Chernobyl

Chernobyl


23. Sábado, 3 de mayo.

Página 25 de 43

23

Sábado, 3 de mayo.

El Comité de Seguridad del Estado, o Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti, es conocido habitualmente por sus iniciales rusas como la «KGB». Ha tenido una presencia constante en la vida de todo ciudadano desde que existe el Estado soviético. Su nombre ha cambiado según las épocas. Lo mismo ha hecho su imagen…, más o menos. En la actualidad aún se la teme, pero quizá como una presencia difusa, como teme al cáncer de pulmón un fumador empedernido que no quiere dejar el vicio. Ya no es el temor de los tiempos de Stalin (entonces se llamaba OGPU, y más tarde NKVD), que se parecía al que la gente experimenta durante una epidemia, cuando la muerte y la destrucción golpean con frecuencia, sin escrúpulos y como al azar. El fundador de la organización (que entonces tenía aún otro nombre diferente, la Cheka) fue Felix Dzerzhinsky, el «Divino Félix». La gran plaza del centro de Moscú donde se encuentran la prisión Lubyanka y la tienda de juguetes más popular de la ciudad, lleva su nombre. Se dice que a Dzerzhinsky, si no otra cosa, le gustaban al menos los niños. Se cuentan historias al respecto. Una vez, una niña corrió a saludarle en una estación de ferrocarril y le ofreció un ramo de flores. Dzerzhinsky se quedó dudando un horrible momento. Luego sonrió y palmeó la cabeza de la niña. «Así que, pese a todo, sabe ser amable», le susurró un moscovita a otro. «Eso parece», contestó éste. «Al fin y al cabo, podría haberla hecho fusilar.»

La primera indicación que tuvo Smin de que los hombres de la KGB iban a visitarle fue que la enfermera acudió para rodear rápidamente su cama con las mamparas que solían colocar cuando un paciente estaba próximo a morir.

—¿Así que tengo compañía? —preguntó Smin, y no se sorprendió de que la mujer no le contestara.

Suspiró y se incorporó lo mejor que pudo. Estaba bastante seguro de saber lo que vendría a continuación. Las mamparas no eran para apartarle de la vista de su compañero de habitación, porque éste había sido conducido a Cirugía la noche anterior y no había regresado. Pero resultaba molesto que los interrogadores vinieran a importunarle ahora. El médico que le tomaba muestras de sangre una hora antes le había dicho que su «camarada fontanero», Sheranchuk, acababa de ser admitido en el Hospital número 6, y Smin había planeado que la enfermera le diera unas zapatillas y una bata para poder visitar a su amigo. Smin se sentía bastante bien. Esto era sólo temporal, le había advertido el médico; mero efecto de las transfusiones. Su estado seguía siendo crítico. No hacía falta que se lo dijeran. Sabía bien que una sensación momentánea de bienestar podía ser probablemente la última sensación de este tipo que tuviese. Estaba dispuesto a disfrutarla mientras durase. ¡Y era mala suerte que los chekistas aparecieran justo entonces!

Eran dos, por supuesto. Al menos no llevaban los sombreros calados y las gabardinas; parecían bastante menos preocupantes con las batas blancas que el hospital imponía a todos los visitantes.

—De modo, Simyon Mijailovitch —dijo el más joven de los dos, amablemente—, que, según nos han dicho, hoy se siente mucho mejor.

—Temporalmente —asintió Smin; de hecho, a pesar de las irritaciones de la boca y la debilidad y la diarrea, se encontraba bastante bien.

—Oh, espero que sea más que temporalmente —intervino el otro—. ¿Pero y esas cicatrices? Seguro que no son del desastre.

La sábana de Smin se había desplazado, de modo que las cicatrices de sus quemaduras estaban por completo a la vista.

—Sólo son un viejo recuerdo. Ésta, sin embargo —se tocó la pequeña venda del pecho, de donde los médicos habían extraído médula ósea—; ésta es nueva, pero poco importante. Supongo que no habrán venido para hablar de mi salud.

