Chernobyl

Chernobyl


14. Domingo, 27 de abril.

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Domingo, 27 de abril.

No hay «fusión del núcleo del reactor» en la central de Chernobyl. Al menos eso es imposible, pues el dióxido de uranio no se funde hasta que alcanza una temperatura de 7.000 grados Farenheit. El grafito en combustión no llega ni a la mitad de esa temperatura. Que el grafito ardiese fue, después de todo, la simple reacción química del carbono en combustión por la presencia de oxígeno, no básicamente distinta de un fuego de tizones en una chimenea. Aunque fue una auténtica explosión nuclear lo que inició el desastre, la reacción se consumió en la primera fracción de segundo posterior al estallido. Así que después ya no ha habido verdadero peligro de que se materialice la más famosa pesadilla nuclear, la fusión del núcleo, el meltdown. Pero sí hay otro peligro ominosamente presente. En cierto sentido, es incluso peor. Cuando el carbono del grafito reacciona con el oxígeno del aire en aquel horno, produce humo. No hay chimenea, pero no la necesita. A esa temperatura el fuego crea su propia chimenea, a medida que la columna de humo caliente y los gases suben a la atmósfera. La columna transporta otros gases y trocitos de materia sólida. Ahí es donde se encuentra el peligro real y más terrible. El humo contiene venenos mortíferos. No solamente el uranio del núcleo del reactor es ahora radiactivo. El reactor ha creado sus propios tóxicos, algunos de los cuales son más preocupantes que el uranio. Es inevitable. Incluso si un reactor nuclear pudiera arrancar con materiales puros y casi inofensivos, su pureza no duraría mucho. La propia radiación lo corrompe. Algunos átomos se fragmentan, y cada fragmento es ahora un nuevo elemento químico. Los núcleos ganan partículas o las sueltan. Elementos que no existen en la naturaleza (los «transuránicos») se crean, y muchos de ellos son fuertemente radiactivos. Éste es el único peligro de los accidentes nucleares. Sin excepción, todos los elementos radiactivos son dañinos para los seres vivos…, para todos los seres vivos, desde los hongos a los humanos. Las altas dosis de radiación matan rápidamente. Las dosis más bajas requieren más tiempo. A la mínima concentración posible (una sola partícula que golpea una sola célula) puede que no haya ningún daño detectable, porque el resto del cuerpo será capaz de reparar o reemplazar la célula. O no lo será, en cuyo caso el daño puede que no se detecte durante décadas y aparezca sólo al final de la vida en forma de cáncer.

Dígase lo que se diga de los hombres del Ministerio de Energía Nuclear, pensó Smin, fatigado, al menos debe reconocerse que hacen cosas. Había perdido la cuenta del número de expertos (médicos especialistas, ingenieros, técnicos de la construcción) llegados a Chernobyl en las últimas doce horas. Por supuesto, la dacha del ingeniero jefe Varazin era demasiado pequeña para albergar todas las reuniones y a todos los personajes individualmente relacionados con el esfuerzo por controlar el daño del reactor número cuatro. Tal vez, pensó Smin, también estaba demasiado cerca del núcleo desnudo para que los expertos se sintieran a gusto; así pues, un nuevo puesto de mando había sido emplazado a treinta kilómetros de distancia, en la sede local del Partido de una granja colectiva.

No eran solamente hombres lo que el Ministerio había reclutado, sino también material. Una densa caravana de máquinas pesadas se arrastraba camino de la central. Habían llegado camiones durante toda la noche, transportando toda clase de cosas que la central nuclear de Chernobyl no había tenido nunca antes. Todo el mundo llevaba ahora un pequeño dosímetro de aluminio en forma de pluma estilográfica. Todo el mundo, incluso en el puesto de control, vestía ropa protectora, gorras que cubrían el cuello y las orejas, incluso máscaras de tela sobre la boca y la nariz, aunque en el puesto las máscaras colgaban sueltas del cuello de quienes las llevaban. No se podía diferenciar a un general de un obrero. Vestidos de blanco o de verde, todos iban cubiertos de la cabeza a los pies. Parecían robots.

