Chernobyl

Chernobyl


9. Sábado, 26 de abril.

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Sábado, 26 de abril.

Si Vassili Smin viviera en Moscú, se integraría fácilmente en la «juventud de oro», occidentalizada y consentida, que habla inglés y lee Playboy y cuyos tejanos Wrangler y calzados Gucci la convierten en atracción de la sala de fiestas «Pájaro Azul». Vassili tiene tanto a su favor como cualquiera de aquellos chicos moscovitas disolutos. Su padre ocupa un alto cargo en el Partido, y además es el director técnico de un inmenso complejo industrial. Vassili mismo ha sido líder de la organización patriótico-comunista juvenil, los Pioneros, y se incorporó al Komsomol en cuanto alcanzó el décimo grado en el colegio. Tiene para gastar el mismo dinero que cobra como sueldo la campesina que amorosamente le hace la cama todas las mañanas y saca brillo a sus zapatos. Vassili, sin embargo, no vive en Moscú. Vive en una pequeña ciudad a ciento treinta kilómetros de Kiev, e incluso en Kiev los chicos más consentidos están menos alienados que en la capital. La otra cosa que distingue a Vassili de la «juventud de oro» de Moscú es que tiene mucho de su padre. Quiere triunfar. Pero sabe que el camino para lograrlo es, primero, asegurarse la entrada en un colegio de primera y, segundo, afiliarse al Partido en cuanto pueda. Las reuniones del Partido, claro, podrán resultar aburridas, pero no hay otra manera de conseguir una buena posición. Y aunque su padre tiene influencias para obtenerle plaza en cualquier universidad de la URSS, no es tan poderoso como para asegurarle a su hijo un puesto prominente para toda la vida. Vassili sabe que lo que suceda después de la universidad dependerá de sus calificaciones.

Vassili también sabía que le servirían de mucho las referencias de sus líderes en el Komsomol, pero ésa no era la razón por la que, la mañana del sábado, tomó un autobús hasta las afueras de Kiev y se situó en la carretera de Pripyat agitando un billete de cinco rublos para que pudieran verlo bien los conductores de los vehículos que pasaban. No es que se resistiera a perder un día de clase, o la reunión, por la tarde, de la liga de jóvenes comunistas, el Komsomol, que daría los toques finales a los planes del Primero de Mayo. También estaba preocupado.

Un billete de cinco rublos, estadísticamente, conseguiría que le cogieran al menos la mitad de los camiones, ambulancias o coches particulares, pero aquella mañana no funcionaba. Aunque había mucho tráfico, la mayoría de los coches eran oficiales y tenían prisa. Vassili vio pasar una docena de camiones bomberos, vehículos militares y coches de la policía antes de que, por fin, un pesado camión agrícola se parara junto a él.

—¿Qué pasa? —le preguntó el conductor, asomándose por la ventanilla sin abrir la puerta.

—No lo sé —dijo Vassili, agitando el billete ante él—. Pero tengo que llegar a Pripyat.

—¡Pripyat! Yo no voy a Pripyat. Puedo llevarte cincuenta kilómetros.

—Por un rublo, no por cinco —regateó Vassili, y accedió a dar finalmente dos.

El agricultor se pasó casi media hora hablando; la mitad del tiempo, sobre la picajosidad de los clientes del mercado libre de Kiev, y la otra mitad sobre los demás conductores, que le adelantaban a ciento veinte por hora. Ninguno correspondía al tráfico normal de camiones y autobuses; la mayoría parecían vehículos de emergencia que corrían a toda prisa, y Vassili empezó a preocuparse seriamente.

Cuando por fin el koljozista le dejó en un lado de la carretera, Vassili volvió a ser recogido, casi de inmediato, por un soldado que conducía, cosa insólita, un cañón de agua.

—¿Qué? ¿Hay una revuelta en Pripyat? —preguntó Vassili, sorprendido de su propia idea.

Pero el conductor únicamente sacudió la cabeza. Sus órdenes eran ir a un puesto de control a treinta kilómetros al sur de la ciudad. No tenía más información. Representaba para él todo un día de trabajo, y lamentaba perder el sábado.

Luego llegaron al puesto de control.

