Chernobyl

Chernobyl


4. Viernes, 25 de abril.

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Viernes, 25 de abril.

Leonid Sheranchuk entiende muy poco de energía nuclear. En esto, es como la mayoría de los ingenieros y directivos de la Central de Chernobyl. La especialidad de Sheranchuk incluye tuberías, bombas, agua y vapor, y su experiencia laboral se reduce a la anticuada central térmica situada al norte de Moscú. La mayoría de sus colegas, asimismo, sólo ha conocido plantas de carbón y petróleo, y de lo que entiende es de turbinas, transformadores y electricidad. El súbito incremento de la producción de energía nuclear en la Unión Soviética ha sido mayor que el suministro de ingenieros especializados en el tema; aunque, por supuesto, ya se sabe que los problemas de una central nuclear son muy similares a los de cualquier otra planta de energía: se calienta agua, se convierte en vapor, y el vapor se convierte en electricidad. Las cuestiones específicamente nucleares, según se enseña, han sido resueltas a niveles superiores hace mucho tiempo. De todas formas, Sheranchuk quiere saber más. Se ha matriculado en un curso nocturno de energía nuclear en la escuela politécnica local, aunque el curso no empezará hasta dentro de un mes. Mientras tanto, lee sobre el tema cuando puede encontrar tiempo libre.

Cuando Sheranchuk regresó a casa, pensó en dar un repaso a los libros, pero estaba verdaderamente cansado. En vez de estudiar, comió un poco, mientras en la televisión daban las noticias de las nueve. Su mujer, naturalmente, ya había cenado con su hijo, Boris, mucho antes, pero se sentó junto a él y le acompañó con un vaso de vino.

—¿Algo interesante en el trabajo, hoy? —preguntó cordialmente.

—No —contestó Sheranchuk; no tenía sentido contarle los contratiempos surgidos con el proyectado experimento del reactor número cuatro; ella ya se preocupaba bastante por los peligros desconocidos de la energía nuclear—. Algunos problemas con una de las bombas, pero ya está resuelto. —Pensó un momento, y entonces añadió—: El director técnico dice que, en general, estoy haciendo un buen trabajo.

—¡En general!

—Es su forma de hablar. Dice que soy su fontanero.

—¡Fontanero! —Ella sabía bien lo que pensaba su esposo del director técnico Smin—. ¿Entonces no tendrás que ir mañana por la mañana? —preguntó—. Lo digo por tu cita con la dentista.

—La había olvidado por completo —confesó Sheranchuk. Entonces sonrió—. ¿Sabes lo que me dijo la última vez? «Es una vergüenza que conserve esos dientes de acero inoxidable. Ahora podemos hacerlos mucho mejor, de porcelana, incluso mejores que los suyos propios, y así todas las chicas se girarán al verle pasar.»

—No hace falta que las chicas te miren —dijo Tamara, cortante.

—¿Ni una sola mirada? ¿Y si yo no las miro?

—Ya te miran bastante. —Empezó a recoger los platos de la mesa, en silencio, y recordó que tenía que contarle a su marido lo de la muchachita que había ido aquella mañana a la clínica para que le practicaran un aborto—. ¡Imagínate, Leonid! ¡Sólo tiene dieciséis años! ¡No es mayor que Boris!

—Bueno, al menos nuestro hijo no puede quedarse embarazado —dijo sonriendo Sheranchuk.

—¡No tiene gracia! Va a destruir una vida en su interior, y es tan joven…

—Pero, Tamara, ¿qué otra cosa quieres que haga? —dijo Sheranchuk, intentando ser razonable—. Con dieciséis años, es demasiado joven para casarse, y especialmente para cuidar de un bebé cuando ella misma no es más que una niña.

—Yo nunca haría una cosa así —insistió Tamara.

—Nunca has tenido que hacerlo —dijo tímidamente Sheranchuk.

Habría sido absurdo: ella trabajaba en un hospital y tenía fácil acceso a diafragmas y cosas así. Pero la mirada que su mujer le dirigió mientras iba a fregar los platos le hizo callar. No era una mirada de furia, sino de exclusión, como si dijera: «Eres un hombre, ¿qué sabes tú?», o algo peor.

Sheranchuk apagó la televisión y buscó en la biblioteca los libros sobre energía nuclear. Empezó a bostezar nada más abrir el primero. Para concentrarse, puso una cinta en el magnetófono y el suave sonido de las canciones satíricas de Vladimir Vyshinsky le sirvió de fondo mientras intentaba estudiar.

Tamara Sheranchuk se detuvo en su tarea para escuchar. Conocía la canción. No era raro en ellos escuchar las cintas de Vyshinsky, o de Aleksandr Galich o de Boulat Okudzhava, los baladistas que vivían en (pero no del) sistema soviético. Sus discos no eran grabados nunca por Melodiya. Sus canciones no tenían reconocimiento oficial, pero casi todos los ciudadanos soviéticos las sabían de memoria, y pasaban de mano en mano registradas furtivamente en los cassettes llamados magnitizdat.

