China

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Henry Kissinger

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Para investigar sobre ello, Bush propuso enviar a Pekín a un emisario de alto nivel «con la máxima confidencialidad» para «hablar con toda la franqueza con usted y transmitirle mis sinceros puntos de vista sobre estas cuestiones», puntualizó. Si bien no había rehuido expresar las diferencias de perspectivas existentes entre los dos países, Bush concluyó con un llamamiento a seguir con la colaboración existente: «No podemos permitir que el fin de los trágicos acontecimientos de hace poco socave una relación vital edificada con paciencia durante los últimos diecisiete años».15

Deng respondió al avance de Bush al día siguiente, aceptando recibir en Pekín a un enviado de Estados Unidos. El 1 de julio, tres semanas después de la violenta actuación en la plaza de Tiananmen, se demostró hasta qué punto Bush concedía importancia a la relación con China y la confianza que tenía depositada en Deng, cuando envió a Pekín a Brent Scowcroft, asesor de Seguridad Nacional, y al subsecretario de Estado, Lawrence Eagleburger. La misión se desarrolló en el más estricto secreto, pues solo estuvieron al corriente de ella unos cuantos funcionarios de alto nivel de Washington y el embajador, James Lilley, quien fue reclamado desde Pekín para recibir información en persona sobre la inminente visita.16 Scowcroft y Eagleburger volaron a Pekín en un C-141 militar camuflado; se guardó con tanto celo la información que al parecer las fuerzas de defensa aéreas se pusieron en contacto con el presidente Yang Shangkun para preguntar si había que derribar el misterioso avión.17 La nave estaba preparada para repostar en pleno vuelo y evitar escalas y llevaba además su propio equipo de comunicaciones, de forma que el grupo podía establecer contacto directo con la Casa Blanca. No se mostró bandera alguna en las reuniones o banquetes y los informativos del país no comentaron la visita.

Scowcroft y Eagleburger se reunieron con Deng, con el primer ministro Li Peng y con el ministro de Asuntos Exteriores Qian Qichen. Deng elogió a Bush y respondió a su expresión de amistad, pero echó la culpa de la tensión a las relaciones con Estados Unidos:

Ha sido un acontecimiento que ha causado gran conmoción y consideramos muy inoportuno que Estados Unidos se haya implicado tan profundamente en él. [...] Desde el inicio de los acontecimientos, hace más de dos meses, hemos tenido la impresión de que en realidad una serie de aspectos de la política exterior estadounidense han acorralado a China. Esta es la sensación que tenemos nosotros aquí [...] pues la rebelión contrarrevolucionaria tenía como objetivo el derrocamiento de la República Popular de China y de nuestro sistema socialista. Si hubieran alcanzado su meta, el mundo sería muy distinto. Si he de serle franco, eso podía haber llevado incluso a la guerra.18

¿Se refería a una guerra civil, a una guerra de los descontentos o de los vecinos que buscaban revancha, o bien a ambas? «Las relaciones chino-estadounidenses —advirtió Deng— se encuentran en un momento muy delicado, incluso afirmaría que están en un punto peligroso.» Añadió que las políticas punitivas de Estados Unidos llevaban «a la ruptura de las relaciones». Así y todo, dijo tener esperanzas de que pudieran mantenerse.19 Acto seguido, volvió a su postura tradicional de desafío y se explayó sobre lo poco que les afectaba la presión exterior y sobre su determinación de seguir con el liderazgo sin parangón, curtido en la lucha. «No nos importan las sanciones —dijo Deng a los enviados estadounidenses—. No nos asustan.»20 Los estadounidenses, abundó, «tienen que entender la historia»:

Alcanzamos la victoria con la fundación de la República Popular de China tras luchar en una guerra durante veintidós años y perder en ella más de veinte millones de vidas; fue una guerra librada por el pueblo chino bajo la dirección del Partido Comunista. [...] No existe fuerza capaz de sustituir a la República Popular de China representada por el Partido Comunista Chino. Esto no son palabras vacías. Es algo que se ha puesto a prueba y demostrado a lo largo de unas cuantas décadas de experiencia.²¹

