China

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CHINA » EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER

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La idea de quedarse con ella más tiempo le resultaba, de todos modos, tentadora. Como amante, le daba todo cuanto un hombre pudiera desear. Nunca dejaba de mirarla con un sentimiento de admiración. Mientras hacían el amor, había momentos en que se preguntaba cómo era posible que sintiera esa extraña magia. Mei-Ling era como aquella rosa de las regiones del sur, con su color siempre lozano, que florecía varias veces al año, o como el loto, el símbolo de la pureza en China, que asciende del fango para convertirse en una hermosa flor.

El interrogante principal era saber si Mei-Ling tenía alguna implicación emocional en la relación. Shi-Rong debía reconocer que ignoraba lo que ella sentía.

—Haces muchas cosas para complacerme —le dijo con amabilidad un día—. Quiero que sepas que te agradezco que aprendas tanto.

—Me alegro de que te guste —contestó ella.

Guardó silencio un instante, antes de añadir—: Yo también te estoy agradecida porque puedo aprender tantas cosas por el bien de mi hija.

Para su hija, claro. «¿Cómo he podido ser tan engreído, tan tonto? —pensó—. Está aprendiendo para poder enseñarle todo eso a la niña, a quien le han vendado los pies, para hacer de ella una dama.» Pese a que le habría agradado que su objetivo fuera complacerlo, no por ello dejó de admirar su tesón.

Poco después, empezó a aprender a leer y a escribir, y, movido por la curiosidad de descubrir lo que pensaba, él mismo comenzó a enseñarle personalmente. Aprendía deprisa.

—Es otra cosa que podrás enseñar a tu hija —comentó, riendo.

—No. Yo puedo darle las primeras lecciones, pero necesitará un verdadero maestro. Voy a necesitar dinero para eso.

Shi-Rong no dijo nada, pero captó el mensaje.

 

Su curiosidad no tenía límites. Quería saber cómo era Pekín y la Ciudad Prohibida y cómo era la vida allí. Hacía preguntas sobre los grandes ríos y la ciudad de Nankín, el Gran Canal y la Gran Muralla, todas esas cosas de las que había oído hablar, pero que no había visto nunca. También quería saber cómo era el emperador.

—Tenía solo seis años cuando murió su padre —le explicó él—, así que todavía es un muchacho. Ha adoptado el nombre de Tongzhi para su reinado. Significa «Unión para el Orden», que es sin duda lo que necesitamos. Lo asesora un consejo de regencia presidido por la primera esposa de su padre, que es muy buena y tranquila y no sabe gran cosa, y su madre, a la que antes llamaban la noble consorte Yi y ahora la emperatriz viuda Cixi. Es una mujer de mucho carácter. Entre todos tienen los sellos imperiales que se usan para autentificar los documentos reales. El príncipe Gong hace de consejero.

—¿O sea, que a esa tal Cixi le permiten influir en el gobierno?

—En la práctica, sí. De hecho, últimamente se ha vuelto incluso más importante que el príncipe Gong.

—¿Alguna vez ha gobernado China una emperatriz?

—Solo una. Era una mujer muy mala a la que llaman la emperatriz Wu. Eso fue durante la dinastía tang, hace doce siglos. Mató a tanta gente de su familia para llegar al poder que después de su muerte dejaron la lápida sin ningún rótulo.

—Ah. —Mei-Ling dejó traslucir cierta decepción.

—Curiosamente —prosiguió Shi-Rong—, en tiempos antiguos, aquí en esta región, eran las mujeres las que estaban al mando de las tribus. Confucio no lo habría aprobado.

Shi-Rong advirtió que, cuando dijo eso, ella se quedó callada.

Su curiosidad también se proyectaba hasta los bárbaros y el mundo exterior del Imperio Celestial. Él le explicó que el príncipe Gong y otros dignatarios habían tenido el acierto de aprovechar a los bárbaros para utilizarlos, por ejemplo, como mercenarios o funcionarios de aduanas.

—Hemos adquirido sus armas y pronto compraremos sus barcos de hierro. También estamos enviando letrados para que inspeccionen sus universidades —expuso con orgullo.

 

—Tengo otra pregunta —dijo un día—. Has hablado de comprar los barcos y armas de los bárbaros, pero ¿qué hay de sus ferrocarriles?

—¿Ferrocarriles? —Aunque había oído la palabra, todavía no sabía muy bien en qué consistía. El año anterior, uno de los bárbaros había dispuesto varios centenares de raíles con una pequeña máquina para hacer una demostración de su invento en Pekín. Shi-Rong no lo había visto, pero después de examinar el diabólico artilugio, las autoridades habían ordenado su desmantelamiento inmediato—. ¿Cómo has oído tú lo de los ferrocarriles?

—Uno de mis hijos fue a California, a América, y trabajó en los ferrocarriles. En nuestra provincia hay miles de personas que han hecho lo mismo.

Luego pasó a describirle cómo se construía el ferrocarril, cómo eran las máquinas y los vehículos, el ruido que hacían, la capacidad que tenían esos trenes de transportar personas y mercancías durante cientos de kilómetros, con una rapidez que no podría alcanzar ningún caballo ni carro. Cuando hubo terminado, Shi-Rong la miraba horrorizado.

—Este invento del que hablas parece horrendo. Necesitamos adquirir armas a los bárbaros para proteger nuestra civilización, no espantosas máquinas que la destruirían. Si el hombre que enviamos al oeste se encuentra con una máquina así de monstruosa e informa sobre su existencia, estoy seguro de que el emperador seguirá prohibiendo que aparezca aquí.

Mei-Ling inclinó la cabeza con respetuosa actitud.

