Chernobyl

Chernobyl


3. Viernes, 25 de abril.

Página 6 de 51

3

Viernes, 25 de abril.

La madre de Sim, que es viuda casi desde que Smin nació, vive en un apartamento de cuatro habitaciones en las afueras de Kiev, lo que provoca muchos comentarios por parte de sus vecinos. En la Unión Soviética, las disposiciones oficiales permiten nueve metros cuadrados por persona, y aquella anciana, que ni siquiera trabaja, ocupa casi cuarenta. Es verdad que la vieja Aftasia Smin pertenece al Partido desde su fundación, pero también es verdad que no ha tomado parte activa en la política durante muchos años. Así que los comentarios de los vecinos no versan sobre la condición de Aftasia como veterana de la Guerra Civil, sino acerca de los verdaderos motivos por los que dispone de un apartamento de tales características. Se debe, simplemente, según dicen, a que su hijo ocupa un alto cargo; y en esto tienen razón.

Cuando Smin llegó al piso de su madre, descubrió que la sorpresa era auténtica. Se trataba de dos americanos, un hombre y su esposa.

El joven Vassili Smin, que había pasado dos horas quejándose ante la perspectiva de tener que dormir otra vez en el viejo catre militar plegable de

babushka, dejó de quejarse cuando vio al americano y a su joven, alta y rubia esposa, que vestía pantalones amarillo canario, y el reloj digital que indicaba la hora no sólo de Kiev, sino también de Los Angeles. Smin notó que su hijo acababa de enamorarse. Sólo esperaba que no se ofreciera a comprar el reloj al americano, que resultó ser su primo segundo.

—¿Te acuerdas de lo que te contaba sobre mi primo Yerim, que se marchó a América en 1923? —graznó la madre de Smin—. ¡Éste es su nieto! ¡Y ésta su esposa! ¡Hace películas de televisión sobre un negro!

El nombre del primo segundo no era Yerim Skazchenko ni nada que se le pareciese, sino Dean Garfield, pero seguía siendo un familiar, lo suficiente como para haber traído regalos para todo el mundo, aunque cuando salió de Los Angeles no sabía si llegaría a encontrar a algún pariente a quien entregarlos. Los regalos, por tanto, eran de todo tipo. Había un pisacorbatas de plata con la Estatua de la Libertad para Smin, un jersey de cachemira para su esposa (era una lástima que le quedara un poco estrecho, pero aparentemente había sido diseñado para una figura americana), una calculadora de bolsillo para Vassili, una caja de bombones rellenos de licor para todo el mundo, e incluso una maravillosa y gruesa bufanda de seda para Aftasia. Lo mejor de todo era una remesa completa de cintas de vídeo para la familia que no contenían simplemente los típicos filmes americanos que otros también podían tener, sino copias del programa de televisión que Garfield había producido. «El número tres en audiencia», como él mismo anunció modestamente.

Lo que hizo difícil la conversación fue que Garfield sólo hablaba inglés y su esposa sólo inglés y un poco de español. Ninguno sabía una palabra de ruso, ucraniano, francés o alemán, como Smin. Y los dos años de inglés de Vassili no bastaban para entender ni la mitad de lo que decían Dean Garfield y su esposa Candace.

La madre de Smin se había encargado de resolver el problema. Aftasia había invitado a una pareja de jóvenes ucranianos apellidados Didchuk que vivían en el piso de abajo y enseñaban inglés en una de las escuelas locales. Smin notó que ambos se hallaban un poco cohibidos en presencia de un miembro del Partido que conducía un Chaika negro con luces antiniebla amarillas, por no mencionar a dos americanos de verdad, y decidió ser amable con ellos. Mientras la joven ayudaba a Vassili con sus excitadas preguntas a los apuestos primos americanos, Smin charloteó con el hombre sobre las ventajas del Chaika sobre el Zhiguli, que apreciaba, el Moskvich (sí, un coche hermoso, pero costaba mucho mantenerlo) y el Volga, que era en algunos aspectos, según declaró, mucho mejor que el suyo propio. El maestro escuchó atento, y humildemente pidió la opinión de Smin sobre el Zaparozhets, que él y su esposa habían pensado comprar dentro de un año o dos. El Zaparozhets era el coche más barato fabricado en la URSS, pero Smin tuvo palabras de elogio también para él. Después de todo, le recordó al hombre, estaba fabricado en Ucrania y era muy rentable.

—Sólo asegúrese de que lo sacan de fábrica a primeros de mes, antes de que estalle la tormenta de la prisa —dijo.

