China

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Henry Kissinger

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El diálogo recogido en el comunicado nunca se concretó en la realidad. Las negociaciones sobre cuestiones económicas casi definidas del todo se quedaron sobre el papel. El jefe de la oficina de contacto volvió a Pekín, pero no regresó a Washington hasta al cabo de cuatro meses. El funcionario del Consejo de Seguridad Nacional encargado de China informó de que las relaciones bilaterales habían quedado «inmovilizadas».4 En el lapso de un mes, se hizo patente el cambio en la suerte de Zhou, aunque no su alcance.

A partir de entonces se supo que en diciembre de 1973, cuando aún no había transcurrido un mes después de lo descrito anteriormente, Mao obligó a Zhou a pasar por unas «sesiones de autocrítica» ante el Politburó para justificar su política exterior, descrita como excesivamente acomodaticia por Nancy Tang y Wang Hairong, los incondicionales del círculo de Mao. Durante las sesiones, Deng, de vuelta del exilio como posible alternativa a Zhou, resumió así las críticas imperantes: «Tu posición está a un paso [del] presidente. [...] Para otros, la presidencia está cercana, pero fuera de su alcance. En cambio, para ti está cercana y al alcance de la mano. Espero que lo tengas siempre en mente».5 En efecto, acusaban a Zhou de ser excesivamente ambicioso.

Cuando terminó la sesión, en una reunión del Politburó se criticó abiertamente a Zhou:

En general, [Zhou] pasó por alto el principio de evitar el «derechismo» en su alianza [con Estados Unidos]. Eso se debió fundamentalmente a que había pasado por alto las instrucciones del presidente. Sobrestimó el poder del enemigo y menospreció el poder del pueblo. Tampoco entendió el principio de combinar la diplomacia con el apoyo a la revolución.6

A principios de 1974, Zhou desapareció como dirigente político, supuestamente a causa del cáncer que padecía. Sin embargo, la enfermedad no basta para explicar el olvido en el que cayó. Ninguna autoridad china volvió a referirse a él. En mi primera reunión con Deng a comienzos de 1974, en repetidas ocasiones citó a Mao, pero hizo caso omiso de mis referencias a Zhou. Si había que referirse al historial de la negociación, nuestros homólogos chinos citaban las dos conversaciones con Mao en 1973. Vi a Zhou solo en otra ocasión en diciembre de 1974, cuando llevé a unos miembros de mi familia a Pekín en una visita oficial. Mi familia fue invitada al encuentro. Allí, en lo que nos dijeron que era un hospital pero parecía un pabellón de huéspedes estatal, Zhou evitó hablar de temas políticos o diplomáticos aduciendo que sus médicos le habían prohibido que hiciera esfuerzos. La entrevista duró poco más de veinte minutos. Se había organizado con esmero para dejar claro que el diálogo sobre las relaciones chino-estadounidenses con Zhou habían terminado.

Era un triste final a una carrera caracterizada por la lealtad absoluta hacia Mao. Zhou se había mantenido al lado del viejo presidente en los momentos de crisis que le habían obligado a compensar su admiración por el liderazgo revolucionario de Mao con el instinto pragmático y más humano de su propia naturaleza. Había sobrevivido porque era indispensable y, en un sentido decisivo, leal, demasiado leal, afirmaban sus críticos. Lo habían destituido del cargo cuando parecía que la tormenta amainaba y tenía el fin cerca. No había discrepado de la política de Mao como lo había hecho Deng diez años antes. En ningún contacto con Estados Unidos se detectó desviación alguna de lo que Mao había dicho (en cualquier caso, el presidente controlaba las reuniones leyendo todas las noches las transcripciones). Es cierto que Zhou trató a las delegaciones estadounidenses con la máxima —aunque distante— cortesía; aquel era el requisito previo para avanzar en la asociación con Estados Unidos que exigía la problemática situación de seguridad de su país. Yo interpreté su modo de actuar como una forma de facilitar lo que necesitaba China, no como una concesión a mi persona o a la de otros compatriotas míos.

Puede que Zhou hubiera empezado a plantearse la relación con Estados Unidos como algo permanente, mientras que Mao la consideraba una fase táctica. Tal vez Zhou había llegado a la conclusión de que China, recién salida de la devastación de la Revolución Cultural, no sería capaz de prosperar en el mundo a menos que pusiera fin a su aislamiento y pasara a formar parte del orden internacional. En realidad, es algo que supuse por el comportamiento de Zhou, no por sus palabras. En nuestro diálogo, nunca surgió ningún comentario personal. Al hablar conmigo, algunos de sus sucesores se refieren a él llamándole «su amigo Zhou». En la medida en que se refieren literalmente a esta condición —aunque aprecie un trasfondo irónico—, lo considero un honor.

