Chernobyl

Chernobyl


30. Sábado, 10 de mayo.

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Sábado, 10 de mayo.

Es fácil conocer el aspecto del soldado del Ejército Soviético, pues se le ve en los carteles por toda la URSS. Es joven y rubio. Su cara mira ansiosamente hacia el futuro, con la barbilla levantada, como la de Lenin. Lleva la gorra ladeada exactamente sobre la oreja izquierda; su blusa está perfectamente abotonada y, aunque no se le ven las botas en el retrato, se adivina que brillan impecables. Así es el soldado ideal del Ejército Soviético. Luego está el soldado Sergei Konov. Konov no tiene aquella apariencia en absoluto, especialmente después de un día entero de acarrear yeso para cerrar una alcantarilla, o de acurrucarse montando guardia en una trinchera llena de barro. Y sin embargo hay algo en Konov que le diferencia del Konov de sólo una semana antes. Ha sorprendido a sus camaradas. Más que a nadie, ha sorprendido a su teniente, quien nunca había considerado la posibilidad de que el soldado Konov se ofreciese voluntario para nada.

—Comprendes —dijo el teniente con cautela—, que este trabajo es un poco peligroso.

—Lo comprendo, teniente Osipev.

—Por supuesto, si obedeces las órdenes con exactitud no pasará nada. Sólo tienes que ser rápido.

—Lo seré, teniente Osipev.

—Y después te quedará el resto del día libre. Bien —suspiró el teniente—, te autorizo a ofrecerte voluntario, así que adelante, Konov. El coche blindado está esperando para llevar la sección de limpieza a la central.

Konov no era el único voluntario. Había otros cincuenta esperando inquietos en la planta superior de la central, justo debajo de la azotea. La mayoría de ellos se encontraba por primera vez en el interior de los edificios de la central nuclear de Chernobyl, y se les había advertido que fueran prudentes y no tocaran nada. Cuando estuvieron reunidos, el sargento los miró sin entusiasmo.

—No tenemos sitio para los holgazanes —les dijo—. Debéis moveros deprisa, hacer vuestro trabajo, salir corriendo, y eso será todo. De otra manera estaréis tan muertos como el chico que se ha quedado dentro. Y no hay trajes para anormales. Si alguno pesa más de cien kilos o menos de sesenta y cinco, que se marche.

Seis o siete soldados fueron descartados; la mayoría rezongando, aunque algunos, pensó Konov, más aliviados que decepcionados. La promesa de un día libre había parecido atractiva, especialmente después de una semana de remover escombros, pero a partir de allí el asunto empezaba a sonar mucho más serio.

El entrenamiento fue tan simple como los requisitos. Cuando llegaron al último tramo de escaleras que conducía al tejado (caminando con cautela todo el tiempo, corriendo cuando el sargento les advertía que pasaban por sitios de alta radiactividad) un mayor los examinó, sacudió la cabeza y los envió a otro sargento distinto.

—¡Alineaos! —ordenó éste—. ¡En grupos de cuatro! ¡Muy bien, vosotros cuatro seréis los primeros! Buscad un traje que os venga bien, ponéoslo, y aseguraos de que está herméticamente cerrado o no volveréis a ver a vuestras madres.

Los trajes eran apretados, como equipos de submarinismo, y pesaban mucho por el plomo que contenían.

—No os echéis pedos dentro del traje, chicos: pensad en quien se lo habrá de poner después —advirtió el sargento al primer grupo—. Ahora las botas…, asegurad bien los lazos. Los cascos…, los respiradores… Claro, otros cien soldados han chupado las mismas máscaras, ¡pero imaginad que estáis besando a la novia!

Y así, antes de que tuviera tiempo de reflexionar, le llegó el turno al grupo de Konov.

Subieron rápidamente las escaleras a la voz de «¡Ya!», traspusieron la puerta, cada uno agarró un trozo de grafito del tamaño del culo de una mujer (¡y tan caliente!, ¡gracias a Dios por los guantes de plomo!), lo arrojaron por el borde del tejado, y luego otro más, y otro, y otro…, mientras el mayor contaba a gritos los segundos: cuarenta, cincuenta, sesenta…

Cuando Konov y sus tres camaradas volvieron, el mayor sonrió.