—En general, no —concedió el más joven—. Pero naturalmente que nos preocupa. No queremos molestarle con preguntas si no se siente bien.

—Preguntas —repitió Smin—. Ya veo. Por favor, con toda libertad, pregunten lo que quieran.

Y lo hicieron. Amablemente al principio, casi con indiferencia. Luego, no.

—Por supuesto está usted informado, Simyon Mijailovitch, de que las decisiones del 27º Congreso del Partido establecen que la producción de energía nuclear se doble en 1990 a trescientos noventa mil millones de kilovatios-hora.

—Por supuesto —dijo Smin.

—¿Y conoce usted la garantía que dio el presidente del Comité de Energía Atómica, Andronik Petrosants, al Comité Central, hace sólo tres años, de que la probabilidad de que ocurriese un desastre como el suyo era de un millón contra uno?

—¿Como el mío? —preguntó Smin—. ¿Dice que es mi desastre? ¿Es lo mismo que acusarme de haber causado la explosión?

—Era usted el directivo de más categoría que se hallaba presente, camarada Smin. El director estaba ausente. Éste es un detalle contra él, y de hecho ya ha sido depuesto de su cargo y expulsado del Partido, como tal vez sepa. Pero estaba usted al frente de la planta mientras él se encontraba fuera.

—En realidad —recalcó Smin—, yo tampoco estaba presente. Cuando sucedió la explosión me encontraba libre de servicio.

—En efecto —dijo el otro hombre con severidad—. ¿Y dónde estaba?

Entonces empezó la parte más desagradable del interrogatorio. Smin había dejado su puesto de trabajo para atender un servicio religioso, ¿no? ¿Acaso era un creyente no registrado? («En absoluto», protestó Smin. «Mi madre…») Pero ellos no estaban interesados en su madre. Apartaron la cuestión religiosa y cambiaron de tema. Smin había utilizado el automóvil que el Estado le proporcionaba para un viaje privado (uso de propiedad estatal con fines personales), e incluso había despedido al conductor y conducido él mismo más de cien kilómetros. ¿Y con qué propósito? Para reunirse con unos extranjeros en una ceremonia religiosa en un apartamento de Kiev. En cuanto a aquel apartamento, ¿cómo lo había conseguido? ¿No era verdad que, aunque estaba a nombre de su madre, era él, ilegalmente, el propietario del piso…, además de serlo de su propia casa en Pripyat y de la dacha que planeaba construir en las afueras?

—Camarada —preguntó el hombre mayor, apenado, dirigiéndose al más joven—, ¿qué clase de persona tenemos aquí, que puede vivir en tres casas a la vez?

Smin escuchó atentamente los cargos, pero habló poco. Por un lado, le dolían las comisuras de la boca cuando hablaba; por otro, aquello no tenía importancia. Los hombres de la KGB estaban simplemente montando un caso. En el fondo de su corazón Smin había estado seguro de que, tarde o temprano, algo parecido ocurriría. Sólo cuando llegaron a los detalles específicos de la construcción de la planta se puso en guardia.

—No —dijo rotundamente—. Rechazo la afirmación de que cualquier trabajo de construcción que se hiciese lo fuera sin autorización. Los planes fueron aprobados por el Ministerio. En las tareas cotidianas, el director daba instrucciones exactas. Seguí fielmente su programa a este respecto.

—Ah, ya veo —asintió el hombre mayor—. A este respecto. ¿Pero y en otros? ¿Le dio el director instrucciones de que usara materiales de calidad inferior?

Y con un floreo sacó el ejemplar de Literaturnaya Ukraina donde aparecía el artículo que llamaba la atención sobre las desastrosas condiciones del proyectado quinto reactor de Chernobyl: materiales defectuosos, pobre mantenimiento, dirección descuidada. Parecía claro, dijo apenado el chekista, que no eran los suministradores quienes habían engañado a Smin con cemento pobre y tuberías defectuosas, sino que era Smin quien había conspirado para estafar al Estado, sin importarle el daño a la propiedad del pueblo.

