Chernobyl

Chernobyl


22. Viernes, 2 de mayo.

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Viernes, 2 de mayo.

Lo malo de un estado centralizado, en el que todo tiene que resolverse en la capital, es obvio. Suprime iniciativa, demora decisiones, lleva al derroche, a la mala administración y a la corrupción. Pero también tiene ventajas. No pasa nada hasta que las autoridades deciden, pero entonces lo que hay que hacer se cumple con rapidez sorprendente. Así es como sucede con la evacuación de la zona en un radio de treinta kilómetros en torno a la central nuclear de Chernobyl. Moscú dice «¡Evacuar!» y un centenar de pueblos, ciudades y granjas colectivas del exterior del perímetro hacen sitio a los habitantes de las ciudades, pueblos y granjas del interior. Aparecen autobuses para transportar a las personas. Llegan camiones para la maquinaria agrícola y los animales. Por supuesto, se comprueba la radiactividad de todos y todo antes de que se desplacen un solo metro de su lugar de origen, pero la mayoría de las cosas basta con regarlas. Así desaparecen los residuos de hollín depositados por la lluvia radiactiva, y el objeto es inocuo. Cuando las expediciones llegan a su destino, los granjeros van inmediatamente a las granjas, los ciudadanos a las ciudades, los niños a escuelas preparadas para recibirles.

El lugar donde Sheranchuk se encontró era la granja colectiva de Kopelovo, a cien kilómetros de la zona evacuada, aunque no por ello necesariamente tranquila. Ochenta familias evacuadas de Pripyat y de comunidades más pequeñas habían sido establecidas allí; otras cuarenta, como Sheranchuk y su esposa, fueron enviadas de vacaciones. ¡Vacaciones! No lo eran para Sheranchuk; eran ya treinta y seis horas de exilio forzoso.

—Debería estar en la central —se quejó en cuanto llegaron.

—Precisamente porque has estado demasiado tiempo en la central te han traído aquí, querido Leonid. Alégrate. Descansa. Vete a la cama, pero déjame primero que te vuelva a tomar la temperatura.

Habían llegado juntos a primeras horas de la mañana del Primero de Mayo, y de inmediato se acostaron en un suave lecho de plumas, en casa del secretario del Partido en el koljoz. A pesar de todo la granja de Kopelovo había seguido adelante con los festejos del Primero de Mayo, tanto para alegrar a sus inesperados huéspedes como para elevar su propia moral. Sheranchuk se perdió la celebración. Durmió todo el día como un tronco, sin moverse, y ni el estruendo de la banda ni los discursos por los altavoces penetraron su sopor. Despertó al anochecer, el tiempo suficiente para ir al baño. (¡Tenían retretes con cisterna! ¡Algunas granjas colectivas sí que ofrecían ventajas a los koljozistas!) Luego comió con la familia del secretario del Partido, y volvió a la cama con Tamara.

Para entonces ya se había recobrado lo suficiente para aprovechar la oportunidad. Hicieron el amor con la velocidad y el éxito que da la práctica, y yacieron despiertos susurrándose cosas mutuamente durante horas hasta que él volvió a dormirse y lo hizo sin interrupción durante toda la noche.

A la mañana siguiente había trabajo que hacer en la granja, fuera fiesta o no, trabajo que empezó al amanecer. Tamara Sheranchuk se levantó sin hacer ruido en cuanto hubo luz. El pueblo ya estaba en pie, con los granjeros saliendo a los campos. Los dos hijos del secretario del Partido, que habían dejado su habitación para que los Sheranchuk pudieran utilizarla, volvieron de la casa de los vecinos donde habían pasado la noche, para desayunar. Tamara se les unió y charlaron tranquilamente. Veinte minutos después ya habían desayunado y se marcharon con su padre, y la mujer de la casa aceptó alegremente la oferta de Tamara de lavar la vajilla para que ella pudiera ocuparse de otros menesteres.

Le llevó muy poco tiempo, a pesar de que no conocía la cocina. Luego se hizo otra taza de café y echó un vistazo a su marido.