El maestro asintió agradecido ante el consejo, aunque éste no era necesario. Después de todo, ¿qué ciudadano no conocía al dedillo todos los detalles de cada uno de los coches soviéticos, incluso si su esperanza de poseer uno algún día se proyectara al siglo XXI?

En cualquier caso, Didchuk descubrió que Smin había dejado de prestarle atención. Éste se había quedado mirando a su esposa, y había una media sonrisa en su cara.

Y es que, desde que Selena Smin puso su vista en aquella rubia, diosa californiana, había aprovechado la primera ocasión para desaparecer en el diminuto cuarto de baño. Cuando regresó, sus párpados eran más oscuros, sus labios más rojos e incluso se había echado unas gotas del perfume que Smin le había traído de su último viaje a Viena. Con afecto, Smin advirtió que su esposa había decidido demostrar de una vez por todas a aquellos americanos que las mujeres soviéticas no llevaban necesariamente dientes postizos de acero ni vello en las axilas. Le complació observar que, aunque Dean Garfield no pareció notar ninguna diferencia, su bella esposa lo hizo inmediatamente.

Garfield escuchaba atentamente los intentos de Vassili por lidiar con el inglés. Cuando Smin logró captar unas palabras de lo que su hijo decía, frunció el ceño.

—Discúlpeme —le dijo al profesor, y se dirigió al chico—: ¿Vassili? No entiendo el inglés, pero reconozco palabras como «neutrón» y «uranio». ¿Qué les estás contando a nuestros amigos americanos?

El chico se sonrojó.

—Sólo les explicaba qué es lo que haces, padre.

—Sí, que estoy a cargo de una central nuclear, claro. ¿Pero qué más les estás diciendo?

—Oh, nuestro primo Garfield no comprendía cómo es posible controlar una reacción nuclear, así que le he explicado lo que tú me enseñaste: que aunque la mayoría de los neutrones son liberados de una vez, unos pocos duran una fracción de segundo más, y es por ello que hay tiempo de ajustar la velocidad de la reacción. Lo que tú me dijiste, padre. ¿Lo he hecho bien?

—Quizá demasiado bien —dijo Smin secamente—. No creo que a Gorodot Jrenov le gustase saber que explicas cuestiones nucleares a los americanos. Ve a ayudar a tu abuela, por favor; está preparando la cena.

Así que Vassili se encargó de juntar dos mesas y disponer las sillas alrededor, y la joven señora Didchuk de ayudar a la formidable anciana a servir la comida. En unos minutos todos estuvieron sentados, de una forma o de otra, charlando aún.

Smin se preguntó qué estarían pensando los americanos. La mujer, después de todo, era muy hermosa. Parecía exactamente una de esas estrellas de las películas occidentales, con sus dientes perfectos y el tipo de una jovencita… Bueno, eso era exactamente: una estrella de cine. De Hollywood. No había duda de que vivía en una de aquellas mansiones de ocho o nueve habitaciones que colgaban de la falda de una montaña y se asomaban al océano, y tenía, sin duda, piscina en el jardín trasero y dos o tres cochazos americanos en el garaje. ¿Qué estaría pensando del apartamento de su madre con las finas alfombras peladas, su mobiliario cascado, sus paredes con la pintura descascarillada en las esquinas?

Con resignación, supuso que antes de que pasara mucho tiempo su esposa volvería sobre el tema. Llevaba años echándole en cara el departamento «estilo Kruschev» de su madre, edificado a toda velocidad hacía treinta años y que se venía abajo progresivamente desde entonces, ¡y que ni siquiera tenía teléfono! «

Debes darte cuenta, Simyon —le diría otra vez pacientemente—, de que ocupas una posición importante. Debes vivir de acuerdo con ella. No al estilo Breznev, por supuesto; eso no. Pero con dignidad, incluso en el apartamento de tu madre, ya que lo usamos a menudo.» Y no tendría sentido decirle —¡otra vez!— que su madre vivía así por propia elección, porque ella simplemente señalaría que los ancianos no siempre saben lo que es mejor para ellos.

Smin se preguntó si merecería la pena intentar atajar algunas de las observaciones de su esposa explicando a los americanos qué clase de mujer era su madre. Parecía tarea difícil, especialmente con la vieja Aftasia sentada allí delante y escuchando cada palabra. En cualquier caso, la conversación se desarrollaba bien sin aquello. Garfield, a través de la señora Didchuk, estaba explicando al grupo por qué habían decidido que era mejor vivir en Beverly Hills que en Brentwood, aunque por supuesto Beverly Hills era mucho más caro.