—Pero eso se refiere al reactor número cinco. Y no fue el material defectuoso lo que causó el accidente —estalló Smin—. En cualquier caso, ningún material de ese tipo fue utilizado en la construcción esencial… Fue descartado todo, y sólo se emplearon materiales satisfactorios.

Pero ello sólo condujo al cargo siguiente, que bajo la dirección de Smin tres mil sacos de costoso cemento (fuera de inferior calidad o no, ¿qué sentido tenía discutir este punto?) habían sido dejados a la intemperie hasta que la lluvia los empapó y los convirtió en bloques de piedra descompuesta, mientras que tuberías de acero escasas y caras («¿O también eran defectuosas, camarada Smin? Entonces, ¿cuánto material defectuoso aceptó?») quedaron abandonadas hasta que se oxidaron. Y además estaba la cuestión de los baños.

—¿Por qué baños tan lujosos, camarada Smin? ¿Pensaba que sus trabajadores eran patricios de la antigua Roma?

—Los trabajadores que tratan con materiales radiactivos deben tener acceso a las duchas cuantas veces sea necesario —señaló Smin.

—¿A duchas tan magníficas?

—Después de todo, disponíamos de gran cantidad de agua caliente —replicó Smin.

—¿Y gran cantidad de losas de alta calidad?

—No. De ésas, ninguna sobró. Todas las buenas se destinaron a la sala de turbinas. Las defectuosas sirvieron para los baños.

—Ya veo —dijo el investigador—. Pero, ¿por qué, por favor, puso usted en peligro la central haciendo el reactor más explosivo?

Smin, ante esto, se sentó en la cama. Parpadeó ante el hombre.

—¿Cómo dice?

El agente de la KGB miró sus notas.

—Está confirmado que autorizó un incremento del once por ciento en el contenido de uranio 235 del núcleo. Es decir, de uno con ocho a un dos por ciento del uranio total.

—¿Yo autoricé eso? —preguntó Smin, sorprendido—. No, fue una decisión del ingeniero jefe. Yo simplemente contrafirmé su orden. Y eso no hizo el núcleo más explosivo. Al contrario. La medida se tomó para reducir la desviación entre la generación de vapor y la actividad del núcleo.

El hombre de la KGB le miró sin expresión.

—Admite, entonces, que aprobó el cambio. Al mismo tiempo quitó grafito, ¿no es cierto?

—Reducimos su densidad, sí, si es eso lo que quiere decir. Era parte del mismo procedimiento. Pero en este caso creo que fue el director Zaglodin, no yo, quien firmó la orden. Sea como fuere, ¡ocurrió hace más de dos años!

El agente mayor suspiró y miró su reloj extraplano, obviamente extranjero.

—Prometimos que no estaríamos más de veinte minutos —le recordó a su colega.

—Oh, creo estar en condiciones de contestar a sus preguntas, camaradas —dijo Smin—. Por supuesto, sé que están muy ocupados. Supongo que también van a interrogar al camarada Jrenov.

La temperatura de la habitación cambió.

—¿Con qué propósito piensa que deberíamos interrogar al camarada Jrenov? —dijo suavemente el hombre más joven.

—¿Quizá porque él estaba en el lugar de los hechos y yo no?

—Simplemente como observador, camarada Smin. En cualquier caso, no fue un problema de personal lo que causó su accidente.

—¿No? Yo creo que sí, camaradas. Fue la completa estupidez de todo el equipo de la sala de control lo que causó la explosión. Desconectaron una a una todas las medidas de seguridad, y luego se sorprendieron de que el reactor ya no fuera seguro.

—¿Intenta descargar la culpa de sus fallos de liderazgo en otras personas? —inquirió él hombre mayor.