Políticamente renqueante, escuálido, en fase terminal, Zhou hizo una última aparición pública en enero de 1975. Fue en una reunión del Congreso Nacional del Pueblo de China, la primera convocatoria de este tipo desde el inicio de la Revolución Cultural. Zhou, técnicamente, seguía siendo el primer ministro. Inauguró el congreso con alabanzas a la Revolución Cultural y a la campaña anticonfuciana formuladas con gran meticulosidad, es decir, a lo que prácticamente le había destruido, aunque él hablaba de su influencia calificando los dos hitos como «singulares», «importantes» y «trascendentales». Fue la última declaración pública de lealtad al presidente con el que había colaborado durante cuarenta años. Pero a medio discurso, Zhou emprendió, como si se tratara de la continuación lógica del programa, una nueva dirección. Volvió a examinar la propuesta que permanecía latente desde antes de la Revolución Cultural: dijo que China tenía que esforzarse por conseguir una «amplia modernización» en cuatro sectores clave: agricultura, industria, defensa nacional y ciencia y tecnología. Zhou precisó que hacía este llamamiento —en efecto, un rechazo de los objetivos de la Revolución Cultural— «siguiendo instrucciones del presidente Mao», si bien no aclaró cuándo y dónde se habían formulado estas.7

Zhou exhortó a China a lograr las «cuatro modernizaciones» «antes de que acabara el siglo». Quienes le escuchaban comprendieron que él no vería hecho realidad su objetivo. Y tal como atestiguaba la primera parte de su discurso, suponiendo que se llevara a cabo la modernización, se conseguiría después de otra lucha ideológica. Aun así, los allí presentes recordarían sus palabras, en parte previsión, en parte reto: «A finales del siglo XX, la economía nacional china se situará entre las primeras del mundo».8 En los años posteriores, algunos considerarían aquellas palabras y abogarían por el progreso tecnológico y la liberalización económica, incluso corriendo un serio riesgo político y personal.

ÚLTIMAS REUNIONES CON MAO: LAS GOLONDRINAS Y LA TORMENTA QUE SE AVECINA

Después de la desaparición de Zhou, a principios de 1974, Deng Xiaoping se convirtió en nuestro interlocutor. Pese a que acababa de regresar del exilio, se ocupó de los asuntos con el aplomo y la seguridad en sí mismo que parecían innatos en los dirigentes chinos, y poco después fue nombrado viceprimer ministro ejecutivo.

Para entonces ya se había abandonado —hacía tan solo un año— la idea de la línea horizontal, porque se asemejaba demasiado a los conceptos de alianza tradicionales y limitaba la libertad de acción de China. En su lugar, Mao presentó la perspectiva de los «tres mundos», que ordenó a Deng anunciar en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU en 1974. El nuevo planteamiento sustituía la línea horizontal por una perspectiva de tres mundos: Estados Unidos y la Unión Soviética pertenecían al primer mundo; Japón y Europa formaban parte del segundo mundo; y todos los países subdesarrollados constituían el Tercer Mundo, al que también pertenecía China.9

Según esta perspectiva, los asuntos del mundo se desarrollaban a la sombra del conflicto entre las dos superpotencias nucleares. Como expuso Deng en su discurso en la ONU:

Puesto que las dos superpotencias compiten por la hegemonía en el mundo, las contradicciones entre ellas son irreconciliables; una de ellas no tiene más opción que dominar a la otra o ser dominada por ella. Su compromiso y su connivencia solo pueden ser parciales, temporales y relativos, mientras que su discrepancia lo abarca todo, es permanente y absoluta. [...] Pueden llegar a ciertos acuerdos, pero no son más que de fachada, engañosos.10

El mundo en desarrollo tenía que utilizar aquel conflicto para sus propios objetivos: las dos superpotencias habían «creado su propia antítesis» al «suscitar una fuerte resistencia entre el Tercer Mundo y la población de todo el planeta».¹¹ El auténtico poder no reside en Estados Unidos o la Unión Soviética; al contrario: «Quien tiene realmente el poder es el Tercer Mundo y la población de todos los países al unirse, atreverse a luchar y atreverse a ganar».¹²

