China

China


Henry Kissinger

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Aquella era la política exterior china tradicional que se presentaba en un congreso del Partido Comunista: autonomía, distancia moral y superioridad, junto con el compromiso de mantener a raya las aspiraciones de las superpotencias.

Un informe de 1984 del Departamento de Estado enviado al presidente Reagan explicaba la postura de China.

por una parte, de apoyo al despliegue militar [estadounidense] contra el expansionismo soviético y, por otra, de ataque a la rivalidad entre las superpotencias como principal causa de la tensión mundial. Así pues, China puede seguir con sus intereses estratégicos en convergencia con Estados Unidos y al mismo tiempo fortalecer sus relaciones con lo que se perfila como un bloque en alza del Tercer Mundo.¹²

Un informe de 1985 de la CIA decía que China «maniobraba en el triángulo», estableciendo unos vínculos más estrechos con la Unión Soviética a través de una serie de reuniones de alto nivel y de intercambios entre partidos comunistas de nivel y frecuencia protocolarias que no se habían producido desde la ruptura entre chinos y soviéticos. El análisis precisaba que los dirigentes chinos volvían a referirse a sus homólogos soviéticos llamándolos «camaradas» y que calificaban de «socialista» (en oposición a «revisionista») a la Unión Soviética. Los altos mandos chinos y soviéticos celebraban importantes consultas sobre control armamentístico —algo impensable durante los veinte años anteriores— y durante una visita de una semana que efectuó el viceprimer ministro Yao Yilin a Moscú, las dos partes firmaron un acuerdo ejemplar sobre comercio bilateral y cooperación económica.¹³

La idea de los círculos superpuestos era más o menos lo que Mao había ido avanzando hacia el final de su vida. Pero las consecuencias prácticas tenían sus limitaciones. El Tercer Mundo en sí se definía en contraposición a las dos superpotencias. De haberse inclinado definitivamente hacia uno u otro lado, aunque fuera admitiendo en sus filas a una de ellas, habría perdido su situación. A instancias prácticas, China se estaba convirtiendo en una superpotencia, y actuaba como tal ya entonces, cuando sus reformas estaban aún en sus comienzos. En definitiva, el Tercer Mundo solo podía ejercer una influencia importante si se unía a él una de las superpotencias, lo que, por otro lado, habría llevado al fin de la tipificación como Tercer Mundo. Mientras la Unión Soviética fuera una superpotencia nuclear y las relaciones con esta siguieran siendo precarias, China no tenía incentivos para apartarse de Estados Unidos. (Tras el hundimiento de la Unión Soviética, solo quedaban dos círculos y la cuestión que se planteaba era si China pasaría al lugar que había abandonado la Unión Soviética como contendiente, o bien optaría por la colaboración con Estados Unidos.) La relación chino-estadounidense de la década de 1980 fue, en definitiva, una transición entre el modelo de la guerra fría y un orden internacional mundial que presentaba nuevos retos a la sociedad creada entre chinos y estadounidenses. Todo ello dando por supuesto que la Unión Soviética seguía constituyendo la principal amenaza para la seguridad.

El responsable de la apertura hacia China, Richard Nixon, veía el mundo de la misma forma. En un informe al presidente Reagan después de una visita privada a China a finales de 1982, Nixon escribió:

Considero que es de gran interés para nosotros animar a China para que desempeñe una función más importante en el Tercer Mundo. Cuantos más éxitos cosechen, menos cosechará la Unión Soviética. [...]

Lo que nos unió en principio en 1972 fue la preocupación común por el peligro de la agresión soviética. Dado que la amenaza es mucho mayor hoy que en 1972, el principal punto que ha de acercarnos de nuevo en los próximos diez años probablemente será nuestra interdependencia económica.14

Nixon siguió insistiendo en que, en los diez años siguientes, Estados Unidos, sus aliados occidentales y Japón deberían trabajar conjuntamente para acelerar el desarrollo económico de China. Tenía en la cabeza el nacimiento de un nuevo orden internacional basado esencialmente en la utilización de la influencia de China para convertir el Tercer Mundo en una coalición antisoviética. Pero ni siquiera la clarividencia de Nixon abarcaba un mundo en el que la Unión Soviética había fracasado, donde, en una generación, China iba a situarse en una posición en la que gran parte de la salud económica del mundo dependería de sus resultados económicos. O bien un mundo en que se planteara la cuestión de si el ascenso de China llevaría de nuevo a las relaciones internacionales bipolares.

