China

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La Guerra Fría del siglo XXI


La postura de los Estados Unidos


A comienzos de octubre de 2018, en el Hudson Institute en Washington, un discurso del vicepresidente Mike Pence marcó un punto de quiebre en la diplomacia norteamericana. En él, Pence definió a China como el principal adversario de los Estados Unidos y explicó que el objetivo de la administración Trump era enfrentar a ese país en todos los planos: en política comercial, industrial, tecnológica; en el presunto robo de propiedad intelectual, en los ataques cibernéticos y en el plano militar. En efecto, según Pence, China emplea todo tipo de recursos para ganar influencia en los Estados Unidos y para interferir en la política interna; utiliza la manipulación cambiaria, la transferencia forzada de tecnologías, el robo de propiedad intelectual, a cualquier costo y por cualquier medio, y los subsidios industriales para afectar la competitividad de Occidente y, en particular, la de los Estados Unidos. En definitiva, China ha optado por la agresión económica y el fortalecimiento militar:

Beijing está poniendo en práctica una estrategia que involucra al conjunto del gobierno, usando herramientas políticas, económicas y militares, así como propaganda, para extender su influencia y lograr beneficios para sus intereses en los Estados Unidos [...] China también está utilizando su poder de maneras más proactivas que nunca antes, para ejercer influencia e interferir en la política interna y las políticas públicas de nuestro país [...] Estados Unidos tenía la esperanza de que la liberalización económica acercaría a China a una mayor colaboración con nosotros y con el mundo. Por el contrario, China eligió la agresión económica, lo que consecuentemente incentivó su desarrollo militar (Pence, 2018).

Bien puede considerarse este discurso como el inicio explícito de la Guerra Fría del siglo XXI. En efecto, China es, en términos económicos y tecnológicos, mucho más fuerte y está más integrada a la economía mundial de lo que estaba la URSS en su confrontación con los Estados Unidos; el nivel de interacción económica entre este país y China es considerablemente superior al vínculo de comercio e inversión que mantenía con la URSS. La suma del poder económico de China y de los Estados Unidos, que se acerca al 40% del PIB mundial, hace que cualquier escaramuza de conflicto entre ambos tenga un efecto severo sobre la economía global.

Sin duda, la obtención forzada de tecnologías que afectaría a las empresas extranjeras en China existe, pero no parece tener las dimensiones que asume la cuestión en el discurso norteamericano. Una encuesta reciente realizada por la Cámara Europea de Comercio en China, ubicada en Shanghai, consultó si estas empresas europeas eran obligadas a transferir su tecnología como requisito para acceder al mercado chino. Un 81% respondió en forma negativa. Lo que hoy parece estar claro en los Estados Unidos es que ya no es evidente que un salto en innovación y desarrollo tecnológico sea exclusivo de sociedades libres y abiertas, como se autodefinen las occidentales.


La posición de China

El debate chino registra una gran contradicción en el discurso occidental. Alega que desde Occidente se los impele a desarrollar su propia tecnología, sin presionar a las empresas extranjeras a que se las cedan. Eso ya representa una falta de entendimiento respecto de cómo operan las redes globales de innovación, pero, lo más importante, justo cuando el país lanza Made in China 2025, se lo critica justamente por pretender reforzar su base tecnológica. Como debería ser evidente, China no va a estar dispuesta a contentarse con producir solo bienes-mercancía, de bajo costo, y a depender por siempre de Occidente en cuanto a tecnología, en particular ahora, en el momento máximo de cambio tecnológico. China no está dispuesta a repetir la experiencia de cerrarse al mundo y no participar en la actual revolución tecnológica. En la mirada histórica china, repetir ese error, ahora en plena Revolución Industrial 4.0, sería ingresar a un nuevo siglo de humillación. La solución no es que ni China ni los Estados Unidos ni nadie abandonen esas tecnologías; la solución es, como siempre, que se establezcan canales de diálogo y de observancia multilateral que monitoreen tales desarrollos, y que impidan prácticas que amenacen la paz y la buena convivencia. En efecto, tampoco sería aceptable ingresar en un período en que la potencia dominante, cualquiera que sea, se autoatribuya el rol de gendarme internacional de vigilancia de las nuevas tecnologías.

