Chernobyl

Chernobyl


1. Viernes, 25 de abril, 1986.

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—La popularidad no es lo que importa —dijo el director, de mal humor—. ¿Ha oído, Smin? ¿Qué cree que nos han dicho los de Kiev ahora? La red de suministro necesita nuestra energía; no podemos desconectar hoy.

—Ya veo —dijo Smin, comprendiendo. El experimento sólo podía llevarse a cabo cuando uno de los reactores dejara de funcionar—. ¿Y los observadores?

—El camarada Varazin se encargará de ellos —dijo el director, mirando al ingeniero jefe—. Acaba de ofrecerse voluntario.

—Ya veremos cómo —dijo sombrío el ingeniero jefe—. Tal vez mañana pueda enseñarles las cámaras del reactor. Ninguno de ellos es experto en la materia; todo les parece interesante.

—Estoy seguro de que les gustará —dijo Smin, satisfecho de saber que, al menos, no tendría que renunciar a su fin de semana—. Quizás ahora podremos cumplir nuestras previsiones del mes de abril —añadió con una sonrisa.

El director Zaglodin le miró en tono especulativo y se permitió devolverle la sonrisa.

—Quizás ahora —corrigió— podré tomar mi avión. ¿Hay algo que le gustaría que le trajera de Moscú? Aunque no creo que tenga tiempo, en realidad, para ir de compras —añadió rápidamente, en caso de que Smin intentara sorprenderle y le pidiese algo.

—Mi esposa seguro que tiene una lista, camarada director —dijo Smin, de buen humor—, pero no está aquí. ¿Órdenes para mí en su ausencia?

Naturalmente que las había.

—La fábrica de cemento ha enviado ya quinientas toneladas para la base del reactor número cinco. Bien, naturalmente no estamos preparados, y también sospecho que el cemento no alcanza la calidad necesaria. Véalo, Smin.

—Por supuesto, camarada director.

Smin captó la mirada comprensiva de Jrenov. No se molestó en comentar. Todos ellos sabían que aquello significaba que Smin tenía ahora la responsabilidad de, o bien aceptar el cemento de baja calidad, o bien retrasar la instalación del nuevo reactor, lo cual se convertiría en la típica situación que no beneficiaría a nadie. ¡Qué suerte tenía el director Zaglodin de poder ir de caza aquel fin de semana a las afueras de Moscú, con otros altos cargos!

—Y además hay lo de su hombre, lo de Sheranchuk —gruñó el director.

—He visto que estaba hablando con ustedes —dijo Smin con cautela—. ¿Qué quería?

—¿Qué es lo que quiere siempre? No está satisfecho con nuestra central, Smin. Quiere comprobar todas las válvulas de nuevo.

Smin asintió. Era un hecho aceptado que Sheranchuk, el ingeniero hidráulico, era su protegido personal, lo cual quería decir que el director tenía el derecho, que utilizaba, de echar la culpa a Smin cada vez que el ingeniero le molestaba.

—Si piensa eso probablemente tenga razón. ¿Por qué no se le permite?

—¿Por qué no le dejamos desmantelar toda la planta y construir una nueva? —gruñó el director. Luego se calmó—. Quedará usted a cargo de todo mientras estoy en Moscú. Haga lo que quiera.

—Naturalmente —dijo Smin, sin señalar que en las cuestiones relativas a la dirección de la central siempre lo hacía.

El director era, en realidad, el superior de Smin sólo nominalmente. Aquélla era otra de las normas de Gorbachov: poner al hombre que realmente hacía el trabajo en segundo lugar, para que pudiese realizarlo, mientras que el presunto jefe de la empresa quedaba libre para entretener a los dignatarios visitantes, representar a la organización en reuniones formales, asistir a recepciones; en resumen, ser la cabeza visible. Sólo que este director en particular pretendía que Smin llevara incluso a los grupos de yemeníes de excursión por la planta.

—También hay un partido de fútbol mañana —dijo Jrenov, observando a Smin.

El director alzó la cabeza orgullosamente. Era un hombre pequeño, como un gorrión. No le faltaba más que la barbita puntiaguda para parecerse a la estatua de Lenin que había en el patio de la central. Sin duda era consciente de ello, pues incluso posaba exactamente como Lenin posaba en todas sus estatuas y retratos: ansioso, con la barbilla hacia adelante, los brazos medio extendidos para atrapar algo…, fuera lo que fuese lo que Lenin quiso siempre atrapar. Posiblemente el mundo. Tal vez, pensó Smin, eso era lo que el director quería también en el fondo, en cuyo caso no era probable que lo consiguiera desde su actual posición como mera cabeza representativa de una central nuclear.

