Chernobyl

Chernobyl


28. Jueves, 8 de mayo.

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Jueves, 8 de mayo.

La donación de médula ósea no es un proceso agradable. Una aguja de la longitud de un lápiz se introduce en uno de los huesos más grandes del donante; normalmente el de la cadera es el más fácil de alcanzar. La médula, que parece sangre, se extrae, una cucharadita cada vez, hasta acumular aproximadamente medio litro. Esto viene a ser la décima parte de la cantidad que tiene un humano adulto, aunque si está razonablemente sano la regenerará en unas pocas semanas. La extracción dura una hora o más. Luego, la médula extraída es centrifugada para separar las células más ligeras de las más grandes, viejas e inútiles. Las más ligeras se transfieren al paciente desde una bolsa colgada junto a su cama, a través de una aguja conectada a las venas de su brazo. El método no es nuevo. Las primeras investigaciones para curar las enfermedades provocadas por la radiación con trasplantes de médula ósea empezaron en los Estados Unidos en 1945, cuando, tras los bombardeos nucleares en Japón, algunos investigadores empezaron a preguntarse qué sucedería si alguien arrojaba bombas similares sobre América. Trece años más tarde se intentó por primera vez el procedimiento con seres humanos, cuando cinco yugoslavos, expuestos a la radiación en un accidente nuclear, recibieron médula de los huesos de sus parientes. Cuatro de ellos sobrevivieron, a pesar de que las probabilidades de éxito de un trasplante de médula sin homologar son aproximadamente de diez mil a una, y a que por entonces nadie sabía cómo llevar a cabo la tipificación especial necesaria (lo que se llama el proceso de «compatibilidad HLA»). Hay solamente dos posibles explicaciones del hecho de que los cuatro yugoslavos sobrevivieran. O bien no estaban tan enfermos como parecía y se habrían recobrado de todas formas, o fueron maravillosa e increíblemente afortunados.

Si Leonid Sheranchuk iba o no a poner a prueba su suerte era una cuestión dudosa. Aunque su conteo sanguíneo daba un índice bajo, no era crítico. La radiación que había absorbido era sólo marginal, así que no podía asegurarse que fuera a necesitar un trasplante de médula ósea. Tampoco era seguro que la consiguiese si la necesitaba. Su único pariente cercano era su hijo Boris, y sus células no servían.

La verdad era que a Sheranchuk no le preocupaba mucho el tema de su supervivencia. Si tenía que suceder, que sucediera. Había otros mucho más cerca de la muerte que él. Algunos ya habían muerto. A un segundo Ponomorenko, el bombero Vassili, Verano…, habían terminado por amputarle la pierna, y Verano, demasiado débil, no sobrevivió a la operación. El tercero de las Cuatro Estaciones, su propio ajustador, Arkady, parecía desmoronarse rápidamente. Los doctores no habían podido encontrar médula ósea compatible con la suya, ni siquiera la de su primo, y por tanto tuvieron que aplicarle un trasplante de hígado fetal. Había serias dudas de que aquello salvase la vida de Primavera. Lo que sí era cierto era que le había sumido en un estado de delirio semiconsciente, así que pasaba diez minutos maldiciendo furiosamente a Otoño, su primo, mientras Sheranchuk permanecía sentado a su lado, sin decir palabra, y luego, recobrándose, hacía chistes y animaba al pobre Otoño porque parecía deprimido.

Lo que más dolía a Sheranchuk con respecto a Arkady Ponomorenko era que fue él quien había ordenado (o al menos, permitido) que el ajustador se expusiera a la radiación que ahora le estaba matando. Sheranchuk no podía perdonarse por esto. Habría sido igualmente efectivo haber enviado a Ponomorenko a explorar las tuberías rotas bajo la sala de turbinas mientras él mismo llevaba a cabo la tarea más peligrosa de apagar la llama de hidrógeno. Él era más viejo. Tenía más experiencia. Podría haber hecho el trabajo más rápidamente, no lo dudaba, y habría salido con solamente un poco de radiación…

O podría estar muriéndose también.

Pero, se preguntaba Sheranchuk, ¿qué importaba eso? Si uno hacía el trabajo, había que aceptar los riesgos implícitos. Si los dados te caían en contra, no tenías derecho a quejarte.

Preocupaba asimismo a Sheranchuk el director técnico Smin: parecía muy claro que Smin se estaba muriendo.