La teoría de los tres mundos devolvió a China la libertad de acción, como mínimo desde el punto de vista ideológico. Permitía diferenciar entre las dos superpotencias a conveniencia. Proporcionaba un medio para que China consiguiera un papel activo, independiente, a través de su función en el mundo en desarrollo, y le facilitaba además flexibilidad táctica. Así y todo, no podía resolver el desafío estratégico de China, como había explicado Mao en sus dos largas conversaciones en 1973: la Unión Soviética constituía una amenaza para Asia y Europa; China tenía que participar en el mundo si quería acelerar su desarrollo económico; y había que mantener la semialianza entre China y Estados Unidos, a pesar de que la evolución interna de ambos países presionaba a sus gobiernos en dirección contraria.

¿Había alcanzado suficiente influencia con Mao el elemento radical para llevar a la destitución de Zhou? ¿O puede que Mao utilizara a los radicales para derribar a su número dos de la misma manera que había hecho con los predecesores de Zhou? Sea cual fuere la respuesta, Mao necesitaba la triangulación. Simpatizaba con los radicales, pero era un estratega demasiado destacado para abandonar la seguridad que podía proporcionar Estados Unidos; al contrario, pretendía fortalecerla todo el tiempo que los estadounidenses demostraran ser unos socios efectivos.

Un acuerdo impreciso conseguido en una cumbre entre el presidente Ford y el primer ministro soviético Brézhnev en Vladivostok, en noviembre de 1974, complicó las relaciones entre Estados Unidos y China. Se había tomado la decisión por razones puramente prácticas. Ford, como nuevo presidente, tenía interés en conocer a su homólogo soviético. Se decidió que no podían ir a Europa sin haber establecido contacto con algunos dirigentes europeos deseosos de entablar relaciones con el nuevo presidente, lo que iba a apretar bastante la agenda del presidente estadounidense. Durante la presidencia de Nixon ya se había programado un viaje a Japón y Corea; un desvío de veinticuatro horas a Vladivostok no era excesivo para la planificación presidencial. Durante el proceso, no tuvimos en cuenta que Rusia se había hecho con Vladivostok un siglo antes en uno de los «tratados desiguales» constantemente criticados en China y que la ciudad se encontraba en el extremo oriental ruso, donde los conflictos entre China y la Unión Soviética habían llevado a la nueva planificación de nuestra política respecto a China hacía unos años. Las conveniencias técnicas habían pasado por encima del sentido común.

La irritación de los chinos con Washington tras la reunión de Vladivostok seguía patente cuando me desplacé de Vladivostok a Pekín en diciembre de 1974. Fue la única visita en la que Mao no me recibió. (Puesto que nunca podía solicitarse una reunión, el desaire podía presentarse como una omisión en lugar de como un rechazo.)

Dejando a un lado el traspié, Estados Unidos siguió fiel a la estrategia iniciada durante la administración de Nixon, independientemente de las fluctuaciones en las políticas internas de China y Estados Unidos. Suponiendo que los soviéticos hubieran atacado China, ambos presidentes con los que trabajé, Richard Nixon y Gerald Ford, habrían apoyado totalmente a China y hecho todo lo posible para acabar con la aventura soviética. Estábamos también firmemente decididos a defender el equilibrio internacional. Así y todo, consideramos que se servía mejor a los intereses estadounidenses y a la paz mundial si Estados Unidos mantenía la capacidad de diálogo con los dos gigantes comunistas. Si nos situábamos más cerca de cada uno de ellos de lo que se encontraban ambos entre sí podíamos conseguir la máxima flexibilidad diplomática. Lo que Mao describía como «simulacro de combate» era lo que tanto Nixon como Ford creían imprescindible para establecer un consenso en política exterior después de la guerra de Vietnam, del Watergate y de la llegada al poder de un presidente no electo.