—Así que —sonrió Zaglodin—, ¿quiere que dispense a su mejor delantero del turno de noche para que salga a jugar descansado? ¿Por qué no, Jrenov? De todas formas, tendrá que pedírselo a Smin, ya que yo me marcho. —Entonces, por fin, recordó a los visitantes de aquella tarde—. ¿Cómo le fue con los yemeníes? —preguntó.

Smin se encogió de hombros.

—Preguntaron por el artículo de Luba Kovalevska. También preguntaron por Kyshtym.

—¡No pasó nada en Kyshtym! —dijo severamente el director—. Y es por Kovalevska y sus deslealtades por lo que voy a Moscú, para asegurar a nuestros superiores que aquí, después de todo, no somos completamente incompetentes. —Miró a Smin—. Espero que eso sea cierto —añadió.

Antes de despedirse, el jefe de Personal invitó a Smin a tomar con él un baño de vapor en las instalaciones de la central, pero Smin rehusó la oferta.

—Será mejor que vuelva a mi oficina —dijo—. ¿Quién sabe lo que se puede haber estropeado mientras escoltaba a los árabes?

Descubrió que no había sucedido nada. Sin embargo, vio otro centímetro de papeles añadidos al grueso fajo colocado sobre su escritorio, papeles que Paraska había traído mientras él perdía el tiempo con los yemeníes. No parecía haber en el nuevo fajo algo más urgente que cualquiera de las otras cosas urgentes que esperaban su atención, pero los papeles no se iban a firmar solos.

—¡Paraska! ¡Una taza de té, por favor! —pidió, y empezó a reducir el nivel del fajo poco a poco.

Aceptaciones de pedidos de acero estructural, repuestos, cables a prueba de incendios, ladrillos, tejas, partes de generadores, vidrio, cristales reforzados, material de fontanería, componentes de tejados. Había cartas de los suministradores lamentando que, excepcionalmente, los pedidos no podrían ser servidos en las fechas especificadas, pero que no se escatimarían esfuerzos para enviarlos dentro de un mes, de tres meses, o más tarde. Directrices jerárquicas que recordaban las decisiones del 27º Congreso del Partido para incrementar la producción, y gráficas de producción de los suministradores para mostrar con cuánta urgencia se necesitaba el incremento. Informes sobre ausencias y retrasos, procedentes de la sección de Jrenov…, no demasiado malos, advirtió Smin con cierta satisfacción: la central nuclear de Chernobyl era, en aquel aspecto, una de las mejores de la Unión Soviética. Y también en la mayoría de los otros aspectos. Encontró un pequeño vale que excusaba a Vladimir Ponomorenko de sus deberes en el turno de las cuatro en la brigada de construcción del reactor número cinco, y lo firmó con una sonrisa. Los Ponomorenko estarían todos muy ocupados entrenándose para el partido del día siguiente y, a fin de cuentas, no venía mal hacer un pequeño favor de vez en cuando a la sección de Jrenov.

El té se le enfrió, pero al menos consiguió despachar casi una décima parte de los papeles. Miró por encima los que quedaban. Seguía sin haber nada en ellos que los hiciera más urgentes que los demás. Se reclinó en su asiento, pensando en el fin de semana. Con algo de suerte, él y su esposa podrían pasar un poco de tiempo en la parcela, veinticinco kilómetros al norte, donde su dacha se iba haciendo realidad desde casi un año antes. ¡Qué hermosa sería cuando estuviera terminada! Era abril, casi primeros de mayo; en julio estarían montadas las puertas y las ventanas, y en agosto podrían ocupar casi con toda seguridad una de las habitaciones. En otoño pasarían allí los fines de semana, y los patos de las marismas del Pripyat aprenderían que Simyon Smin sabía usar una carabina.

Encendió pensativo un Marlboro y se quedó mirando uno de los dibujos que tenía sobre la mesa. Procedía de un número atrasado de la revista de humor

Krokodil, mostraba un tornillo del tamaño de un vagón de tren y una tuerca tan grande como una casa de pisos saliendo de una fábrica cuyo rótulo decía:

Estrella Roja Tornillos y Tuercas Número 1; y el pie rezaba: «¡Y así, de un solo paso, cumplimos nuestro plan!» Smin apreció que no era una pulla del todo injusta sobre los usos industriales soviéticos.

Su jornada casi había terminado, e incluso pensó que llegaría a casa puntual. Cogió el teléfono y llamó a su esposa para decírselo, pero Selena Smin tenía otras noticias.