Esto suponía para él un dolor agudo y siempre presente, mucho peor que el de las agujas que aquella bruja de Ajsmentova insistía en clavarle para sacarle más sangre seis veces al día. No quería que el director muriera. Sheranchuk no pensaba en Simyon Smin como en un padre (no era tan presuntuoso como para ello), pero ningún afecto filial habría sido más fuerte que el suyo. Estaba en deuda con Smin por haberle dado la oportunidad de trabajar en la central de Chernobyl. Admiraba a Smin por la forma en que hacía su trabajo, sin importarle cuántos obstáculos encontrara en su camino. Su garganta reprimía un gemido de pena y respeto cuando veía con cuánta valentía aceptaba Smin su propia responsabilidad y la molestia de su estado físico. A Sheranchuk no se le ocurrió sumar todos aquellos sentimientos, pero si lo hubiera hecho se habría visto obligado a darles un nombre. Lo que sentía hacia su amigo era simplemente amor. Y Smin se debilitaba día tras día.

Cuando Sheranchuk almorzó aquel día, apenas advirtió qué era lo que comía: borsch al estilo ucraniano, con ajo, hecho especialmente porque muchos pacientes eran ucranianos, con cordero de segundo plato. Comió con rapidez y sin hablar con nadie. La verdad era que no había muchos pacientes con quienes hablar, puesto que unos pocos amigos suyos habían sido dados de alta y la mayoría estaban ya demasiado enfermos para acudir al comedor. Se saltó la compota de frutas del postre y corrió de vuelta a la habitación que compartía con Smin, esperando tentar al director para que comiera, cucharada tras cucharada.

Intentar que comiera era realmente lo único que aún podía ofrecerle a Smin. Incluso así, rara vez tenía éxito. Su amigo tragaba unas cuantas cucharadas como cortesía, y luego sacudía la cabeza.

—Pero si siempre he estado demasiado gordo, Leonid —decía, sonriendo—. Perder unos cuantos kilos no es mala cosa.

Y entonces le pedía a Sheranchuk, con mucha consideración y muy cortésmente, que volviera a colocar las mamparas, por favor. Ahora Smin pasaba la mayor parte del tiempo tras el biombo. A veces las enfermeras venían a ayudarle cuando se sentía peor. A veces dormía, y Sheranchuk se alegraba, aunque siempre temía que el sueño fuera, finalmente, algo más que mero sueño. A menudo Sheranchuk podía ver entre las mamparas que Smin escribía, escribía, escribía… Escribía algo en un cuaderno escolar que nunca le mostraba y que escondía bajo la almohada cuando alguien se acercaba. ¿Sus memorias? ¿Una confesión para la KGB? ¿Una carta para alguien? Pero cuando se aventuró a preguntarle, sólo respondió:

—No es nada. Simplemente algunas cosas que quiero poner por escrito… Mi memoria ya no es tan buena como antes.

Pero no era simplemente la memoria lo que Smin estaba perdiendo.

Esta vez no fue necesario que Sheranchuk abreviara su almuerzo para ayudar a su amigo a comer, porque cuando llegó a la puerta de su habitación vio que la esposa y el hijo menor de Smin se encontraban allí. El niño estaba junto a la cama de su padre, con una cuchara en una mano y un plato en la otra, y parecía inseguro.

—Está bien, Vassili —le susurró Serena Smin a su hijo—. Ya ha comido un poco, y ahora necesita dormir.

Entonces vio a Sheranchuk en la puerta y le sonrió, dándole la bienvenida.

Para Leonid Sheranchuk, la esposa de Smin siempre había estado por encima de toda crítica, simplemente porque era la esposa de Smin. Para sí, al menos, podría haber admitido que la encontraba más bien egocéntrica y tal vez un poco, orgullosa. No pensaba así ahora. Era una mujer excepcionalmente bella (¿no había sido bailarina?) y mucho más joven que su marido, pero lo que vio en aquel momento fue una esposa y madre que llevaba escrito en la cara el amor por su familia.

Se apartó cortésmente cuando ella y su hijo salían de la habitación, pero Serena se detuvo para hablarle.

—Vassili ha conseguido que se comiera casi todo el cordero —informó—. Se lo piqué primero y lo probé. La verdad es que estaba muy bueno.

—Aquí nos alimentan muy bien. Señora Smin…, me he estado preguntando si el hecho de tenerme en la habitación no le resultará molesto.

—¡No, no, Leonid! Agradece mucho tu compañía. No creas que no nos ha dicho lo que haces por él.

—¡Ojalá pudiera hacer más!

—Haces todo lo posible —le dijo Serena Smin con firmeza—. Creo que ahora debe dormir, y por eso le dejamos un rato a tu cuidado.

—Gracias —dijo Sheranchuk, sin saber si estrecharle la mano o no, pero ella zanjó el asunto dándole un beso en la mejilla.

Se la quedó mirando sorprendido y apenas se percató de que una doctora se le acercaba, encapuchada, con botas y vestida de blanco. Cuando ella lo llamó por su nombre, Sheranchuk, sorprendido, descubrió que era su esposa.

Tamara Sheranchuk dio a su esposo un beso leve y distante en la mejilla; lo más aconsejable, pensó él, ya que incluso las pequeñas partículas salinas de su sudor podían ser radiactivas, por no mencionar la saliva si le hubiera besado en los labios.

