China

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Henry Kissinger

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Me sentí obligado a responder a la amenaza de recurrir a la fuerza, aunque hubiera sido formulada con pesar y de forma indirecta:

Si estamos hablando de la utilización de la fuerza se afianzará la capacidad de quienes pretenden utilizar Taiwan para perjudicar nuestras relaciones. En una confrontación entre Estados Unidos y China, incluso los que podamos sentirnos conmovidos nos veremos obligados a apoyar a nuestro propio país.

Jiang no respondió repitiendo como siempre lo poco que afectaba a China el peligro de una guerra. Abordó la perspectiva de un mundo cuyo futuro dependía de la colaboración chino-estadounidense. Habló de compromiso, una palabra jamás utilizada por los líderes chinos en relación con Taiwan, aunque se hubiera materializado en la práctica. Evitó hacer propuestas o amenazas. Ya no se encontraba en situación de determinar el resultado. Abogó por una perspectiva mundial: precisamente lo que más falta hacía y a lo que más trabas había puesto la historia de cada una de las naciones:

No está claro si China y Estados Unidos serán capaces de encontrar un lenguaje común y de resolver la cuestión de Taiwan. He apuntado que si Taiwan no se encontrara bajo protección estadounidense nosotros habríamos podido liberarlo. Por consiguiente, la cuestión es si podemos llegar a un compromiso y a una solución satisfactoria. Esta es la parte más delicada de nuestras relaciones. No planteo sugerencia alguna. Somos viejos amigos. No tengo necesidad de utilizar un lenguaje diplomático. Espero que, con Bush al frente, nuestros dos países podrán abordar las relaciones desde una perspectiva estratégica y mundial.

Los líderes chinos con los que había tratado anteriormente poseían una perspectiva de largo alcance, pero procedía en buena parte de las lecciones aprendidas del pasado. También se encontraban en disposición de emprender grandes proyectos de importancia para un futuro lejano. Pero en contadas ocasiones definían el futuro a medio plazo, dando por supuesto que surgiría de las grandes empresas que tenían entre manos. Jiang pedía algo menos espectacular, pero tal vez más profundo. Al final de su período presidencial habló de redefinir el marco filosófico de cada una de las partes. Mao había insistido en el rigor ideológico aunque al mismo tiempo abordara maniobras tácticas. Jiang parecía decir que una y otra parte tenían que ser conscientes de que, si había que colaborar de verdad, lo importante era comprender cuáles eran las modificaciones imprescindibles en sus actitudes tradicionales. Instó a cada cual a examinar de nuevo su propia doctrina interna y a mostrarse abierto para reinterpretarla, incluyendo el socialismo:

El mundo tiene que ser un lugar lleno de riqueza, color y diversidad. En 1978, en China, por ejemplo, optamos por la reforma y la apertura. [...] En 1992, en el XIV Congreso Nacional declaré que el modelo de desarrollo de China tenía que seguir la dirección de una economía de mercado socialista. Los que están acostumbrados a Occidente no ven nada raro en el mercado, pero tengamos en cuenta que en 1992 decir «mercado» era correr un gran riesgo.

Por ello, Jiang mantuvo que las dos partes tenían que adaptar sus ideologías a las necesidades de su interdependencia:

Para simplificar, a Occidente le convendría abandonar su actitud del pasado respecto a los países comunistas y nosotros tendríamos que dejar de considerar el comunismo de forma ingenua o simplista. Es célebre lo que dijo Deng en su gira meridional en 1992 sobre el hecho de que para llegar al socialismo tenían que pasar generaciones, un montón de generaciones. Yo soy ingeniero. He calculado que desde Confucio hasta hoy han pasado 78 generaciones. Deng dijo que el socialismo llevaría este tiempo. Ahora veo que Deng creó unas condiciones ambientales perfectas para mí. Desde la perspectiva de sus sistemas de valores, Oriente y Occidente deben mejorar en su comprensión mutua. Tal vez soy algo ingenuo.

En realidad hizo la referencia a las setenta y ocho generaciones para tranquilizar a Estados Unidos, para que no se alarmaran ante el auge de una China con un gran poder. Harían falta muchas generaciones para llegar al objetivo. Pero realmente habían cambiado las circunstancias políticas en China cuando un sucesor de Mao decía que los comunistas tenían que dejar de hablar de su ideología en términos ingenuos y simplistas. O bien hablar de la necesidad de diálogo entre el mundo occidental y China para decidir cómo ajustar los marcos filosóficos de cada uno.