Pero si hubieran sido robots no se habría producido el número de bajas que salían de la central.

Casi todos los heridos eran ahora bomberos. Muchos sufrían severas quemaduras, pero la mayoría también tenían algo peor. Unas cuantas víctimas padecían ampollas que supuraban, en la cara y la boca, y que no eran sólo quemaduras: eran los primeros síntomas de la radiación, y el hecho de que las negras ampollas herpéticas hubieran aparecido tan rápidamente era indicación segura de que la exposición había sido grande.

Pero Rasputin, el especialista en los efectos biológicos de la radiación, había instituido severos procedimientos para tratar con ellos. Cada hombre era desnudado cuidadosamente por asistentes con guantes, batas y capuchas blancas, mientras yacía en las camillas al aire libre. Sus ropas, hasta el último fragmento, iban a una bolsa para ser enterradas en campo abierto, donde un bulldozer excavaba una profunda trinchera. En seguida los médicos se hacían cargo del afectado, lavando primero cuidadosamente cada pulgada de piel expuesta, comprobando con monitores la radiación; luego le vestían con ropa de hospital y emplastaban las quemaduras. Dos grupos de ambulancias esperaban en el puesto de control; cuando estaban llenas, se marchaban. Algunas llevaban a los pacientes más dañados por la radiación al aeropuerto de la ciudad de Chernobyl, donde un avión los trasladaría al hospital especial de Moscú. Los otros eran llevados al Hospital número 18 de Kiev.

La autopista cruzaba un pequeño arroyo en la granja colectiva, lugar que fue elegido para emplazar el puesto de control. Un camión de bomberos estaba allí permanentemente, con las mangueras sacando constantemente agua del arroyo. Cada ambulancia era regada con aquella agua antes de volver a la central para seguir recogiendo la interminable sucesión de heridos. Las ambulancias de la central nuclear no pasaban el puesto de control hacia el mundo exterior. No lo harían nunca.

Al regresar al puesto para celebrar otra de las interminables reuniones, Simyon Smin vio un pequeño helicóptero de dos plazas junto a la carretera. Sus rotores giraban lentamente, y el piloto estaba recostado en su asiento, contemplando la distante columna de humo de la estación. Smin pasó por debajo de las aspas y golpeó la puerta.

—¡Piloto! ¿Quién es usted?

El piloto se volvió hacia él, parpadeando.

—Teniente Kutsenko, a su servicio. Piloto del general Varansky.

—Naturalmente —ladró Smin, como si supiese quién era el general Varansky—. Tengo órdenes del general. Lléveme. Quiero supervisar el lugar. —Y cuando el teniente Kutsenko abrió la boca para preguntar, agregó—: ¡De inmediato! ¿No se da cuenta de que este accidente pone en peligro a todo el país?

Smin nunca había volado en un helicóptero tan pequeño. El aparato botaba y traqueteaba tambaleante, mucho peor que el que había usado el día anterior, pero su mente no estaba en el vuelo. No estaba ni siquiera en su fatiga, o en el hecho de que sus cicatrices le picaran, le dolieran los ojos y tuviera irritadas las comisuras de los labios. En lo único en que pensaba era en lo que deseaba ver.

Tras recorrer cinco o seis kilómetros la central apareció a la vista. La gran columna de humo negro semejaba más gruesa que el día anterior, a pesar de que la mayoría de los incendios llevaban largo tiempo apagados. Smin sabía que eran las ascuas incandescentes las que producían el humo. Al aproximarse a las torres de Pripyat, Smin pudo ver que las calles estaban llenas de gente. Sus caras blancas mostraron excitación al localizar el helicóptero.

—Locos —murmulló Smin.

El piloto se giró hacia él.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Ha hablado usted?

Smin sacudió la cabeza. Había que evacuar a la gente de Pripyat de aquella zona, no cabía duda, pero el piloto no podía hacer nada.

