Chernobyl

Chernobyl


2. Viernes, 25 de abril.

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Viernes, 25 de abril.

Leonid Sheranchuk tiene cuarenta y dos años y parece un jugador de hockey sobre hielo, cosa que fue hace veinte años. Lleva dos visibles dientes de acero como resultado. Sin embargo, es un pelirrojo muy apuesto. Las mujeres se sienten atraídas por él. Por lo que sabe Tamara, su esposa, él no les corresponde ni siquiera cuando su interés es aparente, pero de todas formas le gustaría que pudieran pasar las vacaciones juntos. Ella es médico en el hospital Pripyat. La ciudad casi toca los terrenos de la central nuclear, pero sus servicios son independientes. Esto significa que sus vacaciones transcurren en las instalaciones de verano del hospital, a cuatrocientos kilómetros al sur, junto a un agradable lago; las de él, en la residencia turística de la central, en el Mar Negro. Ella desearía que la trasladaran al cuadro médico de la central, para así estar juntos, pero la paga es mejor aquí, y las condiciones del verano mucho mejores, y la competencia para conseguir tales puestos es dura. Además, sabe que tienen suerte. Sólo llevan en Pripyat unos meses, desde que Smin reclutó a su marido para un puesto mucho mejor que el anterior. Es consciente de que llevan una buena vida. Con los trescientos rublos al mes que gana Sheranchuk y los ciento ochenta de ella, no les falta nada. Su hijo, que tiene dieciséis años, es bailarín, buen estudiante, y está en el Komsomol. Sheranchuk tiene un estante lleno de medallas de los días en que era jugador de hockey, así como todos los diplomas y certificados que le cualifican como ingeniero hidráulico en la central nuclear de Chernobyl. Obviamente no es un «fontanero», ni le hace gracia que le llamen así, a menos que sea el director técnico Smin quien se permita la broma.

Después de haber dejado a Smin en los baños, Sheranchuk se sintió refrescado. No tenía por qué esperar a la mañana para despachar algunos de sus papeles, pensó. La tarde era joven y a su esposa no le importaría que hiciera unas cuantas horas extras.

Nadie obligaba a Sheranchuk a hacerlas, y menos que nadie el director técnico Smin. Sheranchuk se las imponía él mismo. Como ingeniero cualificado tenía que trabajar las horas propias del personal directivo: de nueve a cinco y media, cinco días a la semana. Pero sabía que gozaba de la confianza de Smin. Quería conservarla, y pasar una tarde en casa era menos importante que asegurarse de que aquella confianza era merecida.

Así que, mucho después de la cinco y media, Sheranchuk estaba de vuelta en su despacho, en la oficina que compartía con dos asistentes y el director de Deportes de la planta, escribiendo notas sobre lo que quería hacer cuando el reactor número cuatro fuera desconectado para mantenimiento. El experimento para conseguir energía extra de las turbinas no le afectaba. Lo que pretendía era mirar dentro de la gran bomba que forzaba el agua condensada por el conmutador de calor hasta el depósito situado bajo el núcleo del reactor. Según los archivos que había heredado, aquella bomba había sido ya desmontada y revisada por su predecesor, pero Sheranchuk quería verla con sus propios ojos.

Revisando los archivos de cada componente, Sheranchuk prestó particular atención a las fechas de entrega de las partidas. Una fijación de válvula llegada a Chernobyl la primera semana del mes, por ejemplo, habría salido probablemente de fábrica la última semana del mes anterior. Ésa era una señal de alerta. Los últimos días de cada mes eran los más frenéticos, los días en que todos los turnos hacían esfuerzos de última hora para mantener el esquema de producción que determinaba si los trabajadores conseguirían o no una bonificación. La mitad de la producción de cualquier factoría se hacía usualmente los últimos días del mes. Eran los días en que los maquinistas se apresuraban y los inspectores hacían la vista gorda, y las flamantes piezas que llegaban a destino tenían que ser tiradas directamente a la basura porque no ajustaban. O, peor aún, se instalaban de todas formas.