Por parte estadounidense, el reto consistía en encontrar una vía a través de una serie de valoraciones encontradas. ¿China era un socio o un adversario? ¿El futuro estaría marcado por la colaboración o la confrontación? ¿Estados Unidos tenía la misión de propagar la democracia en China o de colaborar con China para crear un mundo más pacífico? ¿Quizá podría conseguirse lo uno y lo otro?

Ambas partes se han visto obligadas desde entonces a superar sus ambigüedades internas y a definir de nuevo la auténtica naturaleza de su relación.

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El nuevo milenio

El fin de la presidencia de Jiang Zemin marcó un hito en las relaciones chino-estadounidenses. Jiang fue el último presidente con el que el principal tema de diálogo en los contactos entre ambos países fueron las relaciones en sí. Después, las dos partes fusionaron, si no sus convicciones, su práctica en un modelo de coexistencia de colaboración. China y Estados Unidos no han vuelto a tener un adversario común, pero tampoco han desarrollado hasta hoy una idea conjunta del orden mundial. Las amables reflexiones de Jiang en la larga conversación que tuve con él, descrita en el último capítulo, ilustran la nueva realidad: Estados Unidos y China intuían que se necesitaban mutuamente porque los dos países tenían una envergadura excesiva para ser dominados, eran demasiado especiales para transformarse y demasiado útiles el uno para el otro para poderse permitir el aislamiento. Por otra parte, ¿eran alcanzables sus objetivos comunes? ¿Y con qué fin?

El nuevo milenio marcó el inicio simbólico de una nueva relación. Una nueva generación de líderes había llegado al poder en China y en Estados Unidos: en China, una «cuarta generación» encabezada por el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao; en Estados Unidos, las administraciones dirigidas por los presidentes George W. Bush y, a partir de 2009, Barack Obama. Las dos partes mostraban una actitud ambigua respecto a la agitación de las décadas precedentes.

Hu y Wen aportaron una insólita perspectiva a la empresa de gestionar el desarrollo de su país y definir su papel en el mundo. Constituían la primera generación de altos mandos sin experiencia personal sobre la revolución, eran los primeros líderes del período comunista que tomaban posesión de su cargo a través de procesos constitucionales, y los primeros que asumían puestos de responsabilidad nacional en una China que despuntaba definitivamente como gran potencia.

Ambos dirigentes contaban con experiencia directa sobre la fragilidad de su país y sus complejas tareas internas. Durante la década de 1960, Hu y Wen, como jóvenes cuadros, fueron de los últimos estudiantes que recibieron formación superior formal antes de que el caos de la Revolución Cultural cerrara las universidades. Hu, formado en la Universidad Qinghua de Pekín —un centro de actividad de la Guardia Roja—, permaneció en el centro como asesor político y auxiliar de investigación, donde pudo observar el caos de las facciones en conflicto y en algún momento se convirtió en blanco de estas por ser supuestamente «demasiado individualista».¹ Cuando Mao decidió poner fin a los estragos de la Guardia Roja y mandar a la joven generación al campo, Hu, a pesar de todo, sufrió la misma suerte. Lo enviaron a la provincia de Gansu, una de las regiones más desoladas y rebeldes de China, a trabajar en una central hidroeléctrica. Wen, que acababa de graduarse en el Instituto de Geología de Pekín, corrió igual suerte y fue enviado a trabajar en unos proyectos mineralógicos de Gansu, donde permaneció más de diez años. Allí, en el extremo noroccidental de su agitado país, Hu y Wen fueron ascendiendo lentamente en el escalafón interno de la jerarquía del Partido Comunista. Hu llegó a secretario de la Liga de las Juventudes Comunistas de la provincia de Gansu. Wen fue subdirector del centro geológico provincial. En una época de agitación y fervor revolucionario, los dos hombres se distinguieron por su firmeza y competencia.

El siguiente ascenso de Hu se produjo en la Escuela Central del Partido de Pekín, donde, en 1982, llamó la atención del entonces secretario general del Partido, Hu Yaobang. A partir de aquí tuvo una rápida promoción, que acabó situándolo como secretario del Partido en Guizhou, en el remoto sudoeste chino; a los cuarenta y tres años, Hu Jintao llegó a ser el secretario provincial del Partido Comunista más joven de la historia de la organización.² La experiencia vivida en Guizhou, una provincia pobre con un importante número de minorías étnicas, preparó a Hu para su nueva misión, en 1988, como secretario del Partido en la región autónoma del Tíbet. Entretanto, Wen fue trasladado a Pekín, donde ocupó una serie de cargos de responsabilidad cada vez mayor en el Comité Central del Partido Comunista. Fue el principal colaborador de tres dirigentes chinos sucesivos: Hu Yaobang, Zhao Ziyang y, posteriormente, Jiang Zemin.

