Chernobyl

Chernobyl


20. Martes, 29 de abril.

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Martes, 29 de abril.

El puesto de control para combatir el desastre de la central nuclear de Chernobyl ya no está en la granja colectiva. Ahora hay demasiada gente para la capacidad de una comunidad agrícola, y por ello ha sido trasladado a la propia ciudad de Chernobyl, a treinta kilómetros de distancia. La evacuación de Pripyat se ha ampliado hasta incluir todas las poblaciones que abarca aquel radio. Donde setenta y dos horas antes vivían más de cien mil personas, ahora no hay nadie excepto los bomberos, los equipos de emergencia y los médicos. Dos escuadrones de helicópteros pesados de las Fuerzas Aéreas Soviéticas se han unido a los contingentes de auxilio, y noche y día cargan sacos de arena y redes llenas de barras de metal, las llevan en un vuelo de cinco minutos al reactor, lo descargan todo sobre el foco de combustión, que está al rojo blanco, y vuelven para otra carga. Las cabinas de los helicópteros han sido revestidas con placas de plomo, lo que reduce seriamente la carga que pueden llevar, y los pilotos trabajan doce horas diarias. A las cuadrillas que combaten el accidente desde el suelo sólo les permiten tres turnos de dos horas, cada veinticuatro. Incluso así, a cada hombre se le analiza la sangre dos veces al día para contar sus glóbulos blancos, y cuando el número de éstos es bajo se le retira rigurosamente de la tarea.

Sheranchuk entendía perfectamente la razón para los turnos de dos horas, pero nadie le había dicho qué podía hacer en los intervalos de seis horas, durante los cuales tenía prohibida la entrada a la zona. Lo que hacía, principalmente, era tratar de dormir. Cuando no lo conseguía, comía, y fumaba febrilmente, y se convertía en un estorbo.

Sabía que se estaba poniendo pesado, porque ya se lo habían dicho cuando visitó el hospital de la ciudad de Chernobyl para ver cómo le iba a su esposa («Muy bien querido», le dijo ella, «pero la verdad es que ahora estamos muy ocupados»), y cuando intentó telefonear al hospital en la lejana Moscú para preguntar por el director técnico Smin («Su estado es controlado cuidadosamente; está consciente; y, por favor, no entorpezca nuestras líneas telefónicas en este momento.»). No podía evitarlo. Echaba de menos a Smin. Los expertos y voluntarios llegados de toda la URSS eran bastante buenos, pero después de todo el núcleo de grafito estaba aún ardiendo, ¿no?

Paseaba de un lado a otro, rezongando contra el distante humo que persistía en el horizonte, cuando el vehículo blindado que transportaba al personal llegó. Dio un salto y corrió a unirse a los otros catorce trabajadores dispuestos a cumplir su turno.

El trayecto hasta la central duraba media hora, y ninguno de ellos habló mucho. En el camino, todos se pusieron los monos protectores, verificaron sus dosímetros y se aseguraron de que las capuchas cerraban bien. En cuanto el transporte se detuvo, Sheranchuk corrió directamente al circuito cerrado del agua para verificar las lecturas de presión en los manómetros.

Oyó que en las alturas los helicópteros iban y venían. Uno de ellos le pasó por encima. Parecía una ballena volante, con una hélice en lo alto y los rotores de la cola girando sincronizados. Pudo ver que alguien tiraba algo por la puerta; un saco de arena, sin duda.

Entonces llegó a las tuberías, y ya no volvió a mirar a los helicópteros, ni siquiera cuando sintió el golpeteo de la arena en su casco y supo que uno de los sacos se había roto al caer. Después de todo, no era más que arena. Si le hubiera golpeado uno de los sacos, o una de las barras de plomo que caían, no necesitaría mirar: estaría muerto…, como ya había ocurrido al menos con uno de los bomberos a quienes su labor situaba demasiado cerca del punto de vertido.

Aquélla era la parte positiva de la tarea inmediata de Sheranchuk: liberar las grandes válvulas de agua del sistema de vapor. Estaban en un lugar protegido que le mantenía fuera del alcance directo de las descargas de los helicópteros. La parte negativa era que las válvulas se resistían a ser liberadas. Los motores eléctricos que tenían que moverlas se habían quemado, porque algo en el interior de las válvulas estaba obstruido. Las ruedas de control exteriores no conseguían mover las gigantescas palas del interior. Cuando Sheranchuk llegó al lugar de los hechos, vio que los que le relevaron habían intentado una estrategia diferente. Habían secado el sistema de refrigeración de agua del estanque para atacar las válvulas con palancas de hierro. Pero ello tampoco había funcionado, porque el sistema de vapor se había calentado tanto que quedaba poca agua líquida en las tuberías. Ahora casi todo era vapor, y nadie podía trabajar con aquel calor, así que tuvieron que abrir los diques y dejar que el agua refrigerante volviera a fluir. Cuando Sheranchuk llegó con el nuevo turno, estaban otra vez forzando las ruedas externas.

