Chernobyl

Chernobyl


24. Martes, 6 de mayo.

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Martes, 6 de mayo.

El Ministerio, en Moscú, ha aplicado una desafortunada etiqueta a la aldea de Yuzhevin. La etiqueta es «poco prometedora». La forma más fácil de que una población la consiga es perder a la mayor parte de sus jóvenes, que se van a buscar trabajos mejores a las ciudades, a los complejos industriales o, como en el caso de Yuzhevin, a las minas de la cuenca del Don. No hay inversiones para el desarrollo de una aldea poco prometedora. A medida que decae, es probable que pierda la electricidad y (si alguna vez los ha tenido) los teléfonos. La aldea tiene suerte si conserva su almacén, su clínica, su colegio. Yuzhevin no ha sido afortunada, pero, como muchos pueblos poco prometedores, dispone en abundancia una de las cosas más escasas en la Unión Soviética: hay muchas casas vacías en Yuzhevin. La verdad es que los alojamientos disponibles no son precisamente lujosos. Apenas ninguno tiene más de una habitación, carecen de agua corriente, y a nadie se le ha ocurrido nunca hacer reparaciones o limpiar las casas abandonadas. En Yuzhevin, sin embargo, no hay radiactividad, y por ello al menos es mucho mejor estar aquí que permanecer en Pripyat.

Como que Yuzhevin ni siquiera está junto a la autopista, Bohdan Kalychenko tuvo que andar un kilómetro y medio sorteando los charcos fangosos de la carretera, para recibir el autobús de Raia. Luego tuvo que esperar una hora, porque el autobús venía con retraso, y finalmente resultó que Raia ni siquiera estaba en él. Cuando volvió al pueblo no sólo tenía calor y sed, sino que también empezaba a sentir hambre.

Aunque Kalychenko era un ingeniero especializado en energía nuclear (bueno, un operador al menos, lo que para él era casi lo mismo), no pudo hacer nada con el fogón de petróleo de la casita que tuvo que compartir con otro evacuado. Después de maldecir un buen rato, consiguió que uno de los quemadores se encendiera y preparó té, cortó unas cuantas rebanadas del pan que había traído el camión el día anterior y, masticando lentamente, se sentó en el porche para mirar la calle del pueblo. En la plaza, a treinta metros de distancia, un grupo de evacuados jugaba a las cartas alrededor de una mesa, bajo el caliente sol. Le hicieron señas invitándole, pero Kalychenko no se sentía de humor para unirse a ellos.

Al menos su compañero de cuarto, el cartero Pestya Barisov, no estaba allí para molestarle. Cuando los aldeanos ofrecieron a los evacuados trabajo en las granjas, Barisov había aceptado rápidamente…, no tanto por el dinero a ganar sino por estar lejos de su madre, que había sido evacuada al mismo pueblo y se lamentaba constantemente de los tesoros que se vio obligada a abandonar en Pripyat. Ahora Barisov se encontraba en los pastizales, reparando vallas. Así que Kalychenko tenía un momento de intimidad. Desgraciadamente, Raia no estaba allí para aprovecharlo mejor. Pese a que en Yuzhevin no había verdadera intimidad, con todos los aldeanos curioseando obsesivamente a sus nuevos vecinos y con las paredes de las cabañas hechas de tablas resquebrajadas. Él estaba seguro de haber oído respirar a alguien justo al otro lado de la ventana, por la noche. Los habitantes de Yuzhevin se mostraban ciertamente amistosos con la rica gente de la ciudad. No sólo porque los evacuados fueran mucho más sofisticados que los koljozistas. Los ciudadanos representaban una bendición para Yuzhevin, porque con ellos llegaban día tras día camiones con comida e incluso, a veces, con cosas como papel higiénico y, ocasionalmente, ropas de vestir. No era lo mismo que tener otra vez una tienda en la aldea, pero sí más de lo que habían tenido en media docena de años.

Kalychenko examinó las opciones que se abrían ante él. En su casa no habría habido problema. Se habría puesto a escuchar su radio alemana, o su bienamado estéreo checoslovaco, pero por supuesto ambos estaban aún en Pripyat, junto con su televisor y el resto de sus tesoros; y aunque los tuviera aquí, no había electricidad para que funcionasen.

Pensó que podía escribir otra carta a la central de Chernobyl, pidiendo que le hicieran regresar para volver al trabajo. Seguro que muy pronto el reactor número uno o el número dos volverían a entrar en funcionamiento, ahora que (según había oído) el fuego del número cuatro había sido extinguido. Aunque ello significaba explicar de nuevo las razones no muy explicables de por qué había escapado.

Bien, entonces. Había otras alternativas. Podía hacer algunas de las cosas que le había prometido a Raia. Barrer el suelo de la cabaña. Volver a limpiar las ventanas que Raia ya había limpiado una vez; pero que el polvillo de carbón en el aire ensuciaba casi de inmediato. Podía, como había prometido, reparar la puerta del retrete del patio trasero, que no cerraba bien, y la cual había que mantener cerrada con una mano mientras uno atendía a lo suyo en el interior, a oscuras.