—¿No te parece que es una suerte? —dijo ella—. ¿Cómo estoy aquí? Bueno, en parte porque mi propio índice de conteo es un poco bajo, y en parte porque voy a aprender cómo examinan la sangre para determinar la cantidad de radiactividad que contiene… Sólo me quedaré veinticuatro horas, me temo. Pero sobre todo estoy aquí porque tú estás, querido, y he pedido permiso.

Sheranchuk la miró con preocupación.

—¿Tu índice es bajo?

—Oh, pero muy poca cosa. No, querido, eres tú el paciente, no yo. He echado un vistazo a tus gráficas con los otros médicos. Son un poco sorprendentes.

—Eso me han dicho. No estoy tan enfermo como debería estar.

—¿Te han hablado del sistema de la doctora Guskova? Ya que no sabemos cuánta radiación recibiste, ha ideado un método para deducirlo por la forma en que tu conteo desciende…

—Ya he oído todo lo que hay que oír sobre el sistema de la doctora Guskova. Pero no me dijo cuánta dosis había. Ni ella ni nadie.

Tamara dudó.

—Tal vez cien rads —dijo, dubitativa—. Es posible que más.

—¿Y eso qué significa?

—En tu caso, querido, resulta difícil decirlo.

—Ya veo —replicó él, pensando. Entonces recordó cómo su esposa había surgido de la nada y le había hecho ponerse las ropas protectoras—. Habría recibido más si no hubiera sido por ti.

—Así que al menos valgo algo como esposa —dijo ella. La apostilla era ligera, pero su tono no. Él abrió la boca para preguntar si algo iba mal, pero Tamara continuó—: El director técnico Smin puede que no haya recibido tanta, pero como ves está muy enfermo y tú… ¿no?

—Me encuentro perfectamente.

Exagerando la verdad. En realidad, se sentía cansado la mayor parte del tiempo y a veces tenía un poco de fiebre. Pero no como Smin, por supuesto.

Su esposa se sentó en la cama a su lado, dispuesta a informarle.

—La etiología de la enfermedad es bien conocida. Simyon Mijailovitch no sigue la curva. Empeora más rápidamente de lo que debiera. El…

Tamara recordó de repente y miró temerosa las mamparas.

—Está dormido —le aseguró su esposo—. Le oí roncar hace un minuto.

—Bien —dijo ella, bajando la voz—, tu hemograma no decae tan deprisa como el suyo, o como muchos de los otros.

—Otra vez jerga médica —se quejó él—. ¿Qué significa?

—Significa que no sabemos por qué. Tal vez porque toda tu exposición procedía de fuentes externas, polvo y humo depositados en tu piel que pronto se diluyeron. Smin, en cambio, debió tragar o respirar cierta cantidad. Los radioisótopos están aún en su cuerpo.

Sheranchuk se sorprendió.

—¡Pero yo estuve expuesto tanto como él! Incluso pasé más tiempo en la zona. Él no se hallaba presente cuando ocurrió la explosión. Respiramos el mismo aire, comimos la misma comida…

—Pero esas diferencias tan pequeñas pueden producir un gran efecto, Leonid. Estuviste en el interior de los edificios buena parte del tiempo. Puede que él estuviese fuera. La causa podría encontrarse en una cosa tan simple como una cesta de pan que hubiera estado demasiado tiempo encima de una mesa. Tal vez él comió la rebanada superior y tú una de las de abajo.

—Eso significa que yo… —dijo Sheranchuk, calmando su tono; pero no terminó la frase.

—Significa que tus posibilidades son algo mejores —concluyó ella, y luego—: ¡Leonid! ¡Seguro que te recuperarás por completo!

Sheranchuk dio la vuelta y se apoyó sobre un codo para estudiar a su esposa. Nunca antes había sido su paciente, excepto por algún dolor de cabeza ocasional o alguna torcedura. ¿Era así como hablaba siempre a los que estaban bajo su cuidado? No era ni de lejos la manera fácil y libre con que dialogaban en su cocina, o en la cama.

—Sigues hablando como un médico —se quejó.

—Pero, Leonid, eso es lo que soy. Y, oh —continuó—, ¡estoy segura! ¡Especialmente con esos médicos americanos aquí! ¡No puedes imaginar lo buenos que son! Esta misma mañana la centrifugadora del hospital se ha estropeado y en cuestión de unas pocas horas lo han empaquetado todo y lo han trasladado a otra instalación. ¡Y sus instrumentos! ¡Tienen una máquina en la que pones una muestra de sangre, la conectas, zas, y en segundos te imprime un hemograma, con todos los números! Mientras que nosotros tenemos que poner cada muestra bajo el microscopio y alguien debe contar cada glóbulo uno a uno…, media hora como mínimo, ¡y cuando un técnico ha contado una docena de muestras, sus ojos se cansan y su atención flaquea, y es muy fácil cometer errores!

