Chernobyl

Chernobyl


33. Viernes, 16 de mayo.

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Viernes, 16 de mayo.

En la ciudad de Mtino, no lejos de Moscú, hay un tranquilo cementerio. A doscientos metros de su entrada se ha reservado un recinto especial. Sólo contiene unas pocas tumbas, aunque hay espacio para muchas más. Se le llama el «Jardín de los Héroes». Todas las personas enterradas allí tienen una cosa en común: murieron en el mismo lugar (el Hospital número 6) y procedían del mismo sitio: la central nuclear de Chernobyl. No fueron muchos los asistentes al funeral de Simyon Mijailovitch Smin: sólo diez personas. Sus dos hijos, su esposa, su madre. Dos médicos del Hospital número 6. Su fiel «camarada fontanero». El segundo secretario del Partido Comunista de Pripyat, contento de tomarse un día libre de las otras obligaciones por las que estaba en Moscú, para participar en las exequias de Smin. Y otros dos. Eran éstos quienes sorprendieron a los doctores y probablemente también al secretario, porque habían llegado en un Zil y en el grupo se susurraron sus nombres: los camaradas P.V. Mishko y A.P. Milaktiev, miembros del Comité Central. Sólo la vieja Aftasia Smin tuvo la temeridad de acercarse a ellos y saludarles por sus nombres, aunque después ambos hablaron, o al menos saludaron a todos los demás, de manera afable.

—Gracias por haber venido, Fedor Vassilievich —dijo Aftasia al mayor de los dos.

—Ah, ¿pero por qué no? —protestó el ministro—. Tu hijo era un buen hombre. Murió como un héroe. No hay ninguna duda en mi mente de que, cuando la comisión investigadora concluya su trabajo, se revelará que su conducta ha sido ejemplar. Además —añadió—, ya no quedan muchos viejos bolcheviques a los que presentar mis respetos cuando muere un miembro de la familia.

Aftasia no hizo caso de esto.

—¿Estás seguro de que ésas serán las conclusiones de la comisión? —preguntó.

Milaktiev respondió por él.

—Nadie puede predecirlas hasta que se reúnan todas las evidencias. El fallo humano es siempre posible. Pero yo mismo he visto la mayoría de las declaraciones. Tu hijo cometió irregularidades, Aftasia Israelovna, pero siempre por el bien de la central, no por lucro propio.

—Estoy de acuerdo —asintió Mishko—. Y puedes verlo por ti misma: se le está ofreciendo un entierro honorable.

—Pero pequeño —dijo Aftasia fieramente. Luego se calmó—. En cualquier caso, es bueno que hayáis venido. Dejadme que os presente a su viuda y sus hijos.

Milaktiev se aclaró la garganta y miró a su alrededor. Estaban demasiado lejos para que los demás pudieran oírles, pero parecía tener miedo de hablar.

—Aftasia Israelovna, ¿puedo decir que tienes muy buen aspecto? Hemos sabido muy poco de ti durante tantos años… Se habría creído que estabas muy enferma, o retirada a un asilo de ancianos…

—¿O muerta? Sí, eso es cierto. He vivido en silencio durante mucho tiempo. ¿Por qué no? Soy una vieja; no tengo nada que decir.

—No estoy de acuerdo —replicó Mishko—. Creo que tienes mucho que decirnos, y es en este momento en particular cuando habría que escuchar a los viejos bolcheviques.

Aftasia le miró apreciativamente. Mishko no era un hombre alto, pero la sobrepasaba en mucho.

—¿Por qué este momento en particular?

—Es tiempo de grandes cambios. Lo sabes. Veo que tu mente sigue lúcida, ¿no es verdad?

—He tenido muchas ideas lúcidas en todos estos años. No era la única en pensar con claridad. Muchos de mis viejos camaradas también pensaban como yo, y expresaron sus pensamientos en voz alta. La mayoría de ellos llevan muertos más de cincuenta años por tal razón.

—Estás hablando de los excesos de los años de Stalin —asintió Mishko—. Esta época es diferente.