—Sesenta y un segundos el último. Lo habéis hecho bien. Ahora podéis marcharos, y los valientes que quieran pueden volver mañana y repetir.

Konov pensó que repetiría. Su dosímetro indicaba que había recibido menos de medio Roentgen, y aquello era ciertamente más interesante que remover la porquería que los bulldozers habían dejado.

También era más útil. Cuando el coche blindado devolvió al grupo de Konov a la granja colectiva abandonada que era su cuartel general, el soldado aceptó una taza de té del sargento de cocina y se preguntó qué iba a hacer con un día libre que particularmente no necesitaba.

Arrojar terrones de grafito caliente y radiactivo desde la azotea de la central para que las excavadoras pudieran recogerlos y llevarlos a sitio seguro, aquello era útil. Incluso emocionante, pues aquellos trozos de carbón habían sido un tiempo parte del mismísimo núcleo que estalló y provocó todo el desastre. También daba miedo, pero era como el teniente había dicho: si te apresurabas y obedecías las órdenes, no pasaba nada…, a menos, naturalmente, que tropezaras y cayeras, o que se abriese una brecha en tu traje aislante, o que cualquier otra cosa saliera mal.

Pero nada había salido mal y el día, en realidad, acababa de empezar. Konov contó con los dedos y se dio cuenta de que era sábado, el día libre de los soldados soviéticos… cuando no los llamaban para una inspección por sorpresa o una marcha de veinte kilómetros, lo que sucedía una o dos veces al mes. Era el día en que los soldados podían dormir, o jugar al fútbol, o incluso ir a la ciudad y ver cómo estaban las chicas. Pero, ¿qué iba uno a hacer en un día libre, aquí? Ni siquiera podía salir del viejo establo que era su barracón sin ponerse el traje antiradiación, ¿y quién iba a jugar al fútbol con una máscara respiratoria? Aun suponiendo que hubiera alguien más con quien jugar…

Konov volvió a vestirse y llamó a la puerta del teniente.

—Soldado Konov se presenta al servicio, teniente Osipev —dijo, en posición de firmes.

El teniente pareció sorprendido.

—¿No me entendiste? Tienes el resto del día libre.

—Sí, teniente Osipev. Deseo volver al servicio.

—¿Qué, te has aficionado de repente a remover mierda? La mayoría de los hombres está levantando diques.

—Como el teniente diga.

Osipev le miró con curiosidad un instante; luego se encogió de hombros.

—Oh, bien —dijo—. Hay un camión que va a Pripyat con más petróleo para los pulverizadores. Puedes ir allí, pero date prisa. El camión está a punto de marcharse.

—Gracias, teniente Osipev —dijo Konov.

Y al marcharse, notó los sorprendidos ojos del teniente clavados en su espalda.

En realidad, aquello era lo que más le gustaba a Konov: deambular por la ciudad fantasma de Pripyat. La tarea era de confianza y muy importante. Los vecinos evacuados no podían proteger sus pertenencias contra los saqueadores, el clima o la radiación. Constituía el deber de Konov, y su placer también, hacerlo por ellos.

El trabajo de hoy era un poco distinto. La orden era llevar un tanque pulverizador a Pripyat, rociar de petróleo todos los parches de tierra expuesta que otros camiones hubieran pasado por alto. No iba solo: llevaba un compañero, para que cada uno vigilase al otro. A fin de cuentas, la tentación de coger algún tesoro abandonado podía ser demasiado grande incluso para un soldado. Su compañero era Miklas, un armenio, bajo, moreno, furioso contra el mundo y especialmente contra el Ejército que le había robado dos años de su vida; el segundo peor soldado en el regimiento hasta que Konov dejó vacante el último puesto. Pero en cuanto los dos estuvieron solos, se jugaron a cara o cruz con una moneda de tres kopecks quién llevaría el contador de radiación (le tocó a Miklas) y luego, para hacer el trabajo más deprisa, tomaron direcciones diferentes.

Era un trabajo duro. Konov empezó a sudar inmediatamente dentro del traje y la capucha, pero fue meticuloso. Introdujo el largo spray en cada rincón del huerto (tomates y vides muertas) y del jardín (tallos retorcidos, con capullos que nunca florecerían a través de la gruesa capa de petróleo).