Deng insistió en que la mejora de las relaciones era cuestión de Estados Unidos, y lo hizo recurriendo a un proverbio chino: «Quien ha hecho el nudo tiene que deshacerlo».²² Pekín, por su parte, no dudaría en «castigar a los instigadores de la rebelión —aseguró Deng—; de lo contrario, ¿cómo podría seguir existiendo la República Popular de China?».²³

Scowcroft respondió haciendo hincapié en las cuestiones que Bush había subrayado en sus cartas a Deng. Las estrechas relaciones entre Estados Unidos y China reflejaban los intereses estratégicos y económicos de ambos países; pero al mismo tiempo ponían en contacto unas sociedades con «dos culturas, dos trasfondos y dos modos de ver las cosas distintos». Pekín y Washington se encontraron entonces en un mundo en el que las actuaciones de China en el ámbito interno, difundidas por televisión, podían tener importantes consecuencias sobre la opinión pública estadounidense.

Esta reacción de Estados Unidos, adujo Scowcroft, reflejaba unos valores muy arraigados. En palabras del asesor de Seguridad Nacional estadounidense: «Estos valores muestran nuestras propias creencias y tradiciones». Y estas formaban parte de la «diversidad entre ambas sociedades», de la misma forma que la sensibilidad de los chinos respecto a la interferencia extranjera era también inherente a la sociedad: «Lo que percibió el pueblo estadounidense en las manifestaciones que vio —con razón o sin ella— [como] expresión de unos valores que representan sus creencias más profundas, derivadas de la Revolución norteamericana».24

El trato que dio el gobierno chino a los manifestantes fue, como reconoció Scowcroft, «un asunto totalmente interno de China». De todas formas, «era obvio» que una actuación de ese tipo desencadenara una reacción popular, «algo real, a lo que el presidente debe hacer frente». Bush creía en la importancia de mantener la larga relación entre Estados Unidos y China. Pero, por otra parte, se veía obligado a respetar «los sentimientos del pueblo estadounidense», que pedía a su gobierno alguna expresión concreta de desaprobación. Haría falta una gran discreción por ambas partes para abordar aquella crisis.25

El problema era que unos y otros tenían razón. Deng consideraba que su régimen estaba sometido a un asedio; Bush y Scowcroft veían que se ponían en cuestión los más arraigados valores de su país.

El primer ministro Li Peng y el ministro de Asuntos Exteriores Qian Qichen subrayaron puntos parecidos y las dos partes levantaron la sesión sin llegar a ningún acuerdo concreto. Scowcroft explicó el estancamiento del modo en que suelen expresarse los diplomáticos en las situaciones de bloqueo, como algo positivo para mantener abiertas las líneas de comunicación: «Las dos partes se han mostrado francas y receptivas. Hemos aireado las diferencias y escuchado al otro, aunque nos queda aún una distancia por recorrer antes de salvar el abismo».26

Las cosas no podían quedar de aquella forma. Durante el otoño de 1989, las relaciones entre China y Estados Unidos llegaron al punto más complicado desde que se había reanudado el contacto en 1971. Ninguno de los dos gobiernos deseaba una ruptura, pero tampoco estaba en situación de evitarla. La ruptura, en caso de producirse, podía generar su propia dinámica, de la misma forma que el conflicto chino-soviético había pasado de una serie de controversias tácticas a una confrontación estratégica. Estados Unidos habría perdido su flexibilidad diplomática. China se vería obligada a frenar su impulso económico o quizá incluso a paralizarlo durante un importante período, lo que acarrearía graves consecuencias para su estabilidad nacional. Ambos perderían la oportunidad de partir de los muchos puntos de colaboración bilateral, que habían experimentado un claro avance a finales de la década de 1980, y de trabajar juntos para superar las convulsiones que amenazaban la estabilidad en distintas partes del mundo.