—Eso suena maravilloso —dijo Sheranchuk.

Ella se mojó los labios, preparándose para anunciar algo todavía más sorprendente.

—¿Y sabías, Leonid, que uno de ellos no es americano, sino de Israel?

Eso sí que era sorprendente. Israel y la Unión Soviética no mantenían relaciones diplomáticas. Por tanto, ningún ciudadano israelí podía conseguir un visado para entrar en la URSS, a menos, por supuesto, que alguna autoridad muy superior ordenase que se olvidaran las leyes para este caso.

—Eso es aún más sorprendente que lo de la máquina —admitió él—. Sin embargo, les hemos dado a los israelíes mucha gente. Bien pueden prestarnos una persona a cambio.

—¡El doctor americano incluso dijo que, en su país, un hospital como éste tendría aire acondicionado!

Smin sonrió.

—Lo próximo que harán los americanos será instalar aire acondicionado en sus coches.

El brazo empezaba a cansársele. Volvió a tumbarse en la cama y continuó mirando a su esposa mientras ella le describía las maravillas técnicas que habían traído de California. Su forma de comportarse era, después de todo, un poquito extraña. Él agradeció la conversación, porque no recibía muchas visitas y le fatigaba sostener un libro entre las manos para leer, pero, ¿eran aquellos los temas que una esposa comentaría en semejantes circunstancias? ¿Era posible que le estuviera ocultando algo? ¿Qué podría ser?

—¿Qué hay de Boris? —preguntó de repente.

Ella se interrumpió.

—¿Boris? —repitió, como si intentara recordar de quién estaba hablando—. Bueno, sí. Es una lástima, pero sus células no cuadran con las tuyas. Sin embargo, puede que no necesites para nada un trasplante…

—Eso ya lo sé —gruñó él—. Te preguntaba si tienes noticias suyas.

—Oh, claro. Ha sido evacuado al campamento de Artek, en el Mar Negro, el mejor campamento Komsomol de todo el país, y completamente gratis.

—Eso también lo sé. Te pregunto si sabes algo del chico.

—¡Pues claro! Incluso ha enviado unas fotos… Mira —dijo, sacando algunas de su bolso—. Éstas las tomó camino de Yalta.

Mientras Tamara le contaba orgullosamente cómo Boris aprendía a montar a caballo, Sheranchuk contempló las fotografías en color. En una de ellas estaba en la playa, con el brazo encima del hombro de otro muchacho a quien Sheranchuk nunca había visto antes. Los dos llevaban bañador y sonreían a la cámara. Tras ellos había un grupo de mujeres de mediana edad en bikini que jugaban a balonvolea. Una tenía una gran cicatriz de cesárea en el vientre.

—¿Te fías de él con bellezas como ésas alrededor? —sonrió Sheranchuk.

Ella volvió a coger las fotos y las estudió un momento antes de guardarlas.

—En un campamento de verano, uno puede dejarse tentar —suspiró.

Sheranchuk sonrió sin reservas. Aquello, al menos, era más típico de Tamara.

—¿Y tal vez también en un hospital? ¿Así que piensas que he estado tonteando con la doctora Guskova? Es un poco vieja para mí, y además demasiado gorda para mi gusto. Pero hay una enfermera en el turno de noche…

Tamara sólo hizo un puchero, sin aceptar el afectuoso desafío.

—He visto que Serena Smin estaba aquí.

—Ha sido muy buena con su esposo —dijo Sheranchuk—. La admiro mucho.

—Sí, ya he visto que ella también te admira a ti.

—Oh —dijo Sheranchuk, comprendiendo por fin. Sonrió—. La viste besarme. Sí, claro, ella y yo hemos estado haciendo la mar de cosas, con su marido dormido en la cama de al lado y su hijo montando guardia en el pasillo.

—No me gusta bromear sobre estos temas —dijo Tamara.

Sheranchuk gruñó débilmente. ¿Era posible que volviera a estar celosa? Abrió la boca para tranquilizarla, y entonces vio que algo se movía.

Se volvió hacia la puerta. En el umbral había un joven bronceado, vestido con el uniforme azul de las Fuerzas Aéreas.

—Soy el teniente Nikolai Smin —anunció—. ¿Está mi padre aquí?

—Sí —empezó a decir Tamara Sheranchuk—, pero debe ponerse una bata si quiere…

Una voz tras las mamparas la interrumpió:

—¿Es ése mi hijo? ¡Pónganle la bata, por favor, y déjenle entrar!

Nikolai Smin tomó la silla de visita contigua a la cama de Sheranchuk, puesto que éste, amablemente, se había retirado con su esposa para dejarles solos, y la colocó a la cabecera de su padre. Empezó a apartar las mamparas, pero Smin lo detuvo.