—Más arriba, si es posible. Pero manténgase apartado del humo.

El piloto asintió y manipuló los controles. La máquina giró y se elevó, primero apartándose del reactor, luego dando la vuelta para aproximarse a él a favor del viento. No estaban a más de trescientos metros sobre el infierno. Mientras el piloto se mantenía parado en el aire, Smin abrió la portezuela y se asomó, contemplando el fin de tantas esperanzas y la sentencia de muerte que había caído sobre tantos amigos.

Incluso a aquella altura, el calor le golpeó en la cara. Era cierto que todos los fuegos menores estaban apagados, pero pudo ver claramente que los esfuerzos de los bomberos no habían hecho nada para detener, o ni que fuera retardar, la terrible combustión que tenía lugar en el núcleo de grafito del reactor destruido. Si el día anterior ardía solamente un diez por ciento del grafito, ahora lo hacía casi una tercera parte. La superficie que no quemaba era un amasijo de trozos y grietas y lomas. La parte que ardía era tan brillante y tan caliente como el sol. Grandes chorros de agua surgían de las mangueras y se precipitaban sobre el horno, pero no servían de nada. Cuando alcanzaban el fuego brotaban nubes de vapor, pero al interrumpirse el fuego continuaba ardiendo tan violentamente como antes.

Smin pudo ver las excavadoras trabajando y amontonando tierra. Junto a ellas, un par de cañones de agua actuaban contra la zona inferior del blindaje del reactor; no pudo precisar si el agua conseguía algo o si no servía de para nada.

El humo giró hacia ellos.

—¡Aléjese! —gritó Smin, reintegrándose a la cabina y cerrando la puerta.

El piloto ya había iniciado la maniobra, pero la errante bocanada de aire fue más rápida que él; por un momento quedaron rodeados por el humo, y una peste de productos químicos ardientes irritó la garganta de Smin. Luego el aire se aclaró. Los dos hombres tosían, y el helicóptero dio la vuelta.

—Mejor será que bajemos —consiguió decir Smin, y el piloto ni siquiera asintió: ya se dirigía de vuelta al puesto de control, en la periferia.

Cuando tomaron tierra, habían dejado de toser.

—Gracias —dijo Smin gravemente, y salió del aparato para reunirse con un hombre de atuendo verde que les observaba impasible desde la puerta del edificio. Aunque no lucía las insignias, Smin supo quién era.

—Gracias también a usted, general Varansky, por permitirme utilizar su helicóptero.

El general ni siquiera sonrió.

—¿Por qué iba a negar un helicóptero cuando ya están utilizando ustedes la mitad de todo el equipo móvil de Ucrania? —murmuró solamente—. ¿No deberíamos entrar ya para la reunión?

La observación del general no había sido exagerada. Desde el aire, Smin había visto literalmente ejércitos de camiones, excavadoras, ambulancias, coches de bomberos y especímenes de casi todo lo que podía moverse sobre ruedas, en torno a la central herida.

Smin siguió al general Varansky a la sala de reuniones. La única conferencia en curso era con los médicos especialistas de Moscú. Al menos, ellos sabían exactamente lo que tenían que hacer y cómo había que hacerlo. Su base, el Hospital número 6, había sido designada punto de concentración para los afectados por la radiación, y el primer trabajo que desarrollaron la noche anterior había sido explorar a cada una de las víctimas… Más de mil hasta el momento, casi doscientas de las cuales iban ya de camino a Moscú para que les aplicaran el adecuado tratamiento. Los médicos explicaban esto a algunos funcionarios del Partido y el Ayuntamiento de Pripyat, que parecían malhumorados.

Smin se detuvo un momento en la puerta, donde había una hilera de dosímetros. Miró alrededor mientras el general seguía adelante. Nadie le prestaba atención. Se quitó el dosímetro viejo, lo arrojó a una papelera y se prendió uno nuevo en la chaqueta antes de entrar.