Qué extraño era, pensó Shi-Rong, que una campesina analfabeta proveniente de una remota aldea estuviera enterada de esas cosas cuando él, un mandarín de gran cultura, no sabía nada. Y, por lo visto, había miles de campesinos que también conocían las características de aquella invención.

 

Durante aquel periodo, había solo una cuestión que le producía desasosiego. Tenía que ver con Mei-Ling y el joven Peng. Le inquietaba lo que pudiera pensar Peng de su amante.

El joven hacía bien su trabajo, era respetuoso, y Shi-Rong lo había entrenado para que no hablara tanto. Se lo veía, con todo, un poco mojigato, y no parecía que hubiera dado ningún paso para tener relación con ninguna mujer. «Bueno, eso es asunto suyo —se decía Shi-Rong—. El caso es que, como el padre de Peng le ha dado una imagen de mí como un dechado de virtud, quizá no le parezca bien que tenga por concubina a Mei-Ling. ¿Y si le hiciera partícipe de su desaprobación a su padre en una carta?»

Shi-Rong sabía que había un servicio postal desde la prefectura hasta Pekín y le constaba que el joven no había mandado ninguna carta a casa, circunstancia que lo tenía sorprendido. Y si ese joven tan serio le contaba a su padre que la situación doméstica de su nuevo superior dejaba un tanto que desear, el señor Peng probablemente se reiría. Aunque cabía la posibilidad de que no fuera así.

«Evite los problemas y no asuma riesgos», le había recomendado el señor Peng. ¿Consideraría que era un comportamiento incorrecto el hecho de tener una concubina campesina?

—Te llevas bien con mi concubina, Mei-Ling, me parece, ¿verdad? —tanteó una mañana al joven Peng.

—Sí, señor. Es muy inteligente —ponderó respetuosamente Peng.

—Sí, bastante. Ella tiene un buen concepto de ti. —Hizo una pausa—. Claro que es una lástima que solo sea una campesina, con los pies sin vendar. Regresará a su pueblo cuando haya concluido mi labor aquí, aunque debo confesar que me apenará separarme de ella.

—¿Se va a separar de ella?

—Naturalmente. —Observó con seriedad al joven—. Para la carrera de cada cual, es muy importante, Peng, respetar las convenciones. Una cosa es tener una concubina como Mei-Ling aquí… aunque de todas formas, hablé del asunto con el prefecto… y otra muy distinta tenerla, por ejemplo, en Pekín, donde, por más encantadora e inteligente que sea, no iba a encajar. Estoy seguro de que lo comprendes.

—Lo comprendo, señor.

—Perfecto. Eso es todo, Peng. Ahora te dejo seguir con tu trabajo.

 

Cuando Shi-Rong llegó a la residencia del subprefecto de Guilin, observó con agrado que estaba bien amueblada, aunque no con ostentación. Casi todos los muebles eran de madera. Algunos estaban adornados con preciosos calados y otros, de la dinastía Ming, eran más sencillos, sin apenas ornamentos. Sumado a ello el recoleto jardín de filósofo con su estanque de peces, su casa era un sosegado refugio que tanto él como Mei-Ling apreciaban.

La residencia contenía varios pequeños tesoros, algunos de los cuales se exponían discretamente en una sencilla mesa auxiliar del salón. Su preferido era una figurilla de jade, de menos de diez centímetros de altura, que normalmente estaba colocada hacia el fondo.

—Tú casi ni te fijas en ella, ¿verdad? —había comentado un día a Mei-Ling. De hecho, aparte de ser muy pequeña, la figurilla, una representación de un músico calvo semejante a Buda, era de un color marrón pálido que se confundía con el color claro de la madera de la mesa—. La gente cree que el jade suele ser verde o de otro color vivo, pero no siempre es así. Esta estatuilla es de jade y es bastante valiosa.

—Yo creo que atrae la suerte a la casa —opinó ella.

Él convino, sonriendo, que probablemente era así.

Una mañana se quedó extrañado cuando Mei-Ling lo condujo en silencio hasta delante de la mesa y señaló el lugar donde normalmente estaba el diminuto músico.

—Ah, quizá alguno de los criados lo está limpiando —aventuró él.

—No. Temo que alguien piense que lo he robado yo —murmuró.

Shi-Rong tuvo que reconocer que no le faltaba razón y se planteó qué debía hacer.

—Yo sé quién lo ha cogido —prosiguió ella en voz baja.

—¿Ah, sí? Dímelo.

—No quiero que nadie sepa que te lo he dicho. Eso me traería problemas. Sería malo para mí y para ti.

—Yo te protegeré.

—Ha sido Peng. Él no me ha visto, pero yo sí lo he visto a él.

—¿Peng?

Qué extraño. Él daba crédito a Mei-Ling, pero ¿por qué necesitaría robar Peng, siendo como era hijo de un hombre rico e influyente?

—Por favor, no le digas que yo lo he denunciado.

—Descuida.

Estuvo pensando todo el día en el asunto. Había visto casos similares con anterioridad. Lo consultó con la almohada y, a la mañana siguiente, ya sabía cómo debía proceder.

—Dime, Peng —dijo con afable tono cuando se encontró a solas con su secretario en la oficina—, ¿te satisface el trabajo que haces aquí?

—Sí, señor. Mucho. —Parecía sincero.

—Es muy importante, Peng, cuando un joven está al servicio de un superior… igual que un hijo que obedece a su padre… que sienta que es valorado y apreciado. Los padres deben tener cuidado en la manera como tratan a sus hijos, porque de lo contrario, si el hijo se siente infeliz, puede cometer tonterías como una especie de reacción de represalia o simplemente para consolarse. Confucio es severo contra ese tipo de acciones, pero eso no significa que no ocurran. O sea, que si, como superior tuyo, yo te he contrariado de alguna forma, te pido que me lo digas ahora.