—¡En absoluto! ¿Pero qué clase de liderazgo puede haber cuando la Primera Sección admite gente que bebe y se queda en casa cuando debería estar en su puesto de trabajo, e incluso escapa…? Sin embargo —añadió pensativo—, supongo que en parte tienen ustedes razón. Aplicar las directrices del Congreso del Partido en cuanto a bebida y absentismo no eran únicamente responsabilidad de Jrenov. Yo debería haber sido más ingenioso. Conseguí encontrar aplicación para las losas defectuosas, colocándolas donde no causarían daño. Supongo que lo podría haber hecho mejor aún encontrando empleos sin importancia para la gente inútil.

Los dos hombres se miraron mutuamente.

—Bien —dijo el mayor, poniéndose en pie—. No debemos cansarle en su estado, Simyon Mijailovitch. Quizás otro día se sienta más dispuesto a cooperar.

Smin cerró los ojos y se recostó en la almohada.

—Yo no contaría con ello —fue lo único que dijo, sin mirarles.

En aquél momento, Smin necesitaba más que nada un bacín. Afortunadamente, la enfermera vino de inmediato. Cuando se hubo aliviado, ella empezó a retirar el biombo. Smin se quedó mirándola.

—Supongo que no será usted una borracha —le dijo gravemente.

Aunque las enfermeras estaban acostumbradas a oír toda clase de cosas de sus pacientes, la mujer le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Yo una borracha? ¡Qué idea!

—Pues es extraño, ¿verdad?, que nuestras mujeres soviéticas beban muy poco, mientras que los hombres lo hacen a raudales. ¿Por qué cree que será?

—La embriaguez es un gran mal social —le dijo ella con severidad—. Las decisiones del 27º Congreso del Partido…

—Sí, sí, las decisiones —la atajó Smin—. ¿Pero por qué beben nuestros hombres? Porque tienen empleos que no les gustan, trabajos por los que no les pagan lo suficiente, y con el dinero que les pagan no pueden comprar lo que quieren. ¿No es cierto? ¡Pero si eso es cierto para los hombres, cuánto más lo será para las mujeres! ¿No le gustaría tener un lavaplatos eléctrico? ¿Un secador para el pelo?

—Tendré todas esas cosas muy pronto —dijo ella, con la lección bien aprendida—. La producción de bienes de consumo aumenta sin cesar.

Smin sonrió.

—Es usted muy buena chica.

Cuando ella se marchó, Smin se recostó y cerró los ojos. La entrevista con los hombres de la KGB le había cansado más de lo que previó, pero no tuvo ocasión de dormir porque en cuanto salió la enfermera entró una de las doctoras, con una sonrisa en su fría cara.

—¿Y cómo se siente hoy, director técnico Smin?

—Muy cansado de estar en el hospital. Por lo demás, no mal del todo.

—Ya sabe que eso es sólo un alivio temporal. —La doctora dudó, y luego le preguntó, en tono acusador—: ¿Le hizo algo a su dosímetro?

—¿Yo? ¿A mi dosímetro? ¿Por qué iba a hacerle nada? —preguntó Smin, determinado a no contarle el cambio que había efectuado.

—¿Porque quería ser un héroe? No lo sé, sólo sé que su condición física no cuadra con la dosis registrada. Según el estado de sus glóbulos blancos, debe de haber recibido más de doscientos rads. Diría que han sido unos quinientos.

—Me parecen demasiados rads… Sea lo que sea un rad —dijo Smin.

—Si no le hubiéramos tratado, bastaría para matarle en aproximadamente treinta días después de la exposición. —Contó con los dedos—. Sin tratamiento, no moriría antes del veintiuno de mayo, y quizá sobreviviría hasta primeros de junio, pero no más. Sin embargo —continuó, sonriendo glacialmente—, en este hospital somos muy buenos tratando los efectos de la radiación. Tal vez incluso cuando el paciente no coopera como debería. También tenemos un maravilloso doctor americano que llegó ayer, un regalo de nuestro amigo el doctor Armand Hammer.

—¿Quién es ése?