—Un poco más bajo —pidió.

Las cintas no eran ilegales, pero de todas formas convenía evitar que los vecinos las oyesen.

Sin embargo…

Tamara había conocido a Sheranchuk en un concierto de Okudzhava. No fue en un teatro, o en un estadio, ni tampoco en un club nocturno. El concierto había sido al aire libre, en un pinar, durante una noche de primavera confortable, aunque no cálida, y ni siquiera seca: de vez en cuando cayeron pequeños chaparrones. Sin embargo, había más de doscientas personas en el bosque, escuchando al baladista georgiano tocar su vieja guitarra y cantar sobre los trolebuses y la carretera de Smolensko. Todas jóvenes. Y entre ellas estaba este muchacho pelirrojo que había llegado solo, y que no sonrió cuando la miró. Pero cuando tuvieron que echar a correr entre los árboles para refugiarse de la lluvia, ella se había quedado junto a él. Dejó el grupito con el que había venido, y Sheranchuk la acompañó de vuelta a casa.

Tamara atrapó un resfriado por haber asistido al concierto, pero también atrapó a su marido.

Para estar descansado por la mañana, Sheranchuk se obligó a sí mismo a acostarse a las diez. Pero no consiguió conciliar el sueño. Escuchó los sonidos que su esposa producía mientras planchaba la camisa de Boris, y la música pop de fondo, muy débil, procedente del televisor; y también oyó que Boris volvía de su reunión del Komsomol, adonde había sido llamado especialmente para preparar la celebración del Primero de Mayo, y se dirigía al frigorífico.

Cuando empezaba a conciliar el sueño, recordó no haber verificado que las bombas automáticas hubieran sido conectadas de nuevo después del abortado experimento de la tarde.

El experimento no era asunto suyo. Las bombas sí. Pensó un instante, se dio la vuelta sobre el costado izquierdo, con el codo bajo la almohada, encogido como un feto en la posición que para él siempre comportaba comodidad y sueño. El ingeniero de servicio, con toda seguridad, habría vuelto a poner en marcha las bombas, se dijo. No había por qué estar despierto y preocupado. Intentó pensar en cosas más agradables. En Tamara, por ejemplo, que estaba en la habitación de al lado. Pensó en llamarla; quizá podrían hacer el amor, y así después le entraría sueño. Pero estaba el niño, que sin duda comía una manzana ante la mesa, con todos los libros delante, estudiando para el examen de geometría del sábado. Si se le hubiera ocurrido un poquito antes, meditó Sheranchuk, habrían aprovechado que el niño no estaba en casa y podría haber sido como cuando eran recién casados y tenían un apartamento para ellos solos… Dio una cabezada, y volvió a despertarse cuando alguien en otro apartamento tiró de la cadena de la cisterna. Tendió la mano y cogió el despertador y miró, a la luz que entraba por la ventana, la hora que era. Más de medianoche. Un nuevo día; y las bombas seguían en su mente.

Sheranchuk gruñó y se sentó en la cama, con los pies en el suelo, frotándose la barbilla. Un momento después suspiró, se puso la bata y entró en el salón para llamar a la central. Tamara, de camino hacia el cuarto de baño, pasó junto a él.

—¿Todavía despierto? —le regañó.

Él le palmeó el trasero afectuosamente, pero no se detuvo.

Boris estaba ya dormido, y Sheranchuk habló en voz baja, tras localizar a Kalychenko, uno de los técnicos del turno.

—Las bombas… —empezó a decir, y escuchó con sorpresa que el experimento, después de todo, seguía adelante—. ¿Sin el director presente? Pero entonces, Smin…

No, Smin tampoco estaba allí. Y no se le echaba en falta, dijo Kalychenko, porque, aparte de algunas pequeñas fluctuaciones de energía, todo se desarrollaba bien. Sheranchuk frunció el ceño.

—¿Qué clase de fluctuaciones? ¿Del seis al once por ciento? ¡Pues no son tan pequeñas!

Escuchó un rato y luego colgó. Abrió el frigorífico y se sirvió un vaso de zumo de manzana. Miró pensativo a su hijo dormido mientras lo bebía.

Pensó que quizá Boris no se despertaría y que Tamara esperaba aún en la cálida cama que compartían.

Sheranchuk se dijo que no tenía sentido perder el sueño con asuntos que eran responsabilidad de otro. Regresó a la cama. Pero Tamara ya estaba dormida en su lado, y aunque Sheranchuk pasó el brazo a su alrededor, tentativamente, ella sólo hizo un ruidito agradable y se dio la vuelta.

Ah, bien.

Resignado, trató de dormir.