A mitad de la conversación, Garfield se interrumpió y miró más de cerca lo que Aftasia Smin había puesto en la mesa. Entonces sonrió y habló rápidamente a su esposa, quien se echó a reír y replicó. Los dos, obviamente, discutían sobre la comida.

—¿Qué están diciendo? —preguntó Smin al maestro.

Didchuk parecía cohibido.

—Es gracioso, pero la señora Garfield dice… —Dudó—. Bueno, ha mencionado que le sorprende que no haya col en la mesa.

Smin rió.

—Dígale, por favor, que las coles y mi madre no congenian. ¿Eso era todo?

—Oh, no. —El maestro hizo una pausa, obviamente buscando las palabras más adecuadas—. El señor Garfield le estaba explicando a su esposa qué son estos platos. Dice que ésas son hierbas amargas y que los bizcochos son lo que él llama «matzos» y que, discúlpeme, no sé la palabra, se trata de una comida de…

¿Pas-tua?

—Oh, mi madre ha vuelto a hacer de las suyas —suspiró Smin—. Estamos en una festividad judía… ¿Qué es, la segunda noche de Pascua? Por favor, dígale que no somos religiosos, pero mi madre…

—¡No le diga nada de eso! —exclamó su madre, poniendo sobre la mesa una gran fuente de sopa—. Aunque no sepa hebreo, nuestro primo de América es judío. ¡Se lo pregunté!

Pero descubrieron, después de un rato de charla, que, aunque a Dean Garfield le gustaba el ritual de la Pascua, no era más practicante que Smin. En realidad, dijo que era algo llamado «un unitario», que su esposa había sido «metodista» y que buscaron una «escuela dominical» para enviar a sus hijos. Y entonces la madre de Smin quiso saberlo todo sobre éstos.

El caldo de pollo estaba excelente. (La madre de Smin había hecho cola una hora para conseguirlo.) En seguida empezó la comida: champiñones cocidos en crema agria, servidos en cuencos individuales; la carne del pollo con que se había hecho la sopa; pasteles de carne; esturión en jalea; a continuación, compota de fruta y pastelitos rellenos. Al principio, los maestros no comieron mucho, por timidez, pero había también vino de Georgia y brandy armenio, y vodka helado. Después del brandy, y antes del vodka, los maestros estaban atiborrándose y los americanos, aunque comieron muy poco, lo alababan todo inmensamente y bebían bastante para demostrarlo. Incluso elogiaron los manteles de la madre de Smin, superpuestos para cubrir las dos mesas dispares, y no comentaron la curiosa colección de sillas de cocina, sillones y otros asientos que daban acomodo a las ocho personas. Obviamente disfrutaban impresionando a sus parientes, y a los otros, con su prosperidad y la alta audiencia del programa televisivo de Garfield, pero la verdad era que a éste también le había impresionado su primo segundo.

—¡Director de una central nuclear! —dijo a través de la intérprete—. Eso es un trabajo muy importante.

—Es el más importante de toda Ucrania —proclamó la madre de Smin llena de orgullo.

Smin tuvo que matizar.

—Mucha gente se sorprendería al oír eso —dijo, y entonces, para los americanos, explicó cómo era Chernobyl: cuatro mil millones de vatios de electricidad extraídos de la potencia, impoluta y sin humo, de fisionar dióxido de uranio; suficientes para el suministro de una ciudad entera o de toda una comarca industrial.

Resultó que el primo americano tenía algunas ideas sobre energía nuclear. Habló de San Onofre y la Isla de las Tres Millas, de terremotos y del Síndrome de China, de niños con defectos de nacimiento y de futuras leucemias. Los maestros tradujeron con presteza, aunque tenían que consultarse frecuentemente entre sí algunos términos.

—Sí —intervino ansiosamente Vassili, casi cayéndose del asiento; como era el más joven, le habían sentado en un taburete con almohadas encima—, pero nuestros reactores son diferentes. ¡Hubo un informe en una revista científica, lo leí en la escuela, que decía que en la Unión Soviética los problemas de seguridad nuclear han sido resueltos!

—No, no —dijo Smin suavemente—, no

resueltos. Una cosa así nunca está

resuelta. Es cierto que conocemos las soluciones y las incorporamos a nuestra práctica diaria, pero toda solución tiene que ser aplicada una y otra vez, cada minuto. Perdonadme…, no tengo nada contra las prácticas americanas…

Esperó pacientemente la traducción.