—¿Sí? ¿Está Lefortovo vacía ahora? Bien, sí, es una época diferente, pero cuesta trabajo desprenderse de los viejos hábitos. Yo tenía un hijo que criar, Fedor Vissarionovich. No tenía padre, y no podía consentir que perdiera también a su madre. Mantuve la boca cerrada. No sentía ningún deseo de quedarme sentada en un campo durante treinta años, mientras Simyon crecía sin nadie que le cuidara. Aprendí a callar.

—Todos hemos aprendido, y por las mismas razones.

—Sin embargo, supongo que ahora no pasaré treinta años en los campos, ¿no es así? —sonrió—. Fedor Vissarionovich, no somos extraños. Tu padre me pidió que me casara con él en 1944, y si no le hubieran arrestado habría cuidado de ti como de mi propio hijo.

—Ojalá hubiera ocurrido —dijo Mishko, y era sincero.

—Entonces, ¿por qué no me hablas con franqueza? ¿Hay algo que queráis que haga?

—Quizás éste no sea el lugar adecuado para discutir el asunto… —dijo Milaktiev, incómodo.

—Oh, vamos, suéltalo, hombre —replicó ella, enfadada—. ¿No me has llamado vieja bolchevique? Bueno, lo soy. No soy una florecilla delicada que no puede sentir más que pena en el funeral de su único hijo. Él no querría eso de mí. ¿Por qué habríais de quererlo vosotros?

—Bien —dijo Mishko, mirando a su compañero—. El hecho es que algunos de nosotros tenemos ciertas proposiciones que hacer…

Sheranchuk vio cómo la anciana hablaba con los hombres del Comité Central, impaciente porque la ceremonia empezara. Una mujer vestida con un bonito vestido beige se le acercó.

—Soy la doctora Ajsmentova —anunció—. La hematóloga del Hospital número 6. Estaba a cargo de los análisis de sangre de usted y de todos los otros pacientes.

—Gracias por su trabajo —dijo amablemente Sheranchuk—. No la había reconocido sin la bata blanca.

—Pero yo le reconocí a usted, camarada Sheranchuk. He hecho lo posible por saber quién era para poder hablarle antes que le den de alta. Será mañana, ¿no?

—Eso espero —dijo Sheranchuk, alarmado—. ¿Hablarme de qué?

La mujer se pasó la lengua por los labios.

—Esperaba que su esposa le informaría de este asunto, pero creo que se ha marchado.

—La enviaron de regreso a su trabajo regular, sí. ¿De qué asunto habla?

—Verá… —reflexionó la doctora—. Realizo mi labor con mucho cuidado. No es suficiente ser técnicamente correcta. Según mi punto de vista, mi deber me obliga a advertir a mis pacientes sobre cualquier hecho inusitado que encuentre.

Sheranchuk empezaba a enfadarse con aquella meticulosa mujer.

—¿Y qué hechos ha descubierto sobre mí? —preguntó, con un tono más irónico de lo que pretendía.

—No sólo sobre usted, camarada Sheranchuk. Sobre su esposa y el chico, Boris Sheranchuk.

—¿Sí? —inquirió él, definitivamente irritado.

—Su sangre es del tipo O, camarada Sheranchuk. Su esposa es del tipo A. El chico, AB.

Se colocó las manos en la cintura cuando terminó de hablar, mirándole en silencio.

—La verdad, doctora Ajsmentova —protestó él—. No entiendo nada de esos asuntos. Si es peligroso para mi hijo…

Pero ella negó con la cabeza.

—No es peligroso para su salud, no, ése no es el caso. Tengo experiencia como testigo en este tipo de asuntos. En juicios de paternidad, por ejemplo, donde los grupos sanguíneos pueden identificar al padre de un hijo ilegítimo. Y le aseguro, camarada Sheranchuk, que si su esposa hubiera entablado un juicio de paternidad contra usted cuando nació el niño, usted no habría podido perderlo.

El funeral fue lo suficientemente largo para ser decente y lo bastante corto para que el segundo secretario no se encontrase más tarde con que había hecho declaraciones excesivamente entusiastas: diez minutos. Luego el féretro fue bajado a la fosa y los asistentes, uno a uno, echaron paladas de tierra. Luego aún, naturalmente, llegó la hora de retirarse y dejar que los sepultureros profesionales, que esperaban apoyados en sus palas, terminaran el trabajo.