Hay, por cierto, un tema delicado en este campo. Friedman (2018) alega que WeChat (el WhatsApp chino) permite controlar la opinión pública; que Alibaba, el líder del comercio electrónico, colabora con las autoridades en controlar el tráfico; que Tencent ayuda a monitorear multitudes y eventos públicos y que JD, rival de Alibaba, ayuda al ejército a mejorar su logística. Sin embargo, similares funciones cumplen empresas en Occidente al colaborar con las políticas públicas.

Made in China 2025 puede interpretarse como una muestra de apresuramiento, exceso de ambición y una cuota de ingenuidad por parte de las autoridades chinas: porque la base tecnológica china aún enfrenta una dependencia clave de Occidente en rubros críticos como semiconductores, el problema para China es que los Estados Unidos han tomado muy en serio esta iniciativa y, en medio de la guerra comercial, han golpeado con aranceles a cada una de las diez industrias claves incluidas en ese plan.

La influencia que los Estados Unidos pretenden ejercer en otros países siempre se ha amparado en el argumento de promover los ideales liberales. Los académicos chinos agregan que esto es cada vez más complejo de entender, en particular cuando la sociedad norteamericana sufre hoy los embates de una polarización inédita, la confrontación entre los diversos poderes políticos y del Poder Ejecutivo con sus fiscales, con la prensa y con las agencias de seguridad. Por eso, cuando se escucha que hay que seguir “las reglas basadas en el orden liberal” no es fácil descubrir a qué se refiere la administración Trump, sobre todo cuando los Estados Unidos se marginan del TPP, del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, cuando cuestionan la OTAN, la Unión Europea y cuando bloquean a la OMC. China está consciente de las debilidades e inadecuaciones del actual sistema de gobernanza global y tiene propuestas para abordarlas. Xi aspira a que China lidere la reforma del sistema de gobierno global, con los conceptos de equidad y justicia, la postura china, más allá de esta comodidad con la actual modalidad de globalización, hace un llamado a gestar bienes globales. Sin embargo, la generalidad de estas propuestas no consigue construir una visión global que sea atractiva para el resto de los países.

En una publicación reciente en la revista Foreign Affairs, Yan Xuetong replica con mucha asertividad que “la transición será tumultuosa, quizás incluso violenta, a medida que el resurgimiento de China coloque al país en un curso de colisión contra los Estados Unidos en una cantidad de intereses en pugna”. Pero advierte, en caso de que los Estados Unidos acepten retirarse de algunos compromisos diplomáticos y militares en el exterior, China no tiene un plan claro para ocupar ese lugar de liderazgo que quedaría vacío ni para moldear el nuevo orden in- ternacional. Las ambiciones de China, sigue Yan, se limitan a disponer de las condiciones necesarias para seguir creciendo. Este es un punto crítico en la postura china. Si la soberanía nacional está por encima de las normas internacionales, concordadas entre las partes, entonces es muy difícil construir un escenario internacional previsible, dado que cada país define los márgenes de la soberanía y, por ende, el espacio de intersección que queda para normas internacionales es móvil y poco relevante. En efecto, justo en los temas más conflictivos es cuando se hace necesario recurrir a instancias internacionales que privilegien la paz, la búsqueda de acuerdos, el desarme, la desnuclearización, etc. La mirada china respecto de las próximas décadas tiene un sesgo de ingenuidad. Se apoya en la idea del peaceful rise (ascenso pacífico) de China y lo proyecta en forma lineal por tres décadas más, en una postura que parece ignorar la reacción de su principal oponente. Tratándose de dos potencias civilizadas, esta mirada supone que la competencia entre China y los Estados Unidos también lo será.


La “trampa de Tucídides” y un nuevo orden internacional

Tucídides fue un historiador y militar ateniense, quien participó en la guerra del Peloponeso entre la Liga de Delos, comandada por Atenas, y la Liga del Peloponeso, dirigida por Esparta. Según este autor, el auge de Atenas como adalid de civilización (filosofía, arquitectura, historia y poderío naval) amenazó la hegemonía de Esparta y la disputa culminó en la mencionada guerra, entre los años 431 y 411 a.C.

