Chernobyl

Chernobyl


5. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

La central nuclear de Chernobyl contiene cuatro unidades, cada una de ellas con un reactor RBMK-1000. El RBMK es el generador de energía nuclear preferido en la Unión Soviética. Por toda la URSS hay casi dos docenas de unidades instaladas y funcionando, y los modelos de la serie 1000, con una potencia nominal de 1.000 megavatios de electricidad cada uno, son los más grandes y los más nuevos en funcionamiento, aunque están empezando a aparecer algunos todavía mayores. El combustible es dióxido de uranio, encerrado en tubos de acero y zirconio e insertado en una gran masa de bloques de grafito. (La utilidad del grafito es servir de «moderador». No se necesita nada para provocar la fisión de los átomos de uranio —es decir, su ruptura—, y cuando lo hacen producen energía atómica en forma de calor. Lo hacen de manera natural todo el tiempo; por eso decimos que el uranio es «radiactivo». A medida que cada átomo se fisiona, libera neutrones que golpean el núcleo de otros átomos y hacen que éstos también se fisionen. Sin embargo, los neutrones liberados de modo natural se mueven tan deprisa que sólo de vez en cuando causan la fisión de otro átomo; tienen que ser frenados para producir una reacción útil a los seres humanos. El grafito, junto con otros pocos materiales, tiene la capacidad de «moderar» o frenar estos neutrones que escapan, y así puede controlarse la velocidad de la reacción en un generador.) Además de por los tubos de combustible, la plancha de grafito es atravesada por casi mil setecientas tuberías que contienen agua. Cuando el uranio se fisiona desprende calor. El agua se lleva este calor, previniendo así la fusión general del núcleo de uranio y proporcionando de paso el vapor que mueve las turbinas que generan la electricidad. Como todos los otros reactores nucleares, el RBMK-1000 está diseñado para ser totalmente seguro. Y lo es, mientras algo no se estropee.

A las diez de la noche de aquel viernes, Bohdan Kalychenko también intentaba dormir, aunque en circunstancias menos favorables que las de Leonid Sheranchuk. Estaba en un catre en el cuartelillo de bomberos de la Central de Chernobyl. Un amigo bombero de la Brigada de Incendios número 2 llamado Vissgerdis (bombero, ciertamente, pero sólo más o menos amigo) le había prestado el catre, que fue construido para alguien mucho más bajo que un hombre con sangre lituana como Kalychenko, o como el propio Vissgerdis. Kalychenko tenía problemas para acomodarse. No era simplemente el catre; era su trabajo, su jefe, los jefes de sus jefes, como Jrenov, su novia, su próxima boda… Estaba además el hecho de que antes de irse a dormir había pasado dos horas jugando a las cartas con el resto de sus compañeros. Ahora era cincuenta kopecks más pobre que por la tarde, y estaba seguro de que su prometida, Raia, descubriría que había vuelto a jugar.

Se cubrió la cabeza con la manta para no oír el ruido del juego de cartas. No le sirvió de nada. No consiguió aislarse de las voces de los hombres en la habitación contigua, ni siquiera del olor del tabaco que fumaban. Kalychenko se enorgullecía de no haber fumado nunca. En realidad, era bastante intolerante con los fumadores, como su prometida; aunque en este caso le era útil que ella tuviese al menos un vicio que él no compartía. Y le sería más útil aún después de que se hubieran casado, pensó sombrío. Al menos, entonces sería cuando más lo necesitase.

La idea de casarse no le agradaba del todo. Tarde o temprano, por supuesto, era lo que uno hacía. Pero Kalychenko no estaba preparado para aquel tipo de claudicación, especialmente porque consideraba que, si Raia estaba embarazada, la culpa era exclusivamente de ella. Por supuesto, se dijo, cuando se hubieran casado y tuvieran una habitación para ellos en el alojamiento familiar sería bonito compartir la cama cada noche, al menos hasta que llegara el bebé, cuando una sola habitación sería ya insuficiente para los tres. Incluso en Pripyat, la lista de espera era de tres años para conseguir un apartamento. Además, primero vendría la luna de miel… Pero hasta eso, pensó Kalychenko amargamente, sería motivo de disputa. Raia estaba empeñada en ir al Mar Negro. Ninguno de los dos gozaba del suficiente rango en la central o el sindicato para alojarse en alguno de los «sanitoria» especiales, así que ello significaría pagar siete rublos a un crimeo ladrón, y tendrían suerte si no les instalaban otras seis camas en su cuarto.

