Chernobyl

Chernobyl


15. Domingo, 27 de abril.

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Domingo, 27 de abril.

Aunque el soldado del Ejército soviético Sergei Konov nació en Tashkent, es ruso y moscovita por linaje y educación. No recuerda nada de Tashkent. Ni siquiera recuerda haberse trasladado a Moscú con sus padres cuando tenía dos años. Recuerda muy bien cuando salió de allí para cumplir su servicio militar en junio de 1984, a los veinte años, porque no quería ir. Konov no ha sido un buen soldado. No quería serlo en absoluto, puesto que no le gustaba ninguna de las posibilidades que ello sugería. Podía ser enviado a Afganistán y morir allí, podía ir a Polonia y ver cómo las muchachas de Solidaridad le rehuían; podía, en el mejor de los casos, pasar el tiempo haciendo cosas arduas y estúpidas durante un par de años, sin ocasión de lucir sus hermosos tejanos Wrangler, de reunirse con sus amigos en la sala del «Pájaro Azul» de la calle Pushkin, o de escuchar cintas de Los Beatles y de los Abba en el apartamento de alguien, hasta el amanecer. Pero lo que Konov quería no importó. No hubo de evitarlo, aunque lo intentó. La jarra llena de café en polvo americano que se obligó a beber antes del examen médico había hecho, ciertamente, que su corazón se acelerase, pero el facultativo no se impresionó lo más mínimo. Todo lo que dijo fue, «Menos café, Konov, por favor. Servirá mejor a su país si duerme por las noches». Konov tiene la reputación en su unidad de ser un soldado vago. Se la ha merecido. No se lleva muy bien con la mayoría de sus camaradas, algunos de los cuales son eslavos, como él mismo (y ninguno, por supuesto, bielorruso, ya que es en la República de Bielorrusia donde está emplazada la 461 División de Guardias). Procura hacer lo menos que puede, con bastante fortuna ahora que es soldado de cuarta clase, no le falta mucho para licenciarse y está en posición de obtener de los soldados recién llegados que hagan su trabajo por él. Tiene una ambición, y es evitar que le envíen al pelotón de castigo antes de que termine su servicio. Ya que Konov forma parte del reemplazo del verano de 1984, su servicio terminará exactamente dos años más tarde, el 12 de junio de 1986. Conoce la fecha muy bien. Ha estado esperándola ansiosamente durante 684 días, y mientras viaja en el destartalado camión militar a dondequiera que les lleven, calcula que si siguen en el vehículo mucho rato pronto habrá ganado otro día.

Konov no sabía que Chernobyl era el nombre del lugar al que se dirigían aquella tarde dominical de abril, el único día de la semana que debería haber sido preciosamente suyo. Konov no sabía en absoluto a dónde iban ni qué iban a hacer. Y tampoco lo sabía ninguno de los otros veintitantos perplejos soldados que viajaban con él en el camión, que traqueteó por una carretera comarcal a ciento treinta kilómetros por hora hasta que se detuvieron en una encrucijada y les ordenaron que bajasen.

Bajaron del autobús para orinar, alineados a lo largo del borde de un campo de trigo, e intercambiaron con los soldados de los otros camiones las mismas hipótesis que habían intercambiado con sus compañeros durante las últimas dos horas. Nadie sabía nada. Ninguna de las unidades estaba ni siquiera completa. La División 461 había sido puesta en alerta a las dos de la tarde, y a los hombres disponibles se les ordenó subir a los camiones con equipo completo a las tres y cuarto.

—No puede ser un ataque americano —dijo uno—, porque iríamos hacia el este, no al sur.

—Un carajo los americanos —dijo otro—. Son los puñeteros ucranianos. Han encontrado otro bandido cosaco que los lidere y están intentando otra revuelta.

Y otro más estaba convencido de que eran los chinos, quienes habían subido desde las fronteras del Irán, o los afganos, que se habían aburrido de tender emboscadas a las tropas soviéticas en su propio país y ahora les invadían, ¿o quizás eran los marcianos? No fue hasta que un sargento llegó al trote para gritarles que obtuvieron alguna información, aunque no resultó de utilidad inmediata.

