China

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Henry Kissinger

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Zhou demostró pronto que la vía diplomática seguía siendo su opción preferida. El 29 de abril, el embajador paquistaní entregó otro mensaje manuscrito de Pekín con fecha de 21 de abril. Explicaba el largo silencio por medio de «la situación del momento».58 Sin explicar si se refería a las condiciones internas o internacionales, si bien reiteraba la voluntad de recibir a un enviado especial. Zhou fue específico sobre el emisario que Pekín tenía en mente, y me citó a mí o al secretario de Estado, William Rogers, o «incluso al propio presidente de Estados Unidos».59 Como condición para la reanudación de las relaciones, Zhou citó tan solo la retirada de las fuerzas armadas estadounidenses de Taiwan y del estrecho de Taiwan —con mucho, la cuestión menos polémica— y no habló de la reversión de Taiwan.

En aquel punto, el secretismo con el que se había llevado a cabo la diplomacia estuvo a punto de llevar la empresa al fracaso, como habría ocurrido en cualquier otro período de contactos con Pekín. Nixon había decidido que la vía hacia Pekín debía limitarse a la Casa Blanca. Ningún otro organismo tuvo noticias de las dos comunicaciones de Zhou Enlai que habían llegado en los meses de diciembre y enero. Así, en una información pública de 28 de abril, un portavoz del Departamento de Estado hablaba de la postura estadounidense sobre la soberanía de Taiwan como «una cuestión pendiente, sujeta a resolución internacional». Cuando el secretario de Estado, que había acudido a una reunión diplomática en Londres, apareció al día siguiente en televisión, comentó la entrevista de Snow y descartó la invitación de Nixon como algo «informal» y nada «serio». Describió la política exterior china tachándola de «expansionista» y «bastante paranoica». Solo sería posible avanzar en las negociaciones —y en un posible viaje de Nixon a China— si este país decidía entrar en la comunidad internacional de alguna forma aún no especificada y acataba «las estipulaciones de la legislación internacional».60

El hecho de que se avanzó en la reanudación del diálogo nos da una idea de la magnitud de los imperativos estratégicos de China. El portavoz gubernamental calificó de «trampa» y de «intervención descarada en los asuntos chinos» la referencia a Taiwan como cuestión pendiente. Sin embargo, acompañó a la invectiva la reafirmación de que la visita del equipo de ping-pong constituía un nuevo paso en el camino de la amistad entre los pueblos chino y estadounidense.

El 10 de mayo aceptamos la invitación de Zhou a Nixon, aunque insistiendo de nuevo en la necesidad de una agenda más amplia. En nuestra comunicación estipulábamos: «En esta reunión, cada parte tendrá libertad para plantear la cuestión que más le preocupe».61 A fin de preparar la cumbre, el presidente me propuso que, como asesor de Seguridad Nacional, le representara a él en una reunión secreta preliminar con Zhou. Sugerimos una fecha específica. La razón para ella no tenía nada que ver con la política en mayúsculas. Entre finales de primavera y principios de verano, el gobierno y la Casa Blanca habían planeado una serie de desplazamientos y aquel era el primer día en el que quedaba libre un avión adecuado.

El 2 de junio recibimos la respuesta china. Zhou nos informaba de que había comunicado a Mao que Nixon había aceptado «encantado» la invitación china.62Y que iban a recibirme en Pekín para las conversaciones preliminares en la fecha propuesta. No dimos importancia al hecho de que en la comunicación no se citara ya a Lin Biao.