George Shultz, el temible secretario de Estado de Reagan y economista muy preparado, ideó otra concepción estadounidense de los círculos concéntricos, que situaba las relaciones chino-estadounidenses en un contexto más allá del conflicto entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Shultz defendía que el énfasis desmesurado sobre China como pieza indispensable para abordar la amenaza soviética ofrecía a los chinos una excesiva ventaja para la negociación.15 Las relaciones debían partir de la base de la estricta reciprocidad. En este contexto diplomático, China ejercería su función por sus propias razones nacionales. La buena voluntad de los chinos nacería de los proyectos en común con intereses conjuntos. El objetivo de la política china tendría que ser la cristalización de estos intereses comunes. Al mismo tiempo, Estados Unidos se propondría relanzar su alianza con Japón —país al que Mao, unos años antes, había pretendido que las autoridades estadounidenses «dedicaran más tiempo»—, una democracia cercana, y en aquellos momentos, tras décadas de crecimiento rápido después de la Segunda Guerra Mundial, un importante actor en el campo económico. (Unas cuantas décadas de malestar económico habían encubierto que la capacidad económica de Japón en la década de 1980 no solo superaba con creces la de China, sino que muchos analistas consideraban que se encontraba al borde de sobrepasar la de Estados Unidos.) Esta relación tuvo una nueva base de apoyo en el compañerismo personal que nació entre Reagan y el primer ministro japonés, Yasuhiro Nakasone, o, como se popularizó en los medios de comunicación, «la hora de Ron y Yasu».

Tanto Estados Unidos como China se iban apartando poco a poco de la alineación anterior, en la que se consideraban socios estratégicos enfrentados a una amenaza existencial común. Cuando empezó a desvanecerse la amenaza soviética, China y Estados Unidos pasaron a ser en efecto socios de conveniencia en cuestiones puntuales en las que sus intereses coincidían.

Durante el período de Reagan no surgieron nuevas tensiones claras y las que procedían de otra época, como el tema de Taiwan, se gestionaron sin dramatismos. Reagan hizo alarde de su característica vitalidad en la visita de Estado que hizo a China, durante la que pronunció incluso frases sacadas de la poesía clásica china y del antiguo manual de adivinación, el

I Ching o

Libro de las mutaciones, para describir la relación de colaboración entre estadounidenses y chinos. Después de aprender más chino mandarín que cualquiera de sus predecesores, Reagan incluso fue capaz de atreverse con las expresiones idiomáticas chinas,

tong li he zuo («unir las fuerzas, trabajar conjuntamente») y

hu jing hu hui («respeto mutuo, beneficio mutuo»), para describir la relación entre Estados Unidos y China.16 De todas formas, Reagan nunca alimentó con sus homólogos chinos las estrechas relaciones que mantuvo con Nakasone —en realidad, ningún presidente de Estados Unidos lo hizo con sus colegas chinos—, y en sus visitas no tuvo importantes asuntos que resolver, por lo que se limitó a revisar la situación mundial. En una ocasión en la que Reagan criticó a una determinada «gran potencia» sin pronunciar su nombre por acumular tropas en las fronteras chinas y amenazar a sus vecinos, los medios de comunicación chinos omitieron esta parte del discurso.

Hacia el fin de la época de Reagan, Asia vivió la situación más tranquila de su historia en décadas. Medio siglo de guerra y de revolución en China, Japón, Corea, Indochina y el sudeste marítimo del continente había dado paso a un sistema de estados asiáticos que seguían básicamente la configuración del Tratado de Westfalia, es decir, el modelo de estados que nació en Europa después de la guerra de los Treinta Años, en 1648. Dejando a un lado las periódicas provocaciones de la empobrecida y aislada Corea del Norte y la insurgencia contra la ocupación soviética en Afganistán, Asia era por aquel entonces un mundo formado por estados discretos con gobiernos soberanos, fronteras reconocidas y un acuerdo tácito prácticamente universal de reprimir toda injerencia en la política interior ajena y en las alineaciones ideológicas. Había terminado el proyecto de exportar la revolución comunista, adoptado con determinación por chinos, norcoreanos y norvietnamitas. Se había conservado un equilibrio entre los distintos centros de poder, por un lado debido al agotamiento de las partes y, por otro, a los esfuerzos de Estados Unidos (y, posteriormente, de China) por conseguir que los contendientes dieran marcha atrás. En este contexto empezaba a echar raíces una nueva era de reforma y prosperidad económica en Asia, que en el siglo XXI podía conseguir que la región recuperara su papel histórico: convertirse de nuevo en el continente más productivo y próspero.

