distorsionada perspectiva que tiene del mundo podría llevar a Peiping a equivocarse en el cálculo de los riesgos.³³

Muchas pruebas avalaban la perspectiva dominante. Sin embargo, el análisis dejaba abierta la cuestión de hasta qué punto China era capaz de conseguir unos objetivos de tanto alcance. Sacudida por las catastróficas consecuencias del Gran Salto Adelante, la China de la década de 1960 estaba agotada. En 1966, iniciaba la Revolución Cultural, que anunció una retirada

de facto del mundo, en la que se llamó a Pekín a la mayor parte de los diplomáticos, muchos para ser reeducados. ¿Qué implicaciones tuvo todo esto para la política estadounidense? ¿Era posible hablar de un bloque asiático unificado? ¿Y la premisa básica de la política estadounidense con Indochina, según la cual el mundo se hallaba ante una conspiración orquestada por Moscú y Pekín? Estados Unidos, ocupado con Vietnam y su propio desbarajuste interno, tuvo poco tiempo para abordar estas cuestiones.

En parte, la razón que explica la determinación estadounidense es que, durante la década de 1950, la mayor parte de los expertos sobre China habían abandonado el Departamento de Estado durante las distintas investigaciones sobre quién «había perdido» China. Por ello, un grupo de expertos sobre la Unión Soviética realmente extraordinarios —entre los que cabe citar a George Kennan, Charles «Chip» Bohlen, Llewellyn Thompson y Foy Kohler— dominaron el pensamiento del Departamento de Estado sin contrapeso alguno, y todos se mostraron convencidos de que un acercamiento a China podía traducirse en una guerra con la Unión Soviética.

De todas formas, aunque se hubieran formulado las preguntas adecuadas, no habría habido oportunidad de comprobar las respuestas. Determinados políticos chinos instaron a Mao a adaptar la política a la nueva situación. En febrero de 1962, Wang Jiaxiang, jefe del Departamento de Contactos Internacionales del Comité Central del Partido Comunista, entregó un informe a Zhou en el que insistía en que un ambiente internacional pacífico ayudaría más a China a crear un Estado socialista más fuerte y una economía de crecimiento más rápido que la postura imperante de confrontación en todas direcciones.34

Mao no quiso oír hablar de ello y respondió:

En nuestro Partido algunos propugnan «las tres moderaciones y una reducción». Dicen que tenemos que ser más moderados frente al imperialismo, más moderados frente a los reaccionarios y más moderados frente a los revisionistas, mientras que deberíamos reducir la ayuda a la lucha de los pueblos de Asia, África y América Latina. Esta es una postura revisionista.35

Mao insistió en la política de desafiar simultáneamente a todos los posibles adversarios. Replicó: «China tiene que luchar contra los imperialistas, los revisionistas y los reaccionarios de todos los países». Y añadió: «Hay que proporcionar más ayuda a los partidos políticos y a los grupos antiimperialistas, revolucionarios y marxista-leninistas».36

Por fin, en el transcurso de la década de 1960, incluso Mao empezó a darse cuenta de que se multiplicaban los posibles peligros para China. A lo largo de sus vastas fronteras, este país se enfrentaba a la Unión Soviética, un enemigo potencial; tenía también en la India a un adversario humillado; debía tener en cuenta el masivo despliegue estadounidense y la guerra de Vietnam, en plena escalada; los autoproclamados gobiernos en el exilio de Taipei y el enclave tibetano del norte de la India; Japón era su adversario histórico; y al otro lado del Pacífico, Estados Unidos, que veía en China a un enemigo implacable. Hasta entonces, las rivalidades entre todos estos países habían evitado un desafío conjunto. Pero ningún estadista prudente podía apostar por la duración de ese comedimiento, sobre todo teniendo en cuenta que la Unión Soviética parecía prepararse para acabar con la intensificación de los retos de Pekín. El presidente pronto tendría que demostrar que sabía ser prudente y al mismo tiempo audaz.

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El camino hacia la reconciliación

Cuando la inusitada pareja formada por Richard Nixon y Mao Zedong decidió optar por el acercamiento, sus dos países estaban sumidos en la agitación. China se consumía en el caos de la Revolución Cultural; el consenso político estadounidense sufría la tensión de un creciente movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam. China se enfrentaba a la perspectiva de la guerra en todas sus fronteras, sobre todo en la septentrional, donde se producían enfrentamientos entre fuerzas soviéticas y chinas. Nixon había heredado una guerra en Vietnam y el imperativo nacional de acabar con ella, aparte de que llegó a la Casa Blanca al final de una década marcada por los asesinatos y los conflictos raciales.