—Adelante —dijo sonriendo el primo americano cuando le llegó el turno. Y añadió algo que hizo que Didchuk tartamudeara al traducir—: Yo mismo detesto a esos bastardos.

Smin se quedó un poco sorprendido, pero continuó:

—En América, es el factor humano el que causa los accidentes. Recordad Idaho Falls, en 1961, donde las barras de control fueron retiradas por error y murieron tres personas. En nuestro reactor, las barras son insertadas automáticamente si algo va mal. En Brown’s Ferry, en Alabama, en 1975, un hombre buscaba fugas de gas en el escudo. ¡Para encontrarlas usó una vela encendida! Le prendió fuego al aislamiento y la mayoría de los sistemas de seguridad fallaron porque perdieron energía… Fue una catástrofe casi total. En la planta de Sequoia, en Tennessee, en 1981, más de un cuarto de millón de litros de líquido radioactivo escaparon. Hace sólo unos meses, en Gore, Oklahoma, alguien calentó un contenedor de combustible nuclear y provocó una explosión que mató a un trabajador e hirió a cien más. Y la Isla de las Tres Millas… Bueno, todo el mundo sabe que allí se produjo una fusión del núcleo casi completa. Lograron detenerla a sólo unos minutos del desastre.

—Sí, exactamente —asintió Garfield—. Da miedo.

—Pero todos ésos son errores humanos, primo Dean. Nosotros no permitimos que ocurran. Nuestros trabajadores no sólo están altamente entrenados —Smin tragó saliva, recordando el artículo de

Literaturnaya Ukraina aunque era poco probable que Dean Garfield lo hubiera visto—, también se les enseña a mantener la vigilancia todo el tiempo. No se les deja trabajar si no se encuentran bien. ¿Es cierto, primo Dean, que en América a veces los operadores encargados del reactor consumen drogas en el trabajo?

—Eso he oído, sí —concedió Garfield—. Aunque creo que eran sólo guardias de seguridad, o tal vez obreros, no técnicos. ¿No tenéis hierba por aquí?

El maestro tuvo que hacerse repetir la palabra y por fin la tradujo por «marihuana». Smin negó con la cabeza.

—Pero supongo que alguno beberá un poco de vez en cuando, ¿no? —dijo sonriendo el americano.

—¡Nunca! —declaró Smin—. ¡Ningún ciudadano soviético bebe un poco! Bebemos mucho… ¡Pásame el vaso!

Aunque Smin no bebía nada, ni siquiera vino, hubo de sobra para los demás, e incluso los dos maestros estaban colorados y sonrientes. La madre de Smin repetía una y otra vez que la carta de América les había llegado aquella misma mañana, y que había telefoneado de inmediato al hotel y enviado un coche a que recogiera a los visitantes. Vassili Smin explicó en detalle la gran importancia del trabajo de su padre, y cómo él mismo sería algún día ingeniero nuclear… o quizá piloto de helicóptero, como su hermano mayor Nikolai, que ahora era teniente (aunque nadie mencionó en qué país estaba exactamente). Los americanos dijeron lo mucho que les había impresionado Moscú (una ciudad inmensa, como un gran monumento) y Leningrado (sí, desde luego, muy apropiadamente llamada la Venecia del Norte) y cómo aquella velada era lo mejor del viaje, y todos estuvieron de acuerdo en lamentar que el contacto se hubiera establecido tan tarde, ya que los Garfield tenían previsto salir para Tiblisi por la mañana. En la atmósfera relajada y amistosa, Didchuk se atrevió a contar un par de chistes soviéticos, con el ojo puesto en Smin para asegurarse de que no era indiscreto, incluyendo el de Radio Armenia que explica la definición de un trío de cuerda (un cuarteto soviético que ha regresado de una gira por Occidente), y Dean Garfield respondió con uno sobre las azafatas de Aeroflot. (En América las azafatas decían: «¿Café, té o yo?», y en Aeroflot decían: «¿Vino blanco, zumo de cereza o vete a una esquina, camarada, y háztela tú mismo?».) Pero el chiste, aparte de requerir muchas y agitadas consultas sobre la traducción, hizo que la mujer del maestro se sonrojase.