—Oh, no, señor, de ninguna manera —aseguró con fervor el concienzudo joven.

—Está bien. —Shi-Rong sonrió—. Ahora pasemos a otra cuestión que nada tiene que ver con la anterior. Es una bagatela. Todavía no se lo he dicho a nadie. Quiero confiártelo a ti. Quizá puedas resolverlo.

—Desde luego, señor. —Peng adoptó una expresión de rigurosa atención.

—En la mesa de mi salón había una figurilla de un músico, de jade de color marrón claro, por la que tengo especial preferencia. En realidad, es una pieza bastante buena. El caso es que ha desaparecido. Tú no la habrías tomado prestada por casualidad, ¿no? ¿Para usarla para decorar tu habitación tal vez? Yo comprendería que te gustara, pero la verdad es que quiero tenerla en mi mesa. O sea, que si la has cogido prestada, ¿podrías devolverla a su sitio, por favor?

Shi-Rong tuvo la impresión de que Peng vaciló por espacio de un segundo tan solo.

—Yo no sé nada de eso, señor —afirmó.

—Peng, tú ya has hecho una cosa así antes —declaró Shi-Rong, mirándolo fijamente.

—No, señor.

—Peng, yo sé que sí.

Se produjo un tenso silencio, durante el cual Peng adoptó un aire abatido.

—Mi padre prometió que no se lo diría —gritó, ultrajado.

Shi-Rong había acertado en sus suposiciones, y el joven había caído en la trampa.

—Debería informar a tu padre y también al prefecto —prosiguió Shi-Rong—, pero me temo que, si lo hiciera, tu padre se pondría furioso y eso podría suponer el final de tu carrera… lo cual sería una lástima siendo, como eres, tan joven.

—Sí, señor.

—Ve a buscarla y tráela aquí.

Al cabo de unos minutos, Peng volvió a aparecer con la figurilla de jade. Shi-Rong la colocó en la palma de la mano y la observó con afecto.

—Debes prometer que nunca volverás a hacer eso.

—Se lo prometo, señor.

—No, Peng. Es a ti a quien lo debes prometer y no a mí. Tú cumples bien con tu trabajo y deberías enorgullecerte de ello. De este modo, tu padre estará orgulloso de ti y, así, no tendrás necesidad de robar. —Calló un instante—. Y ahora voy a escribir a tu padre y le voy a enviar un elogioso informe de ti. Dime, ¿has escrito a tu padre desde que llegaste aquí?

—No, señor.

—Se sentirá dolido si recibe una carta mía y ninguna de su hijo. Ve a escribirle ahora y después tráeme la carta para que la revise.

En cuestión de una hora, el asunto quedó concluido. La carta de Shi-Rong quedó hábilmente redactada. El joven trabajaba con ahínco, era un orgullo para su familia y se había ganado el aprecio del prefecto, de su esposa y de los miembros de la casa de Shi-Rong. Este estaba sumamente agradecido al señor Peng por el regalo que suponía tener a su hijo como secretario, al cual auguraba una buena carrera. Cuando el joven regresó, le pasó alegremente la misiva para que la leyera.

La carta de Peng, por su parte, expresaba todos los sentimientos debidos a su padre con suma corrección. A continuación presentaba una breve descripción de su trabajo, de la hermosura del lugar y de la atinada administración del prefecto. Al hablar de Shi-Rong, el joven Peng se deshacía en halagos. Aludía a su sabiduría, su rectitud y su bondad con tan evidente gratitud y sinceridad que, de no haber sido exactamente eso lo que él pretendía de entrada, Shi-Rong se habría ruborizado.

—Sella tu carta y yo sellaré la mía —indicó, sonriendo, a Peng—. Espero que con el tiempo consideres este día como un feliz momento de inflexión en tu vida y, por ese motivo, también ha sido un buen día para mí.

 

Con el transcurso de los meses, Shi-Rong tuvo que reconocer que, pese a que al principio había considerado Guilin como un estancamiento profesional, nunca había sido tan feliz en toda su vida. Además, en lo concerniente a su carrera, la estancia allí tampoco había representado una pérdida de tiempo, puesto que tal como advirtió, detrás de su fachada de jovialidad, el prefecto era una persona muy perspicaz, además de bondadosa.

Aparte, era un excelente maestro que enseñó a Shi-Rong cómo debía tratar con las diferentes etnias y evitar los conflictos. No solo le enseñó cómo hacer cumplir la ley, sino cómo lidiar con los magistrados. Al concluir el primer año, Shi-Rong tomó conciencia de que con él estaba aprendiendo más de lo que había aprendido con nadie desde la época vivida con el comisario Lin.

Cuando le llegó una carta del señor Peng en la que este le informaba de que, si aguardaba con paciencia durante seis meses más, tenía la confianza de poder conseguirle un destino más remunerador cerca de la capital, se llevó una alegría.

Había una pega, sin embargo. Mei-Ling se iba a marchar. El plazo de año y medio había concluido.

Medio año sin ella. Le pidió que se quedara unos meses más, pero rehusó.

—Esto ha sido, y todavía es, la cosa más extraordinaria que me ha ocurrido en la vida. Estoy muy agradecida —le dijo, con la sinceridad que la caracterizaba.

—Entonces quédate unos meses más —le rogó él.

—Mi hija me está esperando. Le dije un año y medio. ¿Crees que no habrá estado contando los días?

Coincidió que, por aquellos días, había llegado una carta de la esposa de Shi-Rong. Con tono bastante amable, le informaba de que su hijo Ru-Hai, que pronto se tomaría un periodo de descanso en sus estudios, estaba deseoso de que su padre lo invitara para ver las maravillas de Guilin y pasar un mes allí.