—Espero —estaba diciendo el secretario del Partido de Pripyat, con voz sombría— que no va a proponer que examinemos a todo el mundo en Pripyat.

—Claro que tendremos que examinarlos a todos —intervino Smin, consciente de que su tono ofendía al otro hombre, consciente de que el secretario redactaría un informe de lo que pasaba; consciente, sobre todo, de que nada de ello importaba.

Smin arrugó la nariz ante el olor de excrementos animales que inundaba la sala: los establos de las vacas estaban sólo a una docena de metros de distancia.

—No es lo único que hay que hacer en la ciudad —prosiguió—. Las vidas de esas personas están en peligro. Deben ser evacuadas.

Dos de los médicos de Moscú asintieron, pero los hombres de Pripyat parecieron contrariados.

—¡Imposible! —exclamó el secretario del Partido—. ¿Qué está diciendo? ¡No queremos provocar el pánico!

—Mejor es que estén asustados que muertos —insistió Smin.

—Lo rechazo —dijo el hombre—. Esta misma mañana nos llegaron a la sede del Partido algunos irresponsables con el mismo ultimátum. ¡Fue casi una manifestación! Les dimos una buena lección, se lo aseguro.

—Si los mete en la cárcel en Pripyat —dijo Smin—, la lección que les dará será definitiva, porque morirán allí. Todos los habitantes de la ciudad morirán si se quedan mucho tiempo. Deben ser evacuados de inmediato.

—¿Evacuados a dónde?

—¡Al campo abierto para que duerman allí, si quieren! —exclamó Smin—. Siempre será mejor que dejarles morir en sus pisitos. Si no se atreve a hacerlo bajo su responsabilidad, llame a Moscú. Yo mismo hablaré con ellos. Insisto… Oh, ¿qué pasa ahora?

El especialista en secuelas biológicas, Rasputin, estaba en la puerta, junto a un médico que sostenía una redoma llena de agua. El ingeniero hidráulico Sheranchuk se hallaba junto a ellos, con aspecto tan cansado como el de Smin. Pero habló primero:

—Es del arroyo, de donde sacan el agua que utilizan para los heridos y para lavar los vehículos —dijo—. Ahora da señales de radiactividad.

Leonid Sheranchuk no sólo parecía cansado, sino exhausto. No había dormido… ¿durante cuánto? Había perdido la cuenta. Más de cuarenta y ocho horas, al menos.

Podría haberse ido a casa cuando la policía y las brigadas de incendios y los trabajadores de emergencia de todo tipo empezaron a desplegar sus fuerzas, porque ya no hacían falta albañiles ni camilleros aficionados. Pero entonces recordó que era un técnico cualificado en hidráulica, y los recursos hidráulicos eran lo único que evitaba que el resto de la central nuclear de Chernobyl se incendiara y se sumase al reactor dañado. Fue Sheranchuk quien consiguió que algunas de las bombas primarias de la central proporcionaran presión a los bomberos y dieran un pequeño respiro a los coches-bomba. Fue Sheranchuk quien indicó a los bomberos las partes más profundas y menos sedimentadas de la laguna refrigeradora…

Y fue Sheranchuk quien, al observar los chorros de agua que caían por los lados del edificio y se desparramaban por el terreno, empezó a preguntarse adónde iban.

Cuando encontró a Rasputin y le expresó sus miedos, el hombre del Ministerio respondió de inmediato. Llamó a uno de los médicos y salieron a investigar. Los detectores de radiación les dieron la respuesta. Las aguas claras y susurrantes del arroyo contiguo al puesto de mando registraban altos niveles de radiactividad.

No era un problema inmediato. El agua del arroyo era aún buena para lavar los camiones…, incluso para beber, para preparar el té, para lavar las heridas de los hombres. Eso no era importante. En cualquier caso, quedaban los pozos de la granja colectiva, que podrían cubrir tales necesidades.

El problema era que el arroyo no se detenía en la autopista.