Apoyándose en la tesis de Tucídides (esto es, poderes emergentes que amenazan poderes consolidados y que pueden culminar en conflictos bélicos), la Universidad de Harvard identificó, en la historia de la humanidad, dieciséis casos de disputa hegemónica, doce de los cuales terminaron en guerra. De ahí que entre los analistas sea usual preguntarse cómo evitar la “trampa de Tucídides” en la actual disputa entre los Estados Unidos y China. Con una rápida mirada a los logros chinos en economía y desarrollo, debería quedar clara la impresión de que estos logros obedecen a algo más que “la copia y el robo de tecnologías occidentales”, como se suele escuchar en fuentes interesadas de Occidente. En particular, sus logros en educación y formación de una masa crítica de recursos humanos calificados en las ciencias del futuro hace poco creíble la caricatura que a veces se difunde acerca de la experiencia china.

Estos logros condicionan al conjunto de la economía mundial, en tanto China es no solo el principal exportador e importador de bienes, sino que ha venido construyendo un vínculo cada vez más marcado con las economías en desarrollo exportadoras de commodities y empieza a jugar un rol clave en las finanzas y las inversiones internacionales.

Estamos frente a una gran paradoja, pues este cierre de brechas entre economías adelantadas y rezagadas, justamente por aplicar las mejores prácticas occidentales, debería celebrarse como un triunfo de la civilización occidental, adecuando la gobernanza mundial a esta nueva realidad. Sin embargo, son los principales promotores de la globalización, los Estados Unidos y el Reino Unido, quienes desean salirse de ella, acudiendo a prácticas proteccionistas o de fractura del multilateralismo que se fue conformando bajo su propia inspiración. El ideologismo de Occidente le está impidiendo adaptarse a esta nueva realidad y ello puede ser causa de turbulencias internacionales. Occidente provee el 12% de la población mundial y es ese 12% el que controla las principales decisiones globales. El Consejo de Seguridad de la ONU tiene quince miembros, pero quienes toman en verdad las decisiones, con su poder de veto, son los cinco miembros permanentes (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia). Los tres países occidentales retienen el 60% de los asientos decisivos de la organización internacional más importante. Ese 12% de la población mundial también domina el FMI y el Banco Mundial y además esos países se permiten acordar entre ellos que la cabeza del FMI debe ser europea y la del Banco Mundial, estadounidense.


La competencia de modelos políticos

Los autores parten de la base de que el buen gobierno requiere instituciones competentes, líderes calificados y la búsqueda del bien común, equilibrando el trato de los temas de corto y de largo plazo. Indican que un gobierno inteligente para los tiempos actuales agregaría a los requisitos anteriores la transferencia de competencias, el estímulo a la participación y la capacidad de asegurar la legitimidad y el consenso en torno a las autoridades delegadas para ejercer el gobierno. Con estos indicadores, examinan comparativamente el modelo occidental (en rigor, analizan el modelo estadounidense) y la experiencia china. Por cierto, esto requiere un esfuerzo de sinceridad intelectual para analizar las dos opciones desde similares ópticas, es decir, ambas en el plano teórico o ambas en sus praxis concretas. Es como hacerse trampa en el solitario el comparar, por ejemplo, el ideal democrático occidental con la práctica específica de las sociedades orientales, omitiendo las debilidades prácticas del modelo occidental y, por ende, de la brecha entre teoría y práctica. El modelo occidental muestra sus fortalezas en el ámbito del derecho y las libertades: una persona, un voto; voto libre, secreto e informado; libertades individuales (de expresión, de asociación, de prensa), Estado de derecho que garantiza esas libertades; división de poderes y mercados libres; esta notable invención humana también enfrenta limitaciones. Por de pronto, tiende a ser ciega respecto del largo plazo. Por ejemplo, con toda la evidencia científica acumulada en torno a las causas y consecuencias del cambio climático, el sistema es impotente para abordarlo. Las más que evidentes tensiones que ya plantea el cambio demográfico sobre los sistemas de pensiones tampoco pueden ser enfrentadas con eficacia. Parte importante de la explicación radica en que, por un lado, el sistema privilegia el corto plazo (la próxima elección y no la próxima generación) y, por otro, el sistema político tiende a ser capturado por los grandes poderes económicos a través de lobbies diversos, por el peso de ellos en los medios de comunicación y por el financiamiento de las campañas políticas.