Golpeó la almohada, apartó las sábanas y se sentó, enfadado.

¿Cómo podían los demás dormir tan profundamente? Había al menos media docena de catres ocupados, y de la mayoría de ellos surgían suaves ronquidos. No tan suaves del catre más cercano; Kalychenko sabía que el bombero allí dormido era el futbolista a quien llamaban «Verano», máximo goleador de las Cuatro Estaciones.

Kalychenko aún intentaba decidir si merecía la pena acostarse de nuevo cuando Vissgerdis se asomó a la puerta.

—¿Kalychenko? Al teléfono —dijo.

Cuando Kalychenko farfulló la pregunta de quién podría llamarle a aquellas horas, Vissgerdis solamente miró hacia arriba y movió el pulgar en dirección al cielo antes de regresar a su partida de cartas.

Ello podía significar, o bien Dios mismo, o el Sistema. La KGB. ¿Y qué demonios querría? Con toda certeza la voz al otro extremo del hilo no pertenecía a Dios, sino al jefe de Personal y Seguridad, Jrenov.

—Operario Kalychenko —dijo, en tono cálido e íntimo—, qué bueno que para variar esté durmiendo solo; pero si puede venir a su puesto de trabajo, le necesitamos. El nivel térmico del reactor número cuatro desciende.

—Con sumo gusto —replicó Kalychenko.

Miró el reloj. ¡Ni siquiera eran las once todavía! Mientras se vestía, se sirvió media taza del té concentrado que los bomberos guardaban para las ocasiones en que debían despertar a toda prisa. Se vistió rápidamente. Una llamada de Jrenov no era algo que Bohdan Kalychenko tomara a la ligera, aunque fuese irrazonable, o tal vez ilegal, como ahora. Jrenov, ciertamente, no tenía derecho a darle órdenes en algo que incumbía a sus deberes profesionales, por supuesto.

Pero cuando Jrenov daba órdenes, éstas se obedecían. Kalychenko no perdió el tiempo preguntándose cómo el jefe de Personal sabía donde encontrarle; naturalmente que Jrenov sabía dónde encontrar a cualquiera, en todo momento. Lo que le molestaba eran sus continuos chistecitos sobre la relación de Kalychenko con la mujer con la que iba a casarse. ¡Eso sí que no era asunto de la KGB!

A Kalychenko no se le ocurrió quejarse a nadie de la conducta de Jrenov. ¿A quién se podía uno quejar de la KGB?

—¿Qué pasa? —preguntó Vissgerdis, distrayendo momentáneamente su atención de la partida—. Se cuenta que esta noche van a hacer algo raro con el reactor número cuatro.

Kalychenko hizo una pausa mientras se ponía una de las botas.

—Sí, claro —dijo, recordando—. No, no es nada raro, simplemente la prueba de una nueva medida para acumular energía.

Eran amigos, más o menos: Vissgerdis era medio lituano, como el propio Kalychenko, y los dos destacaban, por su altura y palidez, entre los bajos eslavos, lo que en principio les había empujado a relacionarse. Sin embargo, Kalychenko nunca olvidaba que era un operario cualificado, mientras que Vissgerdis era sólo un bombero. Por tanto, añadió en tono de ruda camaradería:

—Una cuestión técnica. Nada importante.