En un año, la diplomacia chino-estadounidense había pasado del conflicto irreconciliable a una visita a Pekín de un emisario del presidente para preparar la visita de este. Y todo esto eludiendo la retórica de veinte años y concentrándonos en el objetivo estratégico fundamental del diálogo geopolítico que iba a llevar a una reestructuración del orden internacional de la guerra fría. Si Nixon hubiera seguido el consejo de sus asesores, habría utilizado la invitación china para volver a la planificación tradicional y acelerar su estudio como condición previa para unas conversaciones a un nivel más alto. Aparte de que esto se hubiera considerado como un rechazo, el proceso de activación del contacto chino-estadounidense probablemente habría quedado desbordado por las presiones internacionales en ambos países. Nixon no contribuyó tanto al creciente entendimiento entre China y Estados Unidos porque comprendió su conveniencia como porque supo proporcionarle una base conceptual con la que pudo sintonizar la opinión china. Para Nixon, la apertura hacia este país comunista formaba parte de un plan estratégico global y no de una lista de discordias mutuas.

Los dirigentes chinos buscaron un planteamiento paralelo. Para ellos no tenía ningún sentido lo de volver al orden internacional existente, aunque solo fuera porque no creían que el sistema internacional existente, en el que no habían contribuido, tuviera alguna validez para ellos. Nunca habían considerado que su seguridad radicara en la ordenación legal de una comunidad de estados soberanos. Los estadounidenses hasta el día de hoy suelen considerar la apertura hacia China como la reanudación de una amistad que se encontraba encallada. Los dirigentes chinos, en cambio, estaban familiarizados con el

shi: el arte de comprender la materia en estado de cambio.

Cuando Zhou escribió sobre el restablecimiento de la amistad entre los pueblos chino y estadounidense, describió la actitud necesaria para fomentar un nuevo equilibrio internacional y no un estado definitivo de relación entre pueblos. En los escritos chinos es muy difícil encontrar los sagrados términos del vocabulario estadounidense del orden legal internacional. Más bien lo que se buscaba era un mundo en el que China encontrara la seguridad y el progreso a través de una especie de coexistencia combativa en la que la disposición para la lucha ocupara el mismo lugar de honor que la idea de la coexistencia. Fue en este mundo en el que entró Estados Unidos en su primera misión diplomática en la China comunista.

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La reanudación de las relaciones

Primeros contactos con Mao y Zhou

El acontecimiento más espectacular de la presidencia de Nixon se produjo en la sombra. El presidente había decidido que, para que la misión de Pekín triunfara, tenía que llevarse a cabo en secreto. Una gestión pública de los contactos habría puesto en marcha en el gobierno de Estados Unidos un complicado plan interno de autorización e insistentes peticiones de consulta de todo el mundo, incluyendo Taiwan (reconocido, a la sazón, como gobierno de China). Aquello nos habría hipotecado las perspectivas con Pekín, cuya actitud pretendíamos descubrir. La transparencia es un objetivo básico, pero las oportunidades históricas para la creación de un orden internacional pacífico tienen también sus imperativos.

Así pues, mi equipo partió hacia Pekín, vía Saigón, Bangkok, Nueva Delhi y Rawalpindi, en un viaje que se anunció como misión investigadora en nombre del presidente. El grupo estaba formado por unos cuantos funcionarios estadounidenses, además del núcleo constituido por mis asesores, Winston Lord, John Holdridge y los agentes del Servicio Secreto Jack Ready y Gary McLeod. El impresionante objetivo exigía una serie de fatigosas paradas en cada una de las ciudades, planificadas de forma que dieran una impresión de tanta normalidad que los medios de comunicación dejaran de seguir nuestros movimientos. En Rawalpindi desaparecimos durante cuarenta y ocho horas, aduciendo la necesidad de un descanso (yo mismo fingí no encontrarme bien), en un lugar del Himalaya. En Washington, solo el presidente y el coronel Alexander Haig (ascendido posteriormente a general), mi principal asesor, conocían nuestro destino.

Cuando la delegación estadounidense llegó a Pekín el 9 de julio de 1971, el equipo conocía ya la sutileza de la comunicación de los chinos, pero no sabía cómo llevaba Pekín las negociaciones, y mucho menos de qué forma recibía a las visitas. La experiencia de Estados Unidos con la diplomacia comunista se basaba en los contactos con los dirigentes soviéticos, sobre todo con Andréi Gromiko, que solía convertir la diplomacia en una prueba de disposición burocrática; era impecablemente correcto en la negociación, pero también implacable en lo básico, incluso a veces uno tenía la impresión de que forzaba hasta el límite su autodisciplina.