Smin echó una mirada a su reloj. Eran más de las diez y todavía estaban sentados alrededor de la mesa. Después de todo, pensó aliviado, había pasado tres o cuatro horas lejos de los problemas de la central nuclear. Recordó con divertida simpatía (más simpatía que diversión) al ingeniero jefe y al jefe de Personal, que aún estarían intentando quitarse de encima a los observadores que no tenían ya ningún experimento que presenciar. No por primera vez, se dijo que la anticuada forma de vivir de su madre era a veces una ventaja. Si hubiera habido teléfono en la casa, habría llamado a la central. Ya que no lo había, podía relajarse.

Ni siquiera fue difícil sostener la conversación. Tras explicarle América a su familia soviética, Dean Garfield le estaba explicando ahora la Unión Soviética. Ya habían visitado Leningrado y Moscú. Incluso habían conseguido entradas para el único recital de piano que el famoso emigrado Vladimir Horowitz había ofrecido en Moscú unos días antes. Smin casi se sintió un poco molesto por esto. ¿Cuántos ciudadanos soviéticos habrían cedido un mes de sueldo por conseguir entradas? Pero, naturalmente, se daba prioridad a los turistas…, quienes podían, después de todo, oírle en América tantas veces como quisieran. En Kiev habían visto varias catedrales del siglo X, y los huesos de los monjes en las catacumbas de Lavra, y la Gran Puerta de Oro que Moussorgsky había hecho famosa con sus

Cuadros de una exposición; de hecho, se alojaban en el flamante Hotel de la Gran Puerta, justo al otro lado de la Puerta misma, en la calle Jreschatik.

Garfield tenía anécdotas graciosas que contar sobre su viaje.

—Entonces la guía nos mostró el viaducto que conduce a las playas, ¿sabes?, el que cruza el río en Kiev. Y le dije que en Nueva York no sólo tenemos viaductos para ir a las islas del río, sino también teleféricos. Entonces nos enseñó ese Arco Iris que conmemora, ¿qué es?, la unión de Rusia y Ucrania, y le dije que tenemos uno exactamente igual en San Luis, el Gateway Arch, sólo que mide doscientos metros de altura y tiene unas cabinas que te llevan a la cima.

—Sí, todo es más grande en América —intervino secamente Aftasia—. ¿No os coméis la compota? ¿No os gusta?

Entonces el hijo de Smin, envalentonándose en su práctica del inglés, empezó a hablarles de los cuatro grandes futbolistas del equipo central de Chernobyl, las Cuatro Estaciones, y Dean Garfield respondió con historias sobre su propio equipo, llamado al parecer Las Cabras de Los Angeles, según Didchuk, aunque Smin no pudo creer que el nombre fuera correcto.

Smin bostezó mientras su hijo seguía explicando más cosas a sus invitados, hasta que vio la forma en que los americanos estudiaban las cicatrices de su cara y su cuello. Por la expresión de sus rostros, pesar y simpatía, supo de lo que su hijo estaba hablando.

Smin colocó suavemente una mano sobre el hombro de su hijo y se dirigió a Didchuk:

—Dígales por mí, por favor —rogó—, que Vassili, como todos los niños, se siente fascinado por los relatos de guerra. Especialmente le gusta presumir de las heroicas aventuras de su padre, pero la verdad es que simplemente quedé atrapado en un tanque cuando empezó a arder. Eso fue hace más de cuarenta años.

—¡Pero te dieron cuatro medallas! —exclamó su hijo, angustiado.

—Y sólo espero que nunca te veas en situación de ganar medallas de esa clase —dijo Smin solemnemente—. Ahora, veamos, ¿quién tiene el vaso vacío?

La velada amenazaba con volverse larga, fatigante por los intentos de mantener una conversación amistosa con parientes recién conocidos y a través de intérpretes. Smin se alegró cuando dejaron de hablar de él. Las mujeres se pusieron a charlar entre sí: la maestra, la señora Didchuk, hablaba en inglés con la hermosa rubia americana. Aftasia Smin, al margen, preguntó:

—¿Qué está diciéndole?

—Pues que ayer mismo —respondió la señora Didchuk sonrojándose de placer al recordarlo—, cuando fui a la tienda, vi que tenían cientos de rollos de papel higiénico. ¡Imagine! ¡Todos los que una quisiera! Así que compré doce, y el empleado me reprendió, figúrese, diciendo: «¡No hay necesidad de acumularlos, de ahora en adelante habrá muchos!» ¿Cree que eso es cierto?

—Lo que creo es que ése no es tema para discutir con nuestros invitados en la mesa —dijo la vieja Aftasia Smin. Sus ojos brillaron repentinamente—. Hay cosas más interesantes. ¿Quiere preguntarle a la esposa de mi primo si le apetece venir a mi habitación? Hay algo que quiero enseñarle.