—Déjalas —ordenó—. Prefiero que no me veas demasiado bien.

Su deseo se justificó penosamente. Nikolai no pudo evitar un escalofrío al ver a su padre. De repente, Smin parecía un hombre viejo, abocado a una muerte repulsiva. ¿Qué eran los horribles manchones negros que tenía en la cara? ¿Qué eran las ampollas rojas que tenía en el cuello y los hombros, y aquel fluido incoloro? ¿Y aquel olor desagradable?

—No me toques, Kola —dijo Smin—. Besa el aire por mí y yo lo besaré de vuelta.

Nikolai hizo como se le pedía, pero protestó:

—No temo contagiarme nada de ti.

—Pero yo temo por ti. Además, duele si me tocan.

—Al menos estás, bueno… —farfulló Nikolai, buscando algo positivo que decir.

—¿Consciente? ¿Lúcido? Sí, Kola, a veces durante media hora seguida, así que no la desperdiciemos con cumplidos. Me alegra muchísimo verte, hijo mío. ¿Lo pasaste mal donde has estado?

Nikolai dudó, escogiendo las palabras.

—No es tan peligroso pilotar un MI-24 en Afganistán, padre. Es sucio y aburrido, y a nadie sino a un loco le gusta disparar contra civiles desde el aire. Cierto que algunos civiles devuelven los disparos, pero ninguno me ha pasado cerca.

—¿Y cuando acabes aquí tendrás que volver a Afganistán?

Nikolai pareció rebelarse.

—Por supuesto.

—Ya veo. Sin embargo, tu madre dijo algo relativo a ofrecerte voluntario para pilotar los helicópteros que están echando materiales sobre el reactor…

—Fue una idea estúpida. Ya no necesitan pilotos que arrojen basuras en tu reactor, padre, porque han interrumpido los lanzamientos.

—¿Sí? —dijo Smin, interesado—. ¿Entonces el núcleo del reactor está ahora completamente a salvo?

—Creo que al menos es más seguro continuar aislándolo por otros medios que tener a los pilotos metidos en aquello. He visto las fotos, padre; no es el tipo de trabajo que le gusta a un piloto de helicópteros. De todas formas, han dejado de hacerlo. Pregunté si necesitaban otros trabajos aéreos en la zona. Me dijeron que ninguno. O casi ninguno; las únicas misiones relacionadas con lo que pasó en tu central las hacen ahora los Yaks que sueltan cristales de yodo en las nubes antes de que lleguen a Chernobyl, para que no llueva sobre la central. Pero, desgraciadamente, no me necesitan para eso.

—¿Desgraciadamente? —repitió Smin—. ¿Por qué desgraciadamente? —Nikolai se encogió de hombros—. No, de verdad —insistió su padre—. Me gustaría comprender lo que sientes. ¿Has decidido lavar el honor familiar? ¿Crees que el accidente fue culpa mía y que tienes que hacer algo heroico para compensarlo?

Nikolai reflexionó un momento.

—No sé lo que pienso sobre eso. ¿Importa acaso? Al menos estoy aquí.

—Y yo lo agradezco —dijo su padre, deseando cambiar de tema—. Aprecio que hayas venido a intentar salvarme la vida.

—Si es que puedo. Van a hacerme las pruebas esta tarde.

El joven tragó saliva involuntariamente, y Smin se dio cuenta.

—No será agradable para ti —dijo con amabilidad—. Lamento tener que implicarte en esto. Y aún más que sea necesario. ¿Kola? ¿Te avergüenzas de tu padre?

—¿Avergonzarme? ¡Pero, padre, lo hiciste lo mejor que pudiste!

—Sí, eso pensé que hacía —concedió Smin.

—¡Es así de verdad! Mi madre y Vassili me lo han contado. En los últimos tres años has logrado que todo funcionara mucho mejor…

—En tres años, sí. Y en otros cinco tal vez habría terminado el trabajo y Chernobyl habría cumplido al máximo sus objetivos en todos los aspectos. Es una pena, pero no dispuse de esos cinco años.

—No —dijo Nikolai lealmente—. No es tu culpa. Sin embargo…

Smin esperó.

—¿Qué, Kola?

—Debería marcharme a que me hagan las pruebas y no importunarte con tonterías cuando no te encuentras bien.

Smin se rió. ¡No se encontraba bien! Pero le lastimaba reírse, y lo que dijo, con gran paciencia, fue:

—Termina lo que empezabas, Kola. Padres e hijos deben hablarse con sinceridad.

—Bien… Sólo… —continuó Nikolai, apresurándose—. ¡El caso es que se cuentan historias terribles! ¡Cemento que se desmorona y se convierte en arena, paredes que se caen!

—Esas historias son ciertas, Kola. Acepté muchos productos de inferior calidad.

—¿Pero por qué, padre?

Smin suspiró.