Sheranchuk vio que el anterior jefe de turno había colocado en las ruedas un sistema de barras intercaladas, y el grupo intentaba mover las válvulas haciendo palanca.

Pensó de inmediato que aquello era peligroso. El mayor riesgo no era sólo que probablemente no funcionaría, sino que si aplicaban demasiada fuerza partirían las barras, aunque fueran de acero reforzado. Así que cuando Sheranchuk se hizo cargo, urgió al grupo a empujar con mayor suavidad.

—¡No se trata de golpear como un ariete! ¡Un impulso continuado! ¡Ahora! ¡Manténganlo! Con todo su peso…

Cuando el esfuerzo no consiguió tampoco nada, intentó hacer retroceder un poco la rueda antes de empujar de nuevo. Casi funcionó. La rueda giró unos pocos centímetros, y adelante y atrás, adelante y atrás, siguieron trabajando duro, sudando en el interior de sus monos, bajo el ruido de los helicópteros y el estrépito de la arena y las barras metálicas que caían, y el rumor de las bombas de incendios y los broncos gritos de los hombres…

Sheranchuk se sorprendió cuando alguien apoyó una mano en su hombro. Parpadeó al ver que era el relevo. ¿Ya habían pasado dos horas? ¿Y qué habían conseguido? Conocía la respuesta a esta pregunta…

Al menos ya no estaban solos. No eran solamente las fuerzas de la central nuclear las que combatían el accidente, ni siquiera las de la región o de Ucrania entera. La ayuda venía de todas partes, por todos los medios posibles. Por carretera, convoyes de camiones se dirigían hacia Chernobyl desde los cuatro puntos cardinales. Por aire llegaban aviones al pequeño aeródromo de la ciudad, así como helicópteros. Llegaban barcazas al puerto, y los trenes entraban en la estación de Yanov; y no eran sólo trenes de mercancías con un paquete o dos para los bomberos: eran trenes especiales que descargaban al borde de la zona evacuada y cuya carga, trasladada a vagones-plataforma prescindibles, era llevada a la central por locomotoras que no salían de la zona. Médicos, bomberos, ingenieros, policías, soldados…, la mitad de la Unión Soviética semejaba acudir junto a la central nuclear de Chernobyl en su agonía.

Era un esfuerzo impresionante. La única pregunta que Sheranchuk se hacía era si bastaría.

Les habían ordenado que se ducharan sin falta cada vez que terminaran su turno, y con tanta frecuencia como pudieran en los intervalos, para mayor seguridad. En cuanto Sheranchuk se despojaba del mono protector y dejaba que le sacaran unas cuantas gotas más de sangre, se dirigía a las duchas, mientras se frotaba el interior del codo. Los médicos encontraban cada vez más difícil localizar un lugar en su brazo que ya no hubiera sido pinchado antes. Parecían cansados. Y también lo estaba Sheranchuk. Se abría camino entre los hombres exhaustos y desnudos que esperaban su turno y dejaba que el agua fría le empapara. Se enjabonaba a conciencia, preguntándose qué cantidad de radiación habría en el agua. Ésta era una preocupación inútil. Tenían que ducharse de todas formas. Y, además, aquellos momentos bajo la ducha eran los únicos de que disponía para relajarse y pensar en su esposa y en su hijo. La última noticia de Tamara era que Boris estaba ya en camino hacia un campamento del Komsomol en el Mar Negro con otros veintidós chicos de Pripyat. Sheranchuk se consolaba con estos gratos pensamientos. Al menos, su familia estaba fuera de peligro…

Si es que alguien en Europa estaba fuera de peligro, se dijo, recordando la nube de gases que deambulaba por la faz de la tierra. En Europa, o en el mundo.

El grato momento se volvía amargo.

Sheranchuk salió de la ducha y se secó con sus propios calzones, porque las toallas eran una de las comodidades en las que nadie había pensado todavía en el puesto de control. Se puso una camisa de algodón y unos pantalones de trabajo y se calzó zapatillas. Vestido con todo lo que necesitaba, atravesó el dormitorio improvisado, ante las filas de catres, algunos de ellos con hombres que roncaban, y las mesas donde otros hombres hablaban o jugaban a las cartas, y se dirigió a la reunión de las seis.

Aquél era el inconveniente del hecho positivo de que tantos ciudadanos soviéticos se hubieran apresurado a ayudar. Las reuniones. Con más de dos mil hombres y mujeres desplegados para combatir la explosión y sus consecuencias, los responsables tenían que mantener una reunión casi permanente para coordinar sus esfuerzos.

En la sala había una mesa con una bombilla sin pantalla colgando sobre ella, y media docena de hombres esperaban su informe. Lo dio con rapidez.

—Las válvulas no se abren. Están intentando forzarlas, pero temo que sólo las romperán.