Tanto Hu como Wen poseían experiencia personal sobre los disturbios de 1989 en el país: Hu, en el Tíbet, donde llegó en diciembre de 1988, en el momento en que se producía la principal revuelta tibetana; Wen, en Pekín, donde, como ayudante de Zhao Ziyang, se encontraba junto al secretario general en el último vano intento de diálogo con los estudiantes de la plaza de Tiananmen.

Así pues, cuando asumieron su liderazgo a nivel nacional en 2002-2003, Hu y Wen contaban con una clara perspectiva sobre la recuperación de China. Curtidos en las accidentadas e inestables fronteras del país y con un tiempo de servicio en una categoría intermedia durante los hechos de Tiananmen, los dos eran conscientes de la complejidad de las tareas internas que tenía que afrontar China. Llegaron al poder durante un largo período de crecimiento sostenido tras la entrada de su país en el orden económico internacional y tomaron el timón cuando su patria se iba situando como potencia mundial, con intereses en todos los rincones del planeta.

Deng había establecido una tregua en la guerra maoísta sobre la tradición china y había permitido a sus compatriotas que recuperaran sus puntos fuertes históricos. Pero, como apuntaron en alguna ocasión otros líderes chinos, la era de Deng fue un intento de recuperación del tiempo perdido. En su época se respiraba el esfuerzo especial, que tenía como trasfondo una cierta e inocente vergüenza frente a los errores cometidos por China. Jiang rezumaba una confianza inquebrantable y una extraordinaria cordialidad, pero se puso al timón cuando su país aún se recuperaba de la crisis interna y se empeñaba en recuperar su prestigio internacional.

A finales de siglo empezaron a dar frutos las tareas llevadas a cabo en las épocas de Deng y de Jiang. Hu y Wen presidieron un país que ya no se sentía limitado por la idea de encontrarse en una fase de aprendizaje respecto a la tecnología y las instituciones occidentales. La China que ellos gobernaron tenía suficiente importancia en sí misma para rechazar las lecciones de los estadounidenses sobre la reforma, y en ocasiones incluso para mofarse sutilmente de ellas. Se encontraba en la posición ideal para seguir con la política exterior sin tener que basarse en sus posibilidades a largo plazo o en su función estratégica definitiva, sino en su poder real.

¿Poder para qué? El primer planteamiento de Pekín frente a la nueva era fue básicamente gradual y moderado. Jiang y Zhu habían negociado la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio y su plena participación en el orden económico internacional. La China de Hu y Wen aspiraba en principio a la normalidad y a la estabilidad. Formulaba sus objetivos en estos términos: «sociedad armoniosa» y «mundo armonioso». Su planificación interna se centraba en el desarrollo económico continuo y en la preservación de la armonía social en el seno de una vasta población que vivía unos niveles insólitos de prosperidad y al mismo tiempo unas tasas de desigualdad poco habituales. En su política exterior evitaba iniciativas espectaculares y sus dirigentes respondían con prudencia a las peticiones de fuera de que asumiera un papel de liderazgo internacional más visible. La política exterior china tenía como meta principal un marco internacional pacífico (en lo que se incluían las buenas relaciones con Estados Unidos) y el acceso a las materias primas para garantizar el crecimiento económico continuo. Mostraba además un interés especial por el mundo en desarrollo —legado de la teoría de los tres mundos de Mao—, a pesar de que se iba situando en la categoría de las superpotencias económicas.

Como temía Mao, se reafirmó el ADN chino. Enfrentados a los nuevos retos del siglo XXI y a un mundo en el que se había venido abajo el leninismo, Hu y Wen recurrieron a la sabiduría tradicional. En lugar de describir sus aspiraciones sobre la reforma como las visiones utópicas de la revolución permanente de Mao, las consideraron el objetivo de crear una sociedad

xiaokang («moderadamente acomodada»), término con unas claras connotaciones confucianas.³ Supervisaron el restablecimiento del estudio de Confucio en las escuelas chinas y ensalzaron su legado en la cultura popular. Recurrieron a Confucio como una fuerza del poder inmaterial chino en la escena mundial, en los Institutos Confucio oficiales que se crearon en todo el mundo, y en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Pekín de 2008, en la que ocuparon un lugar destacado los eruditos confucianos tradicionales. En una espectacular iniciativa simbólica, en enero de 2011 China estableció la rehabilitación del antiguo filósofo moral al instalar una estatua de Confucio en el centro de la capital china, en la plaza Tiananmen, a la vista desde el mausoleo de Mao, el único personaje además de este al que se rinden honores.4