En medio de aquellas tensiones, acepté una invitación de las autoridades chinas para visitar Pekín aquel noviembre a fin de sacar mis propias conclusiones. Fue una visita privada de cuya planificación se informó al presidente y al general Scowcroft. Antes de salir hacia China, Scowcroft me informó sobre el estado de nuestras relaciones con este país, un procedimiento que, dada la larga historia de mi implicación con China, habían ido siguiendo casi todas las administraciones. Me puse al corriente de las conversaciones que había tenido con Deng. No me dio ningún mensaje específico que transmitir, si bien dijo que, si surgía la ocasión, esperaba que procurara insistir en los puntos de vista de la administración. Yo, como de costumbre, iba a comunicar mis impresiones a Washington.

Al igual que la mayoría de los estadounidenses, me sorprendió la forma en que había finalizado la protesta. Pero a diferencia de muchos, yo había tenido la oportunidad de observar el trabajo hercúleo que había llevado a cabo Deng durante quince años para obrar un cambio en el país: llevar a los comunistas a aceptar la descentralización y la reforma; conseguir que la estrechez de miras de los chinos experimentara un cambio hacia la modernidad y hacia un mundo globalizado, una perspectiva a menudo rechazada por China. Por otra parte, yo era testimonio de sus constantes esfuerzos por mejorar los vínculos chino-estadounidenses.

La China que vi en aquella ocasión había perdido la seguridad en sí misma que me había mostrado en mis anteriores visitas. Durante el período de Mao, los dirigentes chinos representados por Zhou actuaban con la confianza que les proporcionaba la ideología y el criterio sobre las cuestiones internacionales, todo ello aderezado por una memoria histórica que se remontaba a milenios atrás. La China de la primera época de Deng se caracterizaba por una fe casi inocente en el hecho de que si superaban el recuerdo del sufrimiento de la Revolución Cultural conseguirían una guía que les llevaría al progreso económico y político basado en la iniciativa individual. Pero en la década transcurrida desde la promulgación del programa de reforma de Deng, de 1978, China había vivido, junto con el júbilo del éxito, algunas de las penalidades que se le impusieron. El paso de la planificación central a una toma de decisiones más descentralizada experimentó la constante amenaza procedente de dos flancos: la resistencia de una burocracia arraigada, con sus intereses creados en la situación establecida, y las presiones de los reformadores, que se impacientaban porque consideraban que el proceso se alargaba en exceso. La descentralización económica llevó a las reivindicaciones de pluralismo en las decisiones políticas. En este sentido, la revuelta china reflejó los problemas de la reforma del comunismo, de difícil solución.

En Tiananmen, los líderes chinos habían optado por la estabilidad política. La habían llevado a cabo con timidez después de casi seis semanas de controversia interna. No oí justificación emocional alguna de los sucesos del 4 de junio; los trataron como un desafortunado accidente que les hubiera caído del cielo. Las autoridades chinas, sorprendidas ante las reacciones del mundo exterior sobre sus propias divisiones, se habían centrado en intentar restablecer el prestigio internacional. A pesar de la habilidad tradicional de los chinos de situar al extranjero a la defensiva, quienes hablaron conmigo mostraron las dificultades por las que atravesaban; no acertaban a entender por qué Estados Unidos se ofendía ante un acontecimiento que no había perjudicado los intereses materiales de su país y al que China no consideraba que tuviera ningún peso fuera de su propio territorio. Se rechazaron las explicaciones sobre el compromiso histórico de Estados Unidos en materia de derechos humanos, considerándolas, por un lado, una forma de «intimidación» occidental y, por otro, una señal de afirmación personal gratuita de un país que tenía sus propios problemas, también en materia de derechos humanos.