Según como se mirase, lo que Konov hacía era destruir. Cuando veía vida vegetal, la mataba con el spray. Allí donde una esquina de tierra negra aparecía entre la película grasienta, la cubría de inmediato con el mortífero líquido. Él no lo entendía de esta manera. Era el bisturí del cirujano. Mataba aquí para evitar una muerte peor en otro sitio, y por ello rociaba con su spray detrás de los arbustos muertos, debajo de los escalones de madera, todos los recovecos que otros pudieron haber descuidado.

Le llevó una hora o más terminar con el terreno que rodeaba un solo edificio, y había medio centenar de ellos, dedicados a apartamentos, sin contar con los parques y los campos de juego escolares y las plazas y los jardines de oficinas y comercios. No importaba. Ni un solo centímetro iba a escapar a Sergei Konov. Tampoco descuidaba sus deberes colaterales. Todo el tiempo que esparcía el petróleo estuvo alerta, atento a cualquier indicio de que hubiera en la ciudad gente sin la debida autorización.

Algunas personas, por supuesto, tenían derecho a permanecer allí, pues él y su compañero no estaban solos. Otros dos equipos se encargaban de otras zonas, y además, grandes camiones de color naranja aparecían de vez en cuando para regar de nuevo las calles. Pero cuando dobló una esquina y vio un camión más pequeño aparcado y con el motor en marcha y la puerta trasera levantada, sin nadie a la vista, tuvo un solo pensamiento: «Saqueadores».

Tenía que investigar. Se quitó el tanque de los hombros, lo dejó en el suelo y se aproximó al camión con cautela. ¡Estaba lleno de cosas! ¡Cosas robadas de los apartamentos vacíos! De modo que tal vez era cierto que había saqueadores operando: Konov pudo ver aparatos de radio y grabadoras amontonadas en el interior del camión.

Sin embargo, cada aparato estaba etiquetado con el número del apartamento de donde procedía, y seguro que los saqueadores no se preocuparían de una cosa así. Y en la parte posterior del vehículo había cosas por las que un saqueador rara vez se molestaría: libros, revistas, periódicos, todos también cuidadosamente etiquetados: Paseo de la Victoria 115, piso 22; Marx Prospekt 112, apartamento 18.

La curiosidad indujo a Konov a coger algunos. Ciertos papeles habían sido encuadernados con tapas de cartulina azul en las que alguien había escrito a máquina un título y un nombre. No eran auténticos libros, con ilustraciones en la portada y páginas impresas. Eran xerocopias, algunas apenas legibles, cosidas con hilo de algodón. Konov vio algunos títulos que le parecieron poco familiares, autores con nombres como Vladimir Voinovich (¿quién era Vladimir Voinovich? Konov leía libros a menudo, pero nunca había oído mencionar a aquel autor), y Oksana Mechko (¿Mechko?, otro enigma), y… ¿qué era esto? Oh, Boris Pasternak, Andrey Amalryk…, ¡claro! ¡Todo esto era samidzat! Konov había visto samidzat antes, pero nunca en tal cantidad, o tan cuidadosamente recopilado.

No todo era samidzat, sin embargo. Había montones separados de revistas de brillantes colores, todas extranjeras. Éstas no habían sido etiquetadas, sino simplemente amontonadas, y cuando Konov echó un vistazo a las portadas los ojos le saltaron de las órbitas…, aunque no tanto como cuando pasó las páginas y vio… ¡mujeres! ¡Mujeres hermosas! ¡Mujeres desnudas…! Y no solamente desnudas, ¡sino mostrando sus partes más íntimas de forma incitante!

Konov nunca había visto fotos así. Nunca había soñado que existieran… ¡y aquí había doce o catorce revistas llenas de ellas! Cierto, estaban escritas en inglés y alemán y en algo que le pareció italiano, y por tanto eran incomprensibles, ¿pero qué falta hacía la escritura con lo que las fotos revelaban?

—¿Qué te figuras que estás haciendo, escoria de cerdo? —le espetó una dura voz a sus espaldas.

Konov se volvió para encararse a dos hombres que tenían las manos enguantadas y llenas de más papeles y libros. Sus insignias estaban ocultas por los trajes protectores, pero no necesitaba verlas para saber a qué rama del servicio pertenecían.