La tensión no apareció en ninguna parte en la acogida de los chinos a los secretos visitantes, ni tampoco durante el diálogo que siguió. En todas las maniobres preliminares nos habíamos sentido a veces desconcertados por las irregulares interrupciones entre mensajes, que achacábamos a algo relacionado con la Revolución Cultural. Desde nuestra llegada, sin embargo, nada pareció alterar la serena tranquilidad de nuestros anfitriones, que se comportaban como si dar la bienvenida al emisario especial del presidente de Estados Unidos por primera vez en la historia de la República Popular de China fuera lo más natural del mundo.

En efecto, nos encontramos ante un estilo de diplomacia más parecido al de la diplomacia tradicional china que al de las puntillosas formas a las que nos habíamos acostumbrado en nuestras negociaciones con otros estados comunistas. Históricamente, los estadistas chinos habían destacado como anfitriones, en el ceremonial y en el cultivo de las relaciones personales como medios en el arte de gobernar. Era una diplomacia que se ajustaba al reto tradicional chino de seguridad: la conservación de una civilización sedentaria y agrícola rodeada por una serie de pueblos que, de unirse, habrían conseguido una capacidad militar posiblemente superior. China había sobrevivido, y normalmente se había impuesto, con el dominio del arte de fomentar una calibrada combinación de recompensas y castigos, así como una imponente función cultural. En un contexto así, la hospitalidad suele convertirse en un aspecto de la estrategia.

En nuestro caso, las atenciones no empezaron cuando nuestra delegación llegó a Pekín, sino de camino hacia Islamabad. Para nuestra sorpresa, habían mandado a Pakistán a un grupo de diplomáticos chinos de habla inglesa para que nos acompañaran en el viaje y aliviaran cualquier tensión que pudiéramos experimentar durante un vuelo de cinco horas hacia un destino desconocido. El citado grupo había subido al avión antes que nosotros, para gran sorpresa de nuestro personal de seguridad, acostumbrado a ver como enemigos a quienes llevaban el uniforme de Mao. Durante el viaje, el equipo pudo poner a prueba una parte de su investigación y recoger datos para el presidente sobre las características personales de quienes les visitaban.

Zhou había seleccionado el equipo dos años antes, cuando se planteó por primera vez la apertura hacia Estados Unidos después del informe de los cuatro mariscales. Estaba formado por tres miembros del Ministerio de Asuntos Exteriores, uno de los cuales, Tang Longbin, posteriormente formaría parte del equipo del protocolo en la visita de Nixon; en él figuraba también Zhang Wenjin, ex embajador y especialista en lo que en China se denominaban «Asuntos de Europa occidental, América y Oceanía», y, como pudimos comprobar, extraordinario lingüista. Los dos miembros más jóvenes de la delegación representaban a Mao y establecían la comunicación directa con él. Eran Wang Hairong, su sobrina nieta, y Nancy Tang, una intérprete extraordinariamente competente nacida en Brooklyn, cuya familia se había trasladado a China para colaborar con la revolución y que ejercía al mismo tiempo una función de asesoramiento político. Todo esto lo supimos más tarde, como también nos enteramos de que en un primer acercamiento los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores habían reaccionado igual que los mariscales. Necesitaban la confirmación personal de Zhou de que la misión constituía una directriz de Mao y no una prueba sobre su lealtad a la revolución.

Nos recibió el mariscal Ye Jianying, vicepresidente de la Comisión Militar —uno de los cuatro mariscales enviados por Mao a analizar las opciones estratégicas de China—, en el aeropuerto de Pekín, donde aterrizamos a las doce del mediodía, un símbolo de apoyo del Ejército Popular de Liberación a la nueva diplomacia chino-estadounidense. El mariscal me llevó en una larga limusina fabricada en China, que tenía las cortinas corridas, hasta Diaoyutai, el pabellón de huéspedes estatal, situado en un parque vallado que se encontraba en la parte occidental de la ciudad, un complejo que en el pasado se había utilizado como lago de pesca imperial. Ye sugirió que la delegación se tomara un descanso porque al cabo de cuatro horas acudiría al pabellón el primer ministro Zhou a darles la bienvenida y a iniciar la primera ronda de conversaciones.