Mao intentó abordar el peligro que corría China recurriendo a una estratagema clásica en su país: enfrentar a los bárbaros entre sí y obtener respaldo de los enemigos situados más lejos para actuar contra los más cercanos. Nixon, fiel a los valores de su sociedad, invocó los principios wilsonianos para proponer que se invitara a China a entrar de nuevo en la comunidad de naciones: «No nos podemos permitir —escribió en un artículo en

Foreign Affairs en octubre de 1967— dejar eternamente a China fuera de la comunidad de naciones, alimentando sus fantasías, manteniendo sus odios y amenazando a sus vecinos. Este pequeño planeta no puede tolerar que mil millones de sus habitantes, con posibilidades de ser los más capaces, vivan en un aislamiento cargado de odio».¹

Nixon pasó de una petición de acuerdo diplomático a un llamamiento a la reconciliación. Comparó el desafío diplomático con el problema de la reforma social en las zonas urbanas deprimidas de Estados Unidos: «En un caso y otro, hay que abrir el diálogo; en un caso y otro, hay que contener la agresión y avanzar en la educación; y, algo muy importante, en ninguno de los dos casos nos podemos permitir que los que en la actualidad se han autoexiliado de la sociedad sigan eternamente exiliados».²

La necesidad puede proporcionar el impulso para la estrategia, pero no define automáticamente los medios. Y tanto Mao como Nixon se enfrentaban a enormes obstáculos para iniciar el diálogo, por no hablar de la reconciliación entre Estados Unidos y China. Sus dos países se habían considerado durante veinte años enemigos implacables. China había calificado Estados Unidos de país «capitalista-imperialista», lo que en términos marxistas equivale a la forma última del capitalismo, que, en teoría, solo podía superar sus «contradicciones» mediante la guerra. El conflicto con Estados Unidos era inevitable; la guerra, probable.

La percepción que tenía Estados Unidos era el reflejo de la de China. Diez años de conflictos y semiconflictos militares parecían confirmar la idea nacional de que China, en su función de fuente de la revolución mundial, había decidido expulsar a Estados Unidos de la parte occidental del Pacífico. Los estadounidenses veían a Mao más implacable que los dirigentes soviéticos.

Por todas estas razones, Mao y Nixon tenían que avanzar con cautela. Los primeros pasos podían herir a los compatriotas y exasperar a los aliados. Era un reto especial para Mao en plena Revolución Cultural.

LA ESTRATEGIA CHINA

Si bien en aquellos momentos pocos observadores se dieron cuenta, a partir de 1965 Mao empezó a cambiar ligeramente el tono al hablar de Estados Unidos, y teniendo en cuenta su prestigio, que rayaba en lo divino, un solo matiz podía tener implicaciones de gran alcance. Mao poseía el mejor medio para transmitir sus ideas a Estados Unidos: las entrevistas con el periodista Edgar Snow. Ambos se habían conocido en la década de 1930 en la cuna comunista de Yan’an. Snow había resumido su experiencia en un libro titulado

Red Star Over China, que presentaba a Mao como una especie de guerrillero campesino romántico.

En 1965, durante los inicios de la Revolución Cultural, Mao invitó a Snow a Pekín, donde hizo unos comentarios sorprendentes; mejor dicho, lo habrían sido si alguien de Washington les hubiera prestado atención. Mao dijo a Snow: «Lógicamente, me sabe mal que las fuerzas de la historia hayan dividido y separado los pueblos estadounidense y chino de prácticamente todo tipo de comunicación durante los últimos quince años. Hoy en día, el abismo parece más grande que nunca. De todas formas, no creo que esto vaya a acabar en guerra y en una de las peores tragedias de la historia».³

Aquello lo decía el dirigente que durante quince años se había mostrado dispuesto a entablar una guerra nuclear con Estados Unidos y lo había planteado de una forma tan gráfica que tanto la Unión Soviética como sus aliados europeos se habían desvinculado de China. Ahora bien, con la Unión Soviética en una posición amenazadora, Mao estaba más preparado de lo que nadie imaginaba para acercarse a su lejano adversario, Estados Unidos.