Media hora después suspiró, se levantó y empezó a vestirse. A la una estaba en la fría calle, porque no tenía sentido permanecer despierto en casa, preocupándose por la central, cuando podría estar igualmente despierto y preocupándose en el lugar de los hechos. Se encontró casi solo. Los trolebuses habían dejado de prestar servicio, y sólo había luces ocasionales en las ventanas de algunos edificios. Se percibía una suave fragancia de lilas en el aire primaveral.

En cierto sentido, Sheranchuk se alegraba de trabajar en la central a horas tan extrañas. Le recordaba la especial importancia de lo que hacían. Por todo el país, las fábricas habían cerrado ya, la gente apagaba las luces y desconectaba sus aparatos de televisión. La demanda de electricidad se reducía minuto a minuto. Las centrales alimentadas con petróleo detendrían sus operaciones durante la noche. Las plantas de carbón estarían apagando sus fuegos; los generadores hidroeléctricos disminuirían su actividad a medida que se cerraban las compuertas para preservar el agua embalsada en las grandes presas. Pero Chernobyl continuaba. La energía nuclear era básica. Había que mantenerla en marcha.

Era una noche plácida, con unas pocas nubes. Mientras caminaba por las silenciosas calles de Pripyat, Sheranchuk se preguntó por qué Smin no estaría disponible aquella noche. Cierto, el director técnico seguía la política de dejar las tareas cotidianas a la gente responsable de ellas. Sin embargo, también era cierto que Smin tenía por norma el hallarse presente cuando y donde hiciera falta. Era un buen hombre. Sheranchuk pensó en la conversación que había tenido con él en la sauna. Cuando Smin se reajustó la sábana, Sheranchuk había podido ver las cicatrices anchas, pálidas, casi brillantes que corrían desde la parte izquierda de su rostro hasta su espalda; eran, Sheranchuk lo sabía, de la Gran Guerra Patriótica, pero Smin nunca hablaba de la forma en que se las causó. Sheranchuk se preguntó cómo sería la guerra. Durante la Gran Guerra Patriótica él era un niño; su servicio militar transcurrió en tiempo de paz…, de paz general, al menos, sin contar unas cuantas escaramuzas con los chinos a lo largo del Amur, que a Sheranchuk le pillaron a tres mil kilómetros de distancia.

El pequeño apartamento de Sheranchuk estaba a tres kilómetros de la central, pero aquella noche tuvo suerte. Pasó una ambulancia junto a él y le recogió en respuesta a sus señas. Sheranchuk medio reconoció al doctor como colega de Tamara, y el hombre supo quién era Sheranchuk en cuanto le dijo su nombre. Acababan de llamarle para atender a una niña pequeña que se había tragado algo que no debía, explicó (sí, sí, la niña estaba bien, sólo un poco mareada después de soportar un lavado de estómago), y ahora iba a la clínica. Pero no tenía demasiada prisa, y le alegraba desviarse por espacio de un par de minutos para ayudar al marido de Tamara Sheranchuk.

La ambulancia adelantó a un hombre en bicicleta para dejar al ingeniero junto a la verja de la central. Sheranchuk le dio las gracias al médico y bajó del vehículo. Buscó sus documentos mientras la ambulancia se alejaba. Aunque al otro lado de la verja los edificios aparecían casi tan iluminados como durante el día, a este lado la noche estaba en calma. Las únicas cosas que se movían eran la ambulancia, el ciclista y algunos madrugadores que, siguiendo la moda, corrían a grandes zancadas, agitando los brazos al compás, sin siquiera mirar a Sheranchuk o al guardia de la puerta.

Lo gracioso era que, ahora que estaba en la central, Sheranchuk empezó a sentir sueño. Poco le habría costado darse la vuelta y marcharse a la cama.

Sonrió para sí, decidido; no, ya que había llegado hasta aquí, entraría y vería qué estaban haciendo con el reactor número cuatro…

Mostraba ya sus paprushka al guardia cuando el mundo a su alrededor cambió.

Hubo un estallido de luz blanco-anaranjada, una flor de fuego en el aire y el estampido estremecedor y dañino de una gran explosión.

—¡Santo Dios! —gritó Sheranchuk, aferrándose al brazo del guarda mientras los dos miraban al cielo con horror.

El ruido no cesó. Una sirena empezó a ulular en el interior de uno de los edificios. A lo lejos había hombres gritando.

—Pero esto es completamente imposible… —balbució el guardia.

Sheranchuk abrió mucho la boca y miró al cielo. La gran bola de fuego se dispersaba y disminuía, pero tras ella se alzó un terrible fulgor rojo. El rumor de la lluvia se unió a los otros ruidos, pero no era agua lo que caía. Eran trozos de piedra, y ladrillo y metal.

—Sí —dijo Sheranchuk, atontado—. Es completamente imposible.

Pero había sucedido.

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