En nuestras conversaciones, los líderes de Pekín siguieron su objetivo estratégico básico: restablecer la relación de trabajo con Estados Unidos. En cierto modo, se volvió al modelo de las primeras reuniones con Zhou. ¿Encontrarían las dos sociedades la forma de colaborar? De ser así, ¿sobre qué base? Se habían invertido los papeles. Durante los primeros contactos, los dirigentes chinos hicieron hincapié en las peculiaridades de la ideología comunista. Ahora buscaban una justificación con perspectivas compatibles.

Deng introdujo el tema clave, es decir, que la paz en el mundo dependía en buena parte del orden en China:

El caos puede llegar de la noche a la mañana. No será fácil mantener el orden y la tranquilidad. Si el gobierno chino no hubiera adoptado unas medidas determinadas en Tiananmen, en China habría estallado una guerra civil. Y teniendo en cuenta que aquí vive una quinta parte de la población del planeta, la inestabilidad habría provocado inestabilidad en el mundo, lo que podría haber implicado incluso a las grandes potencias.

La interpretación de la historia de un país expresa su memoria. Para aquella generación de dirigentes chinos, el traumático acontecimiento de la historia de China fue el desmoronamiento de su autoridad central en el siglo XIX, lo que estimuló la invasión del mundo exterior, el semicolonialismo o la competencia colonial, y se tradujo en unos altos niveles de víctimas en guerras civiles, como en el caso de la rebelión Taiping.

Según Deng, el objetivo de estabilizar China era la contribución constructiva a un nuevo orden internacional. Las relaciones con Estados Unidos eran un punto clave. Como me dijo Deng:

Esto es algo que los demás han de tener claro cuando yo me haya retirado.27 Lo primero que hice cuando me pusieron en libertad fue prestar atención a la mejora de las relaciones chino-estadounidenses. Deseo también acabar con el pasado reciente, conseguir que estas relaciones vuelvan a su cauce. Quisiera decir a mi amigo, el presidente Bush, que durante su mandato como presidente veremos una mejora en las relaciones entre China y Estados Unidos.

Según Li Ruihuan (ideólogo del Partido y considerado liberal por los analistas): «El obstáculo estriba en el hecho de que los estadounidenses creen que comprenden mejor China que el propio pueblo chino». Lo que no podía aceptar China era las imposiciones de fuera:

Desde 1840, el pueblo chino se ha visto amedrentado por los extranjeros; por aquel entonces era una sociedad semifeudal. [...] Mao luchó toda su vida por dejar sentado que China debía mostrarse amistosa con países que nos trataban en pie de igualdad. En 1949, Mao dijo: «El pueblo chino ha plantado cara». Con ello quería decir que los chinos iban a situarse como iguales entre otras naciones. A nadie le gusta que otros dicten lo que tiene que hacer. Pero a los estadounidenses les gusta decir a los demás que hagan esto o lo otro. Al pueblo chino no le gusta recibir instrucciones de nadie.

Intenté explicar al ministro de Asuntos Exteriores, Qian Qichen, las presiones internas y los valores que movían la actuación de los estadounidenses. Qian no quiso saber nada de ello. China actuaría siguiendo su ritmo, basándose en sus intereses nacionales, algo que no podían establecer los extranjeros:

QIAN: Procuramos mantener la estabilidad política y económica y seguir impulsando la reforma y el contacto con el mundo exterior. No podemos actuar bajo presión de Estados Unidos. En fin, avanzamos en esta dirección.

KISSINGER: Precisamente a lo que me refería. Mientras avanzan en esta dirección pueden surgir aspectos relativos a la presentación que resulten positivos.

QIAN: China inició la reforma económica por interés propio y no por lo que podía desear Estados Unidos.