Pero nadie quería marcharse hasta que lo hicieran los dos hombres del Comité Central, y éstos parecían no tener prisa. Dieron la mano a todo el mundo, besando a los miembros de la familia, intercambiando con ellos palabras amables. ¿No tenían nada mejor que hacer aquellos altos cargos del Partido?, se preguntó Sheranchuk, enfermo de vergüenza y rabia. Por supuesto, su ira no iba dirigida contra los dos hombres, y cuando le dieron la mano se las arregló para responder a sus preguntas sobre su salud, y hasta se sorprendió de que supieran su nombre.

—Pues claro, camarada Sheranchuk —sonrió Mishko, el mayor y más apuesto de los dos—. Hemos leído su declaración, y todas las relativas al accidente. ¡No tenemos más que alabanzas para su esfuerzo y su valor!

—Es demasiado pronto para hablar de condecoraciones —añadió cálidamente Milaktiev—, pero si alguien merece una, es usted.

Sheranchuk consiguió darles las gracias. Les miró lleno de perplejidad hasta que, más de media hora después de que el servicio terminara, el ministro Mishko miró su reloj y dijo, lo bastante claro para que todos pudieran oírle:

—Oh, pero si son ya casi las tres y tengo una cita en Gosplan a las tres y media…

—Y yo debo volver a mi despacho —añadió Milaktiev—. ¿Puedo llevar a alguno de ustedes? ¿No? Entonces permíteme que te deje en tu oficina, Fedor Vassilievich. ¡Espero que todos nos volvamos a ver en momentos más felices!

Los momentos más felices no habían llegado aún cuando Milaktiev regresó a su oficina. Saludó a su secretaria, abrió la puerta de su despacho privado y se detuvo, mirando la mesa.

En ella había un sobre grande, cuadrado, y alguien había escrito a mano:

A la atención personal de A. P. Milaktiev, exclusivamente.

Milaktiev dejó la puerta abierta, se acercó a la mesa y abrió el sobre, tras forcejear con el triple lacre. Miró el documento que había en el interior. No lo acompañaba ninguna carta. No constaba ningún nombre en él, ni en el sobre. No había nada que indicase de dónde procedía, pero lo que decía era muy claro. Proponía «Un Movimiento para la Renovación Socialista» y, aunque estaba escrito en un lenguaje formal y frío, el texto era sorprendente. Cada frase saltaba del papel:

Nuestro país ha alcanzado un límite más allá del cual amenaza un retraso insuperable… La URSS está a punto de convertirse en una de las naciones subdesarrolladas… Hay que combinar reformas políticas y económicas… Exigimos diferentes organizaciones políticas que compitan, controladas por el pueblo a través de elecciones libres… Debemos cumplir con principios tan fundamentales del Estado socialista como la libertad de expresión, prensa y reunión, la inmunidad personal, de correspondencia privada y de llamadas telefónicas, y la libertad de asociación…

Todo estaba allí, palabra por palabra.

Milaktiev leyó el documento, las diecisiete páginas escritas a máquina, mientras la secretaria le miraba con curiosidad a través de la puerta abierta. Después alzó la voz en un rugido:

—¡Margetta Ivanovna! ¿Qué es esta cosa? ¿De dónde ha venido?

Ella corrió nerviosa a su lado.

—La entregaron en mano. Un soldado. Dijo que era urgente y sólo para usted…

—¿Y no le preguntó su nombre? ¿No le hizo que mostrara ningún tipo de identificación? ¿Y si hubiera sido una bomba o algo infectado con una enfermedad mortal? ¿Le parece bien permitir que cualquier criminal entre aquí y deje lo que le venga en gana en mi despacho mientras estoy ausente y usted está a cargo de todo?

La secretaria rompió a llorar al minuto siguiente, no tanto por la violencia de las palabras sino por el terrible contraste que había con sus maneras habitualmente amables. Bueno, pensó él, ya volvería a ser cortés con ella en cualquier otra ocasión. Lo importante era que se diera cuenta de que estaba completamente sorprendido, incluso indignado por el hecho de que aquel documento subversivo hubiera aparecido de la nada… Porque, cuando empezaran a investigar quién lo había mandado, el último lugar donde mirarían sería entre aquellos que habían recibido una copia de un extraño.

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