Chernobyl

Chernobyl


1. Viernes, 25 de abril, 1986.

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Viernes, 25 de abril, 1986.

En la actualidad, Simyon Smin es un hombre activo y amable de sesenta y cuatro años que parece un exluchador de peso pesado. Es bajo y bastante fornido. Sonríe a menudo, con ese tipo de sonrisa al que las demás personas corresponden instintivamente. No se le podría llamar guapo, en parte porque tiene una franja de piel suave y casi vítrea que le cruza el lado izquierdo de la cara desde el labio superior hasta la nuca, donde desaparece cubierta por la ropa. Sin embargo, hay una dulzura en su expresión que hace que sus subordinados masculinos se sientan libres para hablarle francamente, y que las mujeres encuentran atractiva. Ésa es una de las razones por las que su esposa, Selena, se casó con él, aunque en el momento de la boda Simyon tenía casi cuarenta años y ella sólo diecinueve. Otra razón fue que, como veterano de guerra, herido y condecorado, gozaba del privilegio de ponerse a la cabeza de las colas y comprar en tiendas especiales. Incluso entonces resultaba obvio que su carrera iba en sentido ascendente. Hoy ha tenido éxito. Es el director técnico de la central nuclear de Chernobyl, que suministra a Ucrania oriental casi una cuarta parte de su energía eléctrica, miembro del Partido desde hace cuarenta y tres años, con posibilidades, de viajar al extranjero. Selena ha podido acompañarle fuera del país en dos ocasiones. Una, a Alemania Oriental solamente; pero la otra fueron cinco días maravillosos, cuando tuvo que visitar la sede de la Agencia Internacional de Energía Atómica en Viena, una auténtica ciudad occidental.

Aquel día, inmediatamente después del almuerzo, Smin recibió a tres visitantes de Yemen del Norte en la sala de conferencias de la central. Era uno de los lugares de la planta que con mayor orgullo se exhibían, con el busto blanco de V.I. Lenin mirando desafiante desde una de las paredes y la gruesa alfombra armenia en el suelo. Su secretaria había preparado una larga mesa con las cosas apropiadas para los distinguidos invitados extranjeros, quienes podían (así lo esperaban los de Novosibirsk) ordenar un reactor nuclear RBMK-1000 para su país. (Naturalmente, por razones políticas, tardarían mucho tiempo en recibirlo, pero las autoridades de la central nuclear deseaban a toda costa que lo pidieran.) Había botellas abiertas de Pepsi-Cola y Fanta de naranja, así como ceniceros y paquetes de cigarrillos americanos Marlboro, y en la pequeña nevera bajo la mesa había latas sin abrir de zumo de naranja griego. (Había también una botella de vodka Stolichnaya en el congelador, por si acaso los yemeníes resultaban ser más marxistas que musulmanes.)

Los yemeníes llegaron escoltados por la secretaria de Smin, Paraska Kandyba, quien los conducía con rostro impasible. Les seguía el traductor, quien tuvo la deferencia de sentarse en un extremo de la mesa sólo después de que los tres hombres de chilabas blancas hubieran tomado asiento.

—Les doy la bienvenida a la central nuclear de Chernobyl. Pido disculpas por el hecho de que nuestro director, el camarada Zaglodin, no se encuentre presente, pero al igual que yo, él espera que su visita aquí sirva para aumentar las relaciones amistosas entre nuestros dos países —dijo Smin con su agradable voz de tenor, y esperó a que el traductor repitiera sus palabras en el idioma de los visitantes.

Era el habitual discurso de hospitalidad y satisfacción ante la planta nuclear: dos frases cada vez y luego una pausa para que interviniera el traductor. Lo pronunció de corrido, mientras su secretaria acudía con una bandeja de café servido en tacitas pequeñas y otra con dulces, que pasó entre los invitados. Éstos sorbieron y picotearon impasibles mientras escuchaban a Smin recitar las virtudes del sistema de energía nuclear soviético, la devoción extrema con la que acataban las decisiones del 27º Congreso del Partido y su éxito absoluto en alcanzar los objetivos fijados.

El discurso era cierto en casi todo, aunque no decía nada de, por ejemplo, los apaños y estratagemas necesarios para hacer el plan viable, al menos técnicamente. Ni decía explícitamente qué otros deberes impedían al director recibir a los honorables invitados yemeníes. (Y que eran, principalmente, otros invitados a quienes el director consideraba más importantes que aquel puñado de árabes nacidos en el único país de la península arábiga que no tenía petróleo.)

Smin podría haber repetido aquel discurso dormido. A veces casi lo hacía. Normalmente, solía dedicar la mitad del tiempo empleado en la traducción a estudiar a los visitantes (cubanos, alemanes orientales, angolanos, cumpucheanos, vietnamitas o polacos), y se preguntaba qué pensaban de este inmenso monumento a la ciencia y la tecnología soviéticas. Por supuesto, muchos disponían de centrales nucleares propias, o al menos esperaban disponer de ellas pronto. Lo que utilizaban, sin embargo, eran reactores de agua a presión. Lo que ninguno de los invitados extranjeros tenía eran los RBMK-1000 de Chernobyl. Este modelo particular no se exportaba a los fraternos países socialistas. Los reactores que ellos tenían, sin duda, eran lo bastante buenos para producir energía eléctrica, pero apenas servían para otros propósitos. (Naturalmente. ¿Quién podía confiar a los campucheos o a los polacos la capacidad de fabricar plutonio?) A veces, Smin trataba de imaginar lo que harían los invitados extranjeros, si pidieran reactores de la serie RBMK y se accediese a enviárselos. Pensaba que, mansamente, devolverían los núcleos usados para reprocesarlos en la URSS sin regateos ni carencias inexplicadas.