Pero, reflexionó, el problema era que cuando algo así tenía lugar, ellos estaban ocupados toda la noche. Una molestia. Normalmente, Kalychenko prefería el turno nocturno. A fin de cuentas la central funcionaba sola. Todos los operarios se escabullían de vez en cuando en los turnos de noche; oh, tenían cuidado de que siempre hubiera alguien vigilando las pantallas y atendiendo los teléfonos para el caso de que llamaran los suministradores de Kiev, pero, en realidad, no había mucho que hacer durante aquellas horas, cuando los jefes estaban ausentes.

Pero aquella noche sería diferente, pensó sombrío.

A desgana, salió del cómodo cuartelillo de bomberos tras darle las gracias a Vissgerdis, que ya había vuelto a la mesa de juego. La central no estaba en silencio (nunca lo estaba, con el chirrido de las turbinas siempre constante en los oídos, dondequiera que uno se encontrara), pero sí casi desierta. No había más de cien personas a aquella hora de la noche; la construcción se había detenido durante el fin de semana, y los tres mil trabajadores que pululaban por allí durante el día habían regresado a sus casas.

Cuando Kalychenko llegó a la sala de control de los reactores tres y cuatro, ésta no parecía desierta. Estaba repleta. El turno de cuatro de la tarde a medianoche seguía aún allí, como también algunos de los hombres que tomarían el relevo a las doce, aunque no eran más que las once y media. E incluso estaba Jrenov, que miraba pensativo a Kalychenko mientras se acercaba, y cosa rara, el ingeniero jefe de la planta, Vitaly Varazin.

El jefe de Seguridad le dirigió una de sus miradas íntimas y comprensivas.

—¿Acaba de salir de la cama, Kalychenko? —preguntó. Era su manera de demostrar que estaba de buen humor, ¿pero por qué de buen humor?—. ¿Consiguió esta vez dormir un poco?

Con alguien como, digamos, Smin, Kalychenko se las habría arreglado para replicar que no le importaba a nadie con quién o cuándo dormía. Pero con Jrenov no. Kalychenko sólo dijo, en tono muy suave:

—Gracias, sí. —Relevó al otro operario y tomó asiento ante la gran pantalla. Vio de inmediato que las bombas principales estaban desconectadas aún, y llamó al jefe del turno—: ¿No deberíamos conectarlas de nuevo?

Fue Jrenov quien contestó:

—En absoluto —dijo, sonriendo—. Nos han permitido desconectar el número cuatro, después de todo. Seguiremos con el experimento. ¿No le satisface?

Kalychenko no tuvo que responder, porque Jrenov ya se había vuelto para hablar con Vitaly Vazarin. El ingeniero jefe tenía aspecto fresco, recién afeitado. Era evidente que había acudido poco antes que Kalychenko, porque Jrenov aún le estaba explicando la situación.

—Llega justo a tiempo —anunció Jrenov—. Ya hemos empezado a reducir energía en el número cuatro.

Varazin dudó.

—¿Vamos a continuar sin el director ni el director técnico?

—Estamos haciéndolo —sonrió Jrenov—. El director, a fin de cuentas, ha dejado el asunto en sus manos. Y en cuanto a Smin, he intentado llamarle, pero está en algún lugar donde no le localizo. Así que cuando aparezcan el lunes podremos darles a ambos una agradable sorpresa.

—Bien, bien —dijo Varazin, frotándose las manos. Parecía complacido de ser el técnico de mayor categoría en el lugar—. ¿Y nuestros camaradas, los observadores del experimento?

—Les he telefoneado a todos —añadió Jrenov—. Que pierdan un poco de sueño; así verán lo duro que trabajamos en Chernobyl.

—Entonces continuemos con la preparación. Una pregunta, camarada Jrenov. Las reglas requieren que se designe un jefe para las pruebas. ¿Quién va a ser?

—Usted, por supuesto.