Sheranchuk dormía de lado, roncando suavemente. Muy bien, eso era exactamente lo que se suponía que tenía que hacer. Deseó haber podido tomarle la temperatura una vez más antes de que se fueran a dormir, pero por supuesto no habían pensado como médico y paciente, sino solamente como marido y mujer. (No se le ocurrió tomar su propia temperatura, aunque la razón de que ambos hubieran sido enviados a aquel lugar era que estaban a punto de sufrir un colapso debido al cansancio y cerca, además, de alcanzar niveles peligrosos de exposición a la radiación.)

Tamara dejó a su esposo dormir e investigó la ducha. Sí, había agua caliente; sí, había jabón y unas toallas muy bonitas, posiblemente extranjeras. Se bañó y se vistió, sintiéndose rodeada de lujos.

El infierno de la central de Chernobyl estaba lejos de su mente.

Y no porque no tuviera conciencia de su terrible significado. En parte, había estado demasiado cerca de aquel infierno durante tanto tiempo que sus sentidos se habían embotado; había cerrado su mente al tema durante las treinta y seis horas de su vacación forzosa. Sin embargo, había algo más. No habían tomado precauciones en el lecho de plumas del secretario del Partido. Como médico, Tamara sabía bien que estaba en el punto más fértil de su ciclo. No sería extraño que quedara embarazada.

Se preguntó qué pensaría Leonid de acoger a un nuevo bebé en la familia.

No se inquietaba por ella misma. Aunque Tamara Sheranchuk tenía casi cuarenta años, sabía que estaba en tan buena forma física como siempre. Sí, las mujeres maduras tenían a veces embarazos y partos más difíciles que las de veinte años (pero otras veces no). Sí, las madres maduras corrían un riesgo ligeramente superior de tener un niño con defectos de nacimiento (¡pero la inmensa mayoría los tenían normales!). Sí, se dijo sobriamente, había que considerar otro factor. Aunque la radiación que había recibido era poco probable que afectara su salud de modo significativo, el daño a un embrión podía ser mucho más grave.

¿Pero eso qué significaba al fin y al cabo? ¿Que las mujeres deberían abstenerse de tener hijos?

Y además, su marido merecía un nuevo hijo. Aunque él mismo no supiera cuánto.

Tamara soltó la taza vacía, se asomó a la ventana, contempló la calle ahora vacía y volvió a mirar a su esposo.

Sheranchuk ya no estaba dormido. Abrió los ojos y la miró.

—¿Has sabido algo de la central? —preguntó de inmediato.

—No hay nada que saber. Se supone que no tienes que pensar en eso mientras estés aquí.

Él puso mala cara, pero luego sonrió.

—¿Es posible desayunar algo? —preguntó, mirando su reloj—. Después de todo, el autobús nos recogerá a las diez y son ahora casi las ocho.

Cuando el autobús llegó con su pasaje de nuevos trabajadores de emergencia obsequiados con «vacaciones», Sheranchuk recorría de un extremo a otro la calle del pueblo. En cuanto le fue posible, ya acomodado con Tamara en el vehículo, empezó a preguntar al conductor. ¿Hechos? El conductor conocía muy pocos hechos. ¿Rumores? Oh, sí, había rumores. Se decía que de los primeros trescientos bomberos que intervinieron, al menos ciento ochenta estaban muertos o moribundos. Trescientos policías que debían montar guardia en el interior del perímetro durante seis horas, quedaron olvidados y permanecieron allí doce: la mitad de ellos estaba ahora también en el hospital. Y la misma ciudad de Chernobyl iba a ser evacuada…

—Pero eso es imposible —protestó Sheranchuk—. ¡La ciudad está a treinta kilómetros de la central, completamente fuera de la zona de peligro!

El conductor se encogió de hombros.

—Le estoy diciendo lo que he oído. Es todo lo que sé. Quizá sea sólo temporal, debido a que el viento ha cambiado.

Sheranchuk regresó a su asiento junto a Tamara, agarrándose a los respaldares cada vez que el autobús se bamboleaba en la estrecha carretera. Estaban en medio de campos de cultivo, entre lino y trigo y cerezos y manzanos. Sacó un cigarrillo.

—No deberías fumar —dijo Tamara automáticamente.

Él se encogió de hombros y lo encendió.

—Te estás comportando como un loco —añadió su esposa—. Ya has recibido nadie sabe cuánta radiación. ¿Quieres morir de cáncer antes de cumplir los cincuenta?

