Chernobyl

Chernobyl


19. Lunes, 28 de abril.

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Lunes, 28 de abril.

Vremya, el noticiario televisivo de las nueve de la noche, es una institución soviética. Lo contemplan cada día decenas de millones de personas, aunque no con mucha atención. Generalmente es lo que en América llaman un programa de «bustos parlantes»; las noticias son leídas por un hombre ante una mesa, brevemente y con un tono inexpresivo, y no hay demasiadas. Las únicas filmaciones son por regla general de granjeros que consiguen un nuevo récord en la cosecha, o de la botadura de algún nuevo rompehielos. Los rusos bromean diciendo que siempre se sabe cuándo dan las noticias porque puede oírse, a través de las débiles paredes de los apartamentos, el ruido que hacen los vecinos al ir al cuarto de baño y soltar la cisterna después de haber visto la película correspondiente, las retransmisiones deportivas o los conciertos.

Así pues, cuando llegó la hora del noticiario aquel lunes por la noche, Igor Didchuk se levantó y se dirigió a la cocina para tomar un vaso de agua mineral del frigorífico, y Oksana sin duda habría hecho lo mismo si no hubiera estado ocupada en terminar la última pasada de su labor de punto. El ballet en televisión, aquella noche, había presentado a la compañía del Bolshoi en una producción llamada Las calles de París, nada parecido a La Bohème o Gaité Parisienne, sino un drama sobrio y conmovedor sobre la Comuna francesa de dos siglos antes.

—Pero el baile ha sido maravilloso —le dijo Oksana a su esposo cuando éste regresó.

—Por supuesto —dijo él con orgullo.

El Bolshoi era una compañía rusa, no ucraniana, pero Didchuk se consideraba un auténtico internacionalista soviético. Desde su punto de vista, la compañía del Bolshoi era soviética (y un día tal vez su propia hija Lia, que ya hacía sus solos en la academia de danza a la que asistía dos días por semana, sería la Plisetskaya del año 2000). Lia tenía nueve años, y estaba ya dormida en su «habitación», que en realidad era sólo una extensión de la sala central de la casa. Los padres de Oksana refunfuñaban en el comedor y sala de estar, que también les servía de dormitorio; ya era, a fin de cuentas, hora de irse a la cama.

Didchuk se detuvo a mirar las noticias.

—¿Yereem? —Le dijo entonces su esposa—. ¿Te dije que el niño de los Bornets ha llegado al colegio con una temperatura de treinta y ocho grados? ¿Te imaginas?

—No, no me lo dijiste.

—Pues cuando le he enviado al consultorio ha vuelto con una nota diciendo que el doctor no pasaba hoy consulta, que le habían llamado para una emergencia.

—Supongo que se estará preparando para el Primero de Mayo, como todo el mundo. ¿Qué has hecho?

—¿Qué podía hacer? No podía mandarle a casa. Sus padres estarían los dos en el trabajo. Así que le acosté en la sala de profesores, aunque, Yereem, eso no es justo para con mis colegas. ¿Y si yo misma hubiera traído alguna especie de virus a nuestra familia?

—A mí me pareces bastante sana. Bien, vamos a la cama…

Estaba a punto de apagar el televisor cuando el presentador, en la pantalla, soltó una hoja de papel, cogió otra y leyó, sin cambiar de expresión:

—Se ha producido un accidente en la central nuclear de Chernobyl, en Ucrania. Hay heridos, y se están tomando medidas para que la situación vuelva a la normalidad.

Los soviéticos aplican una tabla de conversión a la forma en que el gobierno divulga las malas noticias. Si la noticia no se comunica nunca y no es más que objeto de rumor, entonces es mala pero soportable. Si el suceso es descrito públicamente como «menor», entonces es serio. Y si no se le aplica ningún calificativo, entonces es necesario recurrir a «las voces» para tener idea de lo que ha pasado.

La única radio que los Didchuk tenían no estaba en la cocina con el aparato de televisión; estaba en la otra pieza, donde los abuelos se disponían ya a acostarse. Didchuk llamó a la puerta y se disculpó.

—La radio —dijo—. Convendría que la escucháramos un momento.

—¿A esta hora? —preguntó su madre; pero cuando oyó lo ocurrido con la noticia, dijo—: Sí, ahora comprendo. La señora Smin, el sábado por la mañana, estaba claro que ocultaba algo. Pero, por favor, no pongáis las voces demasiado altas.

No hacía falta que lo dijese. Didchuk encendió la radio, una Rekord 314, del tamaño del ataúd de un bebé, y esperó pacientemente que se calentara. Situó el volumen apenas en un susurro. No es exactamente ilegal escuchar la Voz de América y otras emisiones extranjeras orientadas hacia la Unión Soviética, pero tampoco es algo que la mayoría de ciudadanos quiera ventilar.

No parecía llegar nada en ruso desde el exterior, y la mayoría de las emisoras extranjeras, por supuesto, estaban interferidas. Todo lo que pudieron encontrar fue la emisión desde Francia que, por razones que nadie había explicado nunca, casi nunca era interferida; pero se hacía en francés, y ninguno de los Didchuk hablaba este idioma.

Aun así pudieron captar algunas frases del rápido recitado, frases que aludían a «deux milliers de morts» y «una catastrophe totale».

—¡Pero si la central de Chernobyl está a más de cien kilómetros de distancia! —protestó Oksana, la cara pálida.

—Sí, cierto —coincidió su esposo, sombrío—. Tenemos la suerte de estar muy lejos. Dicen que la radiación puede ser peligrosa, no sólo inmediatamente, sino por un período de muchos años. Cáncer, defectos congénitos… Leucemia en los niños…

Se miraron mutuamente y luego volvieron los ojos hacia el salón, donde Lia dormía pacíficamente, con la cabeza apoyada en un puño y una dulce sonrisa en los labios.

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