Las relaciones internacionales, según la perspectiva china, estaban marcadas por el interés y los objetivos nacionales. Si aquel era compatible, sería posible, incluso necesaria, la colaboración. Nada podía sustituir la convergencia de intereses. Para este proceso, las estructuras internas eran irrelevantes, algo que habíamos experimentado ya anteriormente cuando surgieron puntos de vista dispares sobre las actitudes de los jemeres rojos. Según Deng, la relación entre Estados Unidos y China había prosperado cuando se habían respetado estos principios:

En el momento en que usted y el presidente Nixon decidieron restablecer las relaciones con China, nuestro país no solo luchaba por el socialismo, sino también por el comunismo. La Banda de los Cuatro optaba por un sistema de pobreza comunista. Entonces ustedes aceptaron nuestro comunismo. Por consiguiente, no existe razón para no aceptar ahora el socialismo chino. Ya ha pasado a la historia la época de gestionar las relaciones entre estados sobre la base de los sistemas sociales. Hoy en día, los países con distintos sistemas sociales pueden establecer relaciones de amistad. Podríamos encontrar muchísimos intereses comunes entre China y Estados Unidos.

Hubo una época en que el mundo democrático habría celebrado que un dirigente chino renunciara a la defensa de la ideología comunista como prueba de una evolución positiva. En aquellos momentos en que los herederos de Mao planteaban que había terminado la era de la ideología y que el factor determinante era el interés nacional, algunas autoridades estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran imprescindibles para garantizar la compatibilidad entre los intereses nacionales. Esta premisa —rayana en el dogma de fe para muchos analistas de Estados Unidos— sería difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de los gobiernos de Europa (entre los cuales cabe citar Gran Bretaña, Francia y Alemania) estaban gobernados por instituciones básicamente democráticas. Aun así, todos los parlamentarios electos aprobaron con entusiasmo la guerra, una catástrofe de la que Europa nunca se ha recuperado del todo.

Pero tampoco es obvio el cálculo sobre el interés nacional. En las relaciones internacionales, probablemente el poder nacional y el interés nacional son los elementos más difíciles de calcular con precisión. Muchas guerras se desencadenan a raíz de un cálculo erróneo de las relaciones de poder y por presiones internas. Durante el período que nos ocupa, distintas administraciones estadounidenses propusieron soluciones diferentes al dilema de equilibrar el compromiso respecto a los ideales políticos de Estados Unidos y la consecución de unas relaciones pacíficas y productivas entre Estados Unidos y China. La administración de George H.W. Bush optó por fomentar las opciones estadounidenses a través del compromiso; la de Bill Clinton, en su primer mandato, se inclinó por la presión. Ambas tuvieron que enfrentarse a la realidad de que, en política exterior, las máximas aspiraciones de un país en general se consiguen en estadios imperfectos.

La dirección básica de una sociedad se configura a través de sus valores, que son los que definen sus supremos objetivos. Cabe tener en cuenta también que una de las pruebas que definen el arte del buen gobierno es la aceptación de los límites de la propia capacidad; esta implica la valoración de las posibilidades. Los filósofos son responsables de su intuición. A los estadistas se les juzga por la capacidad de mantener sus ideas a lo largo del tiempo.

El intento de cambiar la estructura interna de un país de la magnitud de China puede tener consecuencias imprevistas. La sociedad estadounidense nunca debería abandonar su compromiso para con la dignidad humana. Y la importancia de este compromiso no es menor por el reconocimiento de que tal vez las ideas de derechos humanos y libertades individuales no puedan trasladarse de forma directa, en un período de tiempo finito orientado hacia ciclos políticos e informativos occidentales, a una civilización que durante milenios se ha regido por conceptos distintos. Tampoco puede menospreciarse el miedo ancestral chino al caos político como algo anacrónico e irrelevante que hay que «corregir» mediante el progresismo occidental. La historia china, sobre todo la de los dos últimos siglos, proporciona un gran número de ejemplos en los que la división en la autoridad política —en ocasiones creada con grandes expectativas de aumento de las libertades— ha desencadenado convulsiones sociales y étnicas; y con frecuencia no se impusieron los elementos más liberales, sino los más combativos.