—¿No te han enseñado en las Fuerzas Aéreas cómo es el mundo? Supongamos, Kola, que eres el director de una fábrica de cemento. Tienes un plan que cumplir todos los meses. Quizás el plan requiera que produzcas diez mil toneladas de cemento y, mira, estamos a veinticinco del mes y sólo has producido cuatro mil. Pero si no cumples el plan, no hay bonos para los obreros, no hay ascensos para ti, puede que incluso recibas una amonestación. ¿Qué es lo que haces entonces, Kola? Haces lo que todo el mundo. Poner a trabajar a tus obreros a marchas forzadas, con órdenes de producir a la carrera seis mil toneladas de cemento en cinco días. ¿Pueden hacerlo? Claro, si el resultado es una chapuza; y así, el último día del mes has cumplido el plan… Naturalmente, esas seis mil toneladas son inútiles.

—¡Pero entonces no tienes por qué aceptarlas, padre!

—Sí, exactamente. Uno debería rechazarlas de inmediato. ¿Pero entonces qué? Chernobyl necesita cemento. El fabricante necesita no sólo cumplir su plan, sino vender la producción. Así que me dice: «Quieres buen cemento, muy bien, yo te doy todo el que necesites. Pero también debes aceptar esta remesa». Y no tengo elección, Kola. Acepto el cemento malo, porque si no me lo quedo se lo quedará otro, y entonces será él quien tenga el cemento bueno que yo necesito desesperadamente. Y en cuanto al acero: el plan de la acería está fijado en otras diez mil toneladas, pongamos por caso; es bastante fácil conseguirlas si haces acero blando, de baja graduación. ¡Pero yo lo necesito mejor! Así que para conseguir el acero que me hace falta para mis reactores, debo persuadir al fabricante de que lo haga, y para persuadirle también debo comprar unas cuantas toneladas inútiles. O tengo que sobornar a alguien con dinero, o incluso con un coche. O tengo que enviar intermediarios… ¡Intermediarios! Son gángsters, en realidad. Persuasores. A veces chantajistas. A veces chulos. Y envío a esos individuos a cenar y beber con mis suministradores para que les coaccionen y me remitan los materiales que realmente necesito, en vez de la basura de la que quieren deshacerse… E incluso así, a menudo me envían lo que necesito, más la basura.

—Eso es vergonzoso —dijo agriamente su hijo—. Discúlpame, no me refiero a ti, me refiero…

—Refiérete a mí, Kola —dijo Smin gentilmente—. Podría haber hecho las cosas bien, después de todo. Sólo que pienso que Chernobyl no habría estado produciendo cuatro mil megavatios de electricidad si las hubiera hecho.

Nikolai murmuró algo por lo bajo.

—¿Qué has dicho? —preguntó Smin.

—Nada, padre. Tengo que acudir a mi cita. Volveré más tarde.

Y esta vez, con cuidado pero firmemente, tomó la mano de su padre en la suya antes de marcharse. Pero Smin no respondió al apretón. Estaba preguntándose si era cierto que había oído lo que creía.

Tener unos pocos minutos para sí mismo mientras su cabeza estaba despejada… Esto era un don precioso para Simyon Smin. No lo malgastó. Sacó el cuaderno en el que había estado escribiendo la carta para Mishko y Milaktiev, pero después de uno o dos renglones los brazos se le cansaron y se le nubló la vista. Estaba por resolver, además, la forma en que iba a hacer llegar su escrito a las personas que se lo habían pedido. ¿Volverían? Probablemente sí, se dijo, ¿pero sería mientras aún estaba en condiciones de entregárselo en mano? Descartaba la posibilidad de dárselo a su esposa o a su hijo menor. ¿Y si los sorprendían con la carta?

Kola, sí. Tal vez. Al menos era una opción a considerar. Kola era un hombre adulto, y ahora, después de once meses de pelear con las tribus musulmanas de Afganistán, un hombre duro y lleno de recursos. Pero quedaba aquella cosa preocupante que Kola había dicho. ¿Sería la persona adecuada para confiarle una carta así?

Ello dejaba solamente a la madre de Smin.

Smin permaneció tumbado, con el cuaderno bajo la almohada, pensando en su madre. En este mismo momento, lo sabía, ella se encontraba en algún lugar del hospital, haciendo lo mismo que Kola: permitir que le atravesaran el esternón con un cuchillo afilado para tomar una muestra de su médula. Para él. Siempre para él. Recordó a su madre en la aldea, cuando él estaba en el colegio, cuando era un pionero, cuando se marchó a los veinte años para cumplir el servicio militar (una molestia, realmente: ¿quién osaría atacar a la Unión Soviética en 1940, cuando el otro único estado poderoso de Europa había firmado con ella un tratado irrevocable de no agresión?), cuando tuvo el buen sentido, o la buena fortuna, de elegir el servicio en carros de combate. Así que cuando Hitler rompió el «tratado irrevocable» y lanzó a sus ejércitos a través de la frontera, un año más tarde, el joven teniente Simyon Smin no formó parte de los dos millones de reclutas novatos que cayeron en las primeras matanzas, porque estaba estudiando tácticas avanzadas a cuatro mil kilómetros de distancia.