—Me tengo que marchar un mes después del final del monzón de verano —señaló Mei-Ling—. ¿Por qué no lo haces venir justo después? Es una época del año muy bonita y lo tendrás a él para que te acompañe. Así estarás ocupado y casi no te darás cuenta de que me he ido.

—No será lo mismo —se lamentó—. De todas maneras, tienes razón. Es lo que debería hacer.

Por consiguiente, mandó instrucciones para que su hijo lo visitara entonces.

 

Las lluvias de verano habían cesado unos días antes y Shi-Rong había comenzado a planear cómo podía distraer al muchacho. No sabía muy bien qué esperar de ese encuentro. Hacía casi dos años que no se veían. Ru-Hai debía de tener dieciocho años y ya no sería seguramente el chico que recordaba.

Se llevó una gran sorpresa cuando Ru-Hai se presentó una tarde de improviso.

—No te esperábamos hasta dentro de un mes —exclamó.

—He venido antes —dijo Ru-Hai—. ¿No te alegras de verme?

—Por supuesto que sí. Estoy encantado —le aseguró Shi-Rong—. Es solo que me ha sorprendido. Te veo más alto. ¿Has estudiado mucho?

—Sí, padre —afirmó, con una respetuosa reverencia, Ru-Hai.

—Bueno, pasa —lo invitó animadamente—, y cuéntame qué novedades tienes.

Ru-Hai recitó las noticias que traía de casa. Su madre estaba bien.

—Excelente —exclamó Shi-Rong—. Voy a escribir de inmediato a tu querida madre para informarle de que has llegado sin percance. —Su hermano menor también estaba bien y se concentraba con asiduidad en las labores de la escuela—. Qué bien —se regocijó Shi-Rong. Su hermana, sin embargo, estaba todavía un poco enferma y no podía viajar hasta muy lejos—. Ojalá no fuera así. Tu madre hace bien en quedarse con ella, pero desearía que no fuera así.

Shi-Rong llevó a su hijo a su oficina, donde le presentó a Peng, le habló del amable prefecto y de su esposa, y de los bellos parajes de la región. Un criado les sirvió té.

El muchacho se quedó, al parecer, satisfecho. Como estaba cansado del viaje, fue a descansar un rato antes de la cena.

—¿Qué hago? —consultó Shi-Rong a Mei-Ling.

—¿Quieres que me vaya?

—No.

—Entonces no hagas nada.

Cuando Mei-Ling entró en el comedor para servirles la comida, Shi-Rong la presentó por su nombre y Ru-Hai inclinó cortésmente la cabeza, pero no quedó claro que se hubiera dado cuenta de quién era. Después de la cena, Peng se fue a ocuparse de la correspondencia y padre e hijo se quedaron solos.

—El ama de llaves es bastante guapa —comentó Ru-Hai—. ¿Iba incluida con la residencia?

—No, no estaba incluida con la residencia —respondió su padre—. En realidad, es mi concubina. Me he olvidado de mencionarlo cuando te la he presentado.

—¿Tienes una concubina? —preguntó, consternado, Ru-Hai.

—Solo una —precisó su padre.

—¿Lo sabe mi madre?

—No. Solo la tengo desde que llegué aquí, ¿entiendes?

Ru-Hai guardó silencio un momento.

—Tienes otra mujer, ¿y mi pobre madre ni siquiera está al corriente?

—Es totalmente correcto que un hombre de mi posición tenga una concubina.

—Mi madre tenía razón. Solo piensas en ti mismo —espetó Ru-Hai, antes de abandonar con precipitación el comedor.

Shi-Rong aguardó una hora. Entre tanto se preguntó qué más habría dicho de él a su espalda su mujer. Aunque no le había enojado que el chico quisiera defender a su madre, tampoco podía permitir que insultara a su padre. Transcurrida la hora, llamó a Peng y le pidió que fuera a buscar a Ru-Hai. Cuando llegó, todavía con expresión hosca, Shi-Rong le habló con firmeza.

—No tienes derecho a insultar a tu padre. Sea cual sea tu opinión, me debes respeto. Es tu obligación, tenlo en cuenta. —Hizo una pausa—. Por lo que respecta a Mei-Ling, probablemente no conocerá nunca a tu madre, puesto que, cuando yo me marche de aquí, ella regresará con su familia. Aunque lamentaré perderla, eso es lo que va a ocurrir. Mientras tanto, comprobarás por ti mismo que es una persona encantadora.

—Es solo una pobre campesina de un pueblo perdido en medio de la nada. Ni siquiera lleva los pies vendados.

—Es en parte hakka. Como ya sabes, las hakka, al igual que las manchúes, no se vendan los pies. Aunque, de hecho, a su hija sí le están vendando los pies. En cuanto a su familia, tienen una gran hacienda con mucha tierra. Viven de la renta.

Antes había sido así, pensó, y probablemente volvería a ser cierto en un futuro, de modo que podía pasar por alto el presente.

—De todas formas, es una campesina cantonesa —murmuró Ru-Hai.

Shi-Rong debería haberlo reprendido en el acto por su falta de educación, pero optó por razonar con él.

—Ya verás que tiene unos modales elegantes, sabe leer y escribir un poco, cosa que no se puede decir de muchas damas de alcurnia, y domina lo bastante el mandarín como para recitar poesía. —Mandó para sus adentros una oración de gracias a la esposa del prefecto por tales logros y entonces cayó en la cuenta de que disponía de otra carta que jugar—. Más vale que tengas cuidado con lo que dices de ella delante del prefecto, por cierto, porque es muy amiga de su esposa.