—Uno de los americanos buenos, director técnico Smin. Siempre ha sido amigo de la Unión Soviética, desde los días de Lenin, y ahora nos ha proporcionado ayuda en este desagradable trance. Este doctor Gale venido de América ha desarrollado métodos especiales para tratar casos como el suyo. Nos desharemos de su médula ósea deteriorada y la reemplazaremos con otra nueva y sana… en cuanto encontremos un donante satisfactorio.

—De acuerdo —dijo Smin—. Ahora déjeme solo hasta que llegue el momento de la operación.

—Por desgracia no es tan fácil —dijo la doctora, triunfalmente—. Primero tenemos que prepararle para el trasplante. Y eso, me temo, no es un proceso muy agradable.

Cuando la doctora terminó de contarle lo poco divertido que iba a ser el procedimiento, Smin permaneció acostado, con los ojos cerrados, reflexionando sobre el tema. No sentía dolor. De vez en cuando notaba náuseas, o sudaba bajo las ligeras sábanas. Pero no sufría, y su cabeza estaba clara y despejada.

Pensó que tal vez habría preferido un poco menos de claridad mental.

Se lo habían explicado todo y, sí, estaba de acuerdo, no había nada agradable en su futuro inmediato. La verdadera cuestión era cuánto futuro tenía.

La doctora había sido bastante explícita. Básicamente, había cuatro estadios en los casos de radiación: primero, el «síndrome prodrómico», el inicio de la enfermedad, en que se daban vómitos y debilidad. Esto, le había dicho la doctora, no era serio; probablemente el simple impacto de la radiación sobre el sistema nervioso producía los síntomas, y éstos pasaban.

Tal como había ocurrido: en sólo una hora, aproximadamente.

Ahora se encontraba en el «período latente». El paciente se sentía mejor, como se sentía Smin, sin contar la debilidad resultado de las cosas que le hacían para salvarle la vida; sin contar con que el pelo se le caía; sin contar, especialmente, que el período latente no duraría más de un par de semanas, y que entonces llegaría el «período febril».

Era durante el período febril cuando probablemente moriría, porque el cuarto estadio sólo admitía dos posibilidades: o bien empezaría a recuperarse lentamente, o moriría.

Abrió los ojos al oír un ruido en la puerta. Su hijo Vassili entró, con aspecto asustado. Parecía aún más joven con la gorra y la bata blanca y las chanclas de plástico.

—Han tomado una muestra de mi médula ósea —dijo con orgullo—. ¿Sabes lo que han hecho? ¡Clavarme una especie de cuchillo en el pecho! ¡Directo al hueso!

Se tocó con cuidado la clavícula para mostrar dónde había entrado el instrumento.

—Habrá sido muy doloroso —dijo Smin, deseando poder abrazar a su hijo…, si no le resultara tan difícil moverse, si no supiera que Vassili tenía miedo, como parecían tenerlo cuantos venían al hospital, de que, de alguna manera, algunos materiales radiactivos saltaran de su piel a la suya si se acercaba demasiado…

Vassili se mordió los labios, buscando algo que decir que no pareciera una tontería propia de adolescentes, o de un sentimentalismo inadmisible.

—Me alegro de haberlo hecho —dijo, confuso; y cambió de tema—: ¿Qué harán ahora?

—Bien. —Smin cambió de postura en la cama—. Verás, como estoy enfermo, es necesario que me ponga todavía más enfermo. Como la médula de mis huesos ha sido dañada, ahora deben terminar el trabajo y destruirla por completo. Así, cuando me pongan médula buena, encontrarán un espacio vacío esperándola.

Vassili tragó saliva, los ojos abiertos de par en par.

—Ah, pero todo tiene un lado bueno —añadió Smin rápidamente—. Ya he recibido tanta radiación que, al menos, no tendrán que darme más. Sólo productos químicos. Lo único que las medicinas consiguen es que vomite, pero ya vomitaba de todas formas.