Al mirar a su alrededor, Sheranchuk advirtió que ahora era casi la persona de mayor rango que quedaba en el lugar desde el tiempo de paz (se corrigió: desde la época anterior a la explosión). Smin estaba en un hospital de Moscú, luchando por su vida. Después de su llegada, el director había insistido en hacerse cargo de la emergencia, hasta que tuvieron que relevarlo. Era fácil suponer dónde estaba ahora. El ingeniero jefe estaba con él. Otros se encontraban en el Hospital número 18 de Kiev, o habían sido evacuados con sus familias, o simplemente habían huido. Las personas reunidas en torno a aquella mesa pertenecían todas a otros distritos, y venían de Moscú, Kiev, Novosibirsk y Kursk. La mayoría de ellas llevaba uniformes militares bajo los trajes protectores.

Quien presidía la reunión, sin embargo, era un civil, Istvili, el hombre del Ministerio de Energía Nuclear. Ya no estaba tan aseado como cuando llegó por primera vez, pero permanecía aún firme mientras escuchaba las malas noticias de Sheranchuk. No pareció sorprendido.

—Hay que drenar el depósito —dijo solamente.

Se refería a la reserva de agua emplazada bajo el reactor, construida allí para que, en caso de que se rompiera una tubería, el vapor pasara por el depósito y se enfriara convirtiéndose de nuevo en agua, en vez de reventar la coraza de contención. Por supuesto, era inútil frente a lo que había sucedido en la central. Más que inútil, un peligro.

El general que mandaba las brigadas de bomberos se movió inquieto.

—No veo por qué no podemos simplemente dejarlo en paz.

—Porque, camarada general, no queremos agua ahí debajo. Queremos cemento. Necesitamos aislar el núcleo entero del mundo exterior, por encima, por debajo y por los lados.

—¡Habla de un trabajo que durará meses!

—Espero que podamos hacerlo en meses solamente. En cualquier caso, no sabemos qué fuerza tienen las estructuras que sostienen el núcleo; si éste cae sobre el depósito, será un problema serio.

¡Serio! Ya era bastante serio para Sheranchuk, quien intervino obstinadamente:

—Sin embargo, no creo que esas válvulas vayan a abrirse.

Istvili asintió.

—¿Qué propone entonces?

—Atacar desde otra dirección —dijo Sheranchuk, arrojando el cigarrillo al suelo para tener las manos libres—. Aquí, déjenme mostrarles. —Dibujó rápidamente el reactor destrozado y la cámara llena de agua que había debajo—. Si entramos en el tanque desde otro lado, podremos drenarlo. Aquí. Donde se encuentra con el depósito del reactor número tres. Si vaciamos éste, podremos abrirnos paso a su través.

Istvili estudió el boceto sin sorprenderse.

—Lo apruebo. Creo que también podríamos intentar excavar otro túnel desde… aquí. Sera más largo, pero tal vez resulte más fácil.

—¡Mis hombres no son topos! —ladró el general de los bomberos.

—No necesitamos a sus hombres para eso, camarada general. Un equipo de operarios de las minas de carbón de Donets ya viene de camino. Ahora, ¿en cuánto al fuego en el propio grafito?

—La operación de los helicópteros contribuye a apagarlo. Aunque se necesitan al menos otras cincuenta toneladas de arena.

—¿Camarada coronel?

—Por supuesto —dijo el oficial de las Fuerzas Aéreas—. Ya hemos pedido otro escuadrón de hombres y aparatos. Estarán aquí por la mañana. Con ellos, seguiremos la descarga según los previsto.

Istvili miró al general, que se encogió de hombros.

—Si es así, tal vez necesitaremos más voluntarios para llenar los sacos. Además, mis hombres no pueden atravesar los cascotes que hay alrededor del edificio del reactor.

—¡Haga que las excavadoras los retiren!

—Naturalmente, camarada Istvili —dijo el general suavemente—, ¿pero dónde los echarán? Ya han vertido parte en la laguna…

—¡Por el amor de Dios, hombre! —exclamó Sheranchuk—. ¡En la laguna no! Ya hemos envenenado suficiente agua.

—Es lo que digo. ¿Dónde?

—Hay un gran agujero excavado, destinado a los cimientos de otro reactor, al otro lado de la central —dijo Sheranchuk, ya que nadie hablaba—. Dudo que jamás llegue a construirse; ¿no pueden echarlos allí?

—Hágalo —dijo Istvili, volviéndose para mirar de nuevo a Sheranchuk. Luego se dirigió a todos los presentes—: ¿Hay algo más para lo que necesitemos a nuestro ingeniero hidráulico?

—Hay algo para lo que yo necesito a la reunión —dijo rápidamente Sheranchuk.

—¿Qué es?

Resulta imposible hacer nada en un turno de dos horas un par de veces al día. Pido permiso para trabajar períodos más largos.

—¿Como cuánto?

—¡Todo lo que haga falta! Cuatro horas, como mínimo.

Istvili tamborileó con los dedos sobre la mesa y miró alrededor.

—¿Cómo están las lecturas de sus glóbulos blancos, camarada Sheranchuk?

—¿Quién sabe? Simplemente, me sacan sangre y se la llevan. Hasta ahora no me han dicho que esté en peligro.

Istvili asintió. Luego suspiró.

—Permiso concedido —dijo—. Ahora veamos cómo andamos de material…

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