—Entonces debo informar —dijo Varazin—. No, no, Gorodot, está ordenado específicamente en las reglas, y hay que cumplirlas. —Alzó la voz, mirando a la sala de control—. ¿Pueden prestarme atención, por favor? Como establecen los procedimientos formales, es mi deber informarles del experimento que vamos a llevar a cabo. Si quieren prestar atención…

—Adelante, entonces —gruñó Jrenov—. Después de todo, tenemos aquí personal especializado, sabemos todo eso. ¡No, no deje lo que está haciendo, Kalychenko! Continúe reduciendo la energía; ¡no queremos perder aquí toda la noche!

Kalychenko escuchó a medias, aunque lo que el ingeniero jefe decía era bastante interesante. Casi se le pasó el sueño. El propósito del experimento, anunció Varazin, era ver si se podía generar energía útil del calor que normalmente se perdía cuando un reactor nuclear era desconectado para mantenimiento. El reactor nunca dejaba de estar caliente, por supuesto; nunca lo estaría, hasta que la central quedara completamente fuera de funcionamiento, algún día del siglo próximo; y probablemente ni siquiera entonces de manera absoluta. No era normativo el intentar aprovechar aquel calor mientras el reactor estaba siendo revisado. Ahora, quizá Chernobyl abriría el camino a nuevas prácticas.

Un par de observadores, con aspecto soñoliento, llegó cuando estaba mencionando las nuevas prácticas. Varazin los saludó amablemente con un gesto de cabeza y continuó hablando:

—De esta manera abriremos el camino a nuestros colegas en toda la Unión Soviética. Estas medidas también podrían ser de gran importancia bajo condiciones catastróficas; podrían asegurar un suministro razonable de energía para mantener estables nuestras operaciones hasta que, por ejemplo, los generadores diesel auxiliares fueran puestos en marcha. ¿Alguna pregunta?

El jefe del turno levantó la mano.

—No comprendo muy bien para qué «condiciones catastróficas» nos estamos preparando, Vitaly Aleksandrovitch.

—¿Quién puede decirlo? —sonrió el ingeniero jefe—. ¿Una tormenta muy fuerte? ¿Un terremoto? O… —frunció el ceño significativamente— tal vez un repentino ataque nuclear de nuestros enemigos.

—Ah —dijo el jefe del turno, aclarada su duda—. Por supuesto. Pero me queda todavía otra pregunta. ¿Por qué no desconectamos simplemente el reactor en lugar de intentar reducir la potencia?

—Porque debemos estar completamente seguros —dijo severamente el ingeniero jefe—. Haremos esta prueba una serie de veces, registrando cuidadosamente todos los resultados. Es una cuestión de seguridad, al fin y al cabo… ¡y en la central nuclear de Chernobyl nunca seremos lo bastante cuidadosos en cuestión de seguridad!

Kalychenko gruñó para sí. ¡Varias veces! ¡Podría estar con ello toda la noche…! Y muy probablemente, tal como se desarrollaban las cosas, parte de la mañana del sábado. Con resignación, se dedicó a su trabajo.

El turno normal de noche en la sala de control contaba solamente con media docena de hombres, un grupo mínimo para tener las cosas en marcha. No había mucha demanda de energía eléctrica a altas horas de la noche en la Unión Soviética. Los buenos ciudadanos se iban a la cama temprano para acudir frescos y despejados al trabajo, la mañana siguiente.

Aquella noche era diferente. Además del turno de Kalychenko había otros cuatro hombres del turno anterior, todos con aspecto deprimido por tener que trabajar unas horas por las que posiblemente no les iban a pagar, más los observadores, el ingeniero jefe y el jefe de Personal, Jrenov.

Reducir la energía en un reactor como el RBMK no es como bajar el volumen de un aparato de radio. Desconectarlo por completo es mucho más fácil. Simplemente se introducen todas las barras de boro, doscientas once, que atraviesan el núcleo de grafito de arriba a abajo y en todas sus partes. El boro es nocivo para las reacciones nucleares. El boro absorbe los neutrones, que no pueden provocar otra fisión atómica, y por tanto la reacción se detiene: ése es el método fácil.