El muchacho mantenía el ceño fruncido. Al parecer, ya le habían dicho lo que aguardaba a su padre.

—¿También te han sacado médula?

—La poca que quedaba, sí. —Smin sonrió, tocándose el esternón—. Ayúdame a sentarme en la silla de ruedas… No, espera —se corrigió, recordando que los visitantes no debían tocar a los pacientes—. Ya le diré a la enfermera que lo haga más tarde. Quiero visitar a un amigo, el ingeniero hidráulico Sheranchuk.

—Sí —dijo el muchacho, ausente—. Está aquí, también por haberse expuesto demasiado a la radiación. —Luego regresó al tema que le preocupaba—: ¿Padre? Si mi médula ósea no es buena para ti, ¿qué pasará?

—Que tendremos que buscar a alguien más que me dé un poquito —replicó Smin alegremente—. No tiene por qué venir de un pariente. Ocurre que son normalmente los más indicados para que los trasplantes sean compatibles, pero también podría utilizarse la de un extraño que, simplemente, tenga la misma clase de médula que yo.

—¿Y si no hay nadie que sirva?

—Entonces probarán con las inyecciones de hígado fetal. ¿Sabes lo que es eso? Antes de nacer, los niños crean sus propios glóbulos blancos en el hígado; y cuando se obtiene una porción de hígado fetal, se inyecta a gente como yo. Igual que la médula ósea. Hay tres personas aquí que ya han recibido esas inyecciones. —No añadió que las tres habían muerto. Cambió de tema—: ¿Ya te han asignado un colegio mientras estés en Moscú?

—Oh, sí —respondió el muchacho, con los ojos brillantes—. ¡Qué colegio, padre! ¡Hay un ordenador en la clase de matemáticas, y mi profesora de inglés estudió en América! —Eso le recordó una cosa—. Aquí hay doctores americanos, ¿lo sabías? Dos de ellos, y dicen que van a venir más… Con toda clase de medicinas y aparatos. Harán que te pongas bien en seguida, ¡seguro!

—Claro que sí.

El esfuerzo de reconfortar a su hijo empezaba a pesar sobre Smin. Notaba que sudaba, y era obvio que el niño aún tenía algo en la mente. Suspiró y no dudó en preguntárselo:

—¿Qué más te preocupa, Vassili?

El muchacho se mordió los labios, y por fin lo soltó:

—¿Qué querían esos hombres?

Smin se hundió en la almohada. ¡Por supuesto!

—Ah, ya veo. Los funcionarios. Tenían preguntas que hacerme, claro. Es lógico que cosas como la que ha ocurrido sean investigadas a fondo.

Vassili asintió, dubitativo.

—Pero tú no has hecho nada malo —protestó, incapaz de evitar que la frase sonara como una pregunta.

—El accidente no se produjo solo, Vass. Cuando todo haya sido estudiado, sabremos de quién ha sido la falta. Ésta es la cuestión.

Apartó la sábana, dejando ver sus pantalones de pijama a listas rojas y blancas, sin chaqueta. Incluso delante de sus hijos, Smin siempre había sentido el reparo de mostrar las brillantes cicatrices de su torso, pero ahora, pensó, le vendrían bien las preguntas de Vassili al respecto. ¿Qué otra cosa sería mejor para el muchacho que escuchar en aquel momento el relato de la heroica conducta de su padre en la batalla de carros ante Kursk?

Hubo una oportuna interrupción. Smin miró agradecido a la doctora cuando ésta entró, pero bajo la gorra blanca la cara de la mujer era grave.

—Lo siento —empezó a decir, mirando a Vassili más que a Smin; y éste supo de inmediato a quién pedía disculpas.

—Ah, Vass —interpuso sonriendo, aunque ello hacía que las comisuras de su boca le dolieran terriblemente—. Tienes la suerte de haber salido a tu madre, pero esta vez, me temo, esa suerte no la compartiré. La doctora quiere decirnos que tu médula ósea no me sirve.

Ir a la siguiente página

Report Page