—No vamos a ir a la dacha. Tu madre ha llamado —dijo ella—. Quiere que vayamos a cenar esta noche. Dice que no fuiste a verla anoche, y que al menos deberías ir hoy. ¿Sabes lo que quiere decir?

Smin gruñó. Lo sabía, aunque no quería precisamente expresarlo por teléfono.

—¡Pues eso significa que habrá que conducir hasta Kiev y volver! —exclamó, pensando en los ciento treinta kilómetros que suponía cada trayecto.

—No, podemos quedarnos allí. Haré unas cuantas compras en Kiev mañana por la mañana —dijo ella—. Tal vez podamos visitar la dacha el domingo. Oh, tu madre también dijo que tenía una sorpresa para ti.

—¿Qué sorpresa?

—Dijo que preguntarías eso. Y que te contestase que si te explicaba en qué consistía la sorpresa, ya no sería sorpresa; pero que es una

gran sorpresa.

Smin claudicó. Cuando colgó, llamó a su secretaria.

—Necesitaré el coche esta noche, pero conduciré yo mismo. Dígale a Chernavze que lo traiga y se asegure que el depósito está lleno, y que luego puede marcharse a casa.

Tenía otra cosa que hacer antes de marcharse. De alguna manera, era también dar ejemplo: debía visitar los baños de la central. Se cambió en el vestíbulo y, cogiendo una sábana y una toalla del mostrador, se dirigió a las duchas.

Siempre había habido duchas en Chernobyl, porque los hombres que trabajaban con sustancias radiactivas las necesitaban. Pero estos cuartos de baño no sólo eran nuevos, eran creación de Smin. Las losas de pizarra para que los hombres se recostaran, las duchas, las jaboneras…, todo era de Smin. Entró en una de ellas, abrió el agua y se enjabonó. Se quedó tendido, desnudo, con la cicatriz vidriosa a la vista de cualquiera. Pero estaba solo en la sala de duchas. Cerró los ojos, escuchando los grititos y chillidos del baño de las mujeres, al otro lado de la pared… Algunas trabajadoras jugueteaban y se zambullían en su piscina. Se preguntó si apreciaban las lujosas instalaciones que les había proporcionado. Aunque, después de todo, lo hicieran o no, ¿qué diferencia había? Las atenciones especiales repercutían en el buen mantenimiento de la central, y la central era lo importante.

Cuando se hubo secado, se envolvió los hombros con la sábana y se dirigió a la sauna. Era casi la hora del cambio de turno. Había ocho o nueve hombres en la sauna. Cuatro jóvenes fornidos se pasaban una toalla hecha un bulto de uno a otro; uno la dejó caer y se la pasó a otro de una patada; el último la recogió e hizo un gesto con la cabeza a Smin, disculpándose.

—Hagan como si yo no estuviera —dijo Smin, reconociéndoles—. Cumplan como es debido en el partido de mañana.

—Cuente con ello, camarada director técnico —dijo el delantero Vladimir Ponomorenko, el «Otoño» de los cuatro jugadores, parientes entre sí, a quienes llamaban las Cuatro Estaciones.

Eran dos grupos de hermanos, cuyos padres también eran hermanos; todos tenían el mismo apellido: Ponomorenko. Arkady era «Primavera», un muchacho delgado y tímido, de veintitrés años, que acababa de salir del Ejército, trabajaba como ajustador en el departamento de Sheranchuk y en el terreno de juego era una tromba. Vassili, «Verano», era bombero; Vyacheslav, «Invierno», maquinista. Todos estaban en el turno de noche excepto «Otoño», Vladimir, el delantero.

—¿Así que mañana estarán en plena forma? —preguntó Smin mientras escudriñaba entre el vapor en busca de un sitio vacante.

Nunca estaba completamente seguro de a cuál de las Cuatro Estaciones hablaba. Todos eran hombres fuertes y morenos, de estatura media, que no llegaban a los treinta años. Primavera era el rápido, Otoño el musculoso, recordó Smin; pero, ¿y los otros dos?

—Eso es, camarada director técnico —dijo uno de ellos—. ¿Estará usted allí?

—Por supuesto —dijo Smin, y se sorprendió al darse cuenta de que, después de todo, podría estar: confiaba en que no se quedarían en Kiev todo el día, y el partido se celebraba a última hora de la tarde para que los jugadores del turno de noche pudieran dormir un poco.

Un hombre sentado en el banco junto a él se quitó la toalla de la cara y resultó ser Jrenov, el jefe de la Primera Sección.