Por supuesto, el ingeniero anterior sabía todo esto tan bien como Sheranchuk. Cada pieza había sido calibrada antes de ser colocada; todo el equipo había sido desmontado y, cuando hacía falta, rehecho o reformado, o simplemente reemplazado por nuevas piezas. Sheranchuk lo sabía. Pero quería verlo.

Con una lista de conexiones que verificar en la mano, se acercó a ver si el director técnico Smin estaba aún en su oficina. No estaba. La oficina se hallaba a oscuras, como la mayoría de las otras oficinas ante las que pasó, excepto la de la Primera Sección. Ello no le sorprendió: los hombres de Jrenov estaban siempre por todas partes. Pensó en irse a casa, donde su esposa se preguntaría qué le había pasado, pero subió a la sala de control principal de los reactores tres y cuatro.

Smin no se encontraba allí tampoco, pero Jrenov sí, fumando un cigarrillo y charlando con el jefe del turno sobre el entrenamiento para el partido. Tras ellos se alzaba la pared de instrumentos que informaba del estado de cada una de las partes de los sistemas de la central. La mayoría de las pantallas, luces destellantes y señales de osciloscopios, se referían a cosas que no interesaban mucho a Sheranchuk, pero automáticamente comprobó las lecturas de los sistemas hidráulicos y la presión del vapor. Todo funcionaba normalmente, excepto que las bombas estaban bajo control directo de los operarios. Los sistemas automáticos seguían desconectados.

Sheranchuk frunció el ceño y miró alrededor. Junto a la puerta, con aspecto aburrido, había un operario que reconoció: Kalychenko, medio lituano. Cuando le preguntó con bastante corrección si los sistemas automáticos no deberían ser conectados de nuevo, el operario dijo molesto:

—¿Cómo voy a saberlo? No soy de este turno. Simplemente, estoy aquí perdiendo el tiempo.

Jrenov alzó la mirada y se acercó a ellos.

—Ah, Kalychenko —dijo, ignorando al ingeniero—. ¿Todavía está aquí?

—¿Dónde más podría estar? Soy del turno de medianoche, y llevo aquí desde muy temprano por causa de un experimento que no va a realizarse. ¿Cuándo se supone que dormiré?

—Para variar, podría dormir en su propia cama —dijo Jrenov en tono suave y burlón—, en vez de pasar la mitad de la noche en la de otra persona.

Sheranchuk vio que el hombre se ruborizaba como si Jrenov hubiera tocado un punto sensible, pero esto no era asunto suyo.

—Discúlpeme —dijo—. Estaba señalando que el sistema de bombeo automático sigue desconectado.

—Sí, sí —dijo Jrenov—. Lo sabemos.

—Las normas dicen que debe estar conectado en todo momento, excepto en circunstancias especiales.

—Es usted muy diligente en su trabajo —comentó Jrenov en tono admirativo—. Pero éstas son circunstancias especiales, ya ve. Una parte del experimento consiste en observar cómo se pueden mantener las bombas manualmente, y que al menos sea posible continuar. Ahora, Kalychenko —dijo, volviéndose al operario—, ya que no hace falta aquí, le sugiero que descanse un poco… solo, si no le importa, para así estar dispuesto para su turno normal.

Sheranchuk no esperó a ver cómo respondía Kalychenko. Dio media vuelta y se marchó.

Pensó que, probablemente, Kalychenko no respondería de ninguna forma, a pesar de que su cara se volvía escarlata y su expresión era feroz. Sheranchuk simpatizó con el operario. Después de todo, no era asunto del jefe de Personal si Kalychenko anticipaba los privilegios del matrimonio con una de las muchachas de la ciudad antes de la ceremonia.

