Chernobyl

Chernobyl


40. Viernes, 23 de mayo.

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Viernes, 23 de mayo.

Los meteorólogos, para explicar la circulación del aire en la atmósfera terrestre, emplean a veces un ejemplo llamado «El último aliento de César». Se da la coincidencia de que el número medio de moléculas de aire en un pulmón humano se aproxima bastante al número total de «contenidos pulmonares» que formarían la atmósfera terrestre. En los dos mil años que han pasado desde que César muriera apuñalado en el foro romano, ha habido tiempo de sobra para que las moléculas de aire que exhaló se mezclen con el resto, así que ahora están en todas partes. Incluso en los pulmones de usted. Por término medio, cada vez que usted respira inhala una molécula que César exhaló. Esto no le hace ningún daño. El último aliento de César no contenía nada que pueda perjudicarle, pero el gran «aliento» final del moribundo reactor número cuatro de Chernobyl ya es otra cosa. No está tan bien distribuido como la exhalación de César. No ha pasado tanto tiempo. Especialmente en el hemisferio sur, que intercambia aire con el norte muy débilmente, a través de lo que se llaman «células Hadley», sólo han circulado hasta hoy pequeñas fracciones de los gases de Chernobyl. Pero había tantos gases en Chernobyl que cada uno de nosotros tiene ahora en los pulmones un cierto número de sus moléculas, y esto es válido no sólo para todos los americanos, rusos, chinos, franceses e italianos, sino también para cada africano, australiano y campucheo, e incluso para los elefantes de Kenya y los pingüinos antárticos. Inhalamos parte del último aliento de Chernobyl cada día, y lo seguiremos haciendo el resto de nuestras vidas.

A las ocho de la mañana del 23 de mayo, el nuevo incendio de la central nuclear de Chernobyl había estado lanzando al aire veneno adicional durante seis horas, y Leonid Sheranchuk no sabía nada. Estaba a treinta kilómetros de distancia, en el pequeño apartamento que les habían dado a él y a su esposa en la ciudad de Chernobyl. (Sólo dos habitaciones: ¿dónde iba a dormir Boris? ¡Pero seguía siendo una suerte haber conseguido un apartamento tan pronto!) Lo que Sheranchuk hacía era ponderar con su esposa la conveniencia de preguntar a la señora Smin si querría vender la parcela de terreno donde ya, con toda seguridad, los Smin no iban a construir su dacha, y en caso afirmativo si deberían alquilar un coche para salir al campo y verla antes de dar el paso siguiente.

Entonces llamaron a la puerta y en ella apareció Vladimir Ponomorenko, el último superviviente de las Cuatro Estaciones, pidiendo disculpas, preocupado, insistente. ¿Iba el camarada Sheranchuk a acudir a la central en la nueva emergencia, y si era así, podía llevarle con él? ¿Qué emergencia? Oh, ¿no se había enterado Sheranchuk? Un incendio, un feo incendio… Había empezado sólo Dios sabía cómo, combustión espontánea o algo así, en la sección 24 de la planta, y ahora estaba casi por completo fuera de control porque aquélla era la sección más cercana al mortífero núcleo y estaba inundada de radiación y los bomberos no podían acercarse para extinguirlo.

—¡Por favor, camarada Sheranchuk! ¡Tengo que ir allí inmediatamente! ¡Debo ayudarles!

Y por supuesto, ya que la central de Simyon Smin tenía una vez más horribles e inesperados problemas, lo mismo hizo el camarada Sheranchuk.

Encontraron un taxi que accedió a llevarles hasta el puesto de mando del perímetro. Luego siguieron su camino en una ambulancia que retiraba un par de nuevas bajas; otra vez bomberos, naturalmente: uno que había quedado sin sentido al ser golpeado por una manguera desprendida, el otro aún peor porque su traje antiradiación se había rasgado cuando perforaba una pared para llegar al fuego. Los médicos los trataron con cautela y los trasladaron a otro coche.

Era malo, claro. El conductor les informó mientras traqueteaban por la carretera hacia la planta, a veces saliéndose del camino para evitar zonas del pavimento aún contaminadas. Sheranchuk conocía poco el lugar donde el incendio había estallado, la sección 24 del edificio del reactor, varios pisos por encima del núcleo aprisionado y moribundo. Un lugar desagradable. Todo en aquella parte había sido recalentado y resecado por los incendios anteriores, y quizás algún fragmento calcinado alcanzó la temperatura de ignición. Nadie podía asegurarlo. Nadie había estado allí para verlo. La sección entera estaba sellada con puertas de acero, inundada de radiación.

—Así que tuvieron que entrar por las paredes —dijo el conductor mientras batallaba con el volante para evitar una serie de socavones—, pero el fuego estaba más arriba. No sé qué harán ahora… ¡Miren, aún continúa, porque hay humo!