El arroyo venía de las proximidades de la central. No sólo absorbía radiación de la lluvia de hollín del incendio. Era el canal (uno de los canales) de desagüe de los millones de galones de líquido extraídos del río Pripyat y de la laguna de la central para verterlos sobre el fuego. El agua que no se convertía en vapor se filtraba por el suelo y lo atravesaba y llegaba al arroyo y a cualquier otro curso cercano; al mismo río Pripyat, tarde o temprano.

—Y el río Pripyat —dijo Sheranchuk, sombrío— llena los depósitos que suministran agua a la ciudad de Kiev.

Miró directamente al secretario del Partido, quien le devolvió la mirada.

—¿Sí? —dijo al cabo de un momento, y alzó una mano para no dejar contestar a Sheranchuk—. Veo lo que implica eso, pero seguro que no es tan importante… ¿El agua de unas pocas mangueras contra todo un depósito?

—Esa agua está infestada de material radiactivo —dijo Smin, hastiado—. ¿Qué hacemos, camarada fontanero?

—Debemos contener el desagüe —dijo inmediatamente Sheranchuk—. Debemos interceptar cada corriente, embalsar cada río que haya cerca de Chernobyl. Es preciso levantar un dique que separe la laguna refrigeradora del Pripyat. Las alcantarillas, los desagües, deben ser desviados, o simplemente obstruidos.

El secretario del Partido le miró.

—¿Tapar los desagües?

—Exactamente —dijo Rasputin—. Exactamente como dice Sheranchuk. No tenemos otra opción.

—O envenenaremos a la población de Kiev —dijo Sheranchuk.

Smin suspiró, se puso en pie y ordenó:

—Vamos, camarada fontanero. Muéstrame dónde quieres construir esos diques.

Pero a la larga, por supuesto, no fue Sheranchuk quien decidió dónde se situarían los diques; no fue tampoco Smin, sino los hombres de Moscú. Cuando Smin y Sheranchuk regresaron al puesto de mando, alguien había sacado un mapa hidrológico de la zona (los ojos de Sheranchuk se le salieron de las órbitas: ni siquiera sabía que existían tales mapas), y ya habían marcado los diques y las trincheras y las diversificaciones.

Smin comprendió que todo estaba ahora fuera de sus manos. La autoridad superior se había hecho cargo. La autoridad superior escuchaba, hablaba, miraba unos planos… y luego tomaba el teléfono y daba instrucciones. La autoridad superior no tenía que saborear ni mendigar para conseguir lo que quería. Simplemente daba una orden, y en algún lugar de Ucrania o de Moscú o de Bielorrusia alguien mandaba a los trabajadores cargar un camión con cualquier cosa que hiciera falta, y lo enviaban rápidamente a Chernobyl.

No retiraron a Smin, aunque se caía de fatiga. No objetaban nada cuando aparecía en una de las interminables reuniones donde se planeaba el implacable futuro mientras, a la vez, se trataba del catastrófico presente. Incluso le escuchaban cortésmente cuando hablaba. Pero eso no sucedía a menudo, pues la autoridad superior conocía sus recursos mejor que él. Smin atendía y se maravillaba.

Ante Rasputin, que explicaba al director del hospital de Pripyat que la razón por la que su clínica había sido evacuada no era solamente mantener lejos a los pacientes, sino que su personal era inadecuado para enfrentarse a aquellos problemas:

—Sus doctores están atendiendo heridas, shock, calor, incluso ataques cardíacos…, ¿pero dónde hay uno capaz de atender la radiación?

Y se maravillaba ante Lestilyan, que razonaba pacientemente con el comandante de las brigadas de bomberos sobre la conveniencia de utilizar otros métodos. El fuego del núcleo no se había apagado; ni siquiera se había reducido: el volumen de grafito combustible era inagotable, y cada uno de sus átomos ansiaba unirse al oxígeno del aire. El núcleo incendiado era una reserva masiva de calor. Incluso si enfriaban un poco la superficie, al vasto almacén interior la recalentaba y mantenía la temperatura de los bloques de grafito muy por encima de la temperatura de ignición.