La iniciativa Made in China 2025 o “La franja y la ruta” son ejemplos de elevada coordinación interministerial e interagencial, muy difícil de con- cretar en nuestros sistemas democráticos y en los plazos en que China los viene implementando. En el caso occidental, el lobby del dinero penetra a los gobiernos y bien puede acontecer que diversos ministerios tengan opiniones muy diferentes sobre un mismo tema, lo que frena el accionar del gobierno y dilata la toma de decisiones.

Las debilidades del “mandarinato” radican en que las libertades individuales tienen escaso margen y se subordinan a las metas colectivas; es un régimen de partido único; la participación en el diseño de esas metas colectivas es reducida; hay concentración de poderes y existen dificultades en la autocorrección del rumbo.


¿Autocracia con características chinas?

Hoy, el debate muestra menos certidumbres. Ya no se postula con tanta confianza que el crecimiento y la liberalización económica conducen de manera inexorable a la liberalización política, en tanto autores chinos y asiáticos cuestionan que la liberalización política a la manera occidental sea la única opción disponible. La administración pública china suma alrededor de 50 millones de funcionarios, excluyendo fuerzas armadas y empresas estatales. De esa suma, 2,5 millones de personas ocupan roles administrativos y el resto son servidores públicos que interactúan con la ciudadanía en los diversos servicios. El 1% de este contingente de funcionarios, es decir, 500 000 personas constituye la élite política que en verdad dirige el país. Esta élite lleva a cabo una tarea sustantiva, pues no solo se encarga de aplicar leyes y políticas, sino que también formula políticas, en el sentido de adecuar la normativa central a su implementación local y de experimentar con iniciativas locales, varias de la cuales han sido precursoras de posteriores reformas económicas.

La reforma política de Deng buscó transformar la burocracia en particular, la élite que mueve al partido y al Estado en motor del crecimiento económico. Luchando en contra de las consignas de la Revolución Cultural que privilegiaban el compromiso con la revolución y la extracción de clase, Deng privilegió el mérito y, en particular, el conocimiento y las habilidades en la gestión; fallas o resultados mediocres en crecimiento económico eran causa de mala evaluación; disturbios políticos, protestas callejeras o críticas a la autoridad eran penalizados con más fuerza aún. Por el contrario, altas tasas de crecimiento sin disturbios políticos eran el camino al ascenso en la jerarquía del partido. Para implementar esta agenda, se re introdujeron incentivos materiales (bonos de desempeño asociados al rendimiento financiero en municipios, ciudades y condados) y no materiales, tales como promociones y rankings de desempeño. De esta forma, los servidores públicos, a nivel de calle, se fueron habituando a una cultura de resultados. Los gobiernos locales y provinciales cuentan hoy con un grado de autonomía para generar recursos adicionales y para orientar parte de ellos a los estímulos a sus funcionarios.

La contraparte de estos logros es el montaje de un masivo proceso de corrupción al nivel de la élite, en tanto las autoridades centrales durante un largo tiempo fueron bastante laxas frente a este cáncer social y político. Incluso se teorizó al respecto, con el argumento de que la corrupción era un costo inevitable, asociado tanto al elevado ritmo de crecimiento como a la necesidad de generar compensaciones económicas suficientes para aquellos oficiales del partido y del Estado que no estaban comprometidos con las reformas. Se lo concebía, por tanto, como una especie de impuesto que era necesario pagar para acceder al nuevo modelo de crecimiento.


BIBLIOGRAFÍA:

Rosales, Osvaldo

El sueño chino / Osvaldo Rosales.- 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina; Santiago de Chile: Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2020. 240 p.



RESUMEN

El mensaje para las autoridades territoriales es crecer, pero también hacerlo sin contaminar y preservando el medioambiente, mejorando la eficiencia energética y prefiriendo fuentes de energía renovables, ahorrando materiales, reduciendo el endeudamiento, mejorando los servicios de salud y educación, estimulando la innovación y optimizando el servicio público, como además la nueva agenda de Xi se enmarca en la lucha contra la corrupción a todos los niveles, todo ello tiende a paralizar la iniciativa de los líderes locales.

Lo que mostraría la experiencia china es que el mejor camino para avanzar en democracia es el de introducir reformas graduales que se inserten en la matriz de las tradiciones e instituciones existentes, construyendo el cambio político a partir de lo que está en marcha, antes que importando instituciones ajenas a la historia y la cultura chinas. Los años próximos podrán darnos pistas sobre la validez de estas apuestas.

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