Se despertó, sudando y casi a punto de gritar. Había estado soñando. Las llamas se habían alzado sobre él y su T-34 había sido alcanzado.

Respiró profundamente para calmarse. Tal vez ahora estaba muriéndose, pero al menos no había muerto entonces, como tantos otros. Se le habían concedido cuarenta años extra de vida, y por ello ya no se le debía nada.

No había malgastado aquellos años. Se había casado con dos excelentes mujeres, y tenía dos buenos hijos para probarlo. Era una lástima que todo terminase tan mal, pero aun así era mucho más de lo que había esperado mientras intentaba escapar del tanque en llamas.

Fue en aquella época, hallándose en el hospital, cuando su madre le preguntó si le importaba que volviera a casarse.

Esa posibilidad nunca se le había ocurrido al joven Simyon Smin. Era consciente de que su madre era aún una mujer atractiva, aunque tuviera algo más de cuarenta años. ¿Pero casarse? ¿Con un alto cargo del Partido? Pues Vassili Mishko era el segundo de Nikit Jruschev en la organización del Partido en Ucrania, que acababa de ser reconquistada a los fascistas.

Sin embargo, había dado su aprobación inmediatamente. No fue egoísta. Incluso le había alegrado pensar que su madre volvería a tener una vida propia, sin haber de preocuparse por él, o por una guerra, o por una purga. Y así habría sucedido si no hubiera sido porque Vassili Mishko desagradó a J. V. Stalin y acabó trabajando en una mina de oro de Siberia. A Smin no le sorprendía que su madre hubiera elegido vivir calladamente el resto de su vida. Había visto lo que pasaba cuando una persona se volvía demasiado pública.

—¿Está despierto? —le llamó suavemente una voz desde la abertura de las mamparas.

—Claro, camarada fontanero —dijo, esforzándose por mostrar otra sonrisa—. ¿Qué noticias hay?

Estaba realmente contento de ver a Sheranchuk. Procuró escuchar mientras éste le contaba sus cosas: las buenas noticias, su esposa que había aparecido repentinamente en el hospital; las malas noticias, que otro de los Cuatro Estaciones moría, y moría malamente, entre el dolor y el delirio.

—Me extraña que no le oyera —dijo Sheranchuk—. Gritaba mucho hace un rato, pero ahora está más tranquilo.

—Sí, sí —dijo Smin, ausente.

—Y su hijo mayor ha venido a verle. Ésa es una buena noticia, claro.

—Supongo que sí —asintió Smin, y su tono hizo que Sheranchuk le mirara más de cerca.

—¿Algo va mal? —preguntó, preocupado.

—¿Qué podría ir mal? No, Leonid. Estoy un poco intranquilo. Kola dijo algo. Hablábamos de lo que no funcionaba en la central… No me refiero al accidente. Me refiero a las dificultades con los materiales y el personal. Se indignó mucho. Entonces dijo…, creo que dijo… Ojalá volviera Stalin.

—Ya veo.

Smin le miró.

—¿De verdad?

—Bueno, sí, supongo —dijo Sheranchuk, incómodo—. Es un militar, después de todo. Hay muchos que piensan que nuestros gobernantes han perdido el tiempo en Afganistán.

—¿Quieres decir que también piensas que Mijail Gorbachov es demasiado liberal? —preguntó apenado Smin.

—¡No, no! Nada de eso. ¿Qué sé yo de esas cosas, después de todo? Simplemente estoy diciendo que he oído a la gente hacer ese tipo de comentarios. La verdad es que hay mucho despilfarro y mucha corrupción…

—Pues bajo Stalin la ineficiencia era la misma, Leonid, sólo que entonces se llamaba «sabotaje». Y encima teníamos las purgas.

—No recuerdo muy bien los tiempos de Stalin —se excusó Sheranchuk.

—Desgraciadamente, mi hijo Kola tampoco. Nunca ha tenido que preocuparse porque llamaran a la puerta a las dos de la madrugada. Ahora los de la KGB son mucho más considerados. Solamente vienen en horas laborables. ¿Leonid? ¿Te han interrogado?

—Bueno, sí, un poco. Simplemente les dije que estaba de servicio en el momento de la explosión y que, por lo que sé, fue Jrenov quien insistió en continuar el experimento sin las medidas de seguridad —Sheranchuk escrutó más de cerca la expresión de la cara de Smin—. ¿Qué pasa?

—Espero que no fuera un error —dijo éste.

—¿Pero cómo podría ser un error? Dije simplemente la verdad.