EL PROGRAMA DE REFORMA DE DENG

Lo que Deng denominó «reforma y apertura» no fue solo un empeño económico, sino también espiritual. Implicó, en primer lugar, la estabilización de una sociedad a punto de derrumbarse y, posteriormente, la búsqueda de la fuerza interna para avanzar con nuevos métodos, de los que no existían precedentes ni en el comunismo ni en la historia de China.

Deng heredó una situación económica casi desesperada. La estructura agrícola colectivizada del país no podía satisfacer siquiera las necesidades de su elevado número de habitantes. El consumo de alimentos per cápita era más o menos el mismo de la primera época de Mao. Un dirigente chino había admitido que cien millones de campesinos chinos —cifra equivalente a cerca de la mitad de los habitantes de Estados Unidos en 1980— no contaban con alimento suficiente.17 El cierre del sistema educativo durante la Revolución Cultural había tenido unas consecuencias desastrosas. En 1982, un 34 por ciento de los trabajadores chinos habían recibido solo educación primaria y un 28 por ciento se consideraban «analfabetos o semianalfabetos»; tan solo un 0,87 por ciento de la fuerza de trabajo china poseía formación universitaria.18 Deng había propuesto un período de rápido crecimiento económico; se encontraba, sin embargo, con la ingente tarea de transformar una población inculta, aislada y en general empobrecida en mano de obra capaz de asumir un papel productivo y competitivo en la economía mundial y resistir las tensiones ocasionales.

El reto acababa de redondearse con los medios tradicionales con los que contaban quienes emprendían la reforma. El esfuerzo de modernización de China en el que insistía Deng con el objetivo de abrir el país al mundo exterior era parecido al que había llevado al fracaso a los reformadores en su primer intento durante la segunda mitad del siglo XIX. En aquella época, el obstáculo era la poca disposición a abandonar un sistema de vida que los chinos asociaban a lo que definía la identidad específica de su país. En aquellos momentos, la dificultad estribaba en dar la vuelta a las prácticas con las que habían funcionado todas las sociedades comunistas y mantener al mismo tiempo los principios filosóficos en los que se había basado la cohesión de la sociedad desde la época de Mao.

A principios de la década de 1980, la planificación central seguía siendo el

modus operandi de todas las sociedades comunistas. Sus fallos estaban claros, pero las soluciones se habían demostrado escurridizas. En un estadio avanzado, los incentivos del comunismo eran contraproductivos, retribuían el estancamiento y desincentivaban la iniciativa. En una economía planificada centralmente, los bienes y servicios se asignan por decisión burocrática. En un período de tiempo, los precios establecidos por decreto de la administración pierden su relación con los costes. El sistema de fijación de precios se convierte en un medio de arrancar recursos a la población y establecer prioridades políticas. A medida que disminuye el terror por medio del que se estableció la autoridad, los precios se convierten en subvenciones que se transforman en un sistema de ganar apoyo público para el Partido Comunista.

El comunismo reformado fue incapaz de acabar con las leyes de la economía. Alguien tenía que pagar los costes reales. La planificación central y los precios subvencionados tuvieron como nefasta consecuencia un mantenimiento deficiente, la falta de innovación y el sobreempleo, es decir, el estancamiento y la caída de la renta per cápita.

La planificación central, por otra parte, proporcionaba pocos incentivos que pudieran poner el acento en la calidad o en la innovación. La calidad no se tenía en cuenta, puesto que todo lo que producía un encargado iba a pasar a manos de un ministerio importante. Y la innovación en realidad se desincentivaba por temor a que desbaratara toda la estructura de planificación.

A falta de mercados que equilibraran las prioridades, quien planificaba se veía obligado a imponer criterios más o menos arbitrarios. Así pues, los bienes de consumo deseados no se producían, y los que se producían no interesaban a nadie.