—¡Gilipollas! —chilló—. Tenéis que mear en el lado oriental de la carretera… ¡El lado oeste es donde dormiréis esta noche!

—¿Dormir aquí, sargento? —preguntó uno—. ¿Quiere decir que nos vamos a quedar en este sitio? ¿Para qué estamos aquí?

El sargento señaló la distante columna de humo que se alzaba en el horizonte meridional.

—¿Veis eso? Por esa cosa estamos aquí, y suerte tendréis si vivís para ver algo más.

Era sólo una manera de hablar, se tranquilizaron mutuamente los camaradas de Konov. Pero una hora más tarde, cuando llegaron a la ciudad de Pripyat, Konov ya no estuvo tan seguro. Algunos de los policías que vigilaban los accesos habían hablado con los soldados, y las palabras que utilizaron daban miedo. «Explosión atómica.» «Fuera de control.» Y aún peor, «¡La gente está muriendo aquí!»; y nadie parecía creer que fuera una exageración. Entonces les dieron aquellas cositas de aluminio que parecían plumas estilográficas. Las miraron con curiosidad, y cuando les dijeron que se llamaban «dosímetros» y que su propósito era medir la cantidad de radiación peligrosa que podría recibir cada uno de ellos, el estado de ánimo de los soldados se tornó bastante taciturno.

Su trabajo resultó ser evacuar a los vecinos de la ciudad de Pripyat. Una interminable fila de autobuses de todo tipo (urbanos, interurbanos, militares: Konov nunca había visto tantos autobuses juntos…, ¡alguien dijo que había mil cien!) se dirigía a la ciudad por la autopista. La primera tarea de los soldados consistía en sacar a las gentes de sus casas y llevarlas a los transportes. Inmediatamente. Se les asignaron bloques y edificios, por parejas, y Konov se encontró subiendo y bajando escaleras y diciendo a los ocupantes que la ciudad iba a ser evacuada (sólo temporalmente, como precaución) y que todos debían prepararse para partir dentro de media hora. Mientras tanto, ¿había algún enfermo? ¿Mujeres embarazadas? ¿Ancianos o gente con problemas de corazón que necesitaran ayuda especial?

A Konov le sorprendió que los habitantes de Pripyat tomasen sus gritos tan a la ligera. Por supuesto, habían recibido numerosas advertencias de que se cocía algo. Si por cualquier circunstancia no hubieran visto aquella distante nube de humo, los coches de la policía que recorrían las calles con los altavoces a todo volumen se lo habrían hecho saber. Y sin embargo, había gente que no quería marcharse, gente que no podía decidirse y gente (mucha, mucha gente) que definitivamente quería que se los llevaran de la ciudad amenazada lo antes posible, pero primero pedían tiempo para tomar decisiones, ayuda para empaquetar su comida, sus ropas, sus animales, sus niños.

No había tiempo.

—¡Dentro de treinta minutos —gritaba Konov— estarán fuera de este edificio, o volveremos para sacarles a rastras! Deben llevar comida y todo lo necesario para tres días, ¿comprenden? ¡Y en treinta minutos un autobús les recogerá!

Cuando vio Pripyat por primera vez casi sintió envidia. Los edificios de hormigón de ocho pisos, en las afueras, eran similares a aquellos que habían invadido todas las zonas verdes de los alrededores de Moscú; eran, de hecho, como aquéllos donde aún vivían los padres de Konov, a la salida de Leningradskaya Prospekt. Pero los del interior de la ciudad eran bastante distintos. Eran, en una palabra, preciosos. Estaban muy bien cuidados y rodeados por árboles y parques. No era sólo que alguien con una excavadora hubiera plantado un jardín aquí o un lecho de flores circular allá; los árboles de Pripyat eran abetos nativos, y también había castaños y árboles frutales, algunos de los cuales estaban en flor. Qué hermoso sería vivir en un lugar como éste, pensó Konov. Los únicos elementos que le recordaban su hogar eran los coches aparcados en las aceras, casi la mitad cubiertos todavía con las fundas de lona que los habían protegido del invierno ucraniano. Y en el interior de los edificios se sintió aún más como en casa, pues, aunque eran nuevos, los corredores tenían ese omnipresente aroma ruso de coles viejas.