La nueva administración estadounidense conllevó un cambio generacional comparable. Hu y Bush habían sido los primeros presidentes que habían actuado como espectadores en las traumáticas experiencias de sus países durante la década de 1960: para China, la Revolución Cultural; para Estados Unidos, la guerra de Vietnam. Hu sacó la conclusión de que la armonía social tenía que ser la referencia de su mandato. Bush accedió al poder después de la desmembración de la Unión Soviética, inmerso en el triunfalismo estadounidense según el cual América era capaz de remodelar el mundo a su imagen; no vaciló en dirigir la política exterior enarbolando la bandera de los más profundos valores estadounidenses. Habló con pasión de las libertades individuales y de la libertad religiosa, incluso en sus visitas a China.

La planificación de Bush en materia de libertad transmitía lo que parecía una evolución increíblemente rápida para las sociedades no occidentales. A pesar de todo, al poner en práctica su diplomacia, Bush superó la ambigüedad histórica entre los planteamientos estadounidenses del misionero y del pragmático. No lo llevó a cabo por medio de una creación teórica, sino de un razonable equilibrio de prioridades estratégicas. Dejó perfectamente establecido el compromiso de Estados Unidos respecto a las instituciones democráticas y los derechos humanos. Prestó atención al mismo tiempo a la cuestión de la seguridad nacional, sin la cual el objetivo moral funciona en el vacío. A pesar de que fue criticado en su país por su supuesta adhesión al unilateralismo, en su relación simultánea con China, Japón y la India —países que basaban su política en el cálculo de intereses nacionales—, Bush se las ingenió para mejorar el trato con cada uno de estos países, un modelo de política asiática constructiva para Estados Unidos. Durante la presidencia de Bush, las relaciones de Estados Unidos y China fueron acuerdos prácticos entre dos importantes potencias. Ninguna de las partes presuponía que la otra compartía todos sus objetivos. En algunas cuestiones, como en la de la gobernanza interna, sus metas eran incompatibles. Con todo, encontraron suficientes intereses que coincidían en una serie de campos para confirmar la incipiente idea de colaboración.

Washington y Pekín fueron acercando lentamente posiciones sobre Taiwan en 2003 después de que su presidente, Chen Shuibian propusiera un referéndum para solicitar representación en la ONU bajo el nombre de «Taiwan». Dado que tal iniciativa habría constituido una violación de los compromisos adoptados en los tres comunicados, los responsables de la administración de Bush expresaron su oposición a Taipei. Durante la visita a Washington de Wen Jiabao, de diciembre de 2003, Bush reafirmó el contenido de los tres comunicados y añadió: «Washington se opone a cualquier decisión unilateral tomada por China o Taiwan para cambiar el

statu quo»; apuntó que Estados Unidos no apoyaría un referéndum para cambiar la situación política de Taiwan. Wen respondió con una clara formulación del deseo de una reunificación pacífica: «Nuestra política básica para la resolución del problema de Taiwan es la de la reunificación pacífica y la de un país, dos sistemas. Haremos todo lo que esté en nuestra mano, con la máxima honestidad, para facilitar la unidad nacional y la reunificación pacífica a través de medios también pacíficos».5

Una de las razones que movieron a renovar la colaboración fueron los atentados del 11 de septiembre, que desviaron el foco estratégico principal de Asia oriental a Oriente Próximo y al sudeste asiático, con las guerras de Irak y Afganistán y un programa para combatir las redes terroristas. China, que había dejado de ser un contrincante revolucionario en el orden internacional y sentía inquietud por las consecuencias del terrorismo mundial en sus propias regiones habitadas por minorías étnicas, en especial Xinjiang, no tardó en condenar los atentados del 11 de septiembre ni en ofrecer su apoyo en inteligencia y diplomacia. Antes de la guerra de Irak, se mostró mucho menos hostil hacia Estados Unidos en la ONU que algunos de los aliados de Europa.