Y lo más importante: el Estado planificado centralmente, en lugar de crear una sociedad sin clases, acababa consagrando la estratificación de clases. Cuando los bienes de consumo se asignaban en lugar de venderse, las recompensas reales se convertían en gratificaciones del cargo: economatos especiales, hospitales, oportunidades educativas para los cuadros. La enorme discreción en manos de los funcionarios tenía que llevar inevitablemente a la corrupción. Los puestos de trabajo, la educación y la mayor parte de las gratificaciones dependían de algún tipo de relación personal. He aquí una de las ironías de la historia: el comunismo, anunciado como el camino que conducía a la sociedad sin clases, tendía a crear una clase privilegiada de proporciones feudales. Resultó imposible llevar una economía moderna con una planificación central, pero el caso es que un Estado comunista nunca ha funcionado sin planificación central.

La reforma y la apertura de Deng estaban pensadas para superar este estancamiento inherente. Él y su equipo entraron en la economía de mercado, descentralizaron la toma de decisiones y abrieron el país al mundo exterior: unos cambios sin precedentes. Basaron su revolución en la liberación del talento del pueblo chino, al que la guerra, el dogma ideológico y las graves restricciones en la inversión privada habían limitado la vitalidad económica natural y el espíritu emprendedor.

Deng contó con dos colaboradores importantes en las reformas —Hu Yaobang y Zhao Ziyang—, si bien el último los abandonó cuando intentaban proseguir con los principios de reforma económica en el terreno político.

Uno de los participantes más jóvenes de la Larga Marcha, Hu Yaobang, afloró como protegido de Deng y posteriormente cayó con él durante la Revolución Cultural; cuando Deng volvió al poder, ascendió a Hu a uno de los puestos de mayor relevancia del Partido Comunista, tarea que culminó nombrándolo secretario general. Durante el ejercicio del cargo, Hu destacó por sus ideas relativamente liberales en cuestiones políticas y económicas. Con su estilo directo, fue empujando sistemáticamente sus posturas hasta el límite de lo que el partido y la sociedad estaban dispuestos a aceptar. Fue el primer dirigente del Partido Comunista al que se vio aparecer normalmente en público con vestimenta occidental; incluso llegó a provocar controversia al sugerir que los chinos abandonaran los palillos y pasaran a comer con tenedor y cuchillo.19

Zhao Ziyang, nombrado primer ministro en 1980 y secretario general del Partido Comunista en enero de 1987, promovió la descolectivización agrícola mientras fue secretario del Partido en Sichuan. El éxito que obtuvo al conseguir un claro aumento en el nivel de vida le reportó la aprobación de la China rural, tal como se expresó en un escueto juego de palabras hecho sobre su apellido (casi homónimo de la expresión china «buscar»): «Si quieres comer cereales,

Zhao (busca a) Ziyang». Al igual que Hu Yaobang, en política no era ortodoxo. En el momento álgido de la crisis de Tiananmen, Deng le destituyó como secretario general.

Deng y sus colaboradores fueron catapultados al poder sobre todo por su rechazo a la Revolución Cultural. Todos los dirigentes que gobernaban China habían sobrevivido a la degradación, y muchos de ellos a los malos tratos físicos. Las experiencias sobre la Revolución Cultural estaban siempre presentes en las conversaciones de estos líderes. Yo mismo tuve una nostálgica charla con Deng en septiembre de 1982 cuando me encontraba en China en una visita privada:

KISSINGER: Le conocí en abril de 1974, cuando asistió a la 6.ª Asamblea Especial [General de la ONU], y luego con Mao, y no pronunció ni una sola palabra.

DENG: Después, en noviembre de 1974 [en Pekín] fuimos las dos personas que más hablamos, pues entonces Zhou se encontraba en fermo y yo estaba al mando del Consejo de Estado, y en 1975 me ocupaba del funcionamiento del Partido y del gobierno. Solo me quitaron de la circulación durante un año. Pensándolo bien, aquel período de la historia fue muy interesante. Los reveses nos hicieron ver las cosas claras. [...] La experiencia que vivimos de 1979 a 1981 demostró que nuestra política era correcta. Usted llevaba tres años y medio sin venir por aquí. ¿Ha visto algún cambio?

KISSINGER: La última vez que vine —puede deberse a mi ignorancia— tuve la impresión de que el presidente y el Comité Asesor [Deng] tenían muchos adversarios bien situados. [...]

DENG: ...En el extranjero se preguntan a menudo si en China hay estabilidad política. Para saber si hay estabilidad política en China uno tiene que ver si hay estabilidad política en zonas en las que viven 800 millones de chinos. Hoy en día, los campesinos son felices. Se ha producido también algún cambio en las ciudades, pero no tantos como en el campo... [El pueblo] confía más en las instituciones económicas socialistas y da más crédito al Partido y al gobierno. Esto tiene una importancia trascendental. Antes de la Revolución Cultural, el Partido y el gobierno tenían un gran prestigio, pero el prestigio lo destruyó la Revolución Cultural.