Por primera vez en su servicio en el Ejército, Konov sintió que estaba haciendo un trabajo que merecía la pena.

Al principio le dio miedo… ¡Un accidente nuclear! Pero era obvio que lo importante era poner a toda aquella gente a salvo. Konov se movió deprisa, como no lo había hecho en los últimos veintidós meses y medio, y aun así le pareció que no era lo bastante rápido. Cuando terminaron el primer recorrido por los edificios que les habían asignado, Konov ansiaba continuar el trabajo. Pripyat era una ciudad de gente joven y sana, al parecer. Apenas nadie necesitaba atenciones especiales por causa de la edad o de enfermedades. Los hombres del pelotón de Konov se sentaron en la calle a fumar, esperando nuevas órdenes para terminar la tarea.

—Miklas —le dijo Konov a su compañero, un armenio moreno y compacto—. Podríamos hacer esto más rápido si nos separamos.

—¿Para qué queremos hacerlo más rápido?

Konov dudó.

—¿Para ayudar a esta gente?

Las palabras se habían convertido en una pregunta a medida que iba pronunciándolas.

Miklas le miró con curiosidad.

—Seryhozha, si terminamos pronto, encontrarán cualquier otra cosa que ordenarnos.

—Incluso así.

Miklas sacudió la cabeza.

—Bien, ¿por qué no? De acuerdo. Tú te encargas del edificio alto, yo del otro.

Conforme, pensó Konov mientras entraba en la segunda casa de apartamentos del bloque. Ya había ideado una nueva forma de encarar la situación. Era mejor empezar por la planta baja e ir subiendo, que empezar por arriba. Con su nuevo sistema, podía verificar de nuevo cada piso al bajar, porque cuando la gente saliera del piso superior los dos de abajo ya estarían informados de lo que tenían que hacer. Además, con suerte, muchos de ellos ya andarían por la calle, camino de las zonas de embarque señaladas en las aceras, con sus pertenencias bajo el brazo y quizás un niño a cuestas. Tuvo que emplear amenazas en uno de los apartamentos del primer piso, pero en el segundo encontró una ayuda inesperada.

Un hombre alto y pálido, con el brazo en cabestrillo, le esperaba en las escaleras.

Curiosamente, aunque el tiempo era caluroso a aquella hora de la tarde, el hombre llevaba un jersey de cuello alto y una gorra de lana.

—Déjeme ayudarle —dijo, en un raro tono de súplica—. Me llamo Kalychenko. Soy ingeniero. Trabajaba en Chernobyl.

Konov frunció el ceño.

—¿Y cómo puede ayudarme? —preguntó.

—¡Por lo menos puedo explicar a la gente a qué se enfrenta! —dijo el hombre, como pidiendo disculpas—. Muchos de ellos, simplemente, no entienden el peligro de la radiación.

—Pero está usted herido —objetó Konov, señalando su brazo. No era un cabestrillo correcto lo que llevaba, sino un chal de mujer—. Si baja ahora, puede que quede alguna ambulancia para los enfermos.

—No necesito una ambulancia. Ya me curarán después.

—Vamos entonces —dijo Konov, girándose. Se detuvo al ver que el hombre soltaba su maleta en el interior del apartamento, pero dejaba la puerta abierta—. ¿No tiene miedo de que le roben?

El hombre se echó a reír.

—Eso es imposible. No hay nadie en Pripyat que pueda cargar con más de lo que ya lleva. ¡Vamos! ¡Cuanto antes pongamos a esa gente en marcha, más pronto nos iremos todos!

Konov no lo habría creído posible, pero en menos de noventa minutos desde el momento en que entraron en Pripyat, una ciudad de cerca de cincuenta mil habitantes había quedado desierta.

La calle a la que había sido asignado fue casi la última en ser evacuada. Patrulló la acera con Miklas, siempre vigilando que ninguno de los quejumbrosos ciudadanos cediera al impulso de volver atrás y recoger algo más, mientras esperaban.