La cuestión no era tanto saber dónde dormía Kalychenko como si Jrenov dormía alguna vez. Sheranchuk sabía que a las seis de la mañana ya estaba en la central. Parecía encontrarse siempre allí, en todas partes. ¿Tenía una casa? ¿Dormía allí? ¿Tal vez tenía un camastro en su oficina y descansaba en él de vez en cuando, saliendo para patrullar la central con aquellos ojos que no dejaban escapar nada?

Era una posibilidad al menos, pero nadie fuera de la Primera Sección podía saberlo. Con otro jefe, habría una secretaria o un subordinado que comentara los secretos de su superior con alguna otra secretaria, y así el cotilleo se extendería a toda la central.

Con Jrenov no.

Jrenov era Primera Sección. Se la llamaba «Personal y Seguridad». Pero era, por supuesto, el órgano detector del Estado. La secretaria de Gorodot Jrenov no comentaría nada con nadie, pero si un solo comentario de cualquier clase llegaba a sus oídos, Jrenov lo sabría en menos de una hora, y a la mañana siguiente formaría parte de un dossier en un archivo en la Plaza Dzerzhinskaya, en Moscú.

Sheranchuk salió del edificio del reactor, se guardó la lista de verificaciones en el bolsillo, y se sorprendió al ver que había luces en la última planta del bloque de oficinas. Allí estaban situadas las salas especiales para funciones importantes, principalmente los comedores para las ocasiones ceremoniales. Sheranchuk pensó que ello sólo podía significar una cosa: los observadores venidos para el experimento no se habían marchado, a fin de cuentas. El ingeniero jefe tenía el encargo de darles de comer y entretenerlos de alguna manera hasta que, presumiblemente, el fin de semana terminara y el reactor número cuatro pudiera ser desconectado para el experimento que habían venido a presenciar.

Olvidó a los visitantes, pues entretenerlos no entraba en sus funciones. Sheranchuk se preocupaba por los tubos, bombas y válvulas que conducían el agua en la central.

Había mucho de verdad en el apodo cariñoso que Smin le había dado. La principal responsabilidad de Sheranchuk era la fontanería. Es decir, Sheranchuk estaba a cargo de casi todos los conductos por los que el agua corría en la central. No se preocupaba por la de los lavabos y los baños y las cocinas: tenía ayudantes que se encargaban de esas minucias, y ya les había hecho comprender que lamentarían cualquier queja que surgiera sobre aquellas zonas. La preocupación directa de Sheranchuk eran las aguas que circulaban por los generadores y los núcleos. Había dos sistemas principales, los dos separados. Uno era el flujo de agua a la planta desde la laguna refrigerante; aquella agua era bombeada al interior para condensar el vapor en cuanto éste dejaba las turbinas, y era de nuevo bombeada al exterior, ahora un poco más caliente, de vuelta a la laguna. No había muchos problemas en ello. El otro circuito era más completo y más crítico. Sus aguas salían del tanque de condensación y eran llevadas al depósito situado bajo el núcleo del reactor, y una vez allí, a través de cientos de estrechos tubos, al grafito y uranio del propio núcleo. Allí, el calor de la reacción nuclear la convertía en vapor. Como vapor, las tuberías la conducían a tanques de secado, donde el vapor era purgado de gotas de agua y usado a continuación para mover las grandes turbinas. A partir de allí, el vapor usado y más frío (aunque todavía muy caliente) entraba en los condensadores, donde se convertía de nuevo en agua gracias a los serpentines de la laguna refrigerante. Ni una sola molécula de aquella agua llegaba a alcanzar el mundo exterior. El sistema estaba completamente cerrado, y ello era indispensable, porque en su trayecto a través del núcleo las moléculas de agua disolvían partículas de metal de las tuberías, y muchas de tales partículas eran radiactivas. Sólo las aguas limpias de radiación del circuito sellado de refrigeración volvían a la laguna… y a veces, cuando ésta se desbordaba en primavera o con las lluvias de otoño, llegaban al río Pripyat y a los suministros de agua potable de millones de ucranianos, hasta la ciudad de Kiev.