Había humo, negros nubarrones que manchaban el hermoso cielo azul de la mañana. Sheranchuk se inclinó hacia adelante, intentando ver lo que pasaba a medio kilómetro.

—¿Qué hace esa gente en los tejados? —preguntó, pero el conductor no lo sabía; no estaban allí cuando salió—. ¡Es peligroso! —murmuró Sheranchuk, mirando las plantas superiores de la central.

El núcleo estaba al menos parcialmente blindado, con paredes por las cuatro caras y en la base: la sólida capa de hormigón que reemplazaba el agua que Sheranchuk había ayudado a drenar. Pero no había nada encima, excepto lo que los helicópteros y grúas habían vertido allí; nada para detener el flujo de la radiación. Incluso con sus grotescos trajes de goma y plomo, aquellas personas del tejado estaban arriesgando sus vidas.

Contuvo la respiración.

—El combustible diesel —dijo.

Cuando la ambulancia rebasó la entrada, vio mejor dónde estaban los bomberos.

—¿Qué? —preguntó el conductor, y Ponomorenko le miró con curiosidad.

Sheranchuk simplemente sacudió la cabeza. El lugar donde los bomberos batallaban contra algo, en el tejado, estaba sólo a unos metros de distancia de los depósitos de combustible para los generadores diesel. Y si éstos estallaban… Sheranchuk no quería pensar en lo que sucedería si el fuego llegaba a alcanzar aquellos depósitos.

Por alguna razón, los hombres del tejado estaban descolgando largas cuerdas por encima del borde, y otros bomberos preparaban algo abajo.

Salieron de la ambulancia, y corrían hacia el edificio cuando un jefe de bomberos les detuvo a mitad de camino.

—¡Quítense de aquí! —ordenó—. ¡Ni siquiera llevan trajes protectores!

—Soy el ingeniero Sheranchuk. Los depósitos de combustible… ¡Hay que vaciarlos o habrá otra explosión!

El bombero frunció el ceño.

—¿Sheranchuk? Sí, está bien, sé quién es usted, pero tendrá que entrar en el refugio. ¿Qué son esos depósitos de los que habla?

Sheranchuk se lo explicó apresuradamente, mientras los bomberos pasaban corriendo junto a ellos con una manguera y se dirigían hacia las cuerdas que colgaban del tejado.

—Sé dónde están —dijo—. ¡Déjeme ir allí! Necesitarán un camión cisterna para vaciarlos…, las tuberías deben estar bien…

—Usted no —replicó el bombero—. Ya ha corrido demasiados riesgos. No se preocupe, encontraremos los tanques.

—Camarada —dijo Ponomorenko ansiosamente—. Yo también sé dónde están.

El jefe le miró, y se encogió de hombros.

—De acuerdo, vaya a que le den un traje y luego nos los podrá mostrar. Pero usted, Sheranchuk, entre en el bunker, y sin discusiones. ¡Se trata de su vida, hombre!

Así que mientras un centenar de bomberos y voluntarios combatían las llamas en una sección de la planta, Leonid Sheranchuk se quedó en una habitación subterránea, apestosa y llena de humo, a cien metros de distancia. La habitación había formado parte de las instalaciones de los bomberos de la central. Ahora era el cuartel general de las operaciones en curso.

No podía quedarse allí. Él conocía la central. El edificio entero era un laberinto de trampas, corredores bloqueados intencionadamente por puertas de acero, o simplemente por montones de escombros apilados. Todos estos bomberos eran nuevos, traídos para reemplazar a la diezmada cuadrilla original. ¿Sabían lo que hacían? ¿Podría guiarles Ponomorenko a los depósitos de combustible? ¿Sabrían cómo abrir las válvulas de drenaje? ¿Funcionarían las válvulas? ¿Habrían podido localizar un camión cisterna al cual trasvasar el combustible?

Encontró un traje. No uno de los buenos, de goma y plomo: sólo la ropa obligatoria que todo el mundo tenía que llevar ahora en la planta, diseñada únicamente para proteger contra pequeños niveles de radiación. Le iba al menos dos tallas grande, pero se lo puso, y cuando un grupo de bomberos finalizó una reunión de urgencia y corrió a cumplir las decisiones que habían tomado, Sheranchuk corrió con ellos.

Lo bueno (lo único bueno) era que esta vez los bomberos sí parecían saber lo que hacían. Incluso tenían equipo; un camión cisterna se hallaba aparcado junto al edificio, con las mangueras ya conectadas: estaban vaciando los depósitos. Todo el mundo trabajaba ahora mucho mejor, pensó Sheranchuk sardónicamente, porque tenía práctica; todo el mundo parecía tomar este incendio como una afrenta personal, porque todos habían asegurado que una cosa así no sucedería dos veces.