No había experiencia de la que echar mano para la tarea de la reforma. Cuando volví en 1987, Zhao Ziyang me avanzó un programa que iban a presentar al Congreso del Partido aquel octubre. Subrayó que China se encontraba en un largo y complicado camino en el que se combinaba capitalismo y socialismo:

Una de las preguntas clave que se formulan es la de cómo racionalizar la relación entre socialismo y fuerzas de mercado. El informe planteará que en la planificación para el socialismo hay que incluir la utilización de las fuerzas del mercado y no excluirlas. Desde la época de [John Maynard] Keynes, todos los países, incluyendo los capitalistas, han practicado algún grado de interferencia gubernamental en las actividades económicas. Estados Unidos y Corea del Sur nos ofrecen ejemplos de ello. Los gobiernos regulan, ya sea a través de la planificación o del mercado; China utilizará los dos métodos. Las empresas recurrirán a las fuerzas del mercado y el Estado guiará la economía a través de las políticas macroeconómicas. Se planificará también cuando sea necesario, pero la regulación del futuro por medio de la planificación será un medio y no se considerará la auténtica naturaleza del socialismo.

A fin de alcanzar estos objetivos, Deng iba a avanzar poco a poco. Para utilizar términos chinos, los dirigentes iban a «cruzar el río palpando las piedras», trazando un camino en parte sobre la base de lo que había funcionado. La revolución permanente de Mao se proyectaba, en efecto, con visiones de transformación utópica. Los dirigentes chinos no iban a permitir que la ideología limitara sus reformas; por el contrario, redefinirían el «socialismo con características chinas», de forma que las «características chinas» fueran las que llevaran una mayor prosperidad a China.

Para facilitar el proceso, China acogió la inversión extranjera, en parte a través de las Zonas Económicas Especiales de la costa, donde se daba un mayor margen a las empresas y se concedían condiciones especiales a los inversores. Dada la anterior experiencia negativa de China con los «inversores extranjeros» en la costa en el siglo XIX —y la destacada función ejercida por esta experiencia en la historia nacionalista china—, se trataba de una iniciativa muy audaz. Por otro lado, demostraba una voluntad —hasta cierto punto, inaudita— de abandonar la ancestral visión de autonomía económica china entrando a formar parte del orden económico internacional. En 1980, la República Popular de China se había incorporado al FMI y al Banco Mundial y ya empezaban a circular por el país los créditos extranjeros.

A partir de ese momento llegó la descentralización sistemática. Se abandonaron las comunas agrícolas con la promoción de los denominados centros de responsabilidad, que en realidad practicaban la agricultura familiar. En cuanto a otras empresas, se estableció una distinción entre propiedad y gestión. La propiedad seguiría en manos del Estado; la gestión se dejaba en general a los administradores. Los acuerdos entre las autoridades y los administradores definirían la función de cada cual, con amplios márgenes para estos.

Dichos cambios tuvieron unos resultados espectaculares. Entre 1978 —año en el que se promulgaron las primeras reformas económicas— y 1984 se duplicaron los ingresos de los campesinos. El sector privado, empujado por la renovación de los incentivos económicos particulares, se disparó y pasó a alcanzar casi un 50 por ciento de la producción industrial bruta en una economía básicamente dirigida por decreto gubernamental. El producto interior bruto chino aumentó en una media de más del 9 por ciento anual durante la década de 1980, un período sin precedentes, casi ininterrumpido, de crecimiento económico que todavía sigue al escribir estas páginas.20

Un esfuerzo de tal alcance dependía, sobre todo, de la calidad personal de las autoridades encargadas de llevar a cabo las reformas. Este fue el tema de una conversación que tuve con Deng en 1982. En respuesta a mi pregunta de si la renovación del personal seguía la dirección deseada, Deng respondió:

DENG: En efecto, creo que puede decirse así. Pero aún no ha termina do. Hay que seguir. El problema agrícola no está resuelto. Debemos tener paciencia. Hace dos años asignamos cargos de primera fila al primer ministro Zhao Ziyang y a Hu Yaobang. Tal vez se ha dado cuenta de que el 60 por ciento de los miembros del comité del Partido no han cumplido los sesenta, y que muchos están en la franja de los cuarenta.