Siguiendo el mismo principio, los países que establecen acuerdos con Estados Unidos deben comprender que entre los valores básicos de nuestro país está el concepto inalienable de los derechos humanos y que las opiniones de este país no pueden separarse de la idea que tiene sobre la práctica de la democracia. Existen atropellos que provocan una reacción en Estados Unidos, y que ponen en peligro una relación. Este tipo de acontecimientos llega a situar la política exterior estadounidense más allá de los cálculos sobre sus intereses nacionales. Ningún presidente de Estados Unidos puede ignorarlos, si bien debe andar con tiento a la hora de definirlos y ser consciente del principio de las consecuencias imprevistas, algo que los dirigentes de otros países no deberían dejar a un lado. La manera de definir y de establecer el equilibrio ha de determinar la naturaleza de la relación de Estados Unidos con China, y tal vez incluso la paz del mundo.

Los estadistas de los dos países se enfrentaron a esta alternativa en noviembre de 1989. Deng, práctico como siempre, sugirió hacer un esfuerzo para establecer un nuevo concepto de orden internacional que estipulara la no intervención en asuntos internos en un principio general de política exterior: «Considero que deberíamos proponer el establecimiento de un nuevo orden político internacional. No hemos avanzado mucho en la creación de un nuevo orden económico internacional. Así pues, habría que pasar a un nuevo orden político que se atenga a los cinco principios de coexistencia pacífica». Uno de ellos es, sin duda, prohibir la intervención en los asuntos internos de otros países.28

Más allá de todos estos principios estratégicos se cernía un elemento intangible de crucial importancia. El cálculo del interés nacional no se reducía a una fórmula matemática. Había que prestar atención a la dignidad y al honor nacional. Deng me instó a transmitir a Bush su deseo de llegar a un acuerdo con Estados Unidos, país que, al ser el más fuerte, tendría que dar el primer paso.29 En la búsqueda de una nueva fase de colaboración no podía eludirse la cuestión de los derechos humanos. Fue el propio Deng el que respondió a la pregunta que había formulado él mismo sobre quién tenía que reanudar el diálogo, y lo hizo hablando sobre el destino de una persona: un disidente llamado Fang Lizhi.

LA POLÉMICA SOBRE FANG LIZHI

En el momento de mi visita a China en noviembre de 1989, el físico disidente Fang Lizhi se había convertido en el símbolo de la división entre Estados Unidos y China. Fang era un elocuente defensor de la democracia parlamentaria de corte occidental y de los derechos de las personas que llevaba mucho tiempo tirando de la cuerda de la tolerancia oficial. En 1957, le habían expulsado del Partido Comunista durante la Campaña Antiderechista y en la Revolución Cultural estuvo un año en la cárcel por actividades «reaccionarias». Rehabilitado tras la muerte de Mao, siguió triunfando en su carrera académica y abogando por la liberalización política. Tras las manifestaciones de 1986 a favor de la democracia, fue represaliado de nuevo aunque siguió con sus llamamientos a la reforma.

Cuando el presidente Bush visitó China en febrero de 1989, Fang figuraba en la lista de personas que la embajada de Estados Unidos había recomendando a la Casa Blanca invitar a una cena oficial ofrecida por el presidente en Pekín. La embajada siguió lo que consideró el precedente de la visita de Reagan a Moscú, en la que estableció contacto con los disidentes declarados. La Casa Blanca dio el visto bueno a la lista, aunque probablemente no estaba al corriente de las reacciones que despertaba Fang entre los chinos. Su inclusión provocó controversia entre los gobiernos estadounidense y chino, pero también en el seno de la nueva administración de Bush.30 Por fin, la embajada y el gobierno chinos acordaron instalar a Fang lejos de los asientos que ocupaban los funcionarios de su país. La noche del banquete, los servicios de seguridad chinos detuvieron el coche de Fang y le impidieron llegar a la cita.