Una explosión en las alturas le hizo retroceder y alzar la cabeza lleno de pánico.

No, no habían sido los depósitos de combustible. Era algo extraño. Alguien había hecho estallar una carga explosiva en el tejado; había abierto un agujero en la pared del edificio del reactor, por donde salía humo negro.

Sheranchuk se sorprendió al ver que ya estaban izando mangueras desde el suelo, y que una especie de bastidor de andamiaje bajaba del tejado. ¡Había hombres en el andamio! Cuatro al menos, que parecían buzos, colgados de las cuerdas mientras la plataforma se balanceaba… Más arriba, otros dos bajaban con unos arneses.

Sheranchuk contempló incrédulo cómo los hombres llegaban a la altura del agujero. No dudaron. Uno saltó dentro, haciendo que la plataforma se balanceara aún más, luego la sostuvo mientras sus camaradas aseguraban las mangueras y le seguían. Sheranchuk oyó un grito. Entonces las primeras mangueras se enderezaron debido a la presión, y al humo del agujero se unieron nubes amarillentas de vapor.

Aún estaba allí, parpadeando bajo el sol, cuando el jefe de bomberos le tocó el hombro.

—Se lo dije, hombre, al bunker. ¡De lo contrario, haré que le arresten y se lo lleven! ¿El incendio? Oh, ya no tiene por qué preocuparse del incendio. Ahora que hemos logrado entrar, lo apagaremos en un momento.

Y eso hicieron.

En realidad no fue tan fácil. No fue fácil en absoluto, y desde luego no se hizo sin pagar un precio. Hubo veinticinco nuevas bajas, casi todas bomberos, pero los trajes les habían protegido de lo peor de la radiación, incluso a los héroes que entraron por el boquete de la pared.

Si hubieran tenido el mismo equipo un mes antes, pensó Sheranchuk, ¿cuántas vidas podrían haber salvado? La de Simyon Smin indudablemente.

Nadie moriría por causa del segundo incendio. Las lecturas más altas de los dosímetros eran de menos de cien rads. Había hombres vomitando y con mala cara en la zona de reuniones, esperando que los evacuaran, pero la mayoría jugaba y bromeaba.

Y algunos, como Volya Ponomorenko, estaban incluso orgullosos de la radiación que habían absorbido.

—¡Trece rads! —fanfarroneó, agitando el instrumento en forma de pluma estilográfica—. ¡Pero sacamos el combustible, camarada Sheranchuk!

—El país está orgulloso de ti, Otoño —dijo Sheranchuk, bromeando sólo a medias. Y entonces recordó la escena ante el lecho de muerte de su primo—. Quiero decir… todo el país. Especialmente Ucrania, por supuesto.

Ponomorenko bajó la cabeza rápidamente. Jugueteó con el dosímetro un instante antes de responder.

—Lo que dijo Arkady… En cierto modo tenía razón. También usted es ucraniano, camarada Sheranchuk. Lo sabe. Pero, verá, mi primo estaba también un poco equivocado. Sólo unos cuantos idiotas quieren que Ucrania sea independiente.

—No pienso mucho en cuestiones de política —se excusó Sheranchuk.

—Arkady pensaba demasiado —dijo el futbolista amablemente—. Y me hizo pensar a mí también. Y lo que pienso es que quizá los ucranianos alzarán más de una voz sobre lo que ocurre en Ucrania. Dentro de poco. Y merecerá la pena esperar para verlo. —Se enderezó y sonrió—. ¿Ha hablado con nuestro nuevo héroe?

—¿Nuevo héroe?

—Bohdan Kalychenko. Estaba aquí hace un momento, pero se lo han llevado al hospital, supongo. Dicen que fue el primero en llegar al tejado, antes incluso que los bomberos. ¡Imagínese! ¡Robó un traje de alguna parte y pensaron que era uno de los suyos!

Cuando Sheranchuk volvió finalmente a la ciudad de Chernobyl, el pequeño apartamento estaba vacío. Sólo había una nota: «Me han llamado del hospital. Ven a decirme que estás bien».

Se sirvió un vaso de zumo de manzana, pensó en telefonear al hospital (su suerte al conseguir el apartamento no incluía el teléfono), y decidió que podía ir en persona. Mientras caminaba por las abarrotadas calles de la ciudad, descubrió que se sentía agotado. La descarga de adrenalina que le produjo el incendio había desaparecido. Después de todo, se dijo, había sido de muy poca ayuda en aquella emergencia. Bueno, sí, había indicado el peligro que representaba el gasóleo, pero fue Ponomorenko quien acudió al foco de peligro para combatirlo… ¿Y quién podía decir que los bomberos no lo habrían dominado solos?