—Basta de vapor, camaradas futbolistas —dijo afablemente—. ¡Ahora duchas frías, y luego a practicar! —Se dirigió a Smin—: Gracias por librar a Otoño del turno.

—¿Por qué no?

Smin se encogió de hombros. Las ausencias de los futbolistas para entrenar se aprobaban siempre, pues una de las directrices de Moscú alentaba el deporte. La central de Chernobyl no era ajena a ello. En algunos lugares, de hecho, era práctica común dar a los atletas destacados empleos cómodos en los que no necesitaban trabajar.

No es que a Smin le gustara, naturalmente, pero en aquello estaba dispuesto a hacer concesiones, ya que rehusaba tantas otras cosas. Se movió para pasar junto a Jrenov, y la toalla se le cayó del hombro.

Jrenov no se apartó. Hizo una cosa muy en su estilo, pensó Smin. Cuando la toalla no le cubría, en el baño, la mayoría de los presentes, invariablemente, miraba para otro lado. Jrenov no. El jefe de la Primera Sección extendió la mano y tocó pensativo la línea de la cicatriz que Smin tenía en la parte trasera del cuello, como un coleccionista de arte que apreciara la pátina de un bronce antiguo. No dijo nada, pero esto entraba también en su estilo. Estudiaba la cicatriz cuidadosamente cada vez que la veía, aunque Smin estaba seguro de que sabía no sólo sus dimensiones exactas, sino también el modelo y el número de serie del carro de combate en llamas donde la había adquirido. Jrenov era un hombre bajo, aún más bajo que Smin, y no tan fornido. Sin embargo, a Smin no le habría gustado pelear con él. Jrenov almacenaba una gran carga de energía y vigor.

Miró a Smin con ojos inescrutables y luego le dio las gracias y se marchó en pos de los jóvenes.

Smin se sentó y cerró los ojos, inhalando el vapor cautelosamente por la boca. Permaneció allí, con la mente en blanco, hasta que oyó que alguien mencionaba su nombre. Cuando abrió los ojos, vio que era su ingeniero hidráulico.

—Buenas tardes, camarada fontanero Sheranchuk —dijo Smin—. ¿Cómo van tus válvulas? ¿Es verdad que pretendes revisar todas las conexiones de la central?

—De momento sólo unas pocas, camarada director técnico Smin —dijo Sheranchuk gravemente.

—Sí, claro. Las demás ya las has renovado —se burló Smin.

Sheranchuk era la última adición al equipo directivo de Chernobyl; un ucraniano velludo y pelirrojo, rescatado de una vieja central térmica a punto de ser cerrada, que ahora se encargaba, agradecido, de todos los problemas de conducción de agua en Chernobyl. Problemas había habido muchos: todas las válvulas salieron de fábrica con sólo una remota aproximación a las dimensiones requeridas, y Sheranchuk había tenido que rehacerlas.

El ingeniero dudó, y luego miró la puerta por la que acababa de salir Jrenov.

—Le supongo enterado de que el director Zaglodin ordenó que esta tarde desconectaran el sistema de bombeo automático.

Smin frunció el ceño. No lo sabía.

—Sí, por supuesto —dijo—, para preparar nuestro experimento. Ya que ha sido pospuesto, el jefe del turno lo volverá a conectar.

—Eso supongo. Lamento lo de esta tarde, Smin.

—¿Por qué? Nuestro director a veces me saca de quicio a mí también. Lo importante es que hagas tu trabajo.

—Vendré mañana y lo verificaré una vez más —prometió Sheranchuk.

Smin asintió.

—Así estaremos en condiciones para el Primero de Mayo —dijo, y añadió—: Pienso que, en general, lo has hecho bien.

Sintió que el aire resecaba sus labios mientras hablaba. Uno de los hombres había estado de nuevo vertiendo agua sobre la cerámica caliente y el vapor volvía la sauna opresiva.

Smin ajustó la gruesa sábana en torno a sus hombros y trató de pensar en algo que alegrase al ingeniero. ¿Un chiste? Sí, claro. El que le había contado por la mañana uno de los hombres de las turbinas.

—Dime, Sheranchuk, ¿te gustan los chistes de Radio Armenia? Ahí va uno. Alguien llama a Radio Armenia y pregunta: «¿Cuál fue la primera democracia popular?»

—¿Y cuál es la respuesta? —preguntó Sheranchuk, sonriendo ya.

—Cuando Dios creó a Adán y Eva y le dijo a Adán: «Ahora, elige libremente a tu esposa».

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