El hecho de que se desplazara Zhou nos pareció un gesto de extraordinaria cortesía. El procedimiento diplomático que se seguía normalmente era el de recibir a la delegación visitante en un edificio público del país anfitrión, sobre todo cuando la diferencia de rango de quien encabeza una y otra delegación es tan marcada. (Comparado con Zhou, el primer ministro, mi cargo de asesor de Seguridad Nacional equivalía a la de un secretario adjunto de gabinete, tres peldaños por debajo.)

Pronto descubrimos que nuestros anfitriones chinos nos habían preparado un plan de lo más relajado, dando a entender que después de haber sobrevivido más de veinte años aislados no tenían ninguna prisa en llegar a un acuerdo de peso. Habían decidido que permaneciéramos en Pekín exactamente cuarenta y ocho horas. No podíamos alargar la estancia, pues nos esperaban en París para unas conversaciones sobre Vietnam; tampoco teníamos control alguno sobre los planes del avión presidencial de Pakistán que nos había llevado hasta Pekín.

Cuando vimos el programa nos percatamos de que, además de habernos organizado el descanso antes de la llegada de Zhou, también teníamos programada una visita de cuatro horas a la Ciudad Prohibida. Así pues, de las cuarenta y ocho horas asignadas, ocho estaban ya cubiertas. Luego supimos que Zhou se había reservado la noche siguiente para recibir a un miembro del Politburó norcoreano, unos planes que no podía alterar, aunque también cabe la posibilidad de que aquello fuera una tapadera con vistas al viaje secreto. Contando dieciséis horas de descanso nocturno, quedaban menos de veinticuatro horas para el primer diálogo entre dos países que se habían pasado veinte años en guerra, al borde de la guerra y sin contacto diplomático significativo.

En realidad se habían establecido tan solo dos sesiones de negociación: siete horas en el día de mi llegada, de las 16.30 a las 23.20, y seis horas al día siguiente, de las 12.00 a las 18.30. La primera reunión se llevó a cabo en el pabellón de huéspedes estatal y en ella Estados Unidos actuó como anfitrión, siguiendo lo que especificaba el protocolo chino. La segunda se celebró en el Gran Salón del Pueblo, donde nos recibió el gobierno chino.

Podría aducirse que la aparente despreocupación china respondía a una forma de presión psicológica. Por cierto, si hubiéramos abandonado el país sin haber conseguido progreso alguno, se habría planteado un problema importante para Nixon, quien no había comunicado la misión a ningún otro miembro del gabinete. Pero si no existía error en los cálculos de dos años de diplomacia china, la crisis que había llevado a Mao a la invitación podía dar un giro imprevisible si se producía un revés en una misión estadounidense en Pekín.

La confrontación no tenía lógica para ninguna de las partes; precisamente por ello estábamos en Pekín. Nixon estaba impaciente por establecer objetivos ambiciosos más allá de Vietnam. La decisión de Mao constituía un paso que podía llevar a los soviéticos a pensárselo dos veces antes de atacar militarmente a China. Ninguna de las partes se podía permitir el fracaso. Ambas sabían lo que había en juego.

En una curiosa simbiosis de análisis, chinos y estadounidenses decidieron invertir la mayor parte del tiempo en intentar investigar la idea que tenía el otro del orden internacional. Dado que el objetivo primordial de la visita era iniciar un proceso para decidir si podían reorientarse las políticas exteriores de los dos países, anteriormente enfrentadas, la discusión conceptual —en determinados momentos con un aspecto más de conversación entre dos profesores de relaciones internacionales que de diálogo diplomático operativo— en realidad era la forma más perfeccionada de la diplomacia práctica.