—Habría sido mejor reunirlos a todos en las plazas principales y recogerlos allí —criticó Miklas.

—No digas tonterías. Los han retenido en sus casas porque no quieren que cunda el pánico. Lo que tendrían que haber hecho es asignar a cada autobús una dirección específica, y así no habría que esperar tanto.

—El tonto eres tú —dijo Miklas amigablemente—, y que te den por el culo. ¿Qué sería de la Unión Soviética si no hubiera que esperar haciendo cola? Por eso no eres oficial, Sergei. No entiendes la forma de vida soviética.

—La comprenderé perfectamente cuando regrese a ella —dijo Konov, y luego alzó la voz—: ¡Usted! ¡Quédese donde está! ¡Su autobús vendrá inmediatamente!

No vino, sin embargo. Konov podía oír los autobuses de las manzanas próximas, pero hasta el momento el suyo no había aparecido. Sólo había soldados a pie en las calles. Los coches de la policía eran los únicos que circulaban. Konov estudió cuidadosamente los grupos de gente de su bloque para ver si alguno cambiaba de opinión, o recordaba que había algo imprescindible que sería mejor volver a recoger. Algunos lo intentaron. Ninguno lo consiguió.

Pudieron ver cómo recogían en la manzana de al lado los quizá penúltimos habitantes de Pripyat, y cómo éstos eran introducidos en el autobús número cien (o tal vez número mil) de los que pacientemente rondaban las calles, cargaban y se marchaban. Los había de toda clase. Algunos habían prestado servicio en la misma ciudad de Pripyat, la mayoría parecían ser de la distante Kiev y otros quizá venían de comunidades cercanas. Había incluso algunos camiones con las insignias del Ejército, acaso los mismos en que habían venido Konov y sus camaradas dos horas antes.

—Así que volveremos a pie al cuartel —gruñó Miklas, y Konov le palmeó la espalda.

—Puede que tengas suerte. Mira, asignan un soldado a cada autobús. ¡Tal vez pases la noche en el Mar Negro!

Si allí era adonde se dirigían, algunas personas que esperaban ser evacuadas se habían equivocado en sus previsiones. Muchos llevaban chaquetones de piel de oveja, incluso botas; un hombre incluso sostenía un par de esquís. Otro tenía una raqueta de tenis; bueno, ya que les habían dicho que la evacuación duraría sólo tres días, planeaban sin duda gozar de unas pequeñas vacaciones en compensación. (¿Pero adónde pensaba que iban el hombre de los esquíes?) ¡Y las cosas que llevaban! Incluso un pollo vivo; Konov lo vio con sus propios ojos, bajo el brazo de una anciana. Había jaulas de pájaros y mantas enrolladas, maletas y bolsas de viaje, sacos, cestas de la compra, lámparas de mesa con dibujos color de rosa, aparatos de televisión, un estéreo o dos…, no había nada en ningún hogar soviético lo suficientemente pequeño para poderlo transportar que no se viera a hombros o en las manos de alguien, pensó Konov. ¿Qué posesiones habrían dejado atrás? Y sin embargo, Konov sabía que la respuesta era todo. Incluso los más pobres poseían más de lo que él mismo podía acarrear, y los oficiales habían sido inflexibles: lo que una persona no pudiera transportar en un solo viaje, sería abandonado cuando el autobús arrancara. Ya se había formado un montículo de pertenencias descartadas, y lloradas, en la puerta del edificio, que se sumaba a todo lo que había abandonado en casa, o en el puesto de trabajo, junto con la ropa tendida y la comida dispuesta en las mesas…

Konov pensó que algo similar había ocurrido casi medio siglo antes, cuando los alemanes terminaron su barrido por los pantanos de Pripyat y arrasaron aquella zona. Pero ahora no eran los alemanes; no era la acción de un enemigo externo; era, pensó intranquilo Konov, simplemente el resultado de lo que se habían hecho a sí mismos.

No le gustó este pensamiento.