Con eso dio en el clavo. Su hijo levantó la vista con sorpresa y después se quedó callado.

Shi-Rong había sido testigo de situaciones parecidas. Si un mercader tomaba, por ejemplo, una segunda esposa, sus hijos la examinaban desde todos los ángulos y a lo que prestaban más importancia era a si realzaría la posición de la familia o no. Era algo natural, pensaba. En eso intervenía el instinto de supervivencia. Los hijos odian a la nueva esposa no porque sea guapa cuando su propia madre deja de serlo, sino porque, ante todo, si tuviera hijos, su propia herencia mermaría. Aparte, no toleran que la mujer más joven provenga de una clase inferior. Claro que, si es rica y aporta dinero a la familia, el recibimiento puede ser mejor.

Ru-Hai no agregó nada más. Más tarde, cuando Mei-Ling cruzó discretamente el patio, Shi-Rong advirtió que su hijo la miraba con curiosidad.

 

Al día siguiente fueron todos juntos a ver al prefecto. Mei-Ling y la esposa del prefecto se retiraron a hablar mientras este y Shi-Rong llevaban a Ru-Hai a dar un paseo por la zona.

El paisaje, con el río Li que discurría entre las casas y serpenteaba entre los arrozales, al pie de las imponentes montañas verdes, era tan bello que a uno casi se le cortaba la respiración.

El muchacho se quedó asimismo impresionado por la variedad de etnias que vio en la calle. Admiró a los hombres zhuang, vestidos con sus severos trajes de color azul oscuro, y a sus mujeres, a cuyos vestidos, también de color azul oscuro, alegraban los delantales provistos de bordados de vivos colores. Las mujeres de la tribu yao llevaban unas preciosas túnicas floreadas, tan cubiertas de accesorios de plata que encontró extraordinario que pudieran caminar con tanto peso. Contó un mínimo de cinco comunidades tribales que coexistían en las calles sin el menor roce.

Vio unas casas altas de madera que cumplían funciones de pajar en la primera planta, de vivienda en la segunda y de almacén bajo el tejado.

—Las cosechas están tan arriba que ni siquiera las ratas pueden llegar —le informó el prefecto con una carcajada.

Bajaron hasta el río, donde vieron las barcas de pescadores.

—Es probablemente el río más poblado de todo el imperio —comentó su padre—. En estas aguas hay doscientas clases distintas de peces.

—¿Son todos comestibles? —preguntó Ru-Hai.

Su padre, que lo ignoraba, dejó que respondiera el prefecto.

—Los cantoneses comen prácticamente de todo —contestó, con una sonrisa, el venerable caballero.

En el mercado vieron unas telas con magníficos bordados, según el estilo de cada tribu. Observaron la multitud que se había concentrado para escuchar a un par de músicos. Uno tocaba la flauta y el otro una trompa, acompañados por un anciano que golpeaba un gran tambor de cobre.

—Ese tambor debe de tener cientos de años —explicó Shi-Rong, mientras por la calle afluía un grupo de personas cantando.

—El concierto no empezará hasta dentro de una hora o dos, pero te puedes quedar a escuchar si quieres —dijo el prefecto—. Si te quedas un año aquí, verás toda clase de festejos. Incluso celebran una corrida de toros, ¿sabes?

En resumidas cuentas, cuando regresaron a la residencia del prefecto a mediodía, el joven Ru-Hai se había olvidado casi de su rabia del día anterior, convencido de que Guilin era el sitio más exótico y romántico que había visto nunca.

 

Era por la tarde y todavía hacía calor. Ru-Hai volvió a visitar la ciudad. Mei-Ling había regresado a casa y se había instalado en un banco de piedra del jardín, medio oculta tras una mata de osmanto oloroso. Había llevado consigo un bordado, con intención de practicar pero apenas había comenzado cuando se percató de que alguien se acercaba por el sendero.

Se llevó una sorpresa al ver a Ru-Hai, porque creía que estaba en la plaza del mercado, escuchando el concierto.

Antes de que él la viera, atisbó un instante su cara. Tenía el semblante preocupado, no enojado, sino pensativo. «Probablemente ha venido al jardín para estar solo», se dijo.

Se disponía a levantarse para cederle el sitio, pero, cuando él la vio, pareció alegrarse y acudió a sentarse a su lado.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Desde luego —aceptó ella, con una cortés inclinación de cabeza.

—¿Cómo se convirtió en concubina de mi padre?

—Ah. —No esperaba una pregunta tan directa—. Tu padre fue muy amable con mi familia —declaró al cabo de un poco—. De todas maneras, si te lo cuento, debes prometerme que no lo repetirás a nadie… porque podrías poner en un compromiso a tu padre.

—De acuerdo. Lo prometo.

—Hace años, un primo mío se metió en un apuro —explicó Mei-Ling—. Los dos estábamos muy unidos. Mi familia lo había prácticamente adoptado. Yo lo llamaba Hermanito. Según la ley, tu padre debía haberlo arrestado, pero mi Hermanito era joven y tu padre lo dejó escapar. Yo contraje por su bondadosa conducta una deuda con tu padre que no creí que pudiera llegar a pagar. Después, no lo vi durante años. Hace unos meses, sin embargo, como pasaba cerca de nuestro pueblo, vino a vernos. Mi querido marido había muerto hacía un año y medio. Estuve hablando con tu padre. Supongo que yo me sentía sola y, para serte sincera, me pareció que también él se encontraba solo. Así que una cosa llevó a la otra y aquí estoy.

—No sabía que tuviera esa clase de valor —dijo, impresionado, Ru-Hai.

—Ninguno de nosotros lo sabemos todo de los demás, ¿verdad? —sugirió ella.