En esta situación internacional e interior, mis dos últimas conversaciones con Mao tuvieron lugar en octubre y diciembre de 1975. Brindó la ocasión para ello la primera visita a China del presidente Ford. La primera reunión se dedicó a preparar la cumbre entre los dos dirigentes; la segunda, a la conversación en sí. En ellas, además de dejar patente un resumen de las últimas perspectivas del presidente que se encontraba a las puertas de la muerte, se demostró la colosal fuerza de voluntad de Mao. Su salud ya era precaria cuando se reunió con Nixon; pero luego estaba en una situación física desesperada. Necesitaba la asistencia de dos enfermeras para levantarse de la silla. Apenas podía hablar. Dado que el chino es una lengua tonal, Mao, martirizado por las dolencias, mandó a la intérprete poner por escrito el significado de los resuellos que salían de su maltrecho cuerpo. Esta le mostraba luego la interpretación y él asentía o negaba con la cabeza ante el texto. Teniendo en cuenta sus enfermedades, el presidente llevó adelante las dos conversaciones con una lucidez extraordinaria.

Más destacable fue la forma en que dichos encuentros reflejaron la agitación interior que vivía Mao cuando ya tenía un pie en la tumba. Con sarcasmo y agudeza, provocando y también colaborando, sus salidas rezumaban una convicción revolucionaria en pugna con un complejo sentido de la estrategia. Mao inició la conversación del 21 de octubre de 1975 poniendo en cuestión un comentario banal que le hice a Deng el día anterior en el sentido de que China y Estados Unidos no querían nada uno del otro: «Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir a la otra, ¿por qué habría venido usted a Pekín? Si ninguna de las partes no tiene nada que pedir, ¿por qué deseaba venir a Pekín y por qué nosotros hemos estado dispuestos a recibirle a usted y al presidente?».¹³ En otras palabras, las expresiones de buena voluntad abstractas no tenían sentido alguno para el apóstol de la revolución permanente. Seguía en su búsqueda de una estrategia común, y como estratega, reconocía la necesidad de las prioridades aunque fuera a costa de sacrificar temporalmente algunos de los objetivos históricos de China. Así pues, avanzó una garantía respecto a la reunión anterior: «La cuestión secundaria es Taiwan; la primordial, el mundo».14 Como tenía por costumbre, Mao llevó al extremo la necesidad con su característica combinación de fantasía, imperturbable paciencia e implícita amenaza, en algunos momentos con un discurso esquivo, cuando no insondable. No solo mantuvo la calma, como había indicado que haría en la reunión con Nixon y las siguientes conmigo, sino que no quiso confundir el debate sobre Taiwan con la estrategia para la protección del equilibrio mundial. Por consiguiente, hizo una afirmación impensable dos años antes: dijo que en aquellos momentos China no quería Taiwan:

MAO: Es mejor que esté en sus manos. Si quisieran devolvérmelo ahora, diría que no, porque no es algo deseable. Allí hay un hatajo de contrarrevolucionarios. Dentro de cien años nos interesará [

gesticuló con la mano] y entonces lucharemos por recuperarla.

KISSINGER: Cien años no.

MAO: [

Contando con gestos de la mano] Es difícil precisarlo. Cinco años, diez, veinte, cien años. Es difícil precisarlo. [

Señala hacia el techo] Y cuando me vaya al cielo y vea a Dios, le diré que es mejor que Taiwan esté bajo la tutela de Estados Unidos.

KISSINGER: Le sorprenderá mucho oír eso del presidente.

MAO: No, porque Dios les protege a ustedes, no a nosotros. Dios no nos quiere [

gesticula con las manos] porque yo soy un caudillo militante, y además comunista. He aquí por qué no me quiere. [

Señala a los tres estadounidenses]15 Les quiere a usted, a usted y a usted.16

No obstante, existía una urgencia en llevar correctamente la cuestión de la seguridad internacional: según Mao, China había pasado al último lugar en las prioridades estadounidenses entre los cinco centros de poder del mundo, con la Unión Soviética en la primera posición, seguida por Europa y Japón: «Vemos que lo que hacen es saltar hacia Moscú utilizando como palanca nuestros hombros, unos hombros que ahora resultan inútiles. Estamos en quinto lugar. Somos el dedo meñique».17 Por otra parte, seguía Mao, a los países europeos, aunque superaran a China en términos de poder, les intimidaba la Unión Soviética, lo que resumió en una alegoría:

MAO: Este mundo no está tranquilo; se avecina una tormenta de viento y lluvia. Y ante la llegada de la lluvia y el viento, vemos a las golondrinas atareadas.

TANG: Él [el presidente] me pregunta cómo se dice «golondrina» en inglés y qué significa «gorrión». Le he respondido que son dos pájaros distintos.

KISSINGER: Sí, aunque espero que tengamos un poco más de influencia sobre la tormenta que las golondrinas sobre el viento y la lluvia.

