Chernobyl

Chernobyl


25. Martes, 6 de mayo.

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Martes, 6 de mayo.

En el interior de los grandes continentes, el aire generalmente fluye sobre la superficie terrestre de oeste a este, con una ligera desviación hacia los polos. Por este motivo, el clima de Chicago suele proceder de California, y el de Moscú procede en gran parte de España o Francia. Sin embargo, en cualquier momento, los vientos pueden variar. Si las masas de aire sobre la Unión Soviética se hubieran movido en la dirección prevaleciente en abril y mayo de 1986, los gases de Chernobyl habrían sido llevados a Siberia y al Pacífico. Pero no ocurrió así. Primero se movieron hacia el norte. Luego al este. Luego en todas direcciones.

Las primeras paradas que hizo el errante aliento de Chernobyl fueron Polonia y el este de Escandinavia. La nube invisible fue recibida con confusión y pánico. En Polonia, la prensa oficial restó importancia al asunto. La prensa clandestina, que es la que los polacos leen para averiguar qué pasa, no. Por tanto, las farmacias polacas agotaron el yoduro potásico, pues el ingrediente más temible de la nube era su yodo 131 radiactivo. El problema con el yodo radiactivo es que cada ser humano posee una glándula tiroides, y cada glándula tiroides tiene un apetito insaciable de yodo. Si el yodo resulta ser el isótopo radiactivo, la glándula lo devora igualmente. Allí el yodo permanece, bombardeando incesantemente con su radiación a la víctima desde dentro. El cáncer de tiroides es una de las consecuencias más comunes de la exposición a fugas radiactivas.

Poco después, los vientos llevaron los gases de Chernobyl al sur y al este, barriendo la mayor parte del continente europeo, pero para entonces el yodo 131 ya no constituía el peligro mayor. El yodo radiactivo tiene al menos una virtud: dura poco. En sólo ocho días, la mitad se convierte en otra cosa. Otros dos isótopos eran, por entonces, mucho más preocupantes: el xenón 133, un gas, y el cesio 137, normalmente sólido (aunque, al igual que el yodo, lo suficientemente volátil para que grandes cantidades ascendieran con el humo de Chernobyl y permaneciesen en la nube bajo la forma de partículas finamente divididas). El xenón, como es un gas, resulta particularmente nocivo. La lluvia no lo disuelve; está en el aire y es respirado hasta que se transforma. El cesio es aún peor. Cuando por fin cae al suelo, permanece en el terreno y en el agua durante mucho, mucho tiempo.

Por supuesto, incluso después de transcurridos los treinta años de vida media del xenón, no todo habrá desaparecido. La mitad aún estará allí. Si se siguiera la historia de una parcela de terreno donde hubiese caído un millón de átomos del cesio radiactivo de Chernobyl, en el año 2016 aún quedaría medio millón. Seguiría habiendo unos sesenta mil a principios del siglo veintidós. Tarde o temprano, naturalmente, desaparecían todos, y el último átomo radiactivo de aquel millón inicial se habría convertido en otra cosa. Ello sucedería aproximadamente dentro de seis siglos.

Cuando las pequeñas partículas de cesio radiactivo caen finalmente del cielo, se agarran a aquello en lo que aterricen. Algunas habrán caído en plantaciones de lechuga y espinaca (que la gente come), o en pastizales (que comen las vacas, que a su vez producen leche contaminada con cesio, que la gente consume).

Por tanto, todos los gobiernos de Europa ordenaron, o la gente simplemente decidió por su cuenta, prescindir en la alimentación diaria de la leche fresca y las verduras. Esto resultó molesto para los padres de niños pequeños. Fue aún peor para los campesinos. Las exportaciones de alimentos procedentes de Europa Oriental fueron rechazadas en las fronteras. Cuando la nube llegó hasta el sur de Italia, las autoridades prohibieron la venta incluso de las verduras locales, y los agricultores italianos, desesperados, vieron cómo sus cosechas se pudrían.

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