Llegó el primer ministro y el apretón de manos se convirtió en un gesto simbólico —al menos hasta que pudiera ir Nixon a China y repetirlo públicamente—, ya que el secretario de Estado, John Foster Dulles, se había negado a dar la mano a Zhou en la Conferencia de Ginebra en 1954, un desprecio que aún dolía, a pesar de las veces que China había reiterado que no le había afectado. Nos retiramos, pues, a una sala de conferencias del pabellón para huéspedes, donde nos sentamos frente a frente en una mesa cubierta con un mantel verde. Allí, la delegación estadounidense tuvo su primer contacto con el singular personaje que había trabajado junto a Mao durante casi medio siglo de revolución, guerra, agitación y maniobras diplomáticas.

ZHOU ENLAI

En los sesenta años que llevo de vida pública no he conocido a un personaje tan irresistible como Zhou Enlai. Bajito, elegante, con rostro expresivo y ojos luminosos, Zhou cautivaba por su excepcional inteligencia y por la capacidad de intuir los imponderables de la psicología de sus contrincantes. Cuando lo conocí llevaba casi veintidós años como primer ministro y cuarenta como persona de confianza de Mao. Se había convertido en indispensable como mediador decisivo entre el dirigente comunista y los que constituían el núcleo de la apretada agenda del presidente, el hombre que traducía sus amplias perspectivas en programas concretos. Al mismo tiempo, se había granjeado la gratitud de muchos chinos por su capacidad de moderar los excesos de estos puntos de vista, como mínimo siempre que el fervor de Mao podía dar cabida a la moderación.

La diferencia entre los dos líderes se reflejaba en sus personalidades. Mao dominaba en cualquier reunión; Zhou penetraba en lo más hondo de estas. La pasión de Mao lo llevaba a arrollar a la oposición; el cerebro de Zhou conseguía convencerla o ser más hábil que ella. Mao era sarcástico; Zhou, agudo. Mao se consideraba filósofo; Zhou adoptaba el papel de administrador o negociador. Mao estaba impaciente por acelerar la historia; Zhou se conformaba con aprovechar sus corrientes. Solía repetir lo de: «El timonel tiene que surcar las olas». Cuando estaban juntos, no se cuestionaba la jerarquía, y no solamente en el sentido formal, sino en el aspecto más profundo del comportamiento extraordinariamente deferente de Zhou.

Posteriormente se criticó a Zhou por haberse dedicado a suavizar algunas de las prácticas de Mao en lugar de oponerse a ellas. Cuando la delegación estadounidense se reunió con Zhou, China acababa de vivir la experiencia de la Revolución Cultural, de la que él había sido —como cosmopolita y persona educada fuera, defensora del compromiso pragmático con Occidente— un blanco evidente. ¿La había posibilitado o frenado? Sin duda, entre los métodos de supervivencia política de Zhou, estaba el de brindar su destreza administrativa para la ejecución de unas políticas que personalmente incluso podía considerar desagradables; pero tal vez por eso se libró de las purgas que habían constituido el destino de la mayor parte de los dirigentes de su época durante la década de 1960 (hasta que empezó a recibir cada vez más ataques y finalmente fue destituido del cargo que ocupaba a finales de 1973).

El asesor del príncipe se encuentra de vez en cuando con el dilema de equilibrar las ventajas de la capacidad de modificar los acontecimientos con la posibilidad de verse excluido en caso de presentar ante un superior sus objeciones respecto a una política determinada. ¿Qué peso tiene la capacidad de modificar el comportamiento imperante del príncipe frente a la carga moral de participar en sus estrategias? ¿Cómo se mide el elemento del matiz a lo largo del tiempo ante las reivindicaciones de los absolutos en lo inmediato? ¿Qué equilibrio existe entre el impacto acumulativo de las tendencias moderadoras y un gran gesto (probablemente condenado)?