MAO: Es posible posponer la llegada del viento y de la lluvia, pero difícil impedir que vengan.18

Cuando repliqué que estábamos de acuerdo sobre la llegada de la tormenta, pero maniobrábamos para situarnos en la mejor posición de cara a la supervivencia, Mao respondió con una palabra lapidaria: «Dunkerque».19

Mao explicó que el ejército estadounidense en Europa no era suficientemente fuerte para oponer resistencia al ejército de tierra soviético y que la opinión pública impediría utilizar armamento nuclear. No aceptó mi afirmación de que Estados Unidos probablemente utilizaría armamento nuclear en defensa de Europa: «Existen dos posibilidades. Una es la de ustedes; la otra, la del

New York Times»20 (en referencia al libro

Can America Win the Next War?, del periodista del

New York Times Drew Middleton, quien ponía en duda que Estados Unidos pudiera imponerse en una guerra general con la Unión Soviética en Europa). Al menos, añadió el presidente, no tiene importancia, porque ni en un caso ni en otro China confiaría en las decisiones de otros países:

Adoptamos la estrategia de Dunkerque, es decir, dejaremos que ocupen Pekín, Tianjin, Wuhan y Shanghai y de esta forma, por medio de estas tácticas venceremos y el enemigo quedará derrotado. Las dos guerras mundiales, la primera y la segunda, se llevaron a cabo de esta forma y la victoria se consiguió más tarde.²¹

Mientras tanto, Mao hacía un esbozo en el que colocaba algunas piezas en su perspectiva internacional del tablero de

wei qi. Europa estaba «demasiado dispersa, demasiado disgregada»;²² Japón aspiraba a la hegemonía; la unificación alemana era deseable, pero solo iba a conseguirse si se debilitaba la Unión Soviética, y «sin una lucha, no podía debilitarse la Unión Soviética».²³ En cuanto a Estados Unidos, «no hacía falta llevar de aquella forma el caso Watergate»,24 es decir, destruir a un presidente de probada solidez por unas controversias de carácter interno. Mao invitó al secretario de Defensa, James Schlesinger, a visitar China —tal vez como parte integrante del séquito del presidente Ford en su visita, donde podría recorrer las regiones fronterizas cercanas a la Unión Soviética, como Xinjiang y Manchuria—. Probablemente, esto se hizo para demostrar que Estados Unidos estaba dispuesto a correr el riesgo de enfrentarse a la Unión Soviética. Se trataba asimismo de un intento poco sutil de situar a China en las discusiones internas estadounidenses, puesto que se había informado de que Schlesinger había cuestionado la política de distensión reinante.

Parte de la dificultad se centraba en un problema de perspectiva. Mao era consciente de que no iba a durar mucho y estaba impaciente por asegurar que después de él se impondría su punto de vista. Habló con la melancolía propia de la senectud, intelectualmente consciente de los límites, aún no preparado del todo para enfrentarse a que, para él, el repertorio de alternativas iba disminuyendo y desaparecían los medios para ponerlas en práctica.

MAO: He cumplido ya ochenta y dos años. [

Señala al secretario Kissinger] ¿Cuántos años tiene usted? Cincuenta tal vez.

KISSINGER: Cincuenta y uno.

MAO: [

Señala al viceprimer ministro Deng] Él, setenta y uno. [

Agita las manos] Y cuando estemos todos muertos, yo mismo, él [Deng], Zhou Enlai y Ye Jianying, usted seguirá vivo. ¿Ve? Nosotros, los viejos, no lo lograremos. No vamos a seguir adelante.25

Añadió: «Yo estoy en una vitrina de cara a las visitas».26 Pero a pesar de su decrepitud física, el frágil presidente no podía permanecer en una postura pasiva. Cuando terminaba la reunión —un momento que solía conllevar un gesto de conciliación—, de pronto desató el desafío sin contención, afirmando la inmutabilidad de su trayectoria revolucionaria:

MAO: Usted no conoce mi temperamento. Me gusta que las personas digan pestes de mí [

levanta la voz y golpea la butaca con la mano]. Tiene que decir que el presidente Mao es un viejo burócrata, y así me apresuraré para reunirme con usted. Si no me insulta, no voy a verlo y me limitaré a dormir tranquilamente.

KISSINGER: Eso es difícil para nosotros, sobre todo lo de llamarle burócrata.

MAO: Lo ratifico [

golpea la butaca con la mano]. Solo me sentiré contento cuando todos los extranjeros peguen porrazos sobre la mesa y me insulten.