—Estoy de servicio aquí —dijo enérgicamente—. ¿Están ustedes en servicio oficial?

—Siempre estamos en servicio oficial —dijo el otro hombre, con voz suave y agradable. Sus ojos, tras la máscara, sin embargo, eran penetrantes—. Reunimos evidencias. ¿Qué, quieres una de esas porquerías? ¿Por qué no?

Cogió una de las revistas y se la colocó en las manos.

—Ésa no —gruñó el otro hombre, señalando la revista, cuyo título inglés era Hustler.

—Entonces ésta. Y esta otra. Y llévatelas pronto, soldadito, porque tenemos mucho trabajo.

Konov obedeció. Siempre era mejor hacer lo que los poderosos querían que hiciera. Luego, durante media hora, se sentó en el interior del portal de uno de los altos edificios de apartamentos, para vigilar lo que pasaba fuera mientras se entretenía examinando cuidadosamente cada página. En plena erección volvió a mirar una de sus favoritas, la foto de una rubita en ropa interior que, de pie, vuelta de espaldas, con la cabeza girada tímidamente hacia él, empezaba a bajarse las bragas con el pulgar; y luego la de la morena delgada, casi como un muchacho, que tumbada de espaldas le miraba impasible entre las piernas abiertas.

—¿Qué es lo que has robado ahora? —le preguntó su compañero, Miklas, apareciendo por detrás.

Konov dio un salto. En seguida le tendió una de las revistas y vio cómo los ojos del otro soldado se abrían como platos mientras pasaba las páginas.

—¿Y hay más así en el camión? —preguntó.

—Docenas más. También samidzat, de todas clases.

—Konov —dijo Miklas, apenado—, ¿sabes lo que valen estas revistas? Podríamos conseguir diez rublos por cada una.

—También nos podrían arrestar por saqueadores, idiota.

—Sólo si somos tan tontos como para permitir que nos capturen. No somos saqueadores. Los de la KGB ya nos han ahorrado el trabajo.

Además, ¿qué crees que van a hacer con todo ese samidzat, sino complicarle la vida a algún pobre hombre? Es nuestro deber —añadió Miklas, de repente lleno de virtud— proteger los intereses de las personas que fueron expulsadas de sus casas sin aviso. ¡Tenemos que hacer lo que podamos para evitar que les causen daño!

Cuando los agentes de la KGB volvieron, con las manos llenas de más papeles y una radio de onda corta, vieron a Konov y a Miklas en el interior del camión pasando el detector de radiación sobre los fardos de papeles.

—¡Eh! —gritó uno—. ¡Gilipollas! ¡Marchaos de ahí inmediatamente!

Miklas se volvió hacia ellos con aire de disculpa, sin dejar de pasar el aparato por encima de las revistas.

—Lo lamento mucho, señores —dijo obsequiosamente—, ¡escuchen!

El detector estaba sonando.

—¿Qué es eso? —demandó el KGB—. ¿Está este material contaminado?

—Me temo que todo —dijo Miklas, apenado—. ¿Lo han encontrado cerca de alguna ventana abierta? ¿Tal vez expuesto al polvo? La radiactividad es tan traicionera, señores, que uno nunca puede distinguir lo inofensivo de lo mortífero… ¡Pero escuchen! ¡El contador va a rebasar el límite!

Entre maldiciones, los KGB sacaron a patadas los papeles del camión y se marcharon. En cuanto estuvieron lejos, Miklas quitó el pedazo de barro radiactivo del detector y Konov lo regó profusamente con petróleo.

—Ahora —sonrió Miklas—, nuestro único problema es cómo vamos a llevar las revistas a los barracones.

No las podían transportar por las buenas.

—¿Tal vez una o dos cada vez? —insinuó Konov—. Podemos esconderlas en alguna parte y llevarnos una o dos en cada viaje, escondidas dentro de los pantalones.

Pero la expresión de Miklas había cambiado. Pasaba frenéticamente el detector, ahora limpio, sobre las revistas.

—No junto a mis pelotas, maldita sea —gruñó, pues el instrumento emitía su señal de contaminación más fuerte que nunca.

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