—Les contaste la verdad sobre Jrenov —dijo Smin pacientemente—. Jrenov es uno de los suyos. ¿Crees que informarán de que la culpa fue de uno de los suyos? Eso sería admitir que la KGB comete errores. ¿Estabas allí cuando Jrenov dio la orden de desconectar los sistemas de seguridad?

—¡No, pero lo hizo!

—¿Cómo lo sabes? No estabas presente —insistió Smin—. Créeme, los agentes saben bien lo que Jrenov hizo, y Jrenov responderá ante ellos. Pero no en público. Así que si hay un proceso, y lo habrá, y si testificas, que testificarás, simplemente di lo que viste y lo que hiciste. No lo que crees que sabes por los informes de otra persona. —Dudó, y luego dijo con suavidad—: Todas esas cosas están registradas.

—Y los registros quedarán para siempre en los archivos de la KGB —dijo Sheranchuk amargamente, porque de repente tuvo miedo.

Smin hizo una pausa.

—No necesariamente —replicó con lentitud un momento después—. Recuerda el discurso de Jruschev sobre los excesos del régimen de Stalin. Es posible que todo salga a la luz de alguna forma. —Sacudió la cabeza y sonrió: una mueca lastimera en la cara dañada—. En cualquier caso… Espera, ¿qué es eso?

Sheranchuk también lo oyó.

—Me temo que Arkady Ponomorenko esté gritando de nuevo. ¿Pero qué es lo que iba a decir?

—Sólo que, en cualquier caso, quizá todos tengamos la suerte de morir aquí, en el Hospital número 6. Pero ve a ver a tu amigo. Parece que necesita a alguien.

Una enfermera detuvo a Sheranchuk en la puerta de la habitación del ajustador.

—¿Adónde va? —le espetó—. ¿No ve que no está en condiciones de recibir visitas?

—No soy un visitante sino un amigo, otro paciente. En todo caso necesita a alguien.

—¿Y qué bien cree que puede hacerle ahora? —preguntó la enfermera amargamente. Tras ella, Primavera había dejado de gritar, pero ahora dirigía sobrias y reflexivas consideraciones al aire—. Bien —concedió la mujer—. Supongo que no puede perjudicarle, al menos hasta que vuelva su primo.

Si Volya Ponomorenko no regresaba pronto, no vería vivo a su primo. Sheranchuk estaba seguro de ello. El ajustador boqueaba al hablar. Le contaba al aire que la central nuclear de Chernobyl no tenía derecho a estar donde estaba.

—Son los rusos, sabes —decía con tono febril, ensoñador, mirando al techo—. Ellos son los que la necesitan, no nosotros. ¡En Ucrania tenemos campos y granjas! Cultivamos lo mejor del mundo; no necesitamos sus fábricas ni sus centrales de energía. ¡Si queremos electricidad, tenemos el río Dnieper! ¿así que para qué traer esos artefactos atómicos?

—Ssssh —dijo Sheranchuk, nervioso—. Deberías descansar, Arkady, por favor.

El ajustador no dio signos de haberlo oído. Continuó dirigiéndose al techo, en tono razonador:

—Entonces, ¿por qué tenemos esa central nuclear? Porque los rusos quieren, claro. No es para los ucranianos, no. Es para que los rusos puedan encender la luz en Moscú y vendan electricidad a la gente de Polonia y Bulgaria. ¡Pues que produzcan la suya propia!

—Por favor, descansa —suplicó Sheranchuk, mirando hacia la puerta.

¿Dónde se metían los médicos cuando hacían falta?

—¡Pero no! —volvió a exclamar Ponomorenko, nuevamente alzando la voz—. Los rusos insisten, ¿y qué podemos hacer nosotros? ¿Podemos decirles que no? ¿Podemos acaso pedirles que planten sus asquerosos tarugos atómicos en otro sitio? ¿Podemos vivir libremente en nuestra querida Ucrania, que Bogdan Jelmnitski liberó de los polacos? ¿Podemos siquiera decir la verdad cuando queremos? No, no podemos, ¿y sabes por qué? ¡Te diré por qué!

—¡Por favor! —exclamó Sheranchuk, y se volvió hacia la puerta—. ¡Enfermera!

—¡Por esto! —gritó Ponomorenko, levantándose y apoyándose sobre los codos—. ¡Porque somos prisioneros! Los rusos nos han hecho sus esclavos y ahora no podemos liberarnos. Mi único deseo…

Rompió a toser y se derrumbó. Nadie sabría nunca cuál era aquel único deseo, porque la manera en que su cabeza golpeó la almohada, la manera en que uno de sus ojos quedó medio abierto y el otro cerrado, la manera en que abrió la boca, lo decían todo. El valiente ajustador y osado futbolista, Primavera en el grupo de las Cuatro Estaciones, Arkady Ponomorenko, estaba muerto.

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