A un nivel quizá más fundamental, no obstante, el período inició un proceso de divergencia entre la opinión china y estadounidense de cómo abordar el terrorismo. China se mantuvo como espectador agnóstico ante el despliegue de poder estadounidense en el mundo musulmán y sobre todo ante las declaraciones de la administración de Bush sobre ambiciosos objetivos de transformación democrática. Pekín mantuvo su característica disposición a ajustarse a los cambios en las alineaciones de poder y la composición de gobiernos extranjeros sin emitir juicios morales. Su principal interés continuaba residiendo en el acceso al petróleo de Oriente Próximo y (tras la caída de los talibanes) la protección de las inversiones chinas en los recursos minerales de Afganistán. Con estos intereses en general satisfechos, China no discutió las campañas estadounidenses en Irak y Afganistán (y, probablemente, las vio con buenos ojos en parte porque representaban un desvío de la capacidad militar de Estados Unidos, centrada hasta entonces en Asia oriental).

El nivel de interacción entre China y Estados Unidos marcó el restablecimiento de un papel clave de China en las cuestiones regionales y mundiales. La búsqueda por parte de China de una colaboración entre iguales ya no tenía nada que ver con la exagerada demanda de un país desprotegido; era antes bien una realidad respaldada por la capacidad financiera y económica del país. Por otra parte, obligados por los nuevos retos que planteaban la seguridad y la cambiante realidad económica, además de una nueva alineación de una relativa influencia política y económica entre ambos, los dos países se comprometieron a discutir sus objetivos internos, su papel en el mundo y, finalmente, la relación existente entre ellos.

DIFERENCIAS DE PERSPECTIVA

En el curso del nuevo siglo surgieron dos tendencias, en algunos aspectos encontradas. En la mayoría de las cuestiones, las relaciones chino-estadounidenses evolucionaron en general en el sentido de la colaboración, pero al mismo tiempo empezaron a ponerse de manifiesto unas diferencias históricamente enraizadas y una orientación geopolítica. Buen ejemplo de ello son los temas económicos y la proliferación de armas de destrucción masiva.

Temas económicos: Cuando China tenía asignado un papel secundario en la economía mundial, el tipo de cambio de su moneda no tenía más importancia; en las décadas de 1980 y 1990, a nadie se le hubiera ocurrido que el valor del yuan pudiera convertirse en tema de discusión en el debate político estadounidense y en los análisis de los medios de comunicación, pero el auge económico de China y el aumento de la interdependencia económica entre Estados Unidos y China convirtieron una cuestión en otra época oscura en un tema de controversia diaria, y con ello las frustraciones estadounidenses —y el recelo chino sobre las intenciones de Estados Unidos— fueron expresándose en un lenguaje cada vez más insistente.

La diferencia fundamental surgió respeto al concepto inherente a las respectivas políticas monetarias de ambos países. Según la perspectiva estadounidense, el reducido valor del yuan se consideraba una manipulación monetaria que favorecía a las empresas chinas y, por extensión, perjudicaba a las estadounidenses que trabajaban en los mismos sectores. Se afirma que el yuan infravalorado contribuye a la pérdida de puestos de trabajo estadounidenses, algo que tiene unas serias consecuencias políticas y emocionales en una época de incipiente austeridad en Estados Unidos. Desde el punto de vista chino, la búsqueda de una política monetaria que favorezca a los fabricantes del país no es tanto una política económica como una expresión de la necesidad de estabilidad política de China. Así, cuando Wen Jiabao explicó a un público estadounidense en septiembre de 2010 por qué China no iba a revalorizar su moneda no utilizó argumentos económicos, sino sociales: «No saben cuántas empresas chinas irán a la quiebra. Pueden producirse importantes disturbios. El único que carga con el peso es el primer ministro chino. Esta es la pura realidad».6

Estados Unidos aborda las cuestiones económicas desde el punto de vista de las necesidades del crecimiento mundial. China considera las implicaciones políticas, tanto internas como internacionales. Cuando Estados Unidos exhorta a China a consumir más y a exportar menos, formula una sentencia económica. Pero para China, la reducción del sector de la exportación significa un aumento importante del desempleo, algo que tiene consecuencias políticas. Curiosamente, desde una perspectiva a largo plazo, si China adoptara el buen juicio convencional estadounidense tal vez reduciría los incentivos que le proporcionan los vínculos con Estados Unidos, pues no dependería tanto de las exportaciones y podría fomentar un bloque asiático, ya que implicaría una mejora de los lazos económicos con sus países vecinos.

Así pues, la cuestión fundamental es política y no económica. Tiene que surgir una idea de beneficio mutuo en lugar de las recriminaciones sobre supuestas conductas indebidas. Esto da realce al desarrollo de la idea de coevolución y de comunidad del pacífico que se expone en el epílogo.