Kalychenko podría haber hecho todas aquellas cosas útiles y productivas, pero no le apetecía ninguna. Además, recordó que tenía un proyecto más interesante.

Se las había arreglado para comprar medio kilo de frambuesas tempranas a uno de los aldeanos, aquella mañana, a un precio sorprendente, casi la mitad de lo que habría tenido que pagar en los mercados privados de Pripyat. Sacó las frambuesas de la alacena, junto con dos botellas de vodka para las cuales había tenido que guardar cola cuatro horas. Descorchó las botellas y las colocó sobre la mesa. Pacientemente, les sacó el rabillo a las frambuesas y las introdujo una a una en las botellas para darle sabor al vodka. Como las botellas empezaron a llenarse, pronto tuvo que parar. Pero encontró la solución. Sacó una taza y escanció el licor suficiente para poder meter las frambuesas restantes.

Como no tenía sentido dejar el vodka en una taza sin tapar, la sorbió mientras añadía las últimas frambuesas. Cuando volvió a poner los tapones a las botellas, había engullido todo el licor sobrante. El aldeano que entonces apareció en la puerta le encontró de excelente humor.

—¿Es usted Kalychenko? —preguntó.

—Ése es mi nombre —contestó Kalychenko, dispuesto a comportarse amablemente con aquel destripaterrones de camisa sucia—. ¿Le apetece un trago?

El hombre sonrió. Era un tipo grandote y mayor, casi calvo, y aunque lucía ropas toscas y botas gruesas llevaba un impresionante reloj de pulsera.

—Nunca desprecio el gorulka —dijo—. ¿Qué, que no es gorulka? Bueno, da lo mismo.

Su nombre, dijo, sentándose, era Yakovlev («llámeme Kolka») y había oído que Kalychenko era una especie de ingeniero. Cuando ambos hubieron bebido un vaso de vodka, que apenas había adquirido aún el sabor de las frambuesas, Yakovlev preguntó:

—¿Significa eso que sabe algo de máquinas?

—Lo sé todo —fanfarroneó Kalychenko.

—Sí, vaya, no lo tome a mal —insistió Yakovlev—. Lo que quiero decir es si sabe manejar un tractor.

—Mi querido Kolka —dijo Kalychenko, volviendo a llenar los vasos—. No he venido a esta metrópoli llamada Yuzhevin para ayudarles en sus investigaciones agrícolas. Yo ni siquiera debería estar aquí, ¿comprende? Nuestro autobús fue el único que enviaron a un lugar como éste.

—Sólo he preguntado si sabe manejar un tractor —insistió el hombre.

—¡Un tractor! Soy ingeniero nuclear, ¿entiende lo que eso significa? Significa que soy un experto que ha sido entrenado durante muchos años con maquinaria de la más alta tecnología. Me llamarán muy pronto para que vuelva al trabajo, porque no hay muchos como yo en la Unión Soviética; y no sólo somos escasos, sino que estamos muy bien pagados.

—Oh, oh —dijo Yaklovev, con amabilidad—. Más de novecientos rublos al mes, supongo.

Los ojos de Kalychenko casi se le salieron de las órbitas cuando bebía el siguiente trago. Estuvo a punto de atragantarse, pero consiguió abrir la boca.

—¿Cuántos rublos?

—Es lo que pagaba a mi hijo por ayudarme a manejar el tractor, pero el muchacho decidió que prefería ser pobre en Odessa que rico en Yuzhevin. ¿Le interesa el salario? ¿Sí? Entonces, querido Bohdan, creo que ya hemos bebido suficientes orines de pato. Venga a mi casa y allí tomaremos un buen coñac francés mientras averiguo si sabe lo suficiente para ocupar el puesto de un chico de dieciocho años.

Cuando Raia, la prometida de Kalychenko, regresó a la aldea, fue a la cabaña que Kalychenko compartía en vez de dirigirse a la que le había sido asignada con otras dos mujeres solteras. No se sorprendió de que no estuviera allí. Tampoco se sorprendió de que no hubiera hecho ninguna de las reparaciones, ni de que no hubiese limpiado nada, aunque las botellas vacías de vodka sí le hicieron alzar las cejas.

Sin embargo, se dijo, mientras intentaba restablecer el orden, no podía esperar que un hombre como Bohdan Kalychenko se convirtiera de repente en ama de casa.

Raia no se hacía muchas ilusiones respecto al hombre con quien pensaba casarse. Eran su piel blanca y sus ojos azules lo que la había impulsado a acostarse con él, no su carácter. Ciertamente, su trabajo en la central nuclear de Chernobyl estaba socialmente muy por encima de su propia condición (Raia trabajaba como conductora de autobús en la ciudad), pero en Pripyat había muchos hombres jóvenes con buenos puestos de trabajo. Sólo que no tenían el aspecto de Bohdan Kalychenko.