Pero no pensaba en ello a menudo.

Hoy, sin embargo, tenía otras cosas en la mente. Cuando el líder de los yemeníes tomó la palabra para responder a su discurso de bienvenida, Smin, que asentía con apreciación ante cada fragmento traducido, aprovechó la oportunidad para escribir en un trozo de papel: ¿El experimento marcha según lo previsto? Pasó la nota a su secretaria cuando ésta se disponía a ofrecer a los visitantes el zumo de naranja. Nadie pareció darse cuenta de lo que había hecho. El portavoz de la delegación estiró el cuello para ver lo que había en el interior de la nevera cuando la secretaria la abrió, y se volvió hacia Smin.

Peut-être, un peu de vodka? —preguntó.

Mais certainement —exclamó Smin afablemente—. Et alors, vous parlez français? Très bien!

Hizo un gesto con la mano a la secretaria indicándole que le dejara abrir la helada botella y sirvió casi exactamente 150 mililitros a cada invitado. Si alguno de ellos advirtió que Smin no se había servido nada, no lo comentó. A partir de entonces la conversación continuó en un francés utilitario, aunque rudimentario, por ambas partes. Así era mucho más rápido. Smin explicó que cada uno de los cuatro reactores que componían la central de Chernobyl producía una potencia de mil megavatios y podía ser realimentado en marcha, lo que quería decir que estaba en funcionamiento mucho más tiempo que los modelos occidentales. Repartió convincentes fotografías de la sala de turbinas, la cámara de contención, las consolas de control con sus cuatro o cinco técnicos siempre de servicio, y también las fotografías seriadas que fueron tomadas durante la construcción y mostraban la inmensa planta a medida que crecía, capa tras capa.

—¿Pero por qué nos muestra sólo fotografías? —preguntó amablemente uno de los yemeníes—. ¿No podemos visitar esos lugares en persona?

—¡Naturalmente! —exclamó Smin—. Claro que hay que subir muchas escaleras. ¿No les importa? Y será necesario, simplemente como medida de precaución, llevar equipos protectores, ¡pero podemos empezar ahora mismo!

Y hacerlo deprisa, añadió para sí, porque la nota que la secretaria había deslizado en su mano decía: Sí, está previsto que empiece a las dos de la tarde.

Chernobyl no era simplemente una central eléctrica. Era casi una ciudad. Cada reactor RBMK-1000 en sí mismo era inmenso, con sus toneladas de bloques de grafito que frenaban los neutrones, sus casi mil setecientas tuberías de acero reforzado que llevaban el agua a los núcleos, sus tanques de secado donde las mil setecientas tuberías confluían para exprimir las gotas de agua del vapor y pasar el vapor cargado de energía a las turbinas, su grueso piso de macadam en la sala de las turbinas, donde los motores zumbaban o rugían, sus sesenta centímetros de acero y metro ochenta de cemento en torno a cada reactor…, medidas de seguridad ante el caso improbable de que algo, en algún momento, fallase. Ya había cuatro RBMK-1000 funcionando en la central de energía de Chernobyl; y la central en sí era solamente una estructura en una ciudad de naves de almacenamiento, talleres, oficinas administrativas, un centro médico, baños para las personas que trabajaban allí, cafeterías, salones de esparcimiento y descanso para después de los turnos, y todo lo demás que Smin pudo imaginar y, a través de súplicas o sobornos, conseguir, para hacer Chernobyl perfecta.

Éste era el trabajo del director técnico, y el hecho de que la perfección absoluta fuera imposible no impedía que Smin continuara persiguiéndola. Contra viento y marea. A pesar de todas las frustraciones. Porque las había, empezando por los propios trabajadores; si éstos no bebían en el trabajo, se ausentaban sin permiso; si no hacían ninguna de ambas cosas, se marchaban a otros trabajos en cuanto podían. En teoría, esto no era fácil en la URSS, ya que nadie consigue un empleo sin un informe de su último patrono, y los patronos, se suponía, no alentaban vagabundeos de ese tipo. En la práctica, la gente que había trabajado en Chernobyl tenía tanta demanda que incluso un informe negativo era bueno. Y ésos eran sólo los problemas con el personal. Si de alguna manera se conseguía aplacar e incluso motivar a los empleados, quedaban los problemas de material. Siempre era difícil conseguir materiales de buena calidad, para cualquier cosa, y Smin, incansable, hacía todo lo posible por encontrar acero sin defectos, y cables bien construidos, y cemento de primera calidad, e incluso los frutos mejores y más frescos de los huertos privados de los koljozes de la vecindad, con destino a las cocinas de las cafeterías de la planta. Sólo unas semanas antes había aparecido un artículo en Literaturnaya Ukraina denunciando una sórdida historia de gente incompetente y materiales defectuosos. Para los superiores de Smin esto había supuesto un gran embarazo, pero a la larga había reforzado la rutinaria dedicación de Smin a exigir, a apremiar, a insistir y, cuando era necesario, lo cual sucedía a menudo, a sobornar. No era así como Smin prefería hacer su trabajo, pero algunas veces era la única manera posible.