Konov se quitó el dosímetro de la gorra y lo observó a la luz. Lo que vio fueron números y símbolos crípticos, negros sobre fondo blanco. Pero nadie le había dicho qué significaban los símbolos.

Al otro extremo del bloque de casas, el sargento sostenía un altercado con un hombre que gritaba y señalaba un coche. El sargento negaba con la cabeza.

—Mira —dijo Miklas—, el pobre tipo sólo quiere marcharse con su Zhiguli. ¿Por qué no le deja el sargento?

—Porque no quieren atascos de tráfico, naturalmente —replicó Konov.

Pero había algo que quería preguntarle al sargento. Empezaba a tener mucha hambre. Se levantó y caminó hacia él, y al hacerlo casi tropezó con el hombre pálido del brazo en cabestrillo que le había ayudado a evacuar algunos edificios, el de apellido ucraniano, Kaly-lo-que-fuera. Konov tenía cosas más importantes en mente y apenas devolvió el saludo del hombre, aunque advirtió que la muchacha que estaba junto a él era atractiva. Konov se acercó al sargento, que ahora estaba solo y bebía de una botella de Fanta de naranja, aunque su contenido tenía el color y el olor de la cerveza.

—Sargento —dijo Konov educadamente—, creo que ya ha pasado nuestra hora de comer.

—Comeréis cuando se os diga. Probablemente habrá comida en el área de aprovisionamiento.

—Sí, sargento, pero si se están usando nuestros camiones para salvar a estas personas del peligro, ¿cómo llegaremos allí? Hay al menos diez kilómetros.

—Son casi veinte —dijo el sargento, pensativo, mirando a Konov—. Pero tú no tendrás que andar —añadió alegremente—. Estaba a punto de elegir a un hombre para que subiera a ese autobús y mantuviera el orden. Tú lo harás. Sube.

—¿Para ir a dónde? —preguntó Konov, dando un paso atrás.

—A dondequiera que vaya —dijo el sargento, y estiró la mano y le quitó a Konov el dosímetro—. Pero primero dame eso; nos hará falta para las patrullas que permanezcan de servicio aquí.

—¡Pero sargento, no sé lo que dice! —gimió Konov—. Si resulta que he quedado expuesto a demasiada radiación, ¿cómo lo sabremos?

—Claro que lo sabremos —afirmó el sargento, señalando el autobús con el pulgar—. Recibiremos un informe de dondequiera que vayas diciéndonos que estás muerto.

Al principio, el ambiente en el autobús era alegre; alguien tenía un acordeón, y unas cuantas personas empezaron a cantar como adolescentes que fueran a su campamento Komsomol a pasar el verano. Luego el autobús entró en la autopista. Tuvo que pasar junto a una larga fila de vehículos del Ejército, ambulancias y máquinas pesadas que se dirigían a la central.

Todo el mundo se volvió para mirar el convoy. El ambiente festivo se evaporó de inmediato.

El autobús estaba lleno de personas y sus pertenencias. No había sitio para Konov, excepto el hueco de la escalerilla junto a la puerta; al menos, estaba en lo que parecía un autobús interurbano, no uno de los urbanos donde incluso las escalerillas eran tan angostas que nadie podía dormir en ellas; Konov consiguió dormir, encogido, con la cabeza casi debajo del asiento del conductor.

Lo mismo hicieron, después de un rato, la mayoría de los ocupantes del autobús, incluso Kalychenko. Él y su chica habían tenido suerte. Consiguieron sentarse juntos, y hacerlo al fondo del autobús, donde había un poco más de espacio en el suelo para colocar el maletín de paja de Raia, sus utensilios de cocina, su saco de harina y medio kilo casi fundido de manteca. Cada diez minutos, durante los primeros cincuenta kilómetros, ella dio un respingo recordando algo más que había olvidado.

—¡El vino, Bohdan! ¡El champaña para nuestra boda, aún está en la cocina, no me dieron tiempo para pensar!

Y Kalychenko la abrazaba, con el brazo dolorido cuando ella descansaba contra su hombro.

—Tranquila, Raia, no pasa nada. No nos marchamos para siempre, ¿sabes?