Frenar el reactor nuclear es otro asunto. Hay tres maneras distintas de hacerlo. Primero, en líneas generales, se introducen unas pocas barras adicionales en el núcleo. No demasiadas: no hay que matar la reacción. (Una vez que el reactor se detiene, los productos de desecho empiezan a acumularse, y el xenón es el peor de todos, ya que bloquea las reacciones nucleares más aún que el boro. Entonces es imposible empezar de nuevo hasta que han pasado varias semanas y el xenón se ha disipado.)

Hay además una medida de control que se consigue variando la mezcla de gases en el espacio sellado en torno al núcleo. Algunos de los gases absorben los neutrones de la misma manera que el boro, aunque no tan fuertemente; para frenar un poco la reacción, simplemente se añaden más gases de aquella índole a la mezcla.

Por último, está el agua. El agua que fluye por el núcleo para convertirse en el vapor que alimenta las turbinas tiene también la característica de absorber neutrones…, al menos mientras es agua. En cuanto se ha convertido en vapor, que es menos denso, absorbe menos neutrones, y así la reacción nuclear se acelera. Esta condición se llama un «coeficiente de vacío positivo», término técnico que únicamente significa que cuanto más vapor hay en las tuberías más rápida será la reacción. También significa que cuanto más rápida sea la reacción, se generará más vapor… y por tanto más «vacíos», y mayor velocidad de reacción, y más vapor… Es sumamente delicado mantener un reactor, uno cualquiera, entre la desconexión y la aceleración imparable, y por lo tanto el control de un reactor nuclear es un baile constante de barras y bombas.

Cuando las cosas marchaban bien, Kalychenko disfrutaba de su participación en aquel baile. La mayor parte, en suma, era automática. Había sensores caloríficos por todo el núcleo del reactor. La temperatura óptima de las 130 toneladas de uranio combustible era cientos de grados más alta que la temperatura de ignición de las placas de grafito. El grafito es carbono. El carbono arde. Pero no puede arder sin oxígeno, y el oxígeno se excluía cuidadosamente de la mezcla de gases en el ámbito circundante. Si la temperatura del reactor se elevaba o decrecía demasiado, ello sería señalado por los costosos instrumentos importados de Occidente que la regulaban. Entonces, el operario conectaría los motores que introducirían más barras, o las sacarían un poco. Si la temperatura se elevaba drásticamente el operador no se vería involucrado en absoluto: unas bombas automáticas inyectarían agua fría en el núcleo para refrescarlo.

Tal cosa no podría suceder aquella noche porque el sistema automático había sido desconectado horas antes, pero de todas formas nadie dejaría que las cosas llegaran tan lejos como para que el sistema interviniese.

Otra cuestión que ningún operador deseaba (al menos Kalychenko no, desde luego) era intentar bajar la temperatura lentamente. Cuestión difícil, porque a niveles bajos, el RBMK era muy duro de controlar. El problema radicaba en su enorme tamaño. Los sensores de temperatura no podían estar en todas partes. Una parte del núcleo podía hallarse a la temperatura deseada, mientras otra, a un metro de distancia, alcanzaba niveles peligrosos sin aviso. Por eso, Kalychenko sudaba y maldecía para sus adentros, pues el condenado indicador subía y bajaba, ahora a un diez por ciento de la potencia, luego arriba, hasta el treinta, luego otra vez abajo porque se hundían unas cuantas barras, y después casi se paraba, llegado al punto en que el xenón empezaba a formarse, hasta que hubo que retirar todas las barras, excepto seis, con lo cual volvió a la vida.

Cuando Kalychenko tuvo un segundo de respiro para apartar los ojos de la consola y echar una ojeada al reloj, vio que solamente era la una. Ya no tenía sueño. Simplemente estaba exhausto. ¡Sólo la una, y había trabajado más de lo que normalmente trabajaba en todo el turno! Los demás parecían también agotados.

Incluso el hombre de la KGB, Jrenov, había perdido su aspecto cálido y alerta. Justo detrás de donde estaba sentado Kalychenko, Jrenov discutía con el ingeniero jefe.