La responsabilidad de Sheranchuk terminaba con los sistemas de conducción de agua. Sus preocupaciones, no. Tomaba como modelo al director técnico Smin, y solía hacer lo que pensaba que Smin habría hecho en las mismas circunstancias.

Sheranchuk admiraba al director más que a nadie. No era solamente que le estuviera agradecido por haberle librado de un trabajo sin futuro. Observando a Smin, había visto cómo un hombre con habilidad y determinación podía vencer todos los obstáculos y encontrar solución a todos los problemas que hacían que la complicada red de sistemas que recibía el nombre de central nuclear de Chernobyl cumpliera sus objetivos. Había aprendido mucho de Smin, pero especialmente que la planta entera debía ser motivo de preocupación para quienquiera que trabajase en ella.

Era un hecho probado que el reactor RBMK-1000 tendía a fluctuar en su producción de energía. Cuando ello sucedía, había que controlarlo. Existían tres maneras básicas de hacerlo. Una era introducir en la masa de uranio y grafito que formaban el núcleo del reactor barras de metal que absorbiesen los neutrones y frenaran la reacción. Ésta era la manera clásica: más de cuarenta años antes Enrico Fermi, en Chicago, había controlado su primera pila nuclear del mismo modo. Otra era simplemente inundar el reactor con agua adicional para frenarlo, o cortar el flujo para acelerarlo. El agua, también, absorbía los neutrones, y cuanta más hubiera menos átomos se fraccionaban para liberar el calor que producía vapor.

El tercer método era más sutil. En el interior del grueso escudo de contención del RBMK, los ladrillos de grafito, las barras de combustible y las tuberías de agua que componían el reactor en sí estaban rodeados por una atmósfera artificial compuesta de dos gases, helio y nitrógeno. Esto se hacía por dos razones. Una era que la mezcla de nitrógeno y helio expulsaba el oxígeno del aire, y por tanto los calientes bloques de grafito no ardían. La otra razón era parte del sistema de control. Los gases no conducían el calor del mismo modo, así que añadiendo uno u otro podía modificarse como se deseara la capacidad de transferir calor de aquella atmósfera; el reactor, obedientemente, se calentaría o se enfriaría un poco más, y así podían suavizarse las pequeñas fluctuaciones de su rendimiento.

Normalmente.

Por supuesto, ningún ser humano podía observar las indicaciones de los instrumentos con el suficiente cuidado y calcular las medidas necesarias con suficiente rapidez como para decidir cada vez la acción adecuada.

Sucede lo mismo con los aviones modernos. Si el piloto suelta los controles de un avión ligero convencional, el aparato continuará volando razonablemente bien, al menos durante un rato. Si suelta los mandos de un caza moderno, se estrellará. Pero, aunque ejerza el control, un hombre no puede dirigir el aparato solo. Es simplemente imposible. Hay que hacer demasiadas cosas a demasiada velocidad, y el cerebro humano no es lo bastante rápido. Un ordenador gobierna el aparato, y el piloto sólo le indica lo que quiere que haga.

Y así ocurría con el RBMK. Los operadores humanos sólo le decían al sistema cibernético lo que querían. Los ordenadores se encargaban de las fluctuaciones en cada momento. Los operadores podían leer los instrumentos, y éstos eran maravillosamente sensibles, la mayoría importados de Occidente a alto coste, pero ante cualquier emergencia las respuestas instantáneas tendrían que venir de los ordenadores; lo cual quería decir, en realidad, que de ellos dependía el complejo entero. Muchos otros elementos contribuían a que funcionase. Pero eran solamente los ordenadores, y el puñado de operadores de la sala de control, quienes podían, en cualquier momento, provocar la catástrofe.

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