¿Pero era eso cierto? Kalychenko sabía bastante bien que aquellos «tres días» podrían muy bien ampliarse hasta siempre. El hecho de que la ciudad hubiera sido evacuada tan apresuradamente y tan de improviso era prueba cierta de que el grado de radiación no sólo estaba por encima de los niveles de alarma, sino que era verdaderamente muy peligroso. (¿Y cuánta radiación había recibido ya cada uno de ellos? No tanta como el propio Kalychenko si hubiera permanecido en su puesto, por descontado… Pero este pensamiento le conducía a preocupaciones casi peores que la amenaza de una futura leucemia.) Calculó mentalmente, intentando recordar la vida media de los mortíferos radionúclidos que podían encontrarse en el humo de la explosión y del incendio. Supón (pensó) que los bomberos y los ingenieros consiguen apagar las llamas y controlar las reacciones de fisión. Supón que llegan a sellarlo todo. Muy bien. Aún quedarían todas las pequeñas partículas radiactivas caídas del cielo. Las cenizas del fuego, el rocío de la mañana, el mismo aire ya habría dejado películas invisibles de cesio radiactivo, yodo, estroncio y una docena de elementos más. Y todos ellos estaban aún en Pripyat, emitiendo radiación. Bueno, algunos tenían corta vida media, recordó. En pocos días, la mitad del yodo se habría convertido en otro elemento, uno inofensivo; en pocos meses, lo mismo podría decirse del cesio y del estroncio. En un año o menos, la radiación estaría sólo a una fracción de sus niveles actuales…

¡Un año o menos! Ni siquiera pensó en los elementos transuránicos, como el plutonio, con una vida media de un cuarto de millón de años. Un año ya era una eternidad.

Y, de cualquier forma, todo dependía de qué cantidad hubiera al principio. Un cuarto de un poco era quizá no más que el nivel normal, mientras un cuarto de mucho podría ser todavía suficiente para matar. Y lo peor de todo, ¿cuándo podrían poner en marcha el paciente reloj que les dijera la fecha en que podrían volver? Cuando el autobús se marchaba, Kalychenko había doblado el cuello para mirar atrás. Aún pudo ver, a la menguante luz de aquel día de abril, la distante e irregular columna de humo. Parecía que había helicópteros alrededor. ¿Observadores? Estaban locos si así era, porque si atravesaban aquella columna aprenderían por las malas lo que es tomar precauciones, demasiado tarde para que el saberlo les sirviese de algo.

La columna no era ni una pizca más pequeña ni menos preocupante que el día anterior.

Así que fácilmente podría pasar un año antes de que volvieran a ver Pripyat, se dijo Kalychenko. Podría ser mucho más tiempo. Podría no ser nunca. ¿Y qué ocurriría entonces con su precioso estéreo de Alemania Oriental, sus cintas de Okudjava y de los Beatles, sus esperanzas de un coche, su carrera? ¿Qué pasaría con los diez mil tesoros olvidados de Raia? ¿Y su boda? Cuando ella empezó de nuevo («¡Mi impermeable de Checoslovaquia! ¿Y si llueve donde vamos?»), él la acarició silenciosamente. Llovería, claro. Llovería muchas, muchas veces antes de que ella volviera a ver aquel flamante impermeable negro.

Cuando despertó de su intranquilo sueño una hora más tarde, fue porque Raia estaba pisándole. Intentaba ayudar a la mujer del asiento de delante, cuyo bebé lloraba. El niño se había mojado, y la madre intentaba improvisar un espacio llano entre el montón de maletas, bolsas y posesiones personales de todo tipo apiladas en el pasillo, para poder cambiarlo. En las presentes circunstancias, era un problema grave. La madre no había olvidado traer todo lo que necesitaba, incluyendo especialmente las gasas. Por desgracia, el niño estaba en su regazo, y las gasas guardadas en una bolsa sepultada en algún lugar del pasillo.

Kalychenko soportó que su novia se encaramara sobre él, cambiando de asiento para ser más útil a la mujer de delante. Raia sostuvo al niño por los hombros mientras la madre lo limpiaba y rápidamente lo envolvía en un pañuelo de cabeza.