En el momento en que Snow realizó la entrevista, se estaba reuniendo el ejército estadounidense en Vietnam, en las proximidades de China. A pesar de que el reto era comparable al que había tenido que enfrentarse Mao en Corea quince años antes, en esta ocasión el dirigente comunista optó por la contención. China se limitó al apoyo fuera del combate, proporcionó material, un gran apoyo moral y unos cien mil soldados para tareas de comunicaciones e infraestructuras en Vietnam del Norte.4 Según Snow, Mao había dejado claro que China solo lucharía contra Estados Unidos en su territorio, en China, y no en Vietnam: «No vamos a iniciar la guerra desde nuestro lado; solo cuando Estados Unidos ataque nos defenderemos. [...] Como ya he dicho antes, que todo el mundo tenga por seguro que no vamos a atacar a los estadounidenses».5

Para que Estados Unidos no se equivocara, Mao repitió que China opinaba que los vietnamitas tenían que hacer frente «a su situación» con su propio esfuerzo: «Los chinos estaban muy ocupados con sus asuntos internos. Luchar más allá de las propias fronteras era una acción criminal. ¿Por qué tenían que hacer aquello los chinos? Vietnam podía asumir su propia situación».6

Mao especuló sobre los posibles resultados de la guerra de Vietnam de la forma en que un científico analiza un hecho natural, no como un dirigente que se plantea un conflicto militar en su frontera. El contraste con las reflexiones de Mao durante la guerra de Corea —cuando vinculó sistemáticamente las cuestiones de seguridad coreanas y chinas— no podía ser más marcado. Entre los posibles resultados que el presidente consideraba aceptables estaba «la celebración de una conferencia, aunque los soldados estadounidenses debían quedarse en Saigón, como en el caso de Corea del Sur», es decir, abogaba por la continuación de dos estados vietnamitas.7 Cualquier presidente estadounidense ante la guerra de Vietnam habría firmado un resultado así.

No existen pruebas de que la entrevista de Snow hubiera sido tema de discusión de alto nivel político en la administración de Johnson, ni de que ninguna otra administración (incluida la de Nixon) que prosiguió con la guerra de Vietnam hubiera considerado importantes las tensiones históricas entre China y Vietnam. Washington siguió considerando a China una amenaza mayor si cabe que la Unión Soviética. En 1965, McGeorge Bundy, asesor de Seguridad Nacional del presidente Johnson, hizo unas declaraciones que plasmaban la opinión de Estados Unidos sobre China en la década de 1960: «La China comunista es un problema bastante distinto [al de la Unión Soviética] y tanto su explosión nuclear [en referencia a la primera prueba nuclear de China, realizada en octubre de 1964] como su actitud agresiva respecto a sus vecinos la convierten en un problema grave para todos los pueblos pacíficos».8

El 7 de abril de 1965, Johnson justificó la intervención estadounidense en Vietnam básicamente alegando resistencia a un plan de coalición entre Pekín y Hanoi: «Sobre esta guerra —y sobre todo el continente asiático— se cierne otra realidad: la prolongada sombra de la China comunista. Pekín espolea a los mandatarios de Hanoi. [...] La contienda de Vietnam forma parte de unas pautas más amplias con objetivos de agresión».9 El secretario de Estado, Dean Rusk, repitió estas reflexiones un año después ante la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara.10

Lo que Mao había explicado a Snow era una especie de renuncia a la revolución mundial de la doctrina tradicional comunista: «Donde haya revolución, haremos declaraciones públicas y organizaremos actos de apoyo a ella. Esto es exactamente lo que molesta a los imperialistas. Es probable que pronunciemos palabras vacías, que disparemos cañones vacíos, pero no enviaremos soldados allí».¹¹

Analizando en retrospectiva las palabras de Mao, uno se pregunta si habrían afectado a la estrategia de la administración de Johnson en Vietnam en caso de haberse tomado en serio. Por otra parte, Mao nunca las tradujo en política oficial formal, pues habría implicado dar marcha atrás a diez años de adoctrinamiento ideológico en un momento en que la pureza ideológica era su grito de batalla en el interior del país y el conflicto con la Unión Soviética se basaba en el rechazo de la política de coexistencia pacífica de Jruschov. Sin embargo, Snow no era el mejor vehículo para una incursión de aquel tipo. En Pekín se confiaba en él, como mínimo hasta el punto en que se confiaba en un estadounidense. Pero en Washington consideraban a Snow un propagandista de Pekín. Para Washington, lo normal habría sido —como lo fue cinco años más tarde— esperar alguna demostración más concreta del cambio de política en China.