A pesar de que Fang no había participado personalmente en las manifestaciones de la plaza de Tiananmen, los estudiantes que las organizaron simpatizaban con los principios que defendía el físico y se creyó que era un posible blanco de las represalias del gobierno. Tras las enérgicas medidas tomadas el 4 de junio, Fang y su esposa pidieron asilo en la embajada estadounidense. Unos días después, el gobierno chino dictó una orden de detención contra Fang y su esposa por «delitos de propaganda subversiva e instigación antes y después de los recientes disturbios». En las publicaciones gubernamentales se pedía que Estados Unidos entregara al «delincuente que había provocado aquella violencia» si no quería enfrentarse al deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y China.³¹ «No tuvimos más remedio que aceptarlo —concluía Bush en su diario—, pero sería algo que iba a fastidiarles.»³²

La presencia de Fang en la embajada creó constantes tensiones: el gobierno chino no estaba dispuesto a permitir que su crítico más destacado abandonara el país por miedo a que organizara la agitación desde el extranjero; Washington no quería entregar a un disidente que defendía la democracia liberal y exponerse a un duro desquite. El embajador James Lilley, en un telegrama enviado a Washington, comentaba sobre Fang: «Está con nosotros para recordarnos constantemente nuestra relación con el “liberalismo burgués” y nos enfrenta con el régimen del país. Es el símbolo viviente de nuestro conflicto con China por los derechos humanos».³³

En una carta escrita el 21 de junio a Deng Xiaoping, Bush planteaba «la cuestión de Fang Lizhi» y se lamentaba diciendo: «Es un claro tema de disensión entre nosotros». Bush apoyaba la decisión estadounidense de conceder asilo a Fang y afirmaba: «Nos basamos en nuestra interpretación ampliamente aceptada de la legislación internacional». Y abundaba: «Ahora no podemos echar a Fang de la embajada sin la seguridad de que no va a correr peligro físico». Bush planteaba la posibilidad de solucionar la cuestión de forma discreta, comentando que otros gobiernos habían resuelto casos parecidos «permitiendo una salida prudente a través de la expulsión».34 Pero se demostró que la negociación no era tan fácil y Fang y su esposa siguieron en la embajada.

En las instrucciones que el general Scowcroft me había dado antes de mi viaje a Pekín, me había expuesto con detalle el caso. Me pidió que no lo sacara a colación, pues la administración ya había dicho todo lo que podía decir. No obstante, yo podía responder a las iniciativas chinas sin salir del marco de la política existente. Seguí su consejo. No hablé de Fang Lizhi, como tampoco lo hizo ninguno de mis interlocutores chinos. Cuando fui a despedirme de Deng, tras una serie de comentarios inconexos sobre el problema de la reforma, introdujo la cuestión y la utilizó para sugerir un compromiso. Un resumen del importante intercambio de pareceres servirá para dar una idea de la atmósfera que se respiraba en Pekín seis meses después de los hechos de Tiananmen:

DENG: He hablado con el presidente Bush sobre el caso de Fang Lizhi.

KISSINGER: Como sabrá usted, el presidente no estaba al corriente de la invitación al banquete hasta que se hizo pública.

DENG: Eso me dijo.

KISSINGER: Ya que ha sacado el tema de Fang, quisiera plantearle una consideración. No lo he citado en otras conversaciones, pues soy consciente de que es una cuestión muy delicada y de que afecta a la dignidad china. Pero considero que su mejor amigo estadounidense sentirá un gran alivio si encontramos la forma de sacarlo de la embajada y permitirle que abandone el país. Nada impresionaría tanto al pueblo de Estados Unidos como que esto se produjera sin demasiada agitación.

En aquel momento, Deng se levantó del asiento y desconectó nuestros micrófonos en señal de que lo que quería era hablar en privado.

DENG: ¿Puede sugerirme algo?

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