—Otra vez —murmuró la esposa de Smin, frunciendo el ceño, cuando su suegra se llevó a la invitada.

—Eso parece —dijo Smin, y cuando las mujeres regresaron confirmó su opinión al ver la manera en que la rubia americana miraba a Aftasia Smin.

Aftasia le había estado enseñando sus cicatrices de guerra. Bueno, tenía derecho a ello: no todas las ancianas de Kiev habían luchado valientemente en la Guerra Civil, ni pertenecían al Partido desde hacía más de sesenta años.

Subrepticiamente, Smin volvió a mirar la hora. ¡Más de medianoche! Y llevaba despierto desde las seis. Menos mal que el día siguiente, pensó distraído, no sería muy duro. El intento de obtener energía residual de los generadores probablemente no tendría lugar en sábado. ¿Se retrasaría hasta que el director regresara? Era idea suya, después de todo. Pero también era típico del director concebir una idea y descubrir en seguida que tenía «negocios importantes» que atender en otra parte, y así Smin asumía la responsabilidad de desarrollarla. ¡Negocios importantes! ¡Cazar patos en Moscú! Bueno, si de verdad quería matar unos cuantos patos, había millones en las marismas del Pripyat, al norte de la central… Salvo que, naturalmente, no eran los patos lo que buscaba Zaglodin, sino la compañía: cazaba buenas influencias más que aves.

Smin bostezó y miró la botella de vodka. Pero todavía no era la hora del único trago que se permitía cada día.

—¿Puedo tomar al menos un té? —le preguntó a su madre, justo cuando el maestro, Didchuk, proclamaba ansioso:

—¿Pueden ustedes creerlo? ¡El señor y la señora Garfield dicen que su casa está sólo a pocos kilómetros de Disneylandia!

Así que fue una velada feliz e interesante. Hizo que Smin olvidara, o casi, los problemas de Chernobyl y perdonara a su madre sus sorpresas, incluso su obstinada decisión, a su edad, de celebrar de nuevo las fiestas judías. Vassili empezó a bostezar y la abuela se quedó dormida en su asiento, y era ya demasiado tarde para llamar un taxi. Smin llevó a sus nuevos parientes de regreso al hotel, con Didchuk para que siguiera haciendo de intérprete.

Hasta que cruzaron el puente sobre el río Dnieper estuvieron casi solos por las calles del extrarradio de Kiev. Los ocupantes de algunos coches oficiales les miraron al pasar, pero pocos policías se atreverían a molestar al conductor de un Chaika negro con luces antiniebla. Luego, cuando llegaron al centro de la ciudad, ya encontraron actividad, incluso a aquella hora. En la plaza principal, camiones del Ejército con baterías de luces iluminaban el espacio, que estaba siendo decorado con nuevos carteles para el desfile del Primero de Mayo.

¡Cumpliremos nuestros planes! y

¡Pedimos paz y libertad para el mundo!

Cuando pasaron junto a la gran catedral, Smin se dirigió a Didchuk:

—Dígales que hay servicio cada domingo; si uno desea creer en Dios, puede hacerlo.

—Ya lo he hecho —dijo orgullosamente Didchuk—. Les agradó mucho saberlo.

El desfile del Primero de Mayo recorrería la Jreshchatik, por supuesto: no había calle más famosa en Kiev. Tuvieron que meterse entre los camiones del Ejército para llegar a la puerta del hotel. Por supuesto, a aquella hora estaba cerrado. Cuando Didchuk despertó al portero para que les abriera, salieron del coche y se quedaron de pie bajo el frío aire de abril.

—Me gustaría que nos hubiéramos conocido antes, primo Simyon —dijo Candace Garfield—. Es una verdadera lástima que tengamos que marcharnos para Tiblisi mañana. Lo hemos pasado muy bien, y si alguna vez vas a Beverly Hills…

—Naturalmente —sonrió Smin con galantería.

Al abrazarla notó que era más delgada de lo que había pensado, y que en sus cabellos había aromas de América y Francia.

—Ah, bueno —le dijo a Didchuk cuando regresaban—. Otra visita más que tendremos que corresponder la próxima vez que vayamos a California. Qué molestia, ¿verdad?

Pero ahora que se habían quedado solos, Didchuk pareció recordar que estaba en presencia de un director técnico y miembro dirigente del Partido, y no supo responder al comentario.

Ir a la siguiente página

Report Page