—Es posible —concedió él con pesar—. Me enfadé con él por mi madre. Estaba pensando en marcharme mañana a casa, a no ser que padre me lo impida.

—No creo que tu padre te lo vaya a impedir —opinó Mei-Ling—, pero, aunque quizá no lo demostrase, le dolería mucho.

—Él le está haciendo daño a mi madre.

—¿Está ella al corriente?

—No.

—Entonces, perdóname por decir esto… es posible que te lleves un mal concepto de mí… pero ¿es necesario decírselo? Ya sabes que yo me voy a ir a casa dentro de poco.

—¿No cree que la vaya a llevar a su próximo lugar de destino?

—No, no. Yo tengo que volver con mi familia —le aseguró ella—. Creo que tu padre se va a reunir con tu madre.

—Es posible. —Ru-Hai se quedó meditabundo—. Mi madre se queja mucho —confesó con abatimiento—. Considera que mi padre debería haber llegado más lejos.

—A mí sí me parece que ha llegado lejos.

—Puede que sí. En todo caso, ella no lo cree así.

Se quedó cabizbajo. Como parecía rumiar algo, Mei-Ling optó por callar, hasta que de repente él reanudó el diálogo.

—¿Usted cree que mi padre es un buen hombre?

Mei-Ling lo observó, estupefacta. Qué pregunta más extraña viniendo de un hijo. También era extraño que la tuviera que contestar ella.

—Cuando uno es joven —respondió con cautela—, piensa que la gente debe ser buena o mala, pero las cosas no son así, ¿sabes? Todos tenemos un poco de lo uno y de lo otro. —Se acordó de Nio. ¿A cuántas personas habría matado su Hermanito, incluso antes de enrolarse con los taiping? Prefería no saberlo—. Son pocas las personas que son buenas todo el tiempo. Más bien lo son una parte del tiempo. Lo importante es que una persona realice más acciones buenas que malas. Yo creo que uno tiene que fijarse en lo que tiene de mejor la gente —concluyó.

—¿Y ya está?

—Bueno, también puede intentar cambiar las cosas que no le gustan de otra persona. Me parece que las mujeres tratamos de cambiar a nuestros maridos más que ellos a nosotras.

—¿De verdad?

—Aunque hay que tener cuidado con eso. Si una mujer es demasiado fastidiosa o hiere el orgullo del hombre, este se alejará de ella. En general, es más sensato aceptarlo tal como es.

Mei-Ling sonrió con ironía. ¿Se había percatado de que le estaba hablando de su madre? Probablemente sí. En todo caso, no lo mostró. Parecía haber dado por concluida esa cuestión.

—¿O sea, que usted cree que debería quedarme aquí?

—Sí. Es un sitio muy bonito. Yo creo que deberías disfrutar de tus vacaciones. Seguro que un chico tan guapo como tú podría hacer amistad con las muchachas de aquí.

—Todas las muchachas respetables están escondidas en casa —señaló él, dubitativo—. Nadie permite que las vean hasta que se casen.

—Podría haber otras —sugirió ella, antes de ponerse en pie—. Ahora debo ir a ver a tu padre. Si te peleas con él por mí, me sentiré mal. En cambio, si no te peleas con él, creo que más tarde te alegrarás —le aconsejó.

 

Para Shi-Rong, aquel mes fue un periodo de dicha. Siguiendo la recomendación de Mei-Ling, pasó el mayor tiempo posible con su hijo. Realizaron excursiones por la zona, durante las cuales pudo facilitar a Ru-Hai mucha información útil sobre la vida en la administración imperial. Visitaron pueblos tribales, subieron algunas montañas e incluso fueron a pescar juntos al río.

El muchacho también causó sensación en casa del prefecto. Tanto él como su esposa lo encontraron muy simpático. Ella dijo que era muy guapo y él escribió una halagadora carta sobre el chico a un par de amigos que más adelante podrían tener una influencia positiva en su carrera.

Peng también cumplió con su parte.

—Sal con el chico alguna noche, si eres tan amable —le había pedido Shi-Rong—. Debería divertirse con gente de su edad.

Habían salido a beber varias veces.

—Aunque dudo que, teniendo a Peng de acompañante, se meta en problemas —confió Shi-Rong a Mei-Ling.

—He recibido una carta —explicó Shi-Rong a Mei-Ling un par de semanas después—. Cuando se marche de aquí, Ru-Hai debería ir a visitar a los parientes de su madre en Pekín. Por eso pensaba que, como tú vas a bajar por el río hasta Guangzhou al regresar a casa, igual podría acompañarte si no tienes inconveniente hasta el puerto. Desde allí podría tomar un barco que suba por la costa y el Gran Canal hasta Pekín.

A Mei-Ling le apetecía realizar aquel viaje. El desplazamiento por río era más rápido y agradable que por tierra. Previsiblemente, iba a hacer buen tiempo y el paisaje era hermoso. Aquella sería, de hecho, la primera vez en su vida en que dispondría de un periodo totalmente para sí, libre de toda responsabilidad.

No obstante, habría sido descortés con él y desagradable con el chico si no hubiera aceptado una petición tan sensata, de modo que no puso ninguna objeción.

 

Fue el prefecto quien propuso, unos días antes de la partida de Ru-Hai, visitar las cuevas. Tal como era de esperar en una zona de montañas kársticas, las cuevas abundaban en la zona. A la más cercana se accedía dando un breve paseo desde la casa. Ru-Hai y su padre habían ido un par de veces con linternas para inspeccionar las preciosas cortinas de estalactitas que colgaban del elevado techo. Aquella gruta era, sin embargo, bastante pequeña.