—Si muero de radiación no tendré tiempo de morirme de cáncer de pulmón, querida —dijo él.

La miró con curiosidad, sorprendido por su tono de voz. Después de dieciocho años, conocía todos sus tonos. Cuando le decía que dejara de fumar, solía hacerlo con voz de médico; en la mayoría de sus comunicaciones cotidianas era la voz de una pareja trabajadora resolviendo conjuntamente sus problemas. Esta vez el tono parecía más joven, menos seguro, más vulnerable… No, la palabra adecuada era la primera en que había pensado. Más joven. Sonaba como la voz de la muchacha que conoció en el bosque, con la que se había casado.

—¿Tamara? ¿Estás preocupada por mí?

—Te quiero a mi lado durante los próximos veinte años —le dijo ella seriamente.

—¿Sólo durante veinte años? ¿Y después tendré permiso para morirme si quiero?

Ella ignoró el chiste.

—¿Te gustó la granja?

—Era bastante agradable, supongo —concedió él—. La casa estaba realmente al día.

—Tranquila, y el aire era limpio. Una persona podría vivir allí muy feliz, me parece, sin preocuparse por reactores nucleares que estallan. —Le miró directamente—. Y en tu caso, sin añadir más radiación a la que ya has recibido. Podría ser, Leonid, que no volvieses a trabajar nunca más en una central nuclear.

Él refunfuñó ante la idea.

—¿Y qué iba a hacer yo en un koljoz?

—Imagino que viviríamos bastante bien. Estaríamos a salvo. Merece la pena vivir, simplemente, y criar una familia al aire libre.

—La verdad, Tamara —dijo él, sorprendido por su tono una vez más—. Soy ingeniero hidráulico. ¿Crees que me necesitan para que abra las acequias de riego, o para que arregle las cisternas de los retretes, de las que parece que tienen tantas? —Ella no respondió—. No, si no puedo trabajar en Chernobyl lo haré en cualquier otra planta generadora. Habrá nuevas centrales de carbón, y de gas, y de petróleo. Tal vez una estación hidroeléctrica… Eso estaría al aire libre, si lo que quieres es vivir fuera de las ciudades. Pero…

—Pero todavía no has renunciado a Chernobyl —terminó ella por él.

—La central nuclear de Chernobyl es valiosa para el país, Tamara —se rebeló Sheranchuk—. No la van a arrinconar simplemente porque un reactor se ha quemado. Volverá a funcionar dentro de un año, estoy seguro.

—Veamos. Quieres quedarte en Chernobyl porque admiras a Smin; muy bien, yo también le admiro, ¿pero de verdad crees que conservará el puesto después de todo esto?

—¡Él no tiene la culpa!

—Puede que ni siquiera esté vivo, Leonid. Y en cuanto a ti, te quedan pocos glóbulos blancos. Has recibido al menos veinte rads…, que podrían ser cien, ya que al principio no llevabas dosímetro. No te puedes permitir más exposición.

Él se encogió de hombros y miró por la ventanilla. Estaban entrando en Chernobyl. Si la ciudad iba a ser evacuada, no mostraba signos de ello. Las calles estaban llenas, los vecinos intentaban hacer su vida normal mientras miles de trabajadores de emergencia deambulaban, la mayoría de ellos esperando el momento de ser trasladados al torbellino de la planta.

—¿Me oyes? —preguntó su esposa—. Ya has hecho tu parte, Leonid. Debes dejar que otros tomen el relevo.

—Supongo que eso es lo que tendré que hacer —dijo él, sombrío.

Pero se equivocaba, porque cuando se presentó en el puesto de control recibió malas noticias. La radiación se había elevado de nuevo, casi al 75 % del nivel del primer día. El intento de llegar hasta el depósito desde la reserva de agua del número tres había fallado: demasiado acero, demasiado hormigón. Una hora más tarde estaba de vuelta en la estación de autobuses.

Una avanzadilla de control había sido establecida en un bunker subterráneo que antes era el dormitorio de los bomberos de la central y ahora el puesto de mando de la lucha contra el desastre. El aire estaba lleno de humo de cigarrillos y no había mucha ventilación; el mismo aire se reciclaba una y otra vez porque, por mucho que apestara, era mejor que el que había fuera.