Dado que tenía prisa, Smin no mostró todo a los yemeníes. Se saltó las salas de almacenamiento de combustible, encima de los reactores, donde se guardaba el gasoil para las bombas de emergencia, en caso de que se produjera un fallo de energía; les permitió echar solamente una rápida ojeada a las gruesas ventanas de cristal de la cámara de recarga, donde la gran máquina en forma de araña se arrastraba sobre sus masivos raíles de tubería en tubería, según hiciera falta, quitando el combustible gastado y reemplazándolo con nuevo mientras el generador continuaba produciendo energía. Se saltó la Sala Roja y la cafetería y los baños, aunque estaba orgulloso de todo ello por la prueba que suponían de su constante preocupación por los cuatro mil hombres y mujeres que trabajaban en Chernobyl. No permitió, por supuesto, que los visitantes entraran en ninguna de las cuatro cámaras de reactores, aunque les dejó que miraran, nuevamente a través de una gruesa ventanilla, el número uno, el más viejo de los reactores de Chernobyl que (tuvo que elevar la voz por encima del rugido del vapor y las turbinas para que pudieran oírlo) aún generaba energía con el mejor nivel de rendimiento y seguridad de la URSS. Incluso les dejó mirar las grandes tuberías del sistema de agua, porque de todas formas les cogía de camino. Poco después el líder yemení daba un respingo al ver las llamas siseantes del quemador de hidrógeno.

—¿Qué es eso? ¡Creí que energía atómica quería decir que no hay que quemar petróleo!

—Oh, pero si eso no es petróleo —explicó Smin, tranquilizándole—. No tiene nada que ver con el vapor, simplemente es una manera de deshacerse de los gases que, de otra forma, podrían resultar peligrosos. Verá, cuando el agua atraviesa el reactor, una pequeña parte cada vez se disocia en hidrógeno y oxígeno a través de radiólisis. No podemos conservarlos en el sistema, sería peligroso. Así que los quemamos.

A continuación les dejó entrar en la sala de turbinas, con las orejas protegidas y utilizando cascos, porque sabía que no soportarían el ruido, desde donde pasaron a la sala de control de los reactores uno y dos.

Mientras el intérprete traducía sus preguntas al ingeniero jefe del turno, Smin cogió un teléfono y verificó de nuevo. Sí, los camaradas invitados ya se reunían para observar el experimento, que seguía el horario previsto. Así que, comprobó mirando su reloj, tenía diez minutos para deshacerse de los yemeníes antes de dirigirse a la sala de control principal. Se acercó a ellos, sonriendo.

El ingeniero jefe no sonreía.

—Me están preguntando por Luba Kovalevska —le dijo a Smin entre dientes.

Smin suspiró y se volvió hacia los yemeníes.

—¿Tienen alguna pregunta que hacerme? —preguntó con cortesía.

El yemení más viejo le miró. Era difícil leer su expresión, pero dijo solamente:

—Hemos oído historias.

Smin siguió sonriendo.

—¿Qué historias son esas? —preguntó, aunque sabía la respuesta.

—Ha habido información en su propia prensa —dijo el hombre, en tono de disculpa. Se puso las gafas y sacó un recorte de papel del bolsillo—. De su revista Literaturnaya Ukraina, ¿es así como se dice? Un artículo que habla de pobreza de diseño, de materiales poco seguros, de falta de disciplina entre los trabajadores… Por supuesto —añadió, doblando el papel— si hubiera leído este tipo de cosas en la prensa occidental comprendería que no hay que tomarlas en serio. ¿Pero en sus propios periódicos?

—Ah —dijo Smin, asintiendo—, es lo que nosotros llamamos glasnost. —Usó la palabra rusa y la tradujo rápidamente—: Es decir, sinceridad. Franqueza. Apertura. —Sonrió de manera amistosa—. Supongo que les sorprenderá encontrar una crítica tan dura en una revista soviética, pero, ya ven, corren nuevos tiempos. Nuestro secretario general, Mijail Gorbachov, ha dicho acertadamente que necesitamos glasnost. Tenemos que hablar abierta y honestamente, y en público, sobre toda clase de errores. El artículo de la señora Kovalevska es un ejemplo de ello. —Se encogió de hombros—. Resulta muy útil que nos recriminen públicamente nuestras faltas. No voy a decir que no sea doloroso, pero es así como los fallos pueden ser corregidos a tiempo. A veces, quizá se llega demasiado lejos. Una escritora como la señora Kovalevska oye rumores y los pone en un periódico… Bien, es bueno que se aireen los rumores, para que así se los pueda investigar. Pero no hay que creer que todo lo que se dice es verdad.

—¿Entonces este reportaje de Literaturnaya Ukraina es falso?

—No completamente falso —admitió Smin, mientras el ingeniero jefe trataba de seguir el diálogo en francés y fruncía el ceño ante cada palabra—. Ciertamente, se han cometido algunos errores. Pero se están corrigiendo. Y además, por favor anoten, mis queridos amigos, que esas cosas de las que la señora Kovalevska habla con tantos detalles se refieren principalmente a construcción y operación defectuosas. ¡Ni por un momento sugieren que haya nada malo en el reactor RBMK-1000! Nuestros reactores son completamente seguros. Cualquiera puede comprender que esto es cierto por el hecho de que nunca, en la historia de la energía atómica, ha habido en la Unión Soviética un accidente de ningún tipo.

—¿Sí? —dijo el yemení sagazmente—. ¿Es correcto eso? ¿Qué hay entonces del accidente de Kyshtym en 1958?

—No hubo ningún accidente en Kyshtym en 1958 —afirmó Smin rotundamente, y se preguntó si decía la verdad.

Cuando Smin consiguió llevar a sus invitados a la salida eran ya las dos y veinte. Había podido enterarse, por los operadores de la sala de control, de que el reactor número cuatro estaba todavía funcionando a pleno rendimiento, así que el experimento no se hallaba a punto todavía. Le quedaba un poco de tiempo, que aprovechó para ser un anfitrión completo.