Deng Xiaoping llegó al fondo de estos dilemas en su posterior evaluación del papel de Zhou en la Revolución Cultural, de la que el propio Deng y su familia sufrieron las consecuencias: «Sin el primer ministro, la Revolución Cultural habría sido mucho peor. Y sin el primer ministro, la Revolución Cultural no se habría alargado tanto».¹ Como mínimo en el ámbito público, Deng resolvió estas cuestiones en nombre de Zhou. En una entrevista que concedió a la periodista italiana Oriana Fallaci en 1980, tras volver del exilio, Deng declaró:

El primer ministro Zhou ha sido un hombre que ha trabajado duro y sin proferir queja alguna durante toda su vida. Dedicó al trabajo doce horas diarias, y en ocasiones, dieciséis o más. Nos conocimos en los inicios, durante los años veinte, cuando estábamos en Francia en un programa de estudios sobre el trabajo. Siempre lo consideré como mi hermano mayor. Optamos por la vía revolucionaria casi al mismo tiempo. Era una persona muy respetada por sus camaradas y por todo el mundo. Afortunadamente, sobrevivió durante la «Revolución Cultural», cuando a nosotros nos quitaron de en medio. Él se encontró en una posición extremadamente complicada y dijo e hizo muchas cosas contra su voluntad. Pero la gente lo perdonó porque, de no haber dicho y hecho todo aquello, no habría sobrevivido y, por consiguiente, no habría ejercido el papel neutralizador que asumió, con el que redujo pérdidas. Fue un hombre que consiguió proteger a muchos.²

También existían opiniones contrarias; no todos los analistas coinciden en la valoración de las exigencias sobre la supervivencia política de Zhou.³

En mi trato con él constaté que su estilo sutil y sensible había ayudado a superar muchos escollos en una relación incipiente entre dos importantes países anteriormente enfrentados. El acercamiento chino-estadounidense empezó como un aspecto táctico de la guerra fría y fue evolucionando hasta convertirse en un punto central del desarrollo del nuevo orden mundial. Ninguno de nuestros países se hizo ilusiones de cambiar las convicciones básicas del otro. Justamente fue la falta de ellas lo que facilitó el diálogo. No obstante, articulamos los objetivos comunes que trascendieron a los períodos que nos mantuvimos en el cargo: una de las mayores recompensas que puede obtener un hombre de Estado.

Pero todo esto quedaba en un futuro lejano el día que Zhou y yo nos instalamos ante la mesa cubierta con el mantel verde a estudiar si era posible iniciar la reconciliación. Zhou me invitó, como huésped, a hacer la primera exposición. Había decidido no entrar en detalles sobre las cuestiones que dividían a nuestros países y concentrarme en la evolución de las relaciones chino-estadounidenses desde una perspectiva filosófica. Entre los comentarios iniciales incluí una frase algo versallesca: «Muchos han venido a estas bellas y, para nosotros, misteriosas tierras...». Fue entonces cuando Zhou me interrumpió: «Ya se dará cuenta de que no son misteriosas. Cuando se familiarice con ellas no le parecerán tan misteriosas».4

Desentrañar los misterios mutuos era una vía perfecta para definir el desafío, pero Zhou dio un paso más. En sus comentarios al primer enviado que llegaba de Estados Unidos en veinte años dijo que el restablecimiento de la amistad era uno de los principales objetivos de una relación incipiente, un punto que ya había puesto en claro en el primer contacto con el equipo de ping-pong estadounidense.

En mi segunda visita, tres meses después, Zhou saludó a la delegación como si la amistad fuera un hecho:

En realidad, no es más que el segundo encuentro y le digo ya lo que veo. Usted y [Winston] Lord están ya familiarizados con ello, pero no Matthews [Diane, mi secretaria] y nuestro nuevo amigo [refiriéndose al comandante Jon Howe, mi ayudante militar]. Tal vez pensaran que el Partido Comunista de China tenía tres cabezas y seis brazos. Pues, ¿quién se lo iba a decir? Soy como ustedes. Una persona con la que se puede hablar con lógica y franqueza.5