Leonid Sheranchuk no estaba tranquilo. El fuego había sido apagado, sí, pero, ¿cómo asegurarse de que no habría otro? ¿O alguna nueva emergencia repentina, inesperada, imprevista…, dispuesta a poner una vez más y sin aviso la central de Simyon Smin en peligro mortal? ¿Era eso, como había dicho aquel hombre, lo que significaba «para siempre»? ¿Recordar día tras día lo mal que podían ponerse las cosas y estar constantemente vigilando?

No quiso pensar en Simyon Smin. No tenía que hacerlo: aquel dolor estaba siempre presente.

Y Tamara… Ciertamente, la había perdonado de corazón, si es que en verdad necesitaba su perdón; si es que lo que había dicho aquella bruja, Ajsmentova, tenía algo que ver con la realidad. ¿Pero recordaría él siempre que la había perdonado? Incluso si surgía algo como lo que Ivanov había dicho, para recordarle que su falsa paternidad (si era falsa) también la conocían otros…

Por no mencionar lo que el moribundo Arkady Ponomorenko había balbuceado. Por no mencionar el hecho de que jamás podría volver a desempeñar su verdadero trabajo en la central de Chernobyl, ni en ninguna otra central nuclear de ninguna parte.

Suspiró y cruzó la calle, frente al hospital. «No puedes esperar ser feliz siempre», se dijo.

Luego rectificó. No, pensó, lo importante es aceptar lo que tienes, no importa lo que sea, y encontrar una forma de vivir feliz con ello.

Cuando halló a su esposa, acalorada y ocupada en la sala de admisiones, primero le aseguró que estaba bien y después, impulsivamente, la abrazó y la besó con fuerza.

Tamara quedó sorprendida. Se separó de él y, riendo, le devolvió el beso.

—Todo esto, querido, puede esperar hasta más tarde. ¡Me alegra que estés aquí! Ahora, por favor, tengo trabajo… ¿Por qué no vas a ver a Bohdan Kalychenko y le dejas que fanfarronee sobre su heroísmo? Después de todo, se ha ganado el derecho.

Kalychenko vestía un pijama del hospital, pero no estaba en la cama, sino en mitad del pasillo charlando con un bombero que llevaba la cabeza vendada. Cuando vio a Sheranchuk dudó, pero luego se le acercó, sonriendo.

—Pobre chico, acaba de salir de la sala de operaciones, pero se pondrá bien, seguro. ¿Yo? Sí, estoy bien, pero no pude encontrar un traje lo bastante grande para mí, así que chupé casi cincuenta rads, ¿lo sabía? Quieren mantenerme en observación, aunque es sólo su forma de hacer las cosas.

—Ya veo que no puede evitar salir corriendo de su puesto de trabajo —dijo Sheranchuk, bromeando.

Kalychenko se ruborizó.

—¡Pero si el reactor estaba parado! —protestó—. No había nada que hacer allí, sólo mirar los contadores…

Sheranchuk se disculpó rápidamente.

—Es una broma. No, Kalychenko, esta vez se ha cubierto de gloria. Y también de radiación, claro —dudó—. Es una lástima, pero supongo que eso significa que le retirarán del trabajo. Aunque ya han hecho una excepción conmigo. Quizá también la hagan con usted.

—No, no —dijo Kalychenko rápidamente—. Ya me han dicho que eso está fuera de duda, pero no me importa. Tengo otra oferta de trabajo, algo muy distinto. ¿Dónde? En Yuzhevin, la aldea a la que fuimos evacuados.

Y sí, reflexionó en silencio, está bien, es una aldea «poco prometedora». Pero el trabajo es bueno, y a Raia le gusta la idea, y al menos no tendré que espiar a mis camaradas.

Sheranchuk no pudo descifrar la expresión de su rostro.

—Bien —dijo vagamente—. Le deseo suerte. Y, por supuesto, felicidades por su matrimonio, ¿lo he dicho ya? —preguntó, intentando pensar en algo que aligerara la conversación—. Ah, sí —añadió—. ¿Le gustan los chistes de Radio Armenia? El director técnico Smin era muy aficionado a ellos. Éste es el que me contó en el hospital de Moscú, poco antes de morir. Es un chiste del siglo veintiuno. ¿Qué le dice un padre a su hijita cuando la lleva a cierta colina? Dice: «No tengas miedo, palomita. Bajo esta colina hay enterrada una vieja central nuclear, pero es perfectamente segura.» Y entonces, cuando la asustada niñita no quiere subir a la loma, ¿qué le dice? Le dice: «Vamos, si no pasa nada. Mira, si estás asustada, dame la mano. Muy bien, ahora dame la otra. ¿Ves como no pasa nada? Ahora dame la tercera.»

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