—¿Ven este lago? —dijo, señalando la laguna junto a la que paseaban—. Es nuestro estanque refrigerador. Seis kilómetros de largo y, como ven, muy hermoso. Y está lleno de peces: nuestros pescadores locales dicen que aquí se pesca mejor aún que en el río Pripyat.

—¿Cómo es eso? —preguntó amablemente el yemení más joven.

—Porque el agua se calienta todo el año.

—Pero yo veo hielo —dijo secamente el más viejo.

—¡Es que estamos en Ucrania! —explicó Smin, sonriendo—. Naturalmente, nuestros inviernos son terriblemente fríos. Pero incluso en lo peor del invierno, el lago no se congela totalmente, cosa que a los peces les encanta. Observen los árboles, las flores. Es primavera.

Se detuvo y miró los altos edificios que contenían los reactores tres y cuatro.

—Desde aquí —continuó— pueden ver lo grande que es la central de Chernobyl. Cuatro reactores operando, cada uno produciendo mil megavatios de electricidad, suficiente para iluminar una ciudad de un millón de habitantes. Y ya hemos empezado a construir otros dos, todavía mayores. Cuando estén terminados podremos suministrar energía a una ciudad de siete millones de habitantes.

—Nosotros no tenemos ciudades con siete millones —dijo el yemení más viejo—. Y tampoco tenemos lagos.

—Con toda esa energía se pueden crear todos los lagos que uno quiera —dijo Smin, enfático—. Vengan, les enseñaré dónde se están construyendo los nuevos reactores.

Cuando llegaron al borde de la gigantesca excavación que pronto acogería el núcleo del reactor número cinco, ahora llena de equipo y de camiones que llevaban la tierra, los yemeníes parecieron igualmente insatisfechos.

—¿Éstos también serán RBMK-1000? —preguntó el más viejo.

—No, no. Mayores todavía: ¡mil quinientos megavatios de energía eléctrica!

—Pero siguen siendo reactores de grafito —rumió el yemení—. Y algunos dicen que este sistema no es tan bueno como el del reactor de agua a presión que se usa en Occidente.

—Ah, Occidente —dijo Smin, mucho más contento desde que había visto que el coche Volga azul oscuro que se iba a llevar a los yemeníes se acercaba a ellos entre los camiones y los bulldozers—. Las plantas de energía de los submarinos…

—¿Submarinos?

Smin sonrió.

—¿No saben por qué los americanos utilizan reactores de agua a presión? Porque están en un atolladero. Los primeros reactores americanos fueron diseñados para los submarinos nucleares. Por eso hacía falta agua a presión. Nada más podía funcionar dentro del submarino, ya ve; modelos avanzados como nuestros RBMK no sirven para propulsar submarinos. Así que cuando los americanos por fin se decidieron a producir energía atómica con propósitos utilitarios, simplemente construyeron nuevos motores de submarinos, pero más grandes. El RBMK es diferente, y por «diferente» quiero decir mejor. Ante todo, es extremadamente obediente. Los generadores americanos, como todos los generadores de agua a presión, sólo sirven para crear energía de base… Tardan mucho en arrancar y en pararse. El RBMK responde rápido. Si hace falta energía de repente, un RBMK puede ponerse a funcionar en menos de una hora. Y… bueno, les recuerdo la seguridad. La Isla de las Tres Millas tenía un reactor de agua a presión, ya saben.

—Si eso es así —dijo de pronto el yemení más viejo—, ¿por qué no nos ha mostrado el reactor número cuatro?

Smin se las apañó para conservar la sonrisa. ¿Qué habían oído?

—Porque el reactor número cuatro es exactamente igual que los demás.

—Nos gustaría verlo.

Smin negó con la cabeza.

—Por desgracia, el reactor cuatro está a punto de ser desconectado del servicio, para mantenimiento. Así que no se permite a nadie entrar en el área porque existe un ligero riesgo de exposición a la radiación, ¿entienden? Es una precaución que se sigue muy estrictamente… A pesar de los artículos glasnost que publican los periódicos, realmente somos muy cautelosos. ¡Qué lástima! Pero tal vez podrían ustedes regresar mañana, cuando todo vuelva a la normalidad.

—Desgraciadamente —rezongó el yemení—, esta noche nos alojamos en el Hotel Dniepro de Kiev, y volamos a Moscú por la mañana.

—Lástima —repitió Smin, que ya sabía todo aquello—. ¡Ya está aquí su coche! Confío en que hayan tenido una estancia agradable en la central nuclear de Chernobyl. ¡Espero con ansia que volvamos a vernos!

Smin seguía pensando en los yemeníes cuando se detuvo, simplemente por precaución, antes de subir a la sala de control, para asegurarse de que el experimento continuaba según lo previsto. Cuando escuchó lo que el operario tenía que decirle olvidó a los yemeníes por completo.

—¿Cancelado? ¿Por qué ha sido cancelado? ¿Qué vamos a hacer con toda esa gente?

El operario de turno suspiró.

—Si tiene alguna idea, por favor, dígamela. Siguen aquí. Todo lo que sé es que los del suministro de energía, en Kiev, dicen que no pueden desconectar ahora. No he hablado con ellos; tendrá que preguntarle al director. ¿Qué? No, no está aquí. Creo que está abajo, en la sala de turbinas.