En febrero de 1973, Mao lo enfocó de la misma forma: Estados Unidos y China habían sido en otra época «dos enemigos», me dijo al recibirme en su estudio, pero añadió: «Ahora podemos decir que la relación entre ambos es de amistad».6

De todas formas, aquella era una percepción de la amistad obstinada y despojada de todo sentimiento. El dirigente del Partido Comunista de China seguía con una parte del planteamiento tradicional de la relación con los bárbaros. Según esta, se halaga al visitante al admitirlo al «club» de China como «buen amigo», postura que complica mucho más el desacuerdo y hace que la confrontación resulte más hiriente. Al aplicar la diplomacia del Reino Medio, los diplomáticos chinos se las componen para inducir a quienes tienen delante a manifestar su acuerdo con las preferencias de China, de modo que el consentimiento tenga el aspecto de concesión de un favor personal al interlocutor.

Asimismo, el énfasis sobre las relaciones personales va más allá de la táctica. La diplomacia china ha aprendido después de miles de años de experiencia que, en cuestiones internacionales, cada solución aparente en general constituye el camino hacia un conjunto de problemas relacionados con ella. De ahí que los diplomáticos chinos consideren que la continuidad en las relaciones es una tarea importante, quizá más que los documentos formales. En cambio, la diplomacia estadounidense tiende a segmentar las cuestiones en secciones independientes a las que hay que tratar siguiendo sus propios valores. En esta tarea, los diplomáticos de Estados Unidos valoran también unas buenas relaciones personales. La diferencia estriba en que los dirigentes chinos no vinculan tanto la «amistad» a las cualidades personales como a los lazos culturales, nacionales o históricos a largo plazo; los estadounidenses hacen hincapié en las cualidades individuales de sus homólogos. Las declaraciones de amistad de los chinos buscan que las relaciones a largo plazo duren por medio del cultivo de lo inmaterial; sus análogos estadounidenses intentan facilitar la actividad que se lleva a cabo poniendo el énfasis en el contacto social. Por otra parte, los líderes chinos están dispuestos a pagar un precio (si bien no ilimitado) por la reputación de apoyar a los amigos: por ejemplo, la invitación de Mao a Nixon poco después de su dimisión, cuando se le condenó al ostracismo. Hicieron el mismo gesto cuando se retiró el primer ministro japonés, Kakuei Tanaka, tras un escándalo en 1974.

La conversación que tuve con Zhou en mi visita de octubre de 1971 ilustra a la perfección el énfasis de los chinos por lo inmaterial. Le presenté las propuestas del equipo que preparaba la visita presidencial con la garantía de que, al tener que tratar tantas cuestiones de peso, intentaríamos que los problemas técnicos no entorpecieran el proceso. Zhou respondió convirtiendo mi planteamiento operativo en un paradigma cultural: «De acuerdo. Confianza mutua y respeto mutuo. Estos dos puntos». Yo había puesto el acento en la funcionalidad; Zhou, en el contexto.

Una cuestión cultural a la que se remitían constantemente los dirigentes chinos era su perspectiva histórica: en efecto, la capacidad de considerar el tiempo de forma distinta a los occidentales. Lo que consigue un dirigente de este país se sitúa en un marco temporal que representa una fracción de la experiencia total de su sociedad mucho más reducida que la de cualquier otro líder mundial. La extensión y la importancia del pasado de China permite a sus dirigentes utilizar la cubierta de una historia prácticamente sin límites para suscitar cierta modestia en sus homólogos (a pesar de que, en la nueva versión, lo que se presenta como historia a veces se define como interpretación metafórica). Se consigue que el interlocutor extranjero tenga la sensación de encontrarse fuera de lo natural y de que su actuación está destinada a pasar a la historia como una anomalía de la que quedará constancia en la inmensa extensión de la historia china.

En las dos primeras entrevistas que tuvo con nosotros cuando llegamos a Pekín, Zhou hizo un arduo esfuerzo por presentar la historia de Estados Unidos más larga que la de China, en una especie de regalo de bienvenida. No obstante, en la frase siguiente, volvió a la perspectiva tradicional:

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