—¿No puede controlar esa bestia? —inquirió—. ¿Tendré que buscar a Smin y traerle aquí?

Varazin se sonrojó.

—Yo soy el ingeniero jefe, no Smin —declaró—. El director Zaglodin me ha confiado este proyecto.

—¡Entonces llévelo a cabo! —ladró Jrenov. Examinó la sala llena de técnicos—. Veo que he fallado en mis obligaciones —anunció—. No he seleccionado el personal con el cuidado suficiente. No tenemos un equipo técnico lo bastante competente para atender las demandas de esta central.

Varazin se acobardó.

—Eso es inexacto. Estas personas están altamente cualificadas. Es simplemente la dificultad de operar a baja potencia lo que…

—Es incompetencia —zanjó Jrenov. Dio un largo suspiro—. Ya es la una. ¿Cree que podremos empezar la prueba a las dos? ¿Sí? ¡Volveré entonces, y por favor, ingeniero jefe Varazin, consiga que las cosas estén en orden a esa hora!

Al menos, con la marcha de Jrenov todo el mundo respiró un poco más libremente, pero el trabajo no fue más fácil, sino peor. Con gran dificultad consiguieron estabilizar el nivel de energía del reactor número cuatro a 200 megavatios, un quinto de su capacidad normal. Kalychenko cantó la lectura y alargó la mano hacia el interruptor que mantendría aquel nivel.

—¿Conecto los sistemas automáticos? —preguntó, con el dedo ya preparado.

—Por supuesto que no —contestó Varazin, molesto—. Está demasiado alto. Enfríe el reactor un poco.

—Hay seis bombas funcionando ya —informó el jefe del turno.

—¡Conecte la séptima!

Kalychenko registró la hora en que la séptima bomba era incorporada: tres minutos después de la una. Y en efecto, la temperatura del núcleo empezó a responder; no era el frescor del agua la causa, sino el líquido añadido al sistema, que absorbía unos pocos neutrones más.

El ambiente en la sala de control se había ahora excitado, con los ingenieros y operadores pidiéndose datos unos a otros, como espectadores de un partido de fútbol. Incluso el veterano Varazin se movía inquieto de un lado a otro mientras comprobaba con ellos las lecturas, y Kalychenko empezó a pensar en lo que aquello significaba. Si el experimento tenía éxito podría servir de modelo para todas las centrales nucleares de la Unión Soviética. Habría recomendaciones, quizá recompensas en metálico…, ¡quizás incluso les mencionarían el Literaturnaya Ukraina, o puede que Pravda! Bueno, no, se dijo, esto no era probable; tal tipo de cosas no se comentaba en la prensa, para que en Occidente no supieran qué sucedía en las industrias soviéticas. ¡Pero quedaría en los archivos! Ni siquiera Jrenov dejaría de anotar en sus ficheros a todas las personas que habían contribuido a un éxito tan grande.

—El nivel es aún demasiado alto —anunció Varazin—. ¡Añada otra bomba!

Era la una y siete minutos. Y de repente, sin solución de continuidad, la alegría de Kalychenko desapareció. Empezó a preocuparse.

El primer indicio de nuevas complicaciones fueron las lecturas de presión en los sistemas de agua.

—La presión se reduce en el tambor de secado —informó uno de los ingenieros.

El jefe del turno miró a Varazin.

—Sí, por supuesto. Adelante —dijo éste, impaciente, pero también nervioso.

Con dos bombas extra introduciendo agua en el sistema, la formación de vapor se había frenado; entraba más agua en el núcleo que la que éste podía vaporizar, y por ello en el gran tambor, donde se extraía el vapor para alimentar las turbinas y el agua restante se bombeaba de nuevo al sistema de circulación, la presión había empezado a bajar. Paradójicamente, esto significaba más vapor allí, ya que el agua encontraba más espacio para expandirse. Kalychenko escuchó y pensó que podía oír, en el distante latir de las bombas, un sonido forzado, puesto que intentaban bombear vapor en lugar de agua.