Smin colgó el teléfono y frunció el ceño. Esto sí que era un contratiempo. Había casi una docena de observadores. Habían llegado a Chernobyl desde lugares tan lejanos como Leningrado: directores de centrales eléctricas, representantes de constructoras de turbinas, ingenieros, con el exclusivo propósito de ver cómo funcionaba el experimento de generar energía extra a partir del calor y el impulso residuales después de desconectar el reactor. El experimento debía empezar justo en aquel momento, lo que significaba que todos estarían de vuelta en los coches y molestando a otros antes de que anocheciera.

¿Pero ahora qué?

La única persona que podía contestar a esto era el director, así que Smin fue a verle. Smin se aseguraba siempre de que sus trabajadores se vistieran adecuadamente para el trabajo, y siguió el ejemplo colgándose la escarapela del dosímetro y la gorra blanca y el mono y las zapatillas de tela antes de entrar en la sala de turbinas.

También se colocó el protector en las orejas. Las salas de turbinas, particularmente la grande, donde confluían las salidas de los reactores tres y cuatro, eran los lugares más ruidosos de toda la central. Quizás eran los lugares más ruidosos del mundo, pensó Smin, pero recibió el ruido con alborozo. El chirrido del vapor en las turbinas era buena cosa. Significaba que el calor de los átomos que morían hacía girar las grandes ruedas y convertía mágicamente el vapor en electricidad para alimentar las luces, las radios, los televisores y los motores de los ascensores de una cuarta parte de la República Socialista Federada Soviética Ucraniana… y aún sobraba suficiente energía para exportar a sus vecinos socialistas de Polonia e incluso Bulgaria y Rumania.

Lo menos agradable, pensó, recordando, era que los yemeníes habían hecho preguntas molestas. La peor había sido la referente a Kyshtym.

¿Había algo de verdad en la historia de Kyshtym?

La gente le había preguntado lo mismo en la Agencia de Viena. No habían aceptado la respuesta negativa tan fácilmente como los yemeníes. Incluso le habían dado una copia de un libro del disidente Zhores Medvedev, que contaba una historia preocupante. Decía que, en 1958, determinadas manipulaciones habían terminado terriblemente mal en Siberia. Desechos nucleares —¡o algo!— habían alcanzado su masa crítica. Habían estallado. Los lagos fueron destruidos; los ríos, envenenados. Los pueblos quedaron inhabitables y la campiña entera se había convertido en una escombrera radiactiva.

¿Podía ser verdad una cosa así?

Smin reconoció que no lo sabía. Aunque la historia fuera auténtica, pensó con rebeldía, lo que había dicho, la mayor parte de lo que había dicho a los yemeníes era cierto y demostrable. Los soviéticos nunca habían tenido un accidente nuclear. Al menos, ninguno relacionado con los reactores, ¡y ciertamente no en Chernobyl!

Aunque llevaba los protectores en los oídos, el enorme rugido de las turbinas hizo que le doliera la cabeza. Se alegró de ver al director, Zaglodin, al fondo de la sala. Con él estaban el jefe de la Sección de Personal, Jrenov, y el ingeniero Jefe, Varazin, hablando con un cuarto hombre. «Hablando» no era la palabra adecuada. Los cuatro hombres parecían mantener una especie de pervertido flirteo bajo los semicilindros de las turbinas. Los tres altos cargos tenían las cabezas juntas, y el cuarto hombre intentaba hacerse oír por encima del estrépito.

Cuando Smin se aproximó, el cuarto hombre se separó del grupo y, con el ceño fruncido, se encaminó hacia la puerta. Era Sheranchuk, el ingeniero hidráulico de la central, normalmente un tipo amistoso, aunque ahora sólo dirigió a Smin un breve movimiento de cabeza y se marchó airado. Los mecánicos de un equipo de trabajo que comprobaba los indicadores de la turbina número seis fueron más agradables. Todos dirigieron a Smin un saludo de respetuosa camaradería cuando pasó junto a ellos, y Smin lo devolvió, sonriente.

Jrenov se percató del saludo. Smin no se sorprendió. Como director de la Primera Sección de la Central (Personal y Seguridad), es decir, la sección que informaba a la KGB, el trabajo de Jrenov consistía en percatarse de todo. El director, al otro lado, fruncía el ceño. Hizo un gesto a Smin para que retrocediera, y los cuatro hombres salieron a la relativa tranquilidad del pasillo exterior.

—Es usted muy popular entre los trabajadores, Smin —observó Jrenov en cuanto se quitó los protectores.

—La popularidad no es lo que importa —dijo el director, de mal humor—. ¿Ha oído, Smin? ¿Qué cree que nos han dicho los de Kiev ahora? La red de suministro necesita nuestra energía; no podemos desconectar hoy.

—Ya veo —dijo Smin, comprendiendo. El experimento sólo podía llevarse a cabo cuando uno de los reactores dejara de funcionar—. ¿Y los observadores?

—El camarada Varazin se encargará de ellos —dijo el director, mirando al ingeniero jefe—. Acaba de ofrecerse voluntario.

—Ya veremos cómo —dijo sombrío el ingeniero jefe—. Tal vez mañana pueda enseñarles las cámaras del reactor. Ninguno de ellos es experto en la materia; todo les parece interesante.

—Estoy seguro de que les gustará —dijo Smin, satisfecho de saber que, al menos, no tendría que renunciar a su fin de semana—. Quizás ahora podremos cumplir nuestras previsiones del mes de abril —añadió con una sonrisa.

El director Zaglodin le miró en tono especulativo y se permitió devolverle la sonrisa.

—Quizás ahora —corrigió— podré tomar mi avión. ¿Hay algo que le gustaría que le trajera de Moscú? Aunque no creo que tenga tiempo, en realidad, para ir de compras —añadió rápidamente, en caso de que Smin intentara sorprenderle y le pidiese algo.