La no proliferación y Corea del Norte: Durante la época de la guerra fría, las armas nucleares estaban sobre todo en manos de Estados Unidos y de la Unión Soviética. Pese a sus diferencias ideológicas y geopolíticas, el cálculo del riesgo de los dos países era básicamente similar, y ambos poseían los medios técnicos adecuados para protegerse contra accidentes, lanzamientos no autorizados y, en gran medida, contra ataques sorpresa. Ahora bien, a medida que se ha ido extendiendo el armamento nuclear, este equilibrio está en peligro: el cálculo del riesgo ya no es simétrico y la seguridad contra lanzamientos accidentales o incluso robos será mucho más complicada, por no decir imposible, de llevar adelante, sobre todo en el caso de países que no cuentan con la experiencia de las superpotencias.

A medida que la proliferación sigue su curso, se hace cada día más abstracto el cálculo de la disuasión. Se hace aún más difícil decidir quién disuade a quién y por medio de qué calculo. Incluso suponiendo que las nuevas potencias nucleares muestren la misma reticencia que las establecidas respecto al inicio de hostilidades con armamento nuclear entre ellas —una aseveración muy dudosa—, podrían utilizar las armas para proteger a terroristas o para perpetrar atentados contra el orden internacional llevados a cabo por estados potencialmente terroristas. Por fin, la experiencia con la red de proliferación «privada» de países aparentemente amigos como Pakistán con Corea del Norte, Libia e Irán demuestra las enormes consecuencias de la difusión de las armas nucleares en el orden internacional, incluso en el caso de que el país que fomenta la proliferación no reúna los criterios formales para ser calificado como Estado delincuente.

La difusión de este armamento en manos de quienes no se ciñen a las consideraciones históricas y políticas de los principales estados augura un mundo de devastación y de pérdidas humanas sin precedentes incluso en la era de matanzas genocidas en la que vivimos.

Resulta irónico que en la agenda de diálogo entre Washington y Pekín surja la proliferación nuclear en Corea del Norte, puesto que a raíz de Corea se habían enfrentado por primera vez en el campo de batalla sesenta años antes Estados Unidos y la República Popular de China. En 1950, la recién creada República Popular declaró la guerra a Estados Unidos a raíz de la presencia militar estadounidense permanente en su frontera con Corea, una amenaza para la seguridad china a largo plazo. Sesenta años después, el empeño de Corea del Norte en un programa nuclear militar ha creado un nuevo desafío y ha puesto sobre la mesa algunas de las mismas cuestiones geopolíticas.

Durante los primeros años del citado programa de Corea del Norte, China dejó claro que era una cuestión que tenían que resolver los dos países entre ellos, Estados Unidos y Corea del Norte. Según el razonamiento chino, ya que Corea del Norte se sentía amenazada básicamente por Estados Unidos, era sobre todo este país el que tenía que proporcionar la seguridad necesaria para sustituir el armamento nuclear. Con el paso del tiempo se hizo patente que la proliferación nuclear de Corea iba a afectar tarde o temprano a la seguridad china. Si se aceptaba Corea como potencia nuclear, lo más probable era que Japón, Corea del Sur y posiblemente otros países asiáticos como Vietnam e Indonesia entraran finalmente en el club nuclear y se alterara con ello el paisaje estratégico de Asia.

Los dirigentes chinos son contrarios a un escenario de este tipo. De todas formas, China teme un hundimiento catastrófico de Corea del Norte, ya que se podría reproducir en sus fronteras la misma situación que luchó por evitar hace sesenta años.

El problema reside en la estructura interna del régimen coreano. Pese a que se presenta como un Estado comunista, actualmente en Corea el poder está en manos de una sola familia. En 2011, en el momento de redactar estas líneas, el jefe de la familia en el poder estaba en proceso de delegar el mando a su hijo de veintisiete años, una persona sin experiencia ni siquiera en la gestión comunista, y mucho menos en relaciones internacionales. Siempre está presente la posibilidad de una implosión a partir de elementos impredecibles o desconocidos. En este caso, los países afectados podrían verse obligados a proteger sus intereses vitales por medio de medidas unilaterales. Podría llegar el momento en que ya fuera tarde para coordinar las actuaciones o la cuestión se complicara excesivamente. Evitar estas consecuencias debería constituir una parte esencial del diálogo chino-estadounidense y de las conversaciones a seis bandas que implican a Estados Unidos, China, Rusia, Japón y las dos Coreas.

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