Entonces el ordenador emitió un aviso: El reactor debe ser desconectado de inmediato.

—¡Ingeniero jefe Varazin! —exclamó Kalychenko.

—Sí, claro —dijo el aludido, que ahora parecía más tenso—. Estamos operando bajo condiciones desusadas, para las que el programa no está diseñado.

—Entonces deberíamos…

—¡Por supuesto que no! —atajó Varazin, mordiéndose el labio—. El camarada Jrenov volverá a las dos, y no quiero que encuentre un reactor desconectado. —Miró el reloj. Era la una y veinte minutos—. Cierre la válvula de control de parada —ordenó.

Kalychenko miró al jefe del turno antes de obedecer, pero el hombre simplemente hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estaba pálido.

De mala gana, Kalychenko hizo lo que se le mandaba. La válvula era el último de los sistemas automáticos de seguridad…

Entonces todo se precipitó.

—¡La temperatura se está elevando! —gritó el jefe del turno.

Todos miraron hacia los indicadores térmicos: del siete por ciento de potencia normal al quince…, al veinte…, en diez segundos subió al cincuenta por ciento de la potencia normal. Y en la mente de Kalychenko, mientras contemplaba horrorizado lo que sucedía, se formó la imagen del interior del núcleo del reactor, con cada uno de los 1.661 tubos llenos de agua… Sólo que la presión bajaba… y el agua se transformaba prematuramente en vapor, vapor que no era lo suficientemente denso para absorber neutrones y que permitía que la reacción se acelerase…

Hubo un sonido sordo y distante.

—¿Qué ha sido eso? —chilló Varazin, y añadió, en el mismo tono—: ¡Inserten barras! ¡El cincuenta por ciento de las barras, inmediatamente!

Pero el operador de las barras informó que los motores de control no respondían: las barras no penetraban en el núcleo.

—¡Cierre de emergencia, entonces! ¡De inmediato! —exclamó Varazin, y contuvo la respiración.

Pero las barras no entraban.

—¡Algo las está bloqueando! —gritó el controlador, con voz temblorosa.

Kalychenko le escuchó incrédulo, porque lo que decía era imposible. No había nada que bloqueara las barras en sus tubos… Sólo se explicaría si el interior del reactor se hubiese torcido de repente, o contraído, o roto…

La siguiente explosión fue mucho más fuerte. Las paredes temblaron. De ellas se desprendió polvo, que flotó en el aire como un repentino destello de niebla helada. Las luces se apagaron… Todas, incluidos los diales de la consola y el panel de instrumentos.

—Oh —murmuró Varazin—, Dios mío.

—¡Circuitos de emergencia! —gritó el jefe del turno, y el hombre sentado junto a Kalychenko, murmurando maldiciones, tendió la mano hacia el interruptor.

Entonces, al menos, las luces de los instrumentos volvieron a conectarse, pero lo que revelaban era una locura. Lecturas de temperatura fuera de toda escala, niveles de radiación increíbles. Y el ruido no terminó con la explosión. Había un rumor como un trueno de paredes desmoronándose, un golpeteo de algo duro que caía sobre el tejado, un crepitar que sólo podían ser llamas.

—Vayan y vean lo que ha pasado con el reactor —ordenó Jrenov.

Con los ojos fijos en el panel de instrumentos, Kalychenko ni siquiera se había dado cuenta de que el otro había regresado.

Al menos era una orden que obedecer. La mayoría de los hombres de la sala saltaron dispuestos a cumplirla. Kalychenko se levantó de su consola inútil, pero al atravesar la puerta tropezó con uno de los hombres, quien farfulló algo y le apartó de su camino. Kalychenko cayó al suelo pesadamente. Cuando se puso en pie, la mayoría de los presentes había salido corriendo para ver la cámara del reactor.

Kalychenko se había lastimado el brazo al caer. Dudó, frotándoselo, y entonces dio la vuelta y se alejó en dirección contraria. Fue un acto de cobardía. Huyó de su deber, y eso le salvó la vida.

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