—Exactamente. Así que el agua no sirve —se quejó el jefe de bomberos—. Hierve inmediatamente.

—Claro. Por tanto, debemos sofocarlo. Tal vez cubriéndolo con arena. Algo que no deje pasar el aire.

—¿Echar arena con las mangueras? ¡Qué insensatez! Nunca he oído nada parecido.

—No con mangueras —dijo pacientemente Lestilyan—. De alguna otra manera, y rápido. ¿Qué habrá ahora? ¿Seiscientos microroentgens por hora en Pripyat? ¡Y aumenta a cada instante!

—No entiendo nada de micro-lo-que-sea —dijo testarudo el comandante—. Sólo entiendo de fuegos. —Dudó un momento—. Bien, entonces, ¿podemos conseguir helicópteros para arrojar la arena? ¿O quiere que mis hombres la transporten en sus cascos?

—Helicópteros pesados, claro —asintió Lestilyan; y cogió el teléfono para llamar a las Fuerzas Aéreas.

Smin les escuchaba a todos con atención, y apenas hablaba. Y así pasaban las horas: una emergencia tras otra, sin tiempo de resolver un problema cuando ya había otro esperando. Al menos, la Fuerza Aérea prometió que los helicópteros llegarían al anochecer. Al menos, una grúa acudió desde Pripyat y se encontró a un operario lo bastante valiente para acercarla al reactor incendiado y tratar de arrojar tierra, piedras, trozos de roca y de cemento en aquel horno ardiente, en tanto llegaban los helicópteros pesados. Al menos, los problemas médicos estaban ahora en manos de expertos. Al menos…

Al menos, pensó Smin sombrío, su esposa y su hijo menor estaban fuera de aquello. Los había pasado al otro lado del punto de control él mismo, en su propio coche, veinte minutos antes de que llegara la orden de que no cruzasen más vehículos.

Pero aún quedaban otras cincuenta mil personas en la ciudad de Pripyat.

Cuando le pusieron delante un plato de rancho militar y un trozo de pan, Smin descubrió que era más de mediodía y que no había comido nada desde que llegó al puesto de control, mucho antes de amanecer. Deseó poder dar una cabezada aunque fuera por un minuto, cerrar los ojos…

Pero no bastaría un simple minuto. El cansancio y el dolor de huesos, el pulso que empezaba a latir entre sus sienes…, aquello no desaparecería con una siestecilla. Así que Smin permaneció despierto. Se levantó, dejó el plato y se acercó a la puerta, porque había oído el ruido de un helicóptero aproximándose.

¿Podría ser que las Fuerzas Aéreas llegaran tan pronto?

No. Era un pequeño artefacto de dos plazas, similar al del general, y el hombre que bajó de él era el director de la central nuclear, T. M. Zaglodin. Habló deferentemente a Istvili, el hombre del Ministerio, antes de dirigirse a Smin.

—Bien, Simyon Mijailovitch —dijo, furioso—. ¡Me ausento unos días para resolver unos asuntos y menudo lío organiza!

Lo que el director tuviera que decir poco significaba para Smin. Zaglodin ya no contaba a la hora de tomar decisiones. No había estado presente cuando hubo que tomar las primeras, y ahora que los hombres de Moscú se encontraban allí, nada de lo que él o Smin pudieran decidir sería definitivo sin que los otros lo ratificaran. Smin no le hizo caso.

—Camarada Istvili —dijo—. Exijo una decisión en la cuestión relativa a la urgente evacuación de Pripyat de todo el personal innecesario.

Pero Istvili alzó una mano.

—Los autobuses ya vienen —dijo. No parecía interesado en el tema. Miraba curiosamente a Smin—. Camarada director técnico, ¿qué le pasa en la cara?

Y Smin, tardíamente, notó que los pequeños puntos sensibles en las comisuras de su boca se habían ido haciendo más dolorosos, y cuando tocó uno de ellos no se sorprendió al ver que su dedo se humedecía con el fluido de una llaga abierta.

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