KISSINGER: Me he percatado de ello.

DENG: Y esto no basta. Tenemos que arreglárnoslas para la vuelta de los camaradas de antes. Por ello hemos creado la Comisión Asesora. Yo mismo me propuse para presidente de esta comisión. Significa que deseo abandonar poco a poco los puestos oficiales y situarme como asesor.

KISSINGER: Me he fijado en que algunos que son mayores que el presidente no han entrado en la Comisión Asesora.

DENG: Es porque el partido es muy viejo. Y hace falta mantener a algunos ancianos en primera línea. Pero el problema se resolverá poco a poco.

KISSINGER: He oído decir que el problema de la Revolución Cultural venía de que muchos se convertían en cuadros sin tener la for mación de rigor. ¿En realidad es un problema y habrá forma de solucionarlo?

DENG: Efectivamente. El criterio que seguimos para seleccionar a los cuadros responsables es el siguiente: tienen que ser revolucionarios. Tienen que ser más jóvenes. Con una mejor formación. Con mayor competencia profesional. Como dije, el XII Congreso del Partido Comunista, aparte de demostrar la continuidad de las nuevas políticas, aseguró además continuidad, y los acuerdos personales también han garantizado la continuidad.

Cinco años después, Deng seguía con la preocupación de renovar el Partido. En septiembre de 1987 me comunicó lo que tenía pensado para el próximo Congreso del Partido, previsto para octubre. Se presentó bronceado, relajado, con el mismo vigor de siempre a sus ochenta y tres años y me dijo que le gustaría que el Congreso llevara este título: «Conferencia para la reforma y la apertura al mundo exterior». Zhao Ziyang conseguiría el puesto clave de secretario general del Partido Comunista en sustitución de Hu Yaobang y habría que buscar un nuevo primer ministro. Hu Yaobang había «cometido algunos errores», según Deng —probablemente, el de haber permitido que una serie de protestas estudiantiles llegaran demasiado lejos en 1986—, pero seguiría en el Politburó (un cambio respecto a períodos anteriores, en los que a quienes se destituía de un alto cargo se apartaba asimismo del proceso político). Ningún miembro del Comité Permanente (el comité ejecutivo del Partido Comunista) mantendría una función doble, lo que aceleraría el paso de la transición hacia la próxima generación de altos mandos. El resto de los «veteranos» se retirarían.

Explicó que él mismo pasaría de las reformas económicas a las reformas estructurales políticas. Según Deng, sería algo mucho más complicado que la reforma económica, porque «implicaría intereses de millones de personas». Se produciría un cambio en las divisiones del trabajo entre el Partido Comunista y el gobierno. Muchos miembros del Partido cambiarían de ocupación cuando los gestores profesionales se ocuparan de las Secretarías del Partido.

Pero ¿dónde se encontraba la línea que separaba la acción política de la administración? Deng respondió que de las cuestiones ideológicas se ocuparía el Partido y de la política operativa los gestores. Cuando se le pidió un ejemplo, precisó que un cambio de alianzas hacia la Unión Soviética sería claramente una cuestión ideológica. Tras una serie de conversaciones con él, decidí que aquel no sería un tema frecuente. Reflexionándolo más a fondo, me pregunto si al plantear una idea tan impensable un tiempo antes, Deng no estaba insinuando que China valoraba la vuelta a una mayor libertad de maniobra diplomática.

Lo que Deng proponía en el ámbito político no tenía precedentes en la experiencia comunista. Parecía apuntar que el Partido Comunista mantendría una función supervisora en la economía y la estructura política del país. Pero se apartaría con firmeza de la postura anterior de controlar cada uno de los aspectos de la vida cotidiana china. Se darían más alas a las iniciativas individuales. Estas reformas de amplio alcance, proseguía Deng, se iban a llevar a cabo «de forma ordenada». China había logrado la estabilidad y, en palabras del dirigente comunista: «Así debe seguir si quiere desarrollarse». Su gobierno y el pueblo «recordaban el caos de la Revolución Cultural» y no permitirían que volviera a producirse. Las reformas de China «no tenían precedentes»; aquello iba a significar inevitablemente que «se cometerían algunos errores». La amplia mayoría del pueblo apoyaba las reformas, decía Deng, pero para garantizar su éxito hacía falta «valor» y «prudencia».

15

Tiananmen

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