—Aquí trabaja un anciano músico —explicó el prefecto— que me contó que una vez su padre le enseñó un paraje solitario, lleno de cañas que él iba a cortar para fabricar flautas. Su padre le dijo que allí había una cueva muy grande, pero que él no había visto nunca la entrada y tampoco conocía a nadie que la hubiera visto. Podría ser que el techo se hubiera desplomado o algo por el estilo, pero siento curiosidad por comprobarlo. Creo que queda a solo cinco kilómetros de distancia. ¿Por qué no envía a su hijo con Peng a explorar? Sería una distracción para ellos. Si descubren algo de interés, organizaremos una expedición para ir a verlo.

Peng y Ru-Hai emprendieron encantados la aventura en compañía del anciano músico a la mañana siguiente. Volvieron por la noche, colorados y excitados.

—Solo está a tres millas, pero no se ve un alma. Hemos tenido que abrirnos paso cortando cañas y, después de escarbar un poco, hemos encontrado la cueva. ¡Es enorme! —exclamó Ru-Hai.

—Impresionante —abundó Peng—. Si el prefecto quiere inspeccionarla, señor, necesitaríamos algunos obreros y dos días para prepararla.

—Y faroles —añadió Ru-Hai—. Faroles de colores, en cantidad. Un millar.

—De ninguna manera —rehusó su padre—. Con suerte, recibirás cien.

No obstante, cuando refirió la escena al prefecto a la mañana siguiente, el dignatario se echó a reír con ganas.

—Dele mil —ordenó.

 

Fue todo un desfile. En la primera silla de manos iba el prefecto, en la segunda Shi-Rong; las dos siguientes, algo más pequeñas, transportaban a la esposa del prefecto y a Mei-Ling. Tras ellos iban varios funcionarios de menor rango y los cabecillas de la zona, seguidos por una pequeña compañía de guardias y una comitiva de criados a pie.

Se abrieron camino por el sendero que habían despejado entre las cañas hasta llegar a un claro situado junto a la pared rocosa, donde los aguardaban Peng y Ru-Hai. Aunque los dos jóvenes recibieron al prefecto con profundas reverencias, Shi-Rong advirtió que su hijo sonreía.

Una vez que se hubo concentrado el grupo, prosiguieron a pie por un empinado sendero donde los obreros habían dispuesto unos escalones de madera para ayudarlos en el ascenso. A menos de cincuenta metros, llegaron a la entrada, donde un pasadizo iluminado con lámparas conducía al corazón de la roca caliza. Precedidos por Peng y Ru-Hai, se adentraron por aquel radiante corredor y, de repente, salieron a la gran sala de la caverna. Shi-Rong se detuvo junto al prefecto, que reía entre dientes.

—Nunca había visto nada igual —comentó el dignatario—. Creo que su hijo ha utilizado todas las lámparas que le dimos.

La vista era extraordinaria. La cueva se prolongaba durante casi trescientos metros, dividida en varias secciones. La mayor era una enorme cámara curva donde las estalagmitas se sucedían a lo largo de la otra orilla de un lago subterráneo, como reproducciones en miniatura de las empinadas montañas del exterior. Ru-Hai había dispuesto con tanto tino entre las estalagmitas las linternas, de color azul, rojo y verde, que su reflejo en el agua semejaba una ciudad mágica. Habiéndose percatado de que el techo de la cámara tenía zonas de piedra moteada, había colocado faroles blancos justo debajo, de tal forma que parecía como si sobre aquella especie de paisaje urbano de piedra, contiguo al agua, flotaran abultadas nubes luminosas. Durante varios minutos, todo el mundo permaneció inmóvil, contemplando en silencio la belleza de aquel mundo secreto.

—¿Quiere que sigamos adelante, señor? —preguntó por fin Shi-Rong al prefecto.

—Desde luego.

Los obreros habían preparado un sendero rocoso que serpenteaba entre pequeños estanques de agua y estalagmitas. Las largas estalactitas del techo descendían como dedos que pretendieran tocarlas para saludarlas. Allí también, los hombres habían efectuado un magnífico trabajo, alternando luz de faroles y zonas de densa sombra, gracias a lo cual daba la impresión de que los dedos estuvieran conectados a unas fantasmagóricas formas invisibles. Llegaron a una pared cuyas retorcidas formaciones parecían una sucesión de cascadas de piedra, como las que se encontrarían en un jardín chino.

—Ha sido una buena idea —se felicitó el prefecto.

—Es muy bonito, maravilloso —elogió su esposa—. ¿No le parece, querida? —preguntó a Mei-Ling.

—Es una de las cosas más bonitas que he visto en toda mi vida. Gracias, señor.

—Deberíamos darles las gracias a los jóvenes —anunció el prefecto—. Yo solo les dije dónde podía encontrarse la cueva. Ellos hicieron el resto.

—Con su permiso, señor —dijo Peng—, hay algo más que desearíamos enseñarle, al ser usted un letrado.

—Un letrado, ¿eh? Vamos, Shi-Rong, a ver de qué se trata —lo llamó el prefecto.

Este, Shi-Rong y varios mandarines siguieron a Peng hacia las entrañas de la cueva, ya menos iluminada. Media docena de obreros aguardaban con linternas dispuestas en la punta de largas varas al lado de un espacio concreto de la pared. Obedeciendo a una señal de Peng, todos alzaron las linternas, acercándolas a la roca.

—Qué curioso —exclamó el prefecto.

Eran inscripciones. Las había por docenas, hechas al parecer con gruesos pinceles en los que se había aplicado directamente la tinta en la porosa piedra. La caligrafía era arcaica, pero aun así los caracteres resultaban legibles. Shi-Rong y el prefecto los observaron con atención.