Mao intensificó aún más la cuestión de la amenaza provocándome sobre la intervención china en la guerra de Corea:

MAO: La ONU aprobó una resolución presentada por Estados Unidos en la que se declaraba que China había agredido a Corea.

KISSINGER: Eso fue hace veinticinco años.

MAO: En efecto. No tiene una vinculación directa con usted. Fue en la época de Truman.

KISSINGER: Eso es. Hace mucho tiempo, y nuestro parecer ha cambiado.

MAO: [

Se toca la parte superior de la cabeza] Pero aún no se ha anulado la resolución. Sigo con el sambenito de «agresor». De todas formas, lo considero el mayor honor, el que ninguno puede superar. Es positivo, muy positivo.

KISSINGER: Por tanto, ¿no habría que cambiar la resolución de la ONU?

MAO: No, no lo hagan. Nosotros nunca hemos presentado esa petición. [...] No tenemos forma de negarlo. Efectivamente, hemos agredido a China [Taiwan] y también a Corea. ¿Querrá usted ayudarme a hacer pública la declaración, tal vez en uno de sus informes?

KISSINGER: Creo que dejaré que lo hagan público ustedes. Puede que yo no hiciera la declaración históricamente correcta.27

Mao establecía como mínimo tres puntos: primero, China estaba preparada para resistir sola, como había hecho en la guerra de Corea contra Estados Unidos y en la década de 1960 contra la Unión Soviética; segundo, reafirmaba los principios de la revolución permanente que había presentado en esas confrontaciones, aunque pudiera resultar tan poco atractiva a las superpotencias; por fin, estaba dispuesta a volver a ellos si veía frustrado su propio rumbo. La apertura hacia Estados Unidos no implicaba para Mao el fin de la ideología.

Los prolijos comentarios de Mao reflejaban una profunda ambigüedad. Nadie comprendía mejor que el moribundo presidente los imperativos geopolíticos de China. En aquel momento de la historia entraban en pugna con la idea tradicional de la autosuficiencia de China. Pese a las críticas de Mao sobre la política de la distensión, Estados Unidos sufrió la confrontación con los soviéticos y tuvo que pagar la mayor parte de los gastos militares del mundo no comunista. Aquellos fueron los requisitos previos para la seguridad de China. Habían pasado cuatro años desde el restablecimiento de las relaciones con China. Estábamos de acuerdo con la perspectiva general de Mao sobre la estrategia. No se podía delegar a China su ejecución y Mao era consciente de ello. Pero el dirigente chino se oponía precisamente a este margen de flexibilidad.

Por otra parte, para asegurar que el mundo comprendía los vínculos que seguían existiendo y sacaba de ello las conclusiones correctas, una declaración china anunció que Mao «había mantenido una conversación con Kissinger en un clima amistoso». Esta declaración positiva se acompañaba con una sutil perspectiva en la imagen que la ilustraba: en ella se veía a Mao sonriendo al lado de mi esposa y a mí moviendo un dedo, sugiriendo que tal vez Estados Unidos necesitaba una cierta guía altruista.

Siempre resultaba difícil resumir los comentarios elípticos y aforísticos de Mao, incluso a veces comprenderlos. En un informe oral que hice para el presidente Ford, le describí el talante de Mao como «algo admirable» y le recordé que aquella era la misma gente que había llevado adelante la Larga Marcha (la retirada estratégica de un año a través de terrenos complicados, bajo ataques frecuentes, que había conservado la causa de la China comunista durante la guerra civil).28 El objeto del comentario de Mao no tenía como tema la distensión, sino el de aclarar cuál de las tres partes de la relación triangular podía quedar absorbida en la crisis en evolución. Como le dije al presidente Ford:

Le garantizo que si entramos en conflicto con la Unión Soviética, nos atacarán a nosotros y a la Unión Soviética y atraerán a su alrededor al Tercer Mundo. Para nuestras relaciones con China, lo mejor es establecer buenos vínculos con la Unión Soviética, y viceversa. Nuestro problema es la debilidad: nos ven en conflicto con las SALT y la distensión. Ellos juegan con ventaja.29

Winston Lord, en aquellos momentos jefe de personal de Planificación Política del Departamento de Estado y responsable de la organización de mi visita secreta y posteriormente de política china, añadió una sutil interpretación de los ambiguos comentarios de Mao, que yo trasladé al presidente:

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