Cualquier cálculo estratégico sensato habría indicado que Mao llevaba a China hacia un considerable peligro. Si una de las potencias, Estados Unidos o la Unión Soviética, hubiera atacado a China, la otra se habría hecho a un lado. La logística estaba a favor de la India en el conflicto fronterizo de los dos países, ya que el Himalaya quedaba lejos de los centros de poder de China. Estados Unidos estaba afianzando su presencia militar en Vietnam. Japón, con todo su bagaje histórico, permanecía hostil y se estaba recuperando económicamente.

Fue uno de los pocos períodos en que Mao parecía no estar muy seguro de las opciones que tenía en política exterior. En una reunión en noviembre de 1968 con el dirigente comunista australiano E. F. Hill, se mostró perplejo, en lugar de hablar con su habitual temple a modo de homilía. (Teniendo en cuenta que las maniobras de Mao eran siempre complejas, es posible que también tuviera como objetivo el resto de los dirigentes que iban a leer la transcripción y quisiera comunicarles que estaba estudiando nuevas opciones.) Al parecer, a Mao le inquietaba el hecho de que el período transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial fuera más largo que el de entreguerras, y por ello pensaba que podía avecinarse una catástrofe mundial: «Con todo, actualmente no hay guerra ni revolución. Estamos en una situación que no puede durar».¹² Entonces planteó una pregunta: «¿Sabes qué harán los imperialistas? ¿Iniciarán una guerra mundial? ¿O tal vez no la iniciarán en este momento, sino dentro de poco? ¿Cómo ves la situación con la experiencia que posees en tu propio país y en otros?».¹³ Es decir, ¿China tenía que decidir en aquellos momentos o esperar una vía más prudente?

Sobre todo, lo que Mao quería saber era el significado de lo que posteriormente él mismo denominó «el caos bajo la capa del cielo».

Hay que tener en cuenta la conciencia del pueblo. Cuando Estados Unidos dejó de bombardear Vietnam del Norte, los soldados estadounidenses desplazados en Vietnam se pusieron muy contentos y empezaron a vitorear. Esto indica que no tienen la moral muy alta. ¿Realmente tienen la moral alta los soldados de Estados Unidos? ¿Y los soldados soviéticos? ¿Y los soldados franceses, británicos, alemanes y japoneses? La huelga de estudiantes constituye un nuevo fenómeno en la historia de Europa. Los estudiantes de los países capitalistas no suelen hacer huelga. Pero ahora todo es caos bajo la capa del cielo.14

¿Cuál era, en definitiva, el equilibrio de fuerzas entre China y sus posibles adversarios? ¿Las preguntas sobre la moral de los soldados estadounidenses y europeos implicaban dudas acerca de su capacidad de llevar a cabo la función que les designaba la estrategia china —paradójicamente, muy parecida a la que les atribuía la estrategia de Estados Unidos— para contener el expansionismo soviético? Pero si las tropas de Estados Unidos estaban desmoralizadas y las huelgas de los estudiantes eran un síntoma de una caída en picado de la determinación política general, la Unión Soviética podría erigirse como la potencia mundial dominante. Algunos dirigentes soviéticos hablaban de acuerdo con Moscú.15 Independientemente del resultado de la guerra fría, tal vez la poca moral de Occidente demostraba que por fin se imponía la ideología revolucionaria. ¿Tenía que confiar China en una oleada revolucionaria que derrocara al capitalismo o concentrarse en manipular la rivalidad entre los capitalistas?

No era normal que Mao se planteara preguntas que no implicaran un tanteo al interlocutor o cuya respuesta él mismo conocía aunque hubiera decidido no revelarla aún. Después de alargar un poco más la conversación, acabó la entrevista con la cuestión que le inquietaba más:

Permíteme que te formule una pregunta, que yo intentaré responder y tú harás lo propio. Yo reflexionaré sobre ella y te pediré que lo hagas tú también. Se trata de un tema que tiene una importancia mundial. Una cuestión sobre la guerra. Una cuestión sobre la guerra y la paz. ¿Veremos una guerra o veremos una revolución? ¿La guerra dará paso a la revolución o la revolución evitará la guerra?16

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