—¿Qué le parece? —le consultó el prefecto.

—Dinastía tang. Del primer periodo de la dinastía tang, diría yo —respondió Shi-Rong.

—Estoy de acuerdo. Este sitio debió de utilizarse hace mil años.

—Por letrados mandarines, por lo visto.

—¿Cuántas inscripciones hay? —preguntó el prefecto a Peng.

—He encontrado setenta por ahora, señor.

—Deberíamos hacer que las copiaran —dijo el prefecto.

—Peng, tú las copiarás —determinó Shi-Rong—. Puedes invertir un mes en ello.

—Sí, señor. —Peng inclinó la cabeza, aunque fue difícil descifrar si sentía alegría o pesar.

En ese momento, Shi-Rong cayó en la cuenta, extrañado, de que su hijo no formaba parte del grupo. Ru-Hai debería haber estado allí para asistir a su alarde de erudición. Debería haber demostrado al prefecto que le interesaba el asunto. Podría haber escuchado a su padre mientras explicaba por qué era capaz de identificar con tanta facilidad el periodo en que fueron efectuadas las inscripciones, pero el caso era que no lo veía por ningún lado. ¿Dónde debía de estar?

La esposa del prefecto paseó la mirada por la caverna. Cuando su marido y Shi-Rong se habían ido a ver las inscripciones, ella y Mei-Ling se habían quedado allí con el resto del grupo, y mientras Mei-Ling permanecía junto al agua, la esposa del prefecto se había desplazado a un lado para contemplar el panorama.

Contando los guardias y los criados, debía de haber veinte o treinta personas en la espaciosa cámara. Algunas quedaban en la oscuridad, otras en parte iluminadas por el resplandor de las lámparas, y había dos o tres cuya silueta se recortaba en aquel claroscuro.

Mei-Ling estaba en la orilla del lago. El reflejo de las luces de colores en el agua le proyectaba una suave luz sobre su cara. Tendía la mirada sobre aquel rutilante paisaje, subyugada por ese mundo subterráneo.

Qué hermosa se veía su amiga, con la cara levemente inclinada hacia arriba, bañada por una luz azul que le confería una palidez sobrenatural. Pese a que para ella la edad de tener hijos debía de tocar ya a su fin, según calculaba la esposa del prefecto, en ese momento parecía la viva imagen de la eterna juventud. Qué lástima que Mei-Ling y Shi-Rong no se pudieran casar… Habrían sido felices juntos.

Así eran las cosas, sin embargo. Volvió la cabeza y entonces vio al muchacho.

Ru-Hai permanecía junto a la pared, con la cara iluminada por un farol. También él enfocaba con embeleso la mirada hacia el agua. La mujer tardó un momento en averiguar qué era lo que observaba con tanta intensidad.

El chico estaba mirando a Mei-Ling.

Justo en ese instante, Ru-Hai se alejó de la pared para acercarse a Mei-Ling. Debió de haber hablado, porque ella se volvió con ademán de sorpresa. Hubo de añadir algo más, ya que Mei-Ling asintió con la cabeza antes de volver a centrar la mirada en la otra orilla del lago. El joven debía de haber hecho algún comentario sobre el panorama, supuso la esposa del prefecto. Aguardó un poco más antes de ir a su encuentro. Cuando Ru-Hai la vio, se apartó de Mei-Ling, aunque esta mantuvo la misma inmovilidad.

—El joven Ru-Hai está enamorado de usted —comentó más tarde la mujer a Mei-Ling, cuando caminaban juntas hacia las sillas de manos—. ¿Se ha dado cuenta?

—¿De mí? —Ninguna mujer podía reprobar por entero el efecto de su capacidad de seducción—. No lo creo —disintió—. Por la edad, podría ser su madre.

—Es de sobras sabido que esa clase de amor existe —insistió, sonriendo, su amiga—. Además, usted parece como si tuviera treinta años. El chico tiene buen gusto.

—Eso es absurdo —dijo Mei-Ling, negando con la cabeza.

—Es posible que ya estuviera gestando ese sentimiento, porque usted es muy guapa y ha sido bondadosa con él, pero a mí me parece que de repente se ha dado cuenta en la cueva.

—Ah, en la cueva.

—Es un lugar mágico, ¿sabe?

—Bueno, estoy segura de que ya se le pasará —zanjó Mei-Ling.

No obstante, si creía que su amiga se iba a olvidar del tema, se equivocaba.

A la mañana siguiente, mientras Ru-Hai estaba fuera con su padre, la esposa del prefecto acudió a charlar un rato con ella.

—Por si quiere saber mi opinión —planteó—, estoy convencida de que Ru-Hai es todavía virgen.

—Sí, seguramente —convino Mei-Ling.

—¿No había pensado en eso?

—No. ¿Por qué debería pensarlo?

—Siempre era posible.

—Pues no.

—El caso es que alguna mujer experimentada debería acompañarlo en ese mundo. Sería mejor que si lo descubriera por sí solo con una prostituta en un callejón de la ciudad, y con los riesgos que eso entraña.

Mei-Ling dejó vagar la mirada. Sabía por experiencia que, hablando en privado, la esposa del prefecto podía demostrar un sorprendente desparpajo, y también que a veces era un poco intrigante.

—Seguro que alguien podría tomar alguna medida con eso —contestó con sequedad Mei-Ling.

—Sin duda, pero ¿no sería más bonito para él que estuviera un poco enamorado, que le quedara un recuerdo mágico, algo que conservar con cariño durante el resto de su vida?

Mei-Ling rehusó hacer algún comentario.

—A usted le gusta, ¿verdad?

Una vez más, Mei-Ling optó por callar.

 

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