Kalychenko apartó los ojos. No podía hacer lo mismo con su nariz, y cuando la mujer arrolló cuidadosamente las gasas sucias y las depositó a sus pies, se quejó a su novia:

—¡Debería tirarlas por la ventana! ¡No es justo que nos haga soportar esa peste!

Ahora le tocó a Raia el turno de calmarle:

—¿Y qué usará entonces cuando lleguemos? Está bien, Bohdan. Toma, huele esto. —Sacó un pequeño frasquito de colonia y le roció las mejillas—. No te importa lo del pañuelo, ¿verdad? —añadió tímidamente.

—¿El pañuelo? ¿Quieres decir que le has dado a esa mujer mi cabestrillo?

Kalychenko estaba furioso.

—Me ha parecido que ya no la necesitabas, Bohdan, querido. Levantaste las bolsas con las dos manos. Y bueno, dentro de unos meses, cuando tengamos nuestro pequeño…

—Supongo que está bien —gruñó él—. Volvamos a dormir.

Y Raia, obedientemente, apoyó de nuevo la cabeza en su hombro y cerró los ojos.

No fue fácil para Kalychenko. La mujer de delante había abierto la ventana un poquito para tratar de disipar el mal olor, pero como resultado, una corriente de aire frío y húmedo le daba a Kalychenko en la cara. Tenía ganas de orinar. Su futuro era negro. Su ánimo, hosco.

No existían dudas en la mente de Kalychenko (bueno, ninguna duda real), de que quería casarse con Raia, ni mucho menos que quería al niño que ella llevaba en sus entrañas. Claro que todo el mundo debería tener un hijo. ¡Pero qué mal momento! Y las pequeñas magulladuras de su hombro, las que se hizo cuando se cayó al huir del reactor que estallaba, ya no le parecían tan convincentes. Especialmente desde que Raia había dado su cabestrillo. Éste, por supuesto, no era más que un camuflaje, una evidencia circunstancial para añadir credibilidad a la historia que planeaba contar; pero Kalychenko era consciente de que necesitaría toda la ayuda posible cuando llegara la hora de las preguntas.

Y, tarde o temprano, aquella hora llegaría.

Kalychenko gruñó (sofocando el sonido, para que Raia no lo oyera) e intentó dormir de nuevo. Pero el autobús parecía reducir la marcha, incluso detenerse. Se paró, y luego volvió a ponerse en marcha lentamente.

Kalychenko intentó levantarse para ver lo que pasaba sin molestar a Raia. Había luces en la carretera. Alguien gritaba órdenes; el autobús avanzó hacia un costado de la calzada y se detuvo por completo. Los pasajeros empezaron a moverse.

Las luces interiores del autobús se encendieron y la puerta se abrió. Delante, el conductor, el soldado que se había quedado a bordo y alguien del exterior hablaban en susurros; después, el soldado se dirigió a ellos:

—¡Todo el mundo tiene que bajar aquí! —chilló, con la voz ronca de sueño y fatiga—. Dejen sus pertenencias en el autobús. ¡Por favor, dense prisa!

A fin de cuentas no había sido buena idea sentarse al fondo del autobús, porque les llevó una eternidad salir de él.

Vaciar el vehículo fue un complicado problema logístico. Primero la gente de los asientos delanteros tenía que levantarse y quitar algunas de las cosas del pasillo y colocarlas en los sitios que dejaban vacantes, antes que los de las filas siguientes pudieran salir. El proceso tuvo que repetirse, fila tras fila, por todo el autobús, hasta que les llegó el turno a Kalychenko y Raia. No había manera de aligerar el proceso. Todo lo que pudieron hacer fue mirar por las ventanas. Vieron que estaban en lo que parecía alguna clase de estación rural de autobuses. Había otros vehículos, una docena o más, y gente deambulando bajo luces brillantes.