Ahora en particular, sabía bien que Kalychenko estaba asustado. No veía razón para mencionárselo. No había forma en que pudiera reconfortarle, porque él tenía todos los motivos del mundo para sentir miedo. Inevitablemente, iba a haber una enorme investigación en torno al desastre de Chernobyl, y su novio se había ganado a pulso el hacer de chivo expiatorio, abandonando su puesto de trabajo.

Raia no le excusaba por ello. Tampoco se molestaba en culparle. Debió ser aterrador estar allí cuando el reactor número cuatro voló en pedazos. Ella simplemente aceptaba, como una de las cosas que pasan en la vida, que cuando su hijo naciera, su padre, muy posiblemente, estaría a cinco mil kilómetros de distancia, cortando leña en algún rincón helado de Siberia. No por esto Raia descartaba la idea de casarse con él. Al contrario, deseaba que la ceremonia se llevara a cabo lo antes posible, por si alguno de los funcionarios del Estado aparecía y a la mañana siguiente se lo llevaba a la prisión de Lefortovo.

Raia se detuvo y encendió un cigarrillo. Frunció el ceño al ver que el fogón no perdía su capa de grasa.

Era necesario hacer planes alternativos, por si acaso ocurría lo peor.

La capacidad de Raia para razonar era excelente. Vio que tenía cuatro alternativas: Primera, podía casarse con Kalychenko y tener el niño; eso era lo mejor, si lo conseguía. Segunda, podía tener el niño sin casarse. Ésa era una pobre elección: una madre soltera no se casaría nunca, y Raia quería, definitivamente, tener una casa y un marido. Tercera, podía abortar, pero esto estaba descartado, no por la lógica, sino porque ella nunca haría una cosa así.

Y quedaba una cuarta posibilidad.

Estaba Volkya Kokoulin, un colega conductor de autobuses, quien le había hecho saber claramente que nada le haría más feliz que perderse con ella en el bosque y hacer el amor.

Si detenían a Kalychenko antes de que se casaran, no sería difícil descubrir dónde habían evacuado a Kokoulin. Podría encontrarle, y entonces sería bastante fácil acostarse con él, informarle unas semanas más tarde de que estaba embarazada, y casarse. Habría algún desacuerdo en las fechas cuando el niño naciera, pero entonces, ¿qué importaría ya? Y si Kokoulin estaba tan hambriento de carne como había sugerido sería bastante fácil convencerle que en su familia se daban muchos casos de partos prematuros.

Sonreía para sí misma, apoyada en el borde de la mesa, cuando Kalychenko entró por la puerta. Se echó en sus brazos, llena de placer. No había fingido nada. Éste era el hombre con el que pretendía casarse, si era posible, porque en realidad, cuando lo pasaban bien, todas las virtudes de Kokoulin no compensaban el hecho de que Kalychenko era alto, apuesto y tenía los ojos azules, mientras que Kokoulin era feo.

Cuando Kalychenko regresó a su casa y encontró a Raia, llegada poco antes que él, estaba radiante. Traía grandes noticias.

—La verdad, querida —dijo de inmediato—, es que este Yuzhevin no es mal sitio, después de todo.

Su novia estaba colorada y sudorosa, y había dos bolsas de malla llenas sobre la mesa. Kalychenko fisgó en su interior mientras la saludaba con un beso.

—Ah, qué bien. Has tenido que andar mucho, me temo. ¡Pero traigo buenas noticias! ¡Me han propuesto que conduzca un tractor! No, no, no me mires así. ¡Espera hasta que oigas lo que pagan a los tractoristas! Bueno, el capataz, Kolka Yakovlev, vive en ese caserón a la salida del pueblo, ¿sabes? El de los árboles frutales alrededor y el Volga aparcado en el patio trasero. ¡Dieciséis mil rublos pagó por el coche, eso es lo que gana un tractorista en Yuzhevin, porque todo el que vale algo se va a la ciudad!

—Pues está muy bien —dijo Raia, mirando hacia la puerta con repentino interés.

—¡Y si no estás muy cansada esta noche, nos ha invitado a su casa para que veamos algunas películas americanas! ¡Tiene cintas de toda clase… El Mago de Oz, y películas de Clark Gable, e incluso de Mickey Mouse! Oh —añadió, en tono de disculpa—, pero te has quedado rendida trayendo estas cosas. Es culpa mía, perdona. Fui a esperar el autobús, pero…

—No vine en autobús. Lo perdí. Vine en coche, Bohdan. Dos hombres me recogieron y me trajeron casi hasta Yuzhevin.

—Bueno, tuviste suerte.

—No, Bohdan —suspiró ella—. Creo que no ha sido suerte. Los hombres no me dijeron mucho, pero no me pareció que vinieran precisamente al pueblo. Ahí está su coche, sin embargo, al otro lado de la plaza. ¿Sabes lo que pienso, Bohdan? Pienso que esos hombres han venido para interrogar a los evacuados como nosotros. Creo que son agentes del Estado.

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