Vassili saltó del camión, preocupado. Una barricada bloqueaba la carretera. Los vehículos civiles habían sido obligados a dar la vuelta, y ya habían dejado surcos de barro en los márgenes de un campo de girasoles al hacerlo. Había soldados tras las barricadas, y junto a ellos un grupo de jóvenes… ¿Jóvenes? Vassili vio, con sorpresa, que eran komsomols. ¡De su propia escuadra! Uno era su amigo Boris Sheranchuk, quien en cuanto le vio le hizo señas para que se acercara.

—Nos han llamado para que ayudemos a la policía, así que tú también estás de servicio.

—¿De servicio para qué?

—Para asegurarnos de que no pase nadie, por supuesto. Ha habido un terrible accidente en la central.

—¡Un accidente! —exclamó Vassili—. ¿Tienes… sabes dónde está mi padre?

—Ni siquiera sé dónde está el mío. Es un feo asunto. Hay muertos.

Durante todo aquel largo día, Vassili y los otros jóvenes comunistas siguieron de servicio. No era su trabajo hacer que los vehículos dieran la vuelta; esto lo hacían los policías. Para los komsomols, la tarea consistía en asegurarse de que ninguno de los vehículos se internaba en el campo de girasoles y evitar que hicieran a la cosecha más daño que el absolutamente necesario; y cuando los camiones llegaban con agua y alimento para los guardias, ayudar a repartirlo. No era un trabajo bonito. Ni divertido, pues nadie parecía tener noticias de lo que sucedía en Chernobyl. El tráfico sólo era de ida. Los vehículos que volvían eran generalmente ambulancias, y ninguna de ellas se detenía.

La mejor fuente de noticias era con seguridad el cielo, hacia el norte, donde una oscura columna de humo en el horizonte contaba su propia historia. Vassili no creía posible que hubiera tanto por quemar. Cuando por fin un camión regresó de la ciudad y se paró, Vassili fue el primero en llegar a su lado.

—¿Está la ciudad ardiendo? —preguntó un komsomol.

Pero los ocupantes del camión eran sólo jóvenes pioneros, muchachos de doce y trece años que sabían muy poco. No, Pripyat no estaba en llamas, ¡qué idea! Pero sí, claro, el fuego en la central era muy grande, nadie podía decir cuándo estaría bajo control, y nadie tenía noticias del padre de Vassili Smin. Ni del de Boris Sheranchuk; ni, en realidad, de nada en absoluto, excepto que la escuadra de pioneros había sido llamada para colocar aquellos signos que daban miedo: placas con el ominoso símbolo de la radiación en rojo brillante y un aviso de prohibición de paso; los pioneros se habían dividido en grupos de tres y cuatro para situarse en un perímetro que rodearía completamente Chernobyl.

¿Rodear Chernobyl? ¿En un perímetro de treinta kilómetros? Vassili no podía creerlo.

El sol se ponía en el horizonte, pero dentro de su traje protector Vassili sudaba. Cuando oscureció y llegó otro camión con pan, té y sopa de verduras, se quedó atrás hasta que los hombres de la policía recibieron su parte. Entonces tomó su bandeja y se sentó bajo un árbol, y mientras comía lloró, contemplando el feo resplandor rojo que se extendía al norte.

Permaneció en su puesto hasta después de medianoche, cuando un camión del ejército soviético llevó de vuelta a Pripyat a los agotados komsomoles.

Vassili se sentía exhausto, pero aun así le quedaron fuerzas para sorprenderse de lo pacífica que estaba la ciudad. ¿Sería posible que no lo supieran? Por supuesto, a media noche no era de esperar mucha actividad en las calles de Pripyat…, ¿pero nada? Cuando salió del ascensor y entró en el apartamento que compartía con sus padres pensó en comer y rechazó la idea; pensó en darse un baño y lo descartó también, pero se asomó un instante a la ventana orientada en dirección a la central.

No podía ver el humo en la oscuridad, pero allí seguía habiendo luces.

Se tumbó en la cama, conmocionado. ¡La central de su padre no podía haber estallado! Era el máximo triunfo de la tecnología soviética, dotada con todas aquellas medidas de seguridad que su padre le había enseñado orgullosamente mientras visitaban la gigantesca planta. ¡Era demasiado grande y demasiado magnífica para estallar! Y además, era de su padre.

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