—¡Por favor, todo el mundo! ¡Escuchen! —llamó el soldado cuando ya avanzaban y estaban a punto de desembarcar—. Recuerden que el número de su autobús es el 828. ¡828, recuerden! ¡Cuando mencionen ese número, sigan las instrucciones, y especialmente a la hora de marcharse, asegúrense de que vuelven al autobús 828, porque me juego el culo si no lo hacen!

Una anciana le reprendió:

—¿Ésas son maneras de hablar? ¿Un soldado del Ejército Rojo? ¿Le gustaría a tu madre oírte hablar así?

—Lo siento —dijo Konov, ruborizado—. Pero por favor, autobús 828, ¡no lo olvide!

Los hombres eran conducidos a la derecha, las mujeres a la izquierda. Kalychenko se apartó lo suficiente para evitar los charcos que habían dejado los que bajaron antes que él y alivió su vejiga al lado de la carretera, tiritando en el frío aire nocturno. Uno a uno, los autobuses se acercaban a un tanque de gasolina para repostar, y luego regresaban a sus lugares de aparcamiento. Los conductores se apresuraban para atender sus propias necesidades. Cerraban la puerta tras ellos. Los soldados (otros soldados, con las insignias verdes de las tropas locales) mantenían a raya a todo el mundo excepto a los conductores. Aún había más soldados, agrupados en torno a un par de mesas de madera, con gente formando colas ante ellas, y desde la parte trasera de un autobús, komsomols cansados y sucios repartían comida.

Bueno, al menos era algo. Kalychenko buscó a Raia, y cuando ella regresó de hacer sus necesidades se pusieron en cola para recoger lo que daban. Los komsomols, exhaustos y agitados, entregaban pan, salchichas y té fuerte.

—Me pregunto dónde estamos —dijo Kalychenko cuando encontraron un muro bajo en el cual sentarse mientras comían.

—Una mujer ha dicho que en un sitio llamado Sodolets —respondió Raia, alzando la voz para hacerse oír. Era un lugar ruidoso, con los motores que rugían mientras llegaban nuevos coches y los anteriores se marchaban—. Al sur de Kiev. Hemos recorrido un buen trecho. —Miró a su vecina del autobús, quien, dándoles tímidamente la espalda, amamantaba a su bebé—. Espero que no nos falte mucho —se quejó—. No es bueno para el niño estar despierto tan tarde con este aire.

—Tampoco es bueno para mí —gruñó Kalychenko en voz baja.

Y entonces llamaron el número de su autobús y una vez más guardaron cola, bajo las luces brillantes, ante las mesas donde esperaba un coronel del Ejército, que ponía cara de palo y fumaba un cigarrillo, mientras dos tenientes, ¡maravilla de maravillas!, daban dinero. Cuando llegó su turno, Kalychenko mostró su pasaporte. El teniente diligentemente copió su nombre en una larga lista y luego, con sumo cuidado, contó veinte billetes nuevos de diez rublos y se los puso en la mano.

—¿Para qué? —preguntó Kalychenko, sorprendido.

—Para usted —dijo el teniente—. Para ayudarle a establecerse en su nuevo hogar. Un regalo de los pueblos de la Unión Soviética. ¡Ahora muévase rápido, hay más gente esperando!

Kalychenko contó los billetes con el ceño fruncido, mientras seguía a Raia al lugar donde habían ordenado reunirse a los pasajeros del autobús 828. El soldado de Pripyat permanecía de pie ante la puerta cerrada, con un tazón de té en la mano. Parecía más alegre que antes, y saludó a Kalychenko con un movimiento de cabeza.

—Escuchen todos —ordenó—. Cuando entren en el autobús, sean sensatos. Primero los de las filas de atrás. Siéntense en el mismo sitio que antes. De otro modo, sólo nos armaremos un lío y…

Guardó silencio, ya que un capitán del Ejército llegaba con una carpeta.

—Embarquen ya —ordenó con voz cansada, tirando de la puerta hasta que se abrió—. En pocas horas, camaradas, estarán en sus nuevos hogares. ¿Dónde? —Miró su carpeta—. ¿Éste es el autobús número 828? Bien, entonces les queda todavía un trecho. Van a un lugar llamado Yurovin.

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