Apenas habían pasado cuarenta y ocho horas desde la marcha de Sheranchuk, pero muchas cosas eran distintas. Los lanzamientos desde los helicópteros estaban cumpliendo su objetivo. Casi cinco mil toneladas de boro, plomo, arena y mármol habían sido arrojadas ya sobre el grafito ardiente del núcleo del reactor, y el grafito no era ahora el problema más acuciante.

El problema inmediato era el depósito bajo el reactor destrozado. Contenía agua, y por tanto era parte de la responsabilidad de Leonid Sheranchuk.

Por supuesto, la finalidad del depósito había sido contribuir a la seguridad: contendría el vapor si una o dos tuberías estallaban. Pero aquel elemento de seguridad era ahora el mayor peligro que ofrecía el núcleo del reactor número cuatro.

Basculando sobre el depósito había una masa de ciento ochenta toneladas de dióxido de uranio, más lo que quedara de las mil ochocientas toneladas de grafito, doscientas toneladas de fragmentos del mecanismo de realimentación y otros materiales asociados a él, los escombros de las paredes derrumbadas… y las cinco mil toneladas vertidas encima desde los helicópteros para ahogar las mortíferas emisiones. La estructura no fue diseñada para soportar tanto peso. Peor aún, la estructura misma había sido sacudida y dañada por la violencia de la explosión. Se había debilitado de manera impredecible. Todo podría venirse abajo en cualquier momento…, y si lo hacía, dos mil toneladas de uranio y grafito caerían sobre el depósito, y entonces el agua se convertiría instantáneamente en vapor y la explosión subsiguiente sería aún peor que la primera.

Todo volvería a empezar…, por no mencionar la muerte de cuantos trabajaban frenéticamente por evitar el accidente.

Ahora estaba al mando de la operación un general de Ingenieros, y el hombre tenía un plano de los depósitos subterráneos extendido ante él. Sheranchuk se encorvó sobre el dibujo mientras el general explicaba:

—Nuestros mineros de Donets han excavado el túnel hasta aquí. Luego un equipo de ocho voluntarios (nueve originariamente, pero uno de ellos tuvo que ser retirado) han trabajado intensamente durante un día y medio para abrir camino.

—¿Han abierto camino hasta el depósito? —preguntó Sheranchuk—. Entonces, ¿cuál es el problema? Drénenlo y viertan el hormigón.

—No se puede drenar —dijo el general.

—¿Por qué no? Ah, claro —dijo Sheranchuk, señalando los planos—. Hay que abrir estas válvulas.

—Y están bajo el agua —dijo el general, sombrío—. Todos los pasos se han llenado de agua y tienen escapes. Alguien debería ir con equipo de buzo y abrirlas. Contamos con dos voluntarios…, pero ninguno de los dos sabe dónde están las válvulas.

—¡Yo lo sé! —exclamó Sheranchuk.

El general le estudió un momento.

—Sí —dijo—, eso es lo que pensaba.

No disponían de «equipos de buzo», a despecho de lo que hubiera pensado el general de Ingenieros. Tenían trajes de goma, que eran incómodos y fríos y difíciles de colocar y quedaban demasiado estrechos en algunos lugares y colgaban flojos en otros… Por supuesto, no había tiempo de preocuparse por las tallas. Tampoco tenían linternas portátiles sumergibles. Lo que tenían era una lámpara con un largo cable (el electricista juraba que había hecho todo lo posible para que fuera estanca) y uno de los dos voluntarios para transportarla. Tampoco tenían teléfonos. Una vez estuvieran en el agua, no había nadie a quien hablar y nada que oír.

Nada, excepto los ominosos crujidos y golpes procedentes de las seis o siete mil toneladas de material que esperaba para caerles encima.

No podían dejar de oír aquellos sonidos. Incluso con los oídos tapados los habían percibido en forma de sacudidas del agua que les rodeaba.

Al menos no sentían frío. Al principio Sheranchuk pensó que aquello era una ventaja, porque el traje, al ponérselo, le había quedado terriblemente ajustado. Luego ya no lo fue tanto, pues el agua estaba notablemente caliente, más caliente que la temperatura de la sangre, debido al furioso calor del núcleo que se hallaba encima. Sheranchuk se encontró sudando en un traje que no dejaba que el sudor escapase por ninguna parte.

Esto no era lo grave, sin embargo. Sheranchuk sabía que el agua estaba caliente por otros motivos todavía más desagradables, pues la mayor parte de ella había corrido entre intrincados montones de escombros radiactivos antes de inundar los pasadizos de hormigón por donde los hombres nadaban y se abrían paso. Ninguno de los tres llevaba dosímetros. No tenía sentido. El agua estaría sólo ligeramente contaminada de radiactividad (al menos eso era lo que se suponía desde fuera), y de todas formas había que hacer el trabajo. Era esencial.

La única cuestión era si, además de esencial, sería posible.

Los pasadizos de hormigón por los que Sheranchuk había caminado en otras ocasiones sin preocupación eran ahora auténticos laberintos. La luz de la lámpara mostraba las paredes, el suelo, el techo, las inútiles instalaciones eléctricas, los instrumentos que no funcionaban…, ¡pero qué distinto parecía todo! Les costó veinte minutos llegar al lugar donde estaban situadas las válvulas del depósito.

Sheranchuk se volvió, parpadeando bajo el brillo acuoso de la lámpara de mil vatios, para llamar a sus ayudantes; y justo entonces, sin aviso, la luz se apagó.

—¡La madre que…! —gritó Sheranchuk, y tragó una bocanada de agua al hacerlo.

Ninguno le oyó. Ninguno le habló tampoco, o si lo hicieron, él no pudo oírles.

En completa oscuridad, Sheranchuk no podía distinguir arriba de abajo, ni podía calcular dónde estaban las paredes, ni mucho menos a dónde habían ido a parar sus camaradas. Braceó lleno de pánico hasta que se lastimó los nudillos al tropezar con una de las paredes. Entonces continuó tanteando hasta que encontró una baranda; la siguió hasta que algo chocó con él. Extendió la mano y cogió el pie de uno de los otros dos hombres.

¿Cuál era? No hubo forma de saberlo hasta que sintió que el tercer hombre le rozaba, y palpando sus brazos encontró la luz inútil con su cable.

Sheranchuk pensó un momento. Podían volver a por otra lámpara. ¿Pero mejoraría ello las cosas? ¿Y cuánto tiempo podrían permanecer en aquel lugar antes de que sus cuerpos empezaran a brillar en la oscuridad?

Asió el hombro del que llevaba la linterna y lo palmeó dos veces para llamar su atención; luego, le empujó indicativamente hacia atrás, por el corredor: Ya no le era de ninguna ayuda. Empujó al otro hombre hacia la pared, localizó su mano y la colocó sobre la baranda. Le hizo entender que siguiera adelante mientras él se internaba también en el corredor inundado.

Dando gracias al Dios en que nunca había creído, Sheranchuk llegó al final del corredor y sintió la tubería del depósito bajo sus pies.

A partir de entonces fue fácil. Los dos hombres siguieron caminando a lo largo de la tubería hasta que llegaron a la primera válvula. Sheranchuk puso las manos del otro hombre sobre ella y, en la oscuridad, con los sonidos palpitantes del núcleo sacudiéndoles, empujaron con todas sus fuerzas.

Giró.

Un momento después encontraban la segunda válvula. También giró. Y entonces oyeron los sonidos gorgoteantes del depósito al vaciarse.

Sheranchuk cerró los ojos ante la luz al llegar al aire libre, apartando a los trabajadores que pretendían abrazarle mientras intentaba quitarse el traje de goma. Se sentía triunfante, pero más que nada estaba muy cansado. Tropezó con los cascotes del túnel de los mineros, pero media docena de manos le sostuvieron rápidamente.

Cuando regresó al bunker le apetecía un cigarrillo, pero vio a una doctora que se le acercaba con una carpeta y supo lo que le iba a decir. Se levantó para saludarla.

Era gracioso. Podía ver que la boca de la mujer se movía como si le hablara, pero no oía las palabras.

Abrió la boca para comunicarle aquel hecho curioso, y entonces el mundo empezó a girar a su alrededor y las luces se apagaron. Notó que caía pesadamente en brazos de la doctora, y luego ya no sintió nada en absoluto.

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