—Mi esposa seguro que tiene una lista, camarada director —dijo Smin, de buen humor—, pero no está aquí. ¿Órdenes para mí en su ausencia?

Naturalmente que las había.

—La fábrica de cemento ha enviado ya quinientas toneladas para la base del reactor número cinco. Bien, naturalmente no estamos preparados, y también sospecho que el cemento no alcanza la calidad necesaria. Véalo, Smin.

—Por supuesto, camarada director.

Smin captó la mirada comprensiva de Jrenov. No se molestó en comentar. Todos ellos sabían que aquello significaba que Smin tenía ahora la responsabilidad de, o bien aceptar el cemento de baja calidad, o bien retrasar la instalación del nuevo reactor, lo cual se convertiría en la típica situación que no beneficiaría a nadie. ¡Qué suerte tenía el director Zaglodin de poder ir de caza aquel fin de semana a las afueras de Moscú, con otros altos cargos!

—Y además hay lo de su hombre, lo de Sheranchuk —gruñó el director.

—He visto que estaba hablando con ustedes —dijo Smin con cautela—. ¿Qué quería?

—¿Qué es lo que quiere siempre? No está satisfecho con nuestra central, Smin. Quiere comprobar todas las válvulas de nuevo.

Smin asintió. Era un hecho aceptado que Sheranchuk, el ingeniero hidráulico, era su protegido personal, lo cual quería decir que el director tenía el derecho, que utilizaba, de echar la culpa a Smin cada vez que el ingeniero le molestaba.

—Si piensa eso probablemente tenga razón. ¿Por qué no se le permite?

—¿Por qué no le dejamos desmantelar toda la planta y construir una nueva? —gruñó el director. Luego se calmó—. Quedará usted a cargo de todo mientras estoy en Moscú. Haga lo que quiera.

—Naturalmente —dijo Smin, sin señalar que en las cuestiones relativas a la dirección de la central siempre lo hacía.

El director era, en realidad, el superior de Smin sólo nominalmente. Aquélla era otra de las normas de Gorbachov: poner al hombre que realmente hacía el trabajo en segundo lugar, para que pudiese realizarlo, mientras que el presunto jefe de la empresa quedaba libre para entretener a los dignatarios visitantes, representar a la organización en reuniones formales, asistir a recepciones; en resumen, ser la cabeza visible. Sólo que este director en particular pretendía que Smin llevara incluso a los grupos de yemeníes de excursión por la planta.

—También hay un partido de fútbol mañana —dijo Jrenov, observando a Smin.

El director alzó la cabeza orgullosamente. Era un hombre pequeño, como un gorrión. No le faltaba más que la barbita puntiaguda para parecerse a la estatua de Lenin que había en el patio de la central. Sin duda era consciente de ello, pues incluso posaba exactamente como Lenin posaba en todas sus estatuas y retratos: ansioso, con la barbilla hacia adelante, los brazos medio extendidos para atrapar algo…, fuera lo que fuese lo que Lenin quiso siempre atrapar. Posiblemente el mundo. Tal vez, pensó Smin, eso era lo que el director quería también en el fondo, en cuyo caso no era probable que lo consiguiera desde su actual posición como mera cabeza representativa de una central nuclear.

—Así que —sonrió Zaglodin—, ¿quiere que dispense a su mejor delantero del turno de noche para que salga a jugar descansado? ¿Por qué no, Jrenov? De todas formas, tendrá que pedírselo a Smin, ya que yo me marcho. —Entonces, por fin, recordó a los visitantes de aquella tarde—. ¿Cómo le fue con los yemeníes? —preguntó.

Smin se encogió de hombros.

—Preguntaron por el artículo de Luba Kovalevska. También preguntaron por Kyshtym.

—¡No pasó nada en Kyshtym! —dijo severamente el director—. Y es por Kovalevska y sus deslealtades por lo que voy a Moscú, para asegurar a nuestros superiores que aquí, después de todo, no somos completamente incompetentes. —Miró a Smin—. Espero que eso sea cierto —añadió.

Antes de despedirse, el jefe de Personal invitó a Smin a tomar con él un baño de vapor en las instalaciones de la central, pero Smin rehusó la oferta.

—Será mejor que vuelva a mi oficina —dijo—. ¿Quién sabe lo que se puede haber estropeado mientras escoltaba a los árabes?

Descubrió que no había sucedido nada. Sin embargo, vio otro centímetro de papeles añadidos al grueso fajo colocado sobre su escritorio, papeles que Paraska había traído mientras él perdía el tiempo con los yemeníes. No parecía haber en el nuevo fajo algo más urgente que cualquiera de las otras cosas urgentes que esperaban su atención, pero los papeles no se iban a firmar solos.

—¡Paraska! ¡Una taza de té, por favor! —pidió, y empezó a reducir el nivel del fajo poco a poco.

Aceptaciones de pedidos de acero estructural, repuestos, cables a prueba de incendios, ladrillos, tejas, partes de generadores, vidrio, cristales reforzados, material de fontanería, componentes de tejados. Había cartas de los suministradores lamentando que, excepcionalmente, los pedidos no podrían ser servidos en las fechas especificadas, pero que no se escatimarían esfuerzos para enviarlos dentro de un mes, de tres meses, o más tarde. Directrices jerárquicas que recordaban las decisiones del 27º Congreso del Partido para incrementar la producción, y gráficas de producción de los suministradores para mostrar con cuánta urgencia se necesitaba el incremento. Informes sobre ausencias y retrasos, procedentes de la sección de Jrenov…, no demasiado malos, advirtió Smin con cierta satisfacción: la central nuclear de Chernobyl era, en aquel aspecto, una de las mejores de la Unión Soviética. Y también en la mayoría de los otros aspectos. Encontró un pequeño vale que excusaba a Vladimir Ponomorenko de sus deberes en el turno de las cuatro en la brigada de construcción del reactor número cinco, y lo firmó con una sonrisa. Los Ponomorenko estarían todos muy ocupados entrenándose para el partido del día siguiente y, a fin de cuentas, no venía mal hacer un pequeño favor de vez en cuando a la sección de Jrenov.

El té se le enfrió, pero al menos consiguió despachar casi una décima parte de los papeles. Miró por encima los que quedaban. Seguía sin haber nada en ellos que los hiciera más urgentes que los demás. Se reclinó en su asiento, pensando en el fin de semana. Con algo de suerte, él y su esposa podrían pasar un poco de tiempo en la parcela, veinticinco kilómetros al norte, donde su dacha se iba haciendo realidad desde casi un año antes. ¡Qué hermosa sería cuando estuviera terminada! Era abril, casi primeros de mayo; en julio estarían montadas las puertas y las ventanas, y en agosto podrían ocupar casi con toda seguridad una de las habitaciones. En otoño pasarían allí los fines de semana, y los patos de las marismas del Pripyat aprenderían que Simyon Smin sabía usar una carabina.

Encendió pensativo un Marlboro y se quedó mirando uno de los dibujos que tenía sobre la mesa. Procedía de un número atrasado de la revista de humor Krokodil, mostraba un tornillo del tamaño de un vagón de tren y una tuerca tan grande como una casa de pisos saliendo de una fábrica cuyo rótulo decía: Estrella Roja Tornillos y Tuercas Número 1; y el pie rezaba: «¡Y así, de un solo paso, cumplimos nuestro plan!» Smin apreció que no era una pulla del todo injusta sobre los usos industriales soviéticos.

Su jornada casi había terminado, e incluso pensó que llegaría a casa puntual. Cogió el teléfono y llamó a su esposa para decírselo, pero Selena Smin tenía otras noticias.

—No vamos a ir a la dacha. Tu madre ha llamado —dijo ella—. Quiere que vayamos a cenar esta noche. Dice que no fuiste a verla anoche, y que al menos deberías ir hoy. ¿Sabes lo que quiere decir?

Smin gruñó. Lo sabía, aunque no quería precisamente expresarlo por teléfono.

—¡Pues eso significa que habrá que conducir hasta Kiev y volver! —exclamó, pensando en los ciento treinta kilómetros que suponía cada trayecto.

—No, podemos quedarnos allí. Haré unas cuantas compras en Kiev mañana por la mañana —dijo ella—. Tal vez podamos visitar la dacha el domingo. Oh, tu madre también dijo que tenía una sorpresa para ti.

—¿Qué sorpresa?

—Dijo que preguntarías eso. Y que te contestase que si te explicaba en qué consistía la sorpresa, ya no sería sorpresa; pero que es una gran sorpresa.

Smin claudicó. Cuando colgó, llamó a su secretaria.

—Necesitaré el coche esta noche, pero conduciré yo mismo. Dígale a Chernavze que lo traiga y se asegure que el depósito está lleno, y que luego puede marcharse a casa.

Tenía otra cosa que hacer antes de marcharse. De alguna manera, era también dar ejemplo: debía visitar los baños de la central. Se cambió en el vestíbulo y, cogiendo una sábana y una toalla del mostrador, se dirigió a las duchas.

Siempre había habido duchas en Chernobyl, porque los hombres que trabajaban con sustancias radiactivas las necesitaban. Pero estos cuartos de baño no sólo eran nuevos, eran creación de Smin. Las losas de pizarra para que los hombres se recostaran, las duchas, las jaboneras…, todo era de Smin. Entró en una de ellas, abrió el agua y se enjabonó. Se quedó tendido, desnudo, con la cicatriz vidriosa a la vista de cualquiera. Pero estaba solo en la sala de duchas. Cerró los ojos, escuchando los grititos y chillidos del baño de las mujeres, al otro lado de la pared… Algunas trabajadoras jugueteaban y se zambullían en su piscina. Se preguntó si apreciaban las lujosas instalaciones que les había proporcionado. Aunque, después de todo, lo hicieran o no, ¿qué diferencia había? Las atenciones especiales repercutían en el buen mantenimiento de la central, y la central era lo importante.

Cuando se hubo secado, se envolvió los hombros con la sábana y se dirigió a la sauna. Era casi la hora del cambio de turno. Había ocho o nueve hombres en la sauna. Cuatro jóvenes fornidos se pasaban una toalla hecha un bulto de uno a otro; uno la dejó caer y se la pasó a otro de una patada; el último la recogió e hizo un gesto con la cabeza a Smin, disculpándose.

—Hagan como si yo no estuviera —dijo Smin, reconociéndoles—. Cumplan como es debido en el partido de mañana.

—Cuente con ello, camarada director técnico —dijo el delantero Vladimir Ponomorenko, el «Otoño» de los cuatro jugadores, parientes entre sí, a quienes llamaban las Cuatro Estaciones.

Eran dos grupos de hermanos, cuyos padres también eran hermanos; todos tenían el mismo apellido: Ponomorenko. Arkady era «Primavera», un muchacho delgado y tímido, de veintitrés años, que acababa de salir del Ejército, trabajaba como ajustador en el departamento de Sheranchuk y en el terreno de juego era una tromba. Vassili, «Verano», era bombero; Vyacheslav, «Invierno», maquinista. Todos estaban en el turno de noche excepto «Otoño», Vladimir, el delantero.

—¿Así que mañana estarán en plena forma? —preguntó Smin mientras escudriñaba entre el vapor en busca de un sitio vacante.

Nunca estaba completamente seguro de a cuál de las Cuatro Estaciones hablaba. Todos eran hombres fuertes y morenos, de estatura media, que no llegaban a los treinta años. Primavera era el rápido, Otoño el musculoso, recordó Smin; pero, ¿y los otros dos?

—Eso es, camarada director técnico —dijo uno de ellos—. ¿Estará usted allí?

—Por supuesto —dijo Smin, y se sorprendió al darse cuenta de que, después de todo, podría estar: confiaba en que no se quedarían en Kiev todo el día, y el partido se celebraba a última hora de la tarde para que los jugadores del turno de noche pudieran dormir un poco.

Un hombre sentado en el banco junto a él se quitó la toalla de la cara y resultó ser Jrenov, el jefe de la Primera Sección.

—Basta de vapor, camaradas futbolistas —dijo afablemente—. ¡Ahora duchas frías, y luego a practicar! —Se dirigió a Smin—: Gracias por librar a Otoño del turno.

—¿Por qué no?

Smin se encogió de hombros. Las ausencias de los futbolistas para entrenar se aprobaban siempre, pues una de las directrices de Moscú alentaba el deporte. La central de Chernobyl no era ajena a ello. En algunos lugares, de hecho, era práctica común dar a los atletas destacados empleos cómodos en los que no necesitaban trabajar.

No es que a Smin le gustara, naturalmente, pero en aquello estaba dispuesto a hacer concesiones, ya que rehusaba tantas otras cosas. Se movió para pasar junto a Jrenov, y la toalla se le cayó del hombro.

Jrenov no se apartó. Hizo una cosa muy en su estilo, pensó Smin. Cuando la toalla no le cubría, en el baño, la mayoría de los presentes, invariablemente, miraba para otro lado. Jrenov no. El jefe de la Primera Sección extendió la mano y tocó pensativo la línea de la cicatriz que Smin tenía en la parte trasera del cuello, como un coleccionista de arte que apreciara la pátina de un bronce antiguo. No dijo nada, pero esto entraba también en su estilo. Estudiaba la cicatriz cuidadosamente cada vez que la veía, aunque Smin estaba seguro de que sabía no sólo sus dimensiones exactas, sino también el modelo y el número de serie del carro de combate en llamas donde la había adquirido. Jrenov era un hombre bajo, aún más bajo que Smin, y no tan fornido. Sin embargo, a Smin no le habría gustado pelear con él. Jrenov almacenaba una gran carga de energía y vigor.

Miró a Smin con ojos inescrutables y luego le dio las gracias y se marchó en pos de los jóvenes.

Smin se sentó y cerró los ojos, inhalando el vapor cautelosamente por la boca. Permaneció allí, con la mente en blanco, hasta que oyó que alguien mencionaba su nombre. Cuando abrió los ojos, vio que era su ingeniero hidráulico.

—Buenas tardes, camarada fontanero Sheranchuk —dijo Smin—. ¿Cómo van tus válvulas? ¿Es verdad que pretendes revisar todas las conexiones de la central?

—De momento sólo unas pocas, camarada director técnico Smin —dijo Sheranchuk gravemente.

—Sí, claro. Las demás ya las has renovado —se burló Smin.

Sheranchuk era la última adición al equipo directivo de Chernobyl; un ucraniano velludo y pelirrojo, rescatado de una vieja central térmica a punto de ser cerrada, que ahora se encargaba, agradecido, de todos los problemas de conducción de agua en Chernobyl. Problemas había habido muchos: todas las válvulas salieron de fábrica con sólo una remota aproximación a las dimensiones requeridas, y Sheranchuk había tenido que rehacerlas.

El ingeniero dudó, y luego miró la puerta por la que acababa de salir Jrenov.

—Le supongo enterado de que el director Zaglodin ordenó que esta tarde desconectaran el sistema de bombeo automático.

Smin frunció el ceño. No lo sabía.

—Sí, por supuesto —dijo—, para preparar nuestro experimento. Ya que ha sido pospuesto, el jefe del turno lo volverá a conectar.

—Eso supongo. Lamento lo de esta tarde, Smin.

—¿Por qué? Nuestro director a veces me saca de quicio a mí también. Lo importante es que hagas tu trabajo.

—Vendré mañana y lo verificaré una vez más —prometió Sheranchuk.

Smin asintió.

—Así estaremos en condiciones para el Primero de Mayo —dijo, y añadió—: Pienso que, en general, lo has hecho bien.

Sintió que el aire resecaba sus labios mientras hablaba. Uno de los hombres había estado de nuevo vertiendo agua sobre la cerámica caliente y el vapor volvía la sauna opresiva.

Smin ajustó la gruesa sábana en torno a sus hombros y trató de pensar en algo que alegrase al ingeniero. ¿Un chiste? Sí, claro. El que le había contado por la mañana uno de los hombres de las turbinas.

—Dime, Sheranchuk, ¿te gustan los chistes de Radio Armenia? Ahí va uno. Alguien llama a Radio Armenia y pregunta: «¿Cuál fue la primera democracia popular?»

—¿Y cuál es la respuesta? —preguntó Sheranchuk, sonriendo ya.

—Cuando Dios creó a Adán y Eva y le dijo